Septiembre 2020
Fragmentos no terminan ni concluyen, sugieren un sinfín. Entre fragmentos y fragmentos se dan saltos en el aire. Inseguros puntos de apoyo flotan sobre un abismo. Cada fragmento se ofrece como un comienzo. Esquirlas acumulan comienzos sin desenlaces.
Macbeth de Shakespeare (1606) no solo trata sobre la ambición de poder, narra la atracción que la crueldad ejerce sobre el deseo. Tras la muerte de la reina, piensa Macbeth: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”.
Esquirlas de miedo, estallan cada día. No sonidos, ruidos que aturden. Golpes que confunden las cosas y perturban los sentidos. Siempre se vuelve al momento astillado, no porque se lo recuerde o se lo piense, sino porque no se puede representar, porque duele sin palabras para ese dolor.
Enseñanzas virtuales olvidan el misterio de las aulas. El misterio reside en presencias que conjugan saberes, miradas, voces, risas, sudores, que estrechan proximidades. Están las aulas que convocan y enhebran deseos. También están las que detonan tedios y violencias.
Se da clase para seguir pensando, para sentir una común expectación, un instante de cercanías pasajeras. A veces, cuesta darse a la clase con tantas cosas que están pasando.
El juguete rabioso, la novela de Arlt (1926), relata el secreto de la lectura como labor inútil, el del pensamiento como práctica que comienza robando, el de la escritura como exilio en una vida puerca.
El deseo de pensar sin tutelas no necesita actos parricidas. Los padres se mueren solos. Cuando no abandonan, desconocen, expulsan, renuncian. Se trata de entrar en una común orfandad sin esperanzas. La mordida de ese juguete no se cura acumulando saberes, no se cura.
No somos, estamos en un común estar. Pero, cuando no pasa eso, transcurrimos en afectividades ancladas en automatismos. Vagamos en soledades más o menos desérticas, más o menos amnésicas, más o menos insomnes, más o menos voraces, más o menos violentas.
En Más allá del bien y del mal, Nietzsche (1886), que sufre censuras e imposiciones morales, sugiere que lo que se dice tiene que escucharse como síntoma de lo que se calla. Un saber encriptado duele enmudecido, a la vez que habita el silencio como espacio de resistencia.
En ocasiones, no sabemos decir qué nos pasa. No encontramos palabras, o no sabemos dónde buscarlas, o presentimos que no existen. Otras, hablamos lenguas llagadas o decidimos no decir nada. Perplejidades esperan para poder decir algo. A veces, toda una vida.
Nuestra Facultad tiene que pronunciarse en solidaridad con la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva que declara que sus recursos para atender pacientes con coronavirus se están agotando. Dicen que no pueden más. Urgen mayores cuidados de la vida en común. Nuestra Facultad tiene que rebelarse contra el gobierno de la ciudad que hiere y golpea a enfermeras que reclaman para que se las reconozca como trabajadoras de la salud. No está bien desoír lo que está pasando. Tenemos que ayudar a contrarrestar negligencias y desmentidas. Callar hace daño, una Facultad ensimismada también.
La necedad no reside en no saber, sino en no querer saber o, todavía peor, en actuar como si eso que sí se sabe no se supiera.
Conviene distinguir entre negacionismos y negaciones. Negacionismos conquistan adhesiones seguidoras. Negaciones acuden en defensa de vidas excedidas por lo insoportable. Negacionismos culpabilizan y se ensañan con las víctimas. Negaciones encriptan dolores en el silencio. Negacionismos reclutan negaciones desperdigadas para armar partidos de odio.
La quema de barbijos habitará la memoria del obelisco de la ciudad de Buenos Aires.
En los comienzos de El Quijote, el cura y el barbero prenden fuego a las novelas de caballería que lee el protagonista imaginado por Cervantes.
En los primeros meses de 1933, jóvenes nazis queman textos de Voltaire, Marx, Freud, entre muchos, considerados subversivos.
Freud recuerda, en ese momento, que Heine había escrito años antes: “donde comienzan quemando libros, pronto terminan quemando vidas”.
Bradbury (1953) describe, en Farenheit 451, una sociedad organizada para la quema de libros y todas las páginas consideradas peligrosas. En la versión para cine de Truffaut (1966), El Quijote resulta la primera obra que prende fuego el ejército destructor
El 26 de junio de 1980 la última dictadura militar incinera, por orden de un juez, un millón y medio de ejemplares maravillosos del Centro Editor de América Latina.
Cenizas: residuos de todas las preguntas.
Escribe Derrida (1987) “…la ceniza, esa vieja palabra gris, ese tema polvoriento de la humanidad, esa imagen inmemorial que se descompone sola, metáfora y metonimia de sí, tal es el destino de toda ceniza, separada, consumida como ceniza de la ceniza”.
Están quienes viven al día porque apenas tienen qué comer y no saben dónde van a dormir mañana. Están quienes disfrutan cada día como si fuera el último. Están quienes ven pasar los días con indiferencia. En tiempos de pandemia, se vive el día a día, sin saber hasta cuándo.
Angustias necesitan pasar la noche: saberse pasajeras. Comparecer ante el tiempo, como lo hacen todos los afectos y el resto de los astros.
Dicen que se delira porque se desconfía del mundo simbólico, porque se descree de palabras pronunciadas por voces mayúsculas, porque se duda de la bondad de la ley.
Delirios dicen algo de la demasiada vida, se aceleran para adelantarse al tiempo que se escurre, no encuentran bordes ni discontinuidades, están a merced de intemperies corrosivas. No descansan.
Coreografías de cuidado que trazan figuras que se mueven respetando dos metros entre pieles, secreciones, alientos, no merecen el nombre de “distanciamiento social”.
¿Cómo nombrar vidas que hablan, con los ojos, con la voz, con los gestos, que traman cercanías a dos metros? ¿Cómo nombrar esa común protección necesaria?
Sufrimientos no necesitan calificarse como psíquicos, solo hace falta recordar que se trata de aflicciones aladas, de pesadumbres pasajeras.
Psiqué alude (en la tradición helénica) a un soplo que anima o da vida: aliento que hace nacer. Significa también mariposas: potencias ligeras y livianas que gravitan, a veces, un solo día. Algunas, como las polillas, pueden hacer daño.
Pregunta Simone Weil (1940) ¿quién escucha a las sensibilidades suplicantes? Las que todavía tienen vida, “pero una vida que la muerte ha congelado antes de morir”.
En lugar de repetir el sintagma “salud mental” se podría ensayar otro: “Demoras en un común estar que puedan alojar malestares y bienestares transitorios”.
La palabra demasías sirve para denunciar que sensibilidades internadas en los manicomios, diagnosticadas como psicóticas, sufren sancionadas por jueces, medicinas, psiquiatrías, psicologías, policías, familias, escuelas, barrios, por estar, sentir, hablar, moverse, de otros modos en la vida.
El 3 de mayo de 1913 Kafka, que vislumbra tiempos aciagos, anota en sus diarios que solo se trata de vivir “la espantosa inseguridad de la existencia”.
Achille Mbembe (2006) sostiene que necropolíticas capitalistas condenan poblaciones que la economía ya no necesita. Esos excedentes tienen dos destinos: uno, quedar abandonados a riesgos y peligros mortales; otro, subsistir aislados y encerrados en zonas controladas.
El escritor camerunés lleva hasta las últimas consecuencias, en sus estudios postcoloniales, ideas de Foucault: poderes normalizan lo que consideran el bienestar de la población, someten pulsiones y deseos, controlan la salud: establecen quiénes pueden vivir y quiénes deben morir.
En estos meses borrosos, existencias contagiadas y muertas por el virus se volvieron datos de estadísticas diarias, como las lluvias y las altas temperaturas, como la cotización del dólar, como los números de la inflación, como la cifra del riesgo país.
Antes de morir a los treinta y cuatro años, Simone Weil (1942) anota que desgracias corroen vidas calladas. Dolores que carecen de palabras. Desgastes que, sin embargo, esperan algo que toque lo indecible. Caricias que lleguen hasta soledades enmudecidas. No traducciones ni interpretaciones. Un común vocablo fugaz. Una última reserva del encanto de hablar.
Frágiles, accidentales, curiosas, las coincidencias. Albures de soledades que, por momentos, se tocan.
La única vez que conversaron Proust y Joyce, cada uno preguntó al otro si le gustaban las trufas. Ambos contestaron que sí. En eso consistió todo.
Terrores y crueldades no mueren, mudan, mutan, se disfrazan. Conservan el poder de atraer, fascinar, inmovilizar. Sensibilidades asisten ante sus despliegues con nerviosismos y temores. De pronto, euforias gozan y aplauden lo abominable.
Pablo De Santis (2005) relata, en Circo Thule, cómo Hitler huye, tras simular un suicidio, en las vísperas de la entrada del Ejército Rojo a Berlín. El Führer utiliza un circo como plan de fuga. Se suma al elenco como actor en un acto que se llama “El ascenso de Adolf Hitler”, en el que parodia al Gran Canciller en tiempos de su ilimitado poder. Recorre diferentes ciudades recibiendo aplausos. Cuando el elenco se burla de su número, grita furioso que es el verdadero Líder y no un actor muerto de hambre como el resto. Incluso amenaza con ejecutarlos. Como la escena hace reír, la incluyen como parte de la representación. Resulta la más aclamada.
Simone Weil (1940) entiende que el elogio de la fuerza, que compone el tema de La Ilíada, signa la civilización europea de la mitad del siglo veinte. Subraya que la fuerza enceguece y esclaviza, hiere la carne y mata. La fuerza -escribe- reduce la vida a una cosa que se puede dominar.
La civilización cree en el uso de la fuerza para proteger y avasallar, para sentir superioridad ante otras debilidades.
Dice que la fuerza corrompe.
Admite que algunas desesperaciones cultivan mentiras, ayudas de la ilusión, exaltaciones, fanatismos, para evitarse desamparos. Pero, advierte que no se pueden transitar asperezas de la vida “sin un largo estremecimiento de angustia”.
Nada ahorra heridas. Dañar no exceptúa del dolor. No hay refugio que proteja.
Sugiere animarse a vivir sin amurallarse detrás de las crueldades del poder.
Tal vez no en la fuerza, sino en una común debilidad residen las potencias que salvan.
No crecerán flores en tierras desforestadas. Llaman recursos naturales a la savia y al corazón de lo vivo. Enfermedades feroces se corresponden con feroces devastaciones.
No hay malicia en la zoonosis, pero sí codicia y crueldad en la destrucción de bosques o contaminación de aguas. La vida no actúa venganzas, muta porque no puede otra cosa.
El virus no quiere enfermar ni matar, solo necesita dónde alojarse. La muerte de una corporeidad viva también arrastra la muerte del virus.
Protocolos sanitarios no tienen que olvidar las delicadezas del cuidado.
La posibilidad de que el amor dispute el sentido a la terribilidad del morir se dice en un soneto de Quevedo (1645). Declara que, aunque la muerte reduzca a cenizas lo que antes ardía, esos restos que quedan: “Polvo serán, más polvo enamorado”.
En tiempos de pandemia, se corre el riesgo de no poder oponer el amor a la muerte.
Pasar de la potencia del polvo enamorado a la de la derrota del polvo infectado. Cenizas sin despedidas.
La vida sin abrazos, miradas, caricias, besos; sin proximidades, fiestas, alegrías: la muerte sin despedidas queda privada de la última hazaña del amor.
La Subsecretaría de Salud Mental de la Provincia de Buenos Aires entrega dispositivos electrónicos para posibilitar cercanías entre soledades internadas por coronavirus y sus familias.
En otro soneto, Quevedo vuelve a dirigirse a la muerte “Pierdes el tiempo, muerte, en mi herida / Pues quien no vive no padece la muerte”. Incluso se imagina como cenizas que sobraron a la llama, anota: “…nada, dejó por consumir el fuego, / que en amoroso incendio se derrama”.
La vida consiste en muchas fiebres.
Pero las afectividades no se agitan y arden porque están enfermas, sino para no enfermar. Para contornear de tibiezas el dolor.
La peste no actúa por crueldad, actúa por contagio.
La palabra desigualdad exhibe mortificaciones.
El ensañamiento de la desigualdad se deleita dando el ejemplo de lo que puede pasar. Escarmienta futuras disidencias. Poder se escribe con mayúscula cuando encarna codicias y malicias. La común consistencia espumosa de las cercanías se extiende junto a ríos de sangre. Cada época tiene palabras y nombres prohibidos. Cada época concibe eróticas rabiosas, sensualidades indómitas, caricias aguerridas.
Están pasando, en estos días, cosas con la muerte.
Llamaradas de dolor prenden fuego la piel, la carne, el aliento.
No se trata solo del pesar por una muerte personal, se trata del peligro de muerte de las cercanías que se tocan. La extinción de la vida hablante y la silenciosa vida sobre la Tierra.
Habitamos territorios irrespirables.
El planeta anfitrión no castiga ni demanda sufrimientos, solicita cuidado: la vida deviene riesgo, toxicidad y, también, defensa, cura.
Quizás se trata de resucitar a la humanidad, sacarla de la muerte, traerla a la vida con sus ternuras, suavidades, memorias, utopías. O, quizás, se trata de dejarla hundirse en la nada con sus crueldades.
Tal vez nazca, haya nacido, esté naciendo, un común vivir que no se llame humanidad, que rehúse ese nombre.
No se puede tomar el pulso de lo común. Late en innumerables tambores. Esa música se escucha en cada percusión que intenta seguir respirando.
El amor rodea a la muerte de demandas, de injurias, de orgullos. También de respetos. A veces, el amor trata de engañar a la muerte o de proponerle tratos o de ganarle provisoriamente una partida.
Una cosa la muerte, otra dejar morir.
Por esos temblores sin despedidas y por todos los temblores yacidos, comencemos a dejar esta humanidad que goza de la crueldad. Probemos marcharnos de la humanidad como pájaros que migran en los inviernos. Partamos con suavidades y furias.
La muerte no concita amor ni belleza, tampoco odio ni horror. El problema no reside en la muerte, sino en la crueldad que habla todas las lenguas. El problema reside en un común vivir sin hospitalidad, sin cuidados, sin abrigos, sin palabras que se dan.
Irse de la crueldad, tal vez, equivale a irse de la humanidad.
Ideales protectores instruyen: “No te relajes, cuidándote nos cuidamos”. Incitan a no aflojar, a no dejar de tener miedo. Interpretan la reducción de la tensión como el peor de los peligros.
Sin embargo, una larga marcha necesita confiar en persistencias distendidas del deseo, en amorosas atenciones no vigiladas, en una común responsabilidad que cobije serenos descansos.
Difícil hacer semejante viaje arrastrando terrores y cargando voracidades que solo reaccionan para defender supuestas libertades individuales.
Solo resta luchar por un común vivir del que no hay forma de desengancharse. Salvo que se decida acabar con el planeta y voracidades beneficiadas con riquezas se conformen con almacenar alimentos y energía para durar un poco más, mientras que el resto de la civilización agoniza.
Como se dijo, muchas veces no nos sentimos bien, pero no sabemos qué nos está pasando ni podemos calcular cuánto de mal estamos. Como el personaje de la novela Mudanzas de Hebe Uhart (1994) que “se daba cuenta de cómo andaba mirando la expresión del perro Milonga. El perro tenía varias expresiones. Una: ‘Te acompaño hasta la muerte’ (era la más inquietante). Otra, al menor movimiento del amo: ‘Arriba, que la vida sigue. Pero si los movimientos del amo eran dubitativos o demasiado prudentes, la expresión del perro era de pronóstico reservado”.
Ilustración: Gisela Candas
Comments