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Consideraciones (inactuales) sobre la guerra y la mujer / Eduardo Grüner


Hay, pues, muchos más hipócritas de la cultura

que hombres verdaderamente civilizados. E incluso puede

plantearse la cuestión de si una cierta medida de hipocresía

cultural no ha de ser indispensable para la conservación

de la cultura, puesto que la capacidad de cultura de los hombres

del presente no bastaría para llenar esa función.

                                                           Sigmund Freud

 

(Con la guerra) se modificó incluso, en relación con los hechos, el

significado habitual de las palabras, con tal de dar una justificación (…)

Efectivamente no existía ningún medio de pacificación, dado que

ninguna palabra era segura, ni ningún juramento inspiraba temor.

                                                           Tucídides


Las páginas que siguen ensayan un comentario -subgénero impiadosamente desacreditado por la pedantería académica- de cuatro textos, escritos por cuatro autoras, sobre la guerra en la antigüedad arcaica o clásica, específicamente la griega[i]. El tema es, pues, efectivamente “inactual”. Claro está que en algunos pensadores -Nietzsche o Benjamin son ejemplos notorios- la idea de “inactualidad” (o “extemporaneidad”, etcétera) tiene el sesgo provocativo de un anacronismo que, “recuperado en este instante de peligro”, no deja de tener serias implicaciones para el presente. No podríamos llegar a esas alturas, nos limitamos a plantear el caso. Finalmente, la guerra, la muerte por violencia o la vinculación de la política -e incluso de la Justicia- a la fuerza de las armas no han sido bienes escasos en la historia, incluyendo la que se acelera en nuestro propio tiempo: una reflexión que vaya más allá del acontecimiento fechado, entonces, siempre hará lugar al legítimo reclamo de “actualidad” (si es que este fuera un valor en sí mismo, lo cual es indemostrable). Y aún si, además de actuales, quisiéramos ser más parroquialmente locales, podríamos -ahora sí forzando un poco las cosas- preguntar: imaginando que viviéramos en una sociedad en la cual se debate apasionadamente sobre cuestiones como la legalización del aborto y el replanteo regresivo del rol de las Fuerzas Armadas, y donde la Justicia se degrada a arbitrio faccioso y las lenguas políticas a “lingüistería” balbuceante, ¿cabría encontrar inspiración para la controversia en unas mujeres que escriben sobre la guerra, la muerte, la violación del lenguaje y la injusticia? La respuesta no importa mucho: el tema de la pregunta no es lo que nos detendrá aquí, y (casi) no volveremos a mencionarlo; simplemente queríamos defender que la pregunta es posible.


Son, decíamos, cuatro escritoras (filósofas dos de ellas, historiadoras las otras dos, si es que interesan las categorías profesionales) pertenecientes al “segundo sexo”, según nominación irónica de Simone de Beauvoir -quien, habiendo vivido lo suficiente como para registrar la puja que deslizó el sexo al género, no parece haberse sentido obligada a cambiar el título de su famoso libro-. Salvo muy probable ignorancia de nuestra parte, no es frecuente que las mujeres teoricen sobre la guerra, al menos no con la intención generalizadora de un Sun Tzu o un Clausewitz. Tal vez haya alguna explicación, psicoanalítica, histórico-cultural o de algún otro tenor, para esa aparente reserva temática. En todo caso, fue por contraste con esa parquedad que nos pareció interesante la coincidencia entre las autoras de marras, todas las cuales, de una u otra manera, con mayor o menor explicitud, se hacen la pregunta del “por qué de la guerra”. Desde ya que está muy lejos de nuestras intenciones (ideológicas, para empezar) postular la existencia de una entelequia llamada escritura femenina -atribución de diferencia que disfraza mal una profunda misoginia-, sea sobre la guerra o cualquier otra cuestión. Sería como tratar de encontrar, en el estilo -del cual en otros tiempos se decía que era “el hombre”-, algo así como una esencia de la Mujer, de cuya inexistencia hemos sido informados con el más alto rigor intelectual (aunque es una advertencia que hemos elegido no tomar en cuenta, por motivos de analogía fonética con un célebre ensayo, en el título de este artículo). Todo eso ya lo sabemos. “Pero aún así”: no deja de llamar la atención, en las cuatro, una mirada muy agudamente enfocada -no se trata de narradoras ni de poetas, recuérdese- en ciertos detalles, casi siempre descuidados en los grandes “tratados” sobre el tema, concernientes a lo que un poco pomposamente podríamos llamar la cotidianidad singular, o quizá los horrores personalizados, o la domesticidad violada, detalles que suelen quedar ensombrecidos, arrinconados, por el Horror global del sonido y la furia bélicos. Atención especial, entonces, a lo (in)familiar, que busca des-familiarizar -aunque se verá que con distintos acentos- el “mito del héroe” (masculino, faltaba más) y su “bella” relación con la muerte. Alguien -despojándose definitivamente del disfraz al que aludimos hace un momento- podría verse tentado de localizar allí lo propiamente “femenino” de su escritura. Salvo por el hecho de que ese rasgo (que es tanto estilístico como conceptual) sugiere una insoslayable convergencia con otro alguien que se ocupó hondamente del tema, y que, si bien conocía acabadamente su propia femineidad, era un varón: nos referimos, claro, a Sigmund Freud. Tan solo lo apuntamos, quizá haremos alguna mención.


1.

Dos filósofas francesas, Simone Weil y Rachel Bespaloff, en los umbrales de la II Guerra Mundial, escriben sobre La Ilíada. Lo hacen en paralelo, sin conocerse, con pocos meses de diferencia. Hay entre ellas otros “paralelos” asombrosos, poco menos que inverosímiles: ambas son judías tentadas por (en el caso de Weil convertida a) el misticismo cristiano, ambas están exiliadas en Nueva York, ambas mueren jóvenes por voluntad propia, en circunstancias por lo menos singulares (Weil se niega a comer adecuadamente por solidaridad con sus compatriotas famélicos, y contrae una tuberculosis fatal; Bespaloff se suicida abriendo las llaves de gas de su departamento y asegurándose de que antes muera su madre, con la que vive). Ambas insisten en el significante fuerza como eje conceptual de sus interpretaciones. Y, por supuesto, ambas escriben sobre la narración homérica de esa guerra “fundacional” de la historia de Occidente como forma de pronunciarse sobre la que saben que está a punto de estallar en su más inmediato presente. Esos pronunciamientos son necesariamente diferentes, porque también lo son sus posiciones políticas ante la guerra que viene: Weil es pacifista, y condena todo tipo de guerra (aunque más tarde, ante la invasión de Hitler a Francia, se corregirá[ii]); Bespaloff apuesta a la resistencia, basándose en la inevitabilidad de una guerra que no celebra (al menos explícitamente), pero que tampoco rechaza.


Hay otras diferencias, bien importantes. Más tarde nos detendremos en una de ellas, a nuestro juicio decisiva.  Digamos, por ahora: para ambas, la Ilíada es “el poema de la fuerza”, si bien el enunciado es de Weil. Nótese: es la fuerza, no el poder -concepto más abstracto, y en el límite “metafísico”, como ocurre a veces en Foucault-. La fuerza tiene una concreta fisicalidad, si se puede decir así. La fuerza mata, o somete, o hiere, al menos amenaza, los cuerpos: la carne, los músculos, los nervios. No es simplemente la facultad -que podría ser solo temporal-, por las razones que sean, de hacer que el otro haga lo que yo quiera, como en la definición clásica de Max Weber. Es la de directamente anular al otro, transformarlo en cosa, como dice la propia Weil -y en esa línea, para Bespaloff es un “exceso”, un plus de energía asimismo corporal, que tiende al “fulgor homicida”-. Si mata, el otro queda reducido a cosa literalmente: hace un momento era humano vivo, ahora es cadáver. Si no, es igualmente cosa en suspenso: piedra, esperando que se abata sobre ella el pico (notable metáfora, que subraya la extrema materialidad de la fuerza). Cosa todavía con alma, eso sí; es decir, el estado más extraño, más siniestro, tanto para el alma como para la cosa. Para Weil es la forma de violencia definitiva: de ella no hay retorno posible, aunque (o más bien porque) el alma siga habitando la piedra. Bespaloff -por ahora- coincide: es el desafío supremo a la condición humana, puesto que ella consiste en que el alma anime al cuerpo, no en que quede encerrada en la roca (aún) viva.


No se trata, decíamos, de una potencia metafísica. Incluso los dioses nada tienen que ver con ella; Bespaloff llega a insinuar que aún ellos podrían estar sometidos a la fuerza, esa “contingencia devenida en necesidad”. La fuerza no se expresa como tempestad furiosa caída del cielo, ni siquiera como los rayos de Zeus. Está en cada momento particular del hacer-cosa del otro. Es, por ejemplo -son ejemplos que se pueden encontrar en ambos textos-, Príamo arrodillado a los pies de Aquiles, rogándole la devolución del cadáver de Héctor, sabiendo que sobre su cuerpo ahora pétreo puede caer el pico de una negativa, como efectivamente ocurre. Y si Príamo está genuflexo, sin defender con convicción su causa, es porque mal podría esperar justicia: esta también está subordinada a la fuerza. No se trata, tampoco, de la “cólera” del héroe: Weil señala, con agudeza, que Aquiles baja su “pico” de palabras sobre el viejo rey con indiferencia, o con menosprecio, casi distraídamente. No, se trata sencillamente de la fuerza, que se desvalorizaría si no pudiera ejercerse “naturalmente” en cada oportunidad que se le presenta. El terror, como el demonio, está en los detalles. La fuerza es una retórica en acto que se inventa cada vez sus figuras. Es también una reciprocidad mimética, como diría René Girard: el que a hierro mata, a hierro morirá[iii]. Y es una dialéctica: su espanto queda reforzado por el contraste con esos otros (pocos, pero nítidos) “detalles”, esos otros momentos, de “familiaridad” hogareña (de Heimlich, en una jerga que por supuesto no es la de las autoras): los baños calientes, digamos, breves paréntesis amorosos en los que el otro, sustraído por un instante a la fuerza, es lo que más importa.


Hay que darle toda su dimensión “novedosa”, casi herética, a esta lectura. La Ilíada no es la narración de una guerra, con sus causas previas de las que ella sería consecuencia -sea el rapto de Helena, la vocación “imperialista” de los aqueos, o cualquier otra interpretación que pueda darse-. Tampoco es la historia de los héroes. Aunque ellos importan, son, como se hubiera dicho hace algunas décadas, soportes de una estructura: la fuerza. Causa y efecto de sí misma (“no se conoce ni goza de sí más que en el abuso en el que abusa de ella misma”, dice Bespaloff), todo lo demás es para ella mero pre-texto: la propia guerra es un efecto secundario, derivado, casi diríamos un “síntoma”. La de Troya -esa guerra originaria, en el sentido de que fue la primera de nuestra cultura en ser cantada y contada- es, dicho á la Lévi-Strauss, el mito modélico de la fuerza explayándose, mostrándose a sí misma, como Dios o la Naturaleza en Spinoza[iv]. Es, en definitiva, la historia humana misma (casi toda ella lejana de los baños calientes), cuya infraestructural “última instancia” es la fuerza. Para ella hay razones, desde luego; pero una vez desatada, tiene una dinámica propia. Pocos meses antes de abordar a Homero, Weil ha escrito su ensayo más “marxista” (asimismo bien herético en ese terreno): explotación del proletariado, colonialismo e imperialismo, está todo allí. Pero una vez que la “fuerza” se ha puesto en acción, deviene un fin en sí mismo, reproduciéndose al infinito[v].


¿Han leído a Sigmund, Simone y Rachel? Pudieron haberlo hecho, pero no tiene mayor importancia. A la distancia, sin embargo, es difícil resistirse a la referencia. Desde ya, en ellas ya no hay lugar para esa decepción, que Freud todavía puede invocar, a propósito del rol que los “pueblos civilizados” podrían haber jugado en el mantenimiento de la paz. En 1939 -que no es siquiera 1915-, ¿qué esperanza podía albergarse para alimentar la posterior decepción (tampoco la tiene ya Freud en ese año de su último aliento)? Pero ya en el 15, no obstante, Freud detecta un efecto de la que hasta entonces se mostraba como la peor de las guerras de la historia: un “cambio de actitud espiritual ante la muerte”[vi]. La guerra nos ha acostumbrado a la brutalidad desnuda de la fuerza, que hace del hombre cosa. Los propios Estados -detentores por excelencia de la “legítima” fuerza- han renunciado a compensar a los hombres por el sacrificio extremo que se les demanda: la expresión “carne de cañón”, aunque él no la cite, lo ilustra inmejorablemente; es como decir “piedra para el pico”. Por fuerza, por la fuerza, los Estados han renunciado, pues, al criterio de justicia. ¿Se trata, en la guerra, de un estado de excepción? Puede ser. Pero, ¿quién tendrá la sabiduría suficiente para evitar el deslizamiento de la contingencia a la necesidad?


En todo caso, es un sarcasmo trágico: una falla en la cultura vuelve pertinente un cierto monto de cinismo (“hipocresía”, dice Freud) cultural. Aunque, ya lo sabemos: la cultura misma es una falla que nunca alcanza para detener la pulsión de muerte y los impulsos agresivos (y todas las distancias entre los respectivos “contextos de pensamiento” no nos privarán de la tentación de reconocer en esas categorías la “fuerza” de Weil & Bespaloff, o viceversa). ¿Basta la constatación de ese estado de estructura para aliviar la responsabilidad del Estado, su renuncia a persistir en el intento, y no digamos ya su complicidad con lo contrario? La pregunta, claro, no tiene una respuesta única ni inequívoca: cada cambio radical en la Historia obliga a formularla de nuevo, y de otra manera. Pero basta que deba ser formulada para saber que todavía no tenemos -que quizá no sea posible- una plausible ética del Estado moderno (la de Hegel terminó en majestuoso fracaso, la lógica de Marx o Lenin no se proponía pensarla, la de Schmitt, ya sabemos…). Mientras tanto, la fuerza seguirá prevaleciendo.


2.

De pronto, los senderos interpretativos de las dos filósofas se bifurcan. Hasta un cierto lugar, la convergencia era innegable: la historia de la Ilíada es una narrativa de la fuerza, que “cosifica” a los hombres, en esa guerra cruenta alejada de los baños. No otra es la historia misma de los hombres, siempre dispuestos a dejarse seducir por “la fuerza de la fuerza”. El problema no se presenta en esa descripción, en esa fenomenología pasmosamente coincidente, sino cuando llega la instancia de la caracterización -en el sentido fuerte- del “personaje” de la fuerza.


En Weil, ni la menor concesión: la fuerza “ciega” al alma humana, que se “encorva” bajo la presión de su crueldad inaudita. No da respiro ni tregua, no autoriza ninguna posibilidad de idealización, de imaginario mítico: no hay “ninguna ficción reconfortante, ninguna inmortalidad consoladora, ninguna insulsa aureola de gloria o de patria”. Es, con su violencia radical, el puro y violador hacer cosa de lo viviente. Con Bespaloff, estamos en otra “poética”. La diferencia puede parecer sutil, pero se trata de (grandes) escritoras, y allí la palabra manda. Ya el significante fulgor asociado a homicida debió hacernos despertar alguna sospecha: esa súbita “iluminación” se acercaba demasiado al instante visionario del arrobamiento místico. Ahora, casi a renglón seguido, nos cae sobre la espalda -¿somos piedra también, los lectores? - la intensa belleza de la fuerza -son palabras casi textuales-. Es cierto que ella es “palpable”, casi eróticamente concreta, diríamos, y no abstracción sublimada; pero no es menos cierto que ¿a título de qué? la bella palpabilidad se superpone a la Biblia, que celebra la fuerza, es cierto que no en los hombres sino en Dios, y no es poca diferencia (sí lo es respecto de los dioses griegos, que no eran propietarios de la fuerza). Pero no se puede menos que enarcar las cejas ante la comparación: ¿toda aquella crueldad aplastante de la fuerza puede pensarse como atributo de Dios?


Se trata tal vez, para Bespaloff -pero no es que ella lo diga-, del iracundo Dios del Antiguo Testamento. De todos modos, hay lugar para la extrañeza, cuando esa fenomenología de la fuerza que apuntábamos estaba tan cargada de brutalidad, fealdad y horror como en Weil, y ahora, de repente, se abre camino la divina belleza, por no decir la bella divinidad. Hemos dado, hay que decirlo así, el salto a la estetización. Y, a través de ella, a la sacralidad de la fuerza. Para usar las palabras de Rudolf Otto, se diría que lo tremendum se abre a lo sacrum[vii]. Júzguese: “Porque la fuerza es bella, y porque solo la belleza de la omnipotencia, convertida en omnipotencia de la belleza, obtiene del hombre este consentimiento total a su propia destrucción, a su propio aniquilamiento, aquella prosternación absoluta que lo entrega a la fuerza en el acto de adoración”. ¿Prosternación (¡y absoluta!)? ¿Adoración? ¿Consentimiento total a la propia destrucción? No nos apresuremos a alguna vulgata sobre el “masoquismo”. Pero sí resuena acá una exaltada fascinación por alguna teoría del “éxtasis” del sacrificio, elevada a espectáculo “fulgurante”. Todo eso dicho por una judía… en 1939. Y peor: no des-dicho en 1943, cuando finalmente se publicó el texto, ¡en Nueva York!, y cuando se sabía mucho más de destrucciones totales, no hablemos de consentimientos. Y de cómo la “fuerza” puede destruir a millones de hombres y mujeres, sin ser guerreros heroicos o filósofas, y en efecto hacer de ellos cosas, Stuck (pedazos de materia inerte), como dice en alguna parte Primo Levi.


Releer retroactivamente desde aquí lo que percibíamos como coincidencias entre ambas autoras obliga a ensanchar a brecha lo que parecía un pequeño clivaje. Ni siquiera el rol de la fuerza como dadora de indiferente mortalidad queda en el mismo lugar. Bespaloff es, está plenamente comprobado, la introductora de Heidegger en Francia. Es en una carta de octubre de 1932, dirigida a Daniel Halévy, donde por primera vez comparece ese nombre propio en la lengua francesa[viii]. Por supuesto, a esa altura Heidegger no había publicado nada más importante que Ser y Tiempo, por lo que no es de extrañar que el escrito esté excluyentemente centrado en esa obra. Pero, leyéndolo después de De la Ilíada, ¿por qué no nos extraña tampoco cierta obsesión con la noción de ser-para-la-muerte que lo atraviesa?[ix] Y, asimismo -vacilamos, pero lo diremos-, cierta adoración: “No alcanzo a conciliar tanta grandeza, tanta potencia contenida y constructora, con la idea nauseabunda que me hago de la Alemania de hoy. Heidegger me parece pertenecer al alto linaje de aquellos que Nietzsche llamaba tan justamente die verstorbenen Deutschen, los grandes polifónicos alemanes”. Es verdad que estamos antes -aunque solo unos meses- del discurso del Rectorado, en el que la polifonía misma devendrá no poco nauseabunda.


Es decir: no estamos, va de suyo, imputándole nada especialmente “nauseabundo” a la propia Bespaloff. Sus credenciales anti-fascistas y “resistentes” son inobjetables. Pero estas referencias esquemáticas alcanzan para alejar mucho su “sensibilidad” de la de Weil. Otra vez: releamos desde esta perspectiva otra caracterización, la de los héroes. Hay en ambas un propósito serio de des-mitificación del Héroe con mayúscula. Aunque, a los ojos de Weil, Héctor sea moralmente “superior” al bruto Aquiles, no le faltan rasgos de pusilanimidad, y al final también él “es una cosa arrastrada detrás del carro entre el polvo”: un cuerpo deshecho y desechado por la fuerza. Como lo será el mismo Aquiles, en un fuera de escena al que la Ilíada no llega, pero anuncia. Ya lo dijimos: ninguna ficción puede redimirlo, ninguna aspiración a la trascendentalidad lo rescatará de su estado-de-cosa.


También Bespaloff se preocupa por aclarar que no hay “idealización” ni “estilización” del héroe en Homero. Y tiene razón, aunque Steiner diga lo contrario[x]. Pero eso es en Homero. ¿Y en ella? El propósito serio al que aludíamos tiende a desfallecer: Héctor y Aquiles son bellos (sí, bellos) porque en ellos está potenciada la belleza de la fuerza. De acuerdo, son bellos mancillados por la suciedad de la guerra (porque la guerra es fea: sin embargo, se nos ha dicho que es expresión de la fuerza, con toda su belleza). Pero hete aquí que la mancha no impide resguardar el respeto por sí mismo, ni la lucidez última frente al destino de (¿ser-para?) la muerte: “Así, Héctor lo ha perdido todo, salvo aquella gloria cuya narración llegará a los hombres futuros. Y esa gloria, para el guerrero de Homero, no es una ilusión engañosa ni una vana jactancia, sino el equivalente de lo que para los cristianos representa la redención: una certeza de inmortalidad más allá de la historia, en el desapego supremo de la poesía.”


Pavada de “trascendencia”. Volvimos a la Biblia, cambiando de Testamento. Lejos quedamos de la ausencia “weiliana” de ficción redentora alguna. Gloria, historia, inmortalidad, poesía: ninguna musa se le escatima al héroe a la hora de cantar su papel anticipado en la resurrección… cristiana.


Entendámonos: nada tenemos en contra de ennoblecer la resistencia, el necesario uso de la fuerza, contra, por ejemplo, el invasor nazi. Pero -aparte de que esa buena intención atenta contra la consistencia del texto, lo cual en las circunstancias podría ser muy secundario- no se ve por qué esa “contingencia” devenida necesidad tendría que transformarse en tan trascendental virtud. Una cosa es tildar una guerra como “justa” (aunque esa atribución sea casi siempre un dilema bien difícil), otra como poética. La tragedia de la opresión es también que obligue al oprimido a ser él mismo brutal en el uso de la fuerza[xi]. Desde ya que no es lo mismo, y ninguna teoría de la doble demonología podrá jamás establecer tal equivalencia. Pero, justamente: la diferenciación se pierde a sí misma, e incluso se contradice, cuando remitimos al héroe a espacios áureos tan abstractos como la “gloria”, y ni hablar del desapego supremo de la poesía o la redención cristiana, donde toda la previa atención a la particularidad material del “detalle” se disuelve en el topos uranos de una fuerza de la que emana belleza. La inconsistencia textual, que antes podíamos pasar por alto, se revela entonces como inconsecuencia ideológica, o política. O quizá ética. En la pacifista -y cristiana- Weil, al menos, no quedaba terreno para estos deslizamientos un tanto patinosos: aunque después se cambie de idea y se elija un lado en la trinchera, ante la fuerza no se será menos cosa, menos alma encerrada en la piedra.


3.

Alexander y Loraux convocan a la sobriedad a Bespaloff (es una manera de decir: jamás la citan, ni a Weil). Especialmente la primera, que también se ocupa de la Ilíada y la guerra de Troya, tiende a coincidir -más “científicamente”, digamos- en el asunto de la no-idealización, o no-estetización, de la guerra y en particular del héroe. Después de muerto el héroe es solo cuerpo inanimado, pura materia (o “cosa”, diría Weil): incluso se descompone y cría moscas.


Queda, sí, el culto del héroe, ritualizado, transmitido vía alma e imagen (psychè, eidolon), y la vaga idea de que desde el más allá, o desde “el río subterráneo”, puede brindar alguna ayudita a sus amigos vivos. Pero nada de trascendencia, gloria ni recompensa divina, no digamos redención, cristiana o la que sea. Y, de cualquier manera, esto ocurre en el mito o en la historia, no en la Ilíada, que del héroe muerto no predica más que su muerte, y si acaso las consecuencias que ella pueda tener para los precarios sobrevivientes (la muerte de Patroclo para Aquiles y para Héctor, la de este para Príamo, y así). El relato no es principalmente el de una campaña gloriosa, sino el de una cadena permanente de muertes, de cadáveres “arrastrados en el polvo”, gracias a la fuerza. No figura en él ningún rapto de bellas princesas, ningún caballo de Troya, ningún saqueo e incendio de la ciudad: nada que pueda aliviar -mucho menos justificar- esas muertes con un toque de romance, aventura u honor. El famoso realismo, o “neutralidad moral”, de Homero, es implacable.


Y está la “amargura” de la que habla Weil, evocada, en la lectura de Alexander, por el carácter de estricta inutilidad de la guerra de Troya. Ella no modificó ninguna frontera, no conquistó ningún territorio, no sirvió a ninguna causa, noble o canalla. La única razón para que se la recuerde, es precisamente el poema homérico. No deja de ser una deliciosa ironía: lo que la hace digna de estudio es la narración que habla de su completa estupidez. Y también de la degradación, muy poco heroica, que la guerra misma produce en los combatientes: “A causa de la duración de la campaña, los griegos de la época, y también los bárbaros, perdieron al mismo tiempo lo que tenían en su patria y lo que habían adquirido en la guerra. Y así, después de la destrucción de Troya, no solo los vencedores echaron mano de la piratería por su pobreza, sino los vencidos que sobrevivieron a la guerra”.


Aquí Alexander está citando a Estrabón, que escribe en el siglo I A. C., pero que está lejos de ser el único. Los trágicos, los cronistas y los historiadores de la era clásica ya coincidían con toda naturalidad en el carácter catastrófico -precisamente por su superfluidad- de la guerra de Troya. Esto está perfectamente en línea con la interpretación de Weil, según la cual vencedores y vencidos por igual son golpeados por la furia de la fuerza, sin aliento glorioso a la vista. La guerra contada por Homero puede constituir una “épica”, pero el uso del adjetivo épico con el sentido positivo de una gesta exaltante es un invento posterior, como lo es el carácter “antipático” que adquiere la figura de Aquiles, el héroe colérico e injusto (antipatía que Weil y Bespaloff conservan en favor de Héctor). ¿Por qué, cómo, con qué objetivo?


Un puente entre esas dos ideologías “epocales” es la Eneida de Virgilio, a partir de la cual el héroe por excelencia será el pius Aeneas: “el piadoso, el virtuoso, el noble, el diligente, vinculado al destino imperial de su patria”. Alexander, que no le teme al anacronismo sugestivo, no vacila en llamar a esta operación parangón de fascismo. Tiene sus razones: es sobre todo a partir de las traducciones de Virgilio en la “Inglaterra augusta” del siglo XVIII -es decir, en paralelo con el nacimiento y expansión del imperio colonial británico- que Aquiles termina de perder sus últimos jirones de prestigio, y que las “batallas heroicas” y los grandes discursos de los héroes de la Ilíada sirven para adoctrinar a los jóvenes varones en la épica edificante de la “carga del hombre blanco” en las colonias. Para eso, con Aquiles no se puede ir muy lejos: a fin de cuentas, él es quien denuncia públicamente a su comandante en jefe Agamenón, “un cobarde mercenario sin principios” (traduce Alexander), cuyo noble proyecto no es más que el saqueo de Troya. Y es el propio Aquiles (como lo señalan también Weil y Bespaloff, aunque ésta, como dijimos, no extraiga todas las posibles consecuencias) el que hace que la Ilíada no concluya con un triunfo marcial, sino con el reconocimiento desgarrador, con la “amargura”, de un héroe que sabe que ha venido a perder la vida en una guerra completamente idiota e inservible.


Si Weil y Bespaloff, pues, han escrito sus textos acuciadas por la inminencia de la nueva guerra y la amenaza del nazismo, Alexander, con más distancia, puede ver en Homero el cronista ante litteram del colonialismo inglés y los imperialismos en general -sin privarse, como hemos visto, de su propia alusión al fascismo-, y en la Ilíada una suerte de alegoría, no tanto de la inutilidad de toda guerra, sino de que para cada una es indecidible de antemano su estatuto “justo” o no: solo un análisis riguroso -histórico, ideológico, político- podría dar cuenta de una decisión respecto de tal “justicia”: el concepto guerra es él mismo un campo de batalla. Y, de todos modos, para repetirnos, la justicia no la hace menos amarga, ni disminuye la posibilidad de hacer cosa de quienes tienen que sufrir la fuerza. Queremos pensar que Alexander estaría de acuerdo si dijéramos que no considerarlo así es una muestra de “hipocresía cultural”.


Con Loraux, el panorama se amplía, y en cierto modo se complejiza. Ya no se trata específicamente de la guerra de Troya -que apenas se nombra al pasar- sino en general de la guerra en la antigüedad griega, y en particular la guerra civil, la stásis. Es un asunto delicado, y ella lo sabe. No hay criterios estables, o definitivos, para diferenciar la guerra entre Estados (pólemos) de la llamada “civil”, al menos en lo que Weil o Bespaloff dicen sobre el vendaval arrasador de la “fuerza”. Hay guerras civiles que se han transformado en horrendos genocidios (Ruanda, Bosnia, Darfur, etcétera), otras que, pese a su enorme violencia, han podido ser más o menos “romantizadas” (la guerra civil española, la de los partigiani contra el fascismo en Italia), pero que no por ello han podido evitar sus estelas de amargura[xii].


El análisis de Loraux está atravesado de cabo a rabo por tensiones como esta, que ponen en juego las diferencias / superposiciones, en el pensamiento griego, entre el hombre como especie (ánthropos) y el hombre como ciudadano (andres: se trata, claro, del “hombre” masculino, que como ciudadano hace la guerra exterior). Es decir, entre la antropología y la política. De la mujer, no sabemos nada: el discurso oficial la ignora, para concentrarse en los “nacidos de la tierra”[xiii]. Ese mismo discurso oficial es el que quisiera mantener la distinción nítida entre pólemos y stásis, entre la guerra exterior que da renombre a la ciudad y la sedición que la arruina, reservando para esta última la condena, en tanto peste que contamina a la ciudad. Por desgracia, la cosa no es tan “nítida”. Loraux, como dijimos, no lee a Homero, pero sí, y en detalle, a Tucídides. Y detecta en él que, aunque quisiera permanecer “oficialista”, su estatuto de historiador (el primer historiador “realista”, ya que Heródoto todavía está cercano al pensamiento mítico), y, sobre todo, de intelectual honesto, hace que la nitidez vacile; que -por ejemplo respecto del conflicto interno en Corcira o de la conspiración de Cineta- Tucídides no deje de hacer lugar a la sospecha de que, si la stásis es pura peste, también en el pólemos algo huele a podrido[xiv].


¿Es azaroso que sea alrededor de esta mutua “contaminación” que aparezca en Tucídides un significante que a esta altura podemos reconocer rápidamente, a saber, el de furor como fuerza desatada y sin control? “Furor”, “cólera”, “fuerza irreflexiva”, orgé (es clara la relación con el éxtasis orgiástico del ritual dionisíaco) se opone, precisamente, a gnomé, la facultad de diferenciar, de dis-criminar. ¿Y por qué la orgé -que, en el despliegue del conflicto, tiende siempre a prevalecer sobre la gnomé- habría de distinguir entre la peste de la stásis y la “limpieza” del pólemos? Es una dificultad que se replica en la siempre acechante posibilidad de que el ándres, el ciudadano combatiente pero racional, se deslice, presa del furor, al ánthropos, el animal pre-político devenido instrumento “inconsciente” de las Furias (y cómo no registrar aquí el acre recordatorio freudiano de que “los estados primitivos pueden ser siempre reconstituidos: lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero”). “Sin duda”, dice Loraux, “de Las Euménides a la Guerra del Peloponeso, la confianza que tiene Esquilo en que el discurso (lógos) vencerá inevitablemente, se ha deteriorado”.


Queda claro: no solo el discurso no es suficiente, sino que él mismo queda contaminado, se hace pestífero. A Loraux no se le puede escapar cómo -en las archisocorridas páginas “teóricas” de Tucídides, III, 82-84- el historiador carga las tintas sobre la degradación del lenguaje provocada por la orgé, “con tal de dar una justificación”. La casuística del historiador no puede ser más resonante en su ¿inactualidad?: “Quien tenía éxito en tramar alguna intriga era un inteligente; y aún más agudo quien la sospechaba” (…) “Quien tomaba la iniciativa en llevar a cabo cualquier fechoría era elogiado, así como quien incitaba al mal a alguien que no pensaba en ello” (…) “Las garantías de fidelidad recíproca se confirmaban no tanto por las leyes divinas como por la cómplice violación de las leyes” (…) “Los jefes de los partidos de las distintas ciudades, utilizando de uno y otro bando hermosas palabras (…) y pretendiendo de palabra servir al interés público, hacían de él botín de sus luchas” (…) “El tomar venganza uno a su vez contra alguien se estimaba más que no haber sufrido ofensa inicial alguna”. Etcétera[xv]. Obsérvese cómo la depravación del lenguaje, su duplicidad instrumental, se duplica a su vez en la perversión de las leyes, de la Ley: reciprocidad y justicia se declinan como violación y complicidad. El juez, dikastés, se deja arrastrar a duplicador, dikhastés: el lenguaje es potente, apenas una letrita (para colmo muda) basta para que la administración de las leyes sea también una stásis que haga pasar la venganza por justicia.


“Asociaciones incómodas”, dice Loraux. Pero son justamente ellas las que permiten que el pensamiento no esquive su propia crítica, “manipulando el horror que espeluzna al discurso”, y disfrazando el furor de la fuerza que se menta, y se miente, como política.


4.

Cuatro mujeres, pues, escriben sobre el discurso de la guerra, del cual las mujeres, precisamente, están ausentes, excusadas a no ser como excusa (Helena, pongamos). Es, sin duda, misoginia y exclusión, aunque se la pueda entender como cuestión “de época”. Por otro lado, tal vez, la distancia que las separa tanto de aquel discurso como del campo de batalla les permita a nuestras autoras dar la batalla discursiva en otro campo: el que hemos llamado el de la in-familiaridad, que hace ver el contraste (o mejor, la imagen dialéctica en la que cada polo de la oposición depende estrictamente del otro) entre el furor frío de la “fuerza” y la calidez de los baños, ese resguardo naturalizado de las mujeres.


En ese decurso de su discurso, de manera oblicua, pero por eso mismo haciendo más poderoso el valor del “detalle”, emergen figuras que la hipocresía cultural -enorme pasión del tiempo que nos toca- quisiera mantener a raya. Para nuestro hic et nunc, y si renunciamos a escamotear el riesgo que tales transposiciones acarrean, hay en especial tres de esas “otras escenas” que nos interesan (como quien dice que una herida interesa al cuerpo). Primero, la de la fuerza que hace cosa de lo humano. Es algo más, o es más de lo mismo infinitamente profundizado, que la cosificación sobre la que ya nos había prevenido un Marx: es la amenaza permanente del pico de terror a punto de caer sobre la cabeza petrificada de la víctima diversa, particularizada pero universalizable (trabajador, mujer, “diferente”, migrante “ilegal”, jubilado, sin-techo, desocupado): es decir, el que ya es cosa, aunque su alma se piense viva. Segundo, la perversión abyecta del lenguaje de la polis, que hace de la política el basural de la fuerza revestida de palabras que no dicen más que su propia inutilidad, y quisiera hacer de la ciudadanía una masa de ánthropoi en guerra de todos contra todos por el último trozo de carne. Y tercero, la descomposición de la diké: la Ley y la justicia como botín de guerra de los amos, nuevos o viejos, espectáculo circense al que se pretende que la plebe asista sin siquiera el consuelo del pan.


Casualmente, aunque no por arbitrio, son tres caracteres que Adorno y Horkheimer, a la salida de la Segunda Guerra, calificaban como inseparables del fascismo, y cuya potencial generalización en el mundo venidero les hacía preguntarse quiénes eran, realmente, los vencedores y los vencidos. Y ya hemos visto asomar esas alusiones, y aún la palabra “fascismo”, en nuestras autoras, ya sea porque era la actualidad de su horizonte, o porque permitía la alegoría “virgiliana”. Puede ser, como dice Freud, que estemos aún muy por debajo de nuestra capacidad de cultura, sin omitir que hay épocas y lugares que agravan las incapacidades. Pero eso no tendría que ser un argumento que impida que el pensamiento se piense a sí mismo. No lo fue, al menos, para algunas mujeres.

 

Fuente: Revista Conjetural. Número 69. Ediciones Sitio. Agosto, 2018. Buenos Aires.


[i] Los textos -que no volveremos a citar para no sobrecargar los pies de página- son: Weil, Simone: “La Ilíada o el poema de la fuerza”, en La Fuente Griega, Madrid, Trotta, 2005; Bespaloff, Rachel: De la Ilíada, Barcelona, Editorial Minúscula, 2009; Alexander, Caroline: La Guerra que mató a Aquiles, Barcelona, El Acantilado, 2015; Loraux, Nicole: La Gu

erra Civil en Atenas. La Política entre la Sombra y la Utopía, Madrid, Akal, 2008

 

[ii] Weil termina comprendiendo, en efecto, el lugar especial que ocupa Francia en los cruces ideológico-políticos del conflicto. Mientras los fascistas alemanes e italianos, que están en el poder, son belicistas, los fascistas franceses, que hasta el advenimiento de Vichy están en la oposición, y en especial los intelectuales que Weil pudo conocer (Céline, Drieu, Rebatet, Brasillach, Maulnier y el propio Maurras) son, lógicamente, “pacifistas”, pues quieren el acuerdo con alemanes e italianos. Cfr. Sérant, Paul: Romanticisme Fasciste, Paris, Fasquelle, 1970; Carroll, David: French Literary Fascism, N. Jersey, Princeton University Press, 1998

[iii] Girard, René: La Violencia y lo Sagrado, Barcelona, Anagrama, 1986

[iv] El mito modélico no es el originario, ni el relato “auténtico” -es sabido que, para Lévi-Strauss, se puede estudiar un mito entrando por cualquiera de sus versiones, todas igualmente válidas- sino el “modelo” de su lógica “estructural”, construido por el antropólogo.

[v] Weil, Simone: Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, Buenos Aires, Godot, 2017

[vi] Freud, Sigmund: “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, en Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973

[vii] Otto, Rudolf: Lo Santo, Madrid, Alianza, 1998

[viii] Bespaloff, Rachel: Lettre sur Heidegger à M. Daniel Halévy, Revue Conférence, 1998

[ix] Está claro que es una noción capital en la obra de Heidegger, y nadie que pretenda ocuparse de esa obra puede soslayarla. Pero en Bespaloff no se trata de un mero examen, o análisis, sobre todo cuando aparece insistentemente en contigüidad con cosas como “iluminación”, “resplandor”, “develamiento” y, sí, “fulguración”.

[x] En Tolstoi y Dostoievski (Mexico, Era, 1968) dice George Steiner: “Cuando Simone Weil llamó a la Ilíada “el poema de la Fuerza” y vio en él un comentario sobre la trágica futilidad de la guerra, sólo tenía razón en parte. La Ilíada está lejos del desesperado nihilismo de Las Troyanas de Eurípides. En el poema homérico, la guerra es valerosa y, finalmente, ennoblecedora. Y aún en medio de la matanza, la vida se agita con fuerza” (pág. 70). Esta termina siendo, casi literalmente, la posición de Bespaloff -a quien Steiner no cita, lo cual es raro, porque la última parte de De la Ilíada es justamente una comparación con Guerra y Paz de Tolstoi-. Desde luego que no hay, en el contenido Homero, “desesperado nihilismo”, y la sociología histórica ha leído en la Ilíada una expresión de la ideología de la aristocracia guerrera arcaica. Pero está también el “realismo” que tiende a “desencantar” esa misma ideología (algo que sí percibe Georg Lukács). Además, Steiner no toma en cuenta la ya discutida intención de ambas de leer a Homero en clave de la nueva guerra que se está desatando ante sus ojos.

[xi] Sería pertinente, aquí, recordar el viejo debate a propósito del famoso texto de Fanon Los Condenados de la Tierra, y el no menos célebre prólogo de Sartre. Demasiado a menudo, y demasiado unilateralmente, se ha visto allí una glorificación de la “violencia de abajo” (el colonizado solo deviene humano matando a un opresor; cuando lo mata en verdad mata dos hombres, un amo y un esclavo, etcétera) y mucho menos la tragedia implicada en una Historia que fuerza a los hombres a hacer eso.

[xii] Respecto de estos dos casos, hay un ejemplo notable, que enfrentó a dos grandes escritores. Al fin de la segunda guerra mundial, Elio Vittorini y Curzio Malaparte, en su momento afiliados al fascismo, se acercaron al comunismo. Malaparte declaró que, mientras podía justificar las guerras entre naciones, consideraba la guerra civil como la cosa más repugnante. Para Vittorini, al revés (cuyo cambio de bando empieza en 1936, precisamente a causa de la guerra civil española), solo la guerra civil es defendible, cuando es expresión de la lucha de clases, mientras que la guerra entre Estados suele ser un enfrentamiento entre fracciones de las clases dominantes. La “conversión” de Malaparte -un “amante de la fuerza”, lo llama su biógrafo, sin señales de haber leído a Weil-, al observar que el Eje llevaba todas las de perder, es oportunismo puro; la de Vittorini es ideológicamente más auténtica. Ninguno de los dos, sin embargo, se pronuncia sobre las guerras de liberación nacional del Tercer Mundo, que marcaron a la segunda posguerra, y que suelen ser un cruce de ambas formas de conflicto. Vittorini había justificado, aún con reservas, la invasión mussoliniana a Etiopía; Malaparte, más decidido, se ofreció como voluntario. Cfr. Crovi, Raffaele: Il Lungo Viaggio di Vittorini, Venecia, Marsilio, 1998; Serra, Maurizio: Malaparte. Vidas y Leyendas, Buenos Aires, Tusquets, 2012

[xiii] Es el título de otro gran libro de Loraux (Nacido de la Tierra, Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2007), donde, así como en Los Hijos de Atenea (Barcelona, Acantilado, 2017), estudia el extraño mito de autoctonía según el cual los atenienses habrían, literalmente, brotado de la tierra, mientras su diosa protectora, Atenea, es una virgen.

[xiv] Dicho sea esto sin negar que muchas veces esa distinción sea políticamente necesaria y pertinente: para eso se acuñó, entre nosotros, la expresión “guerra sucia”, con el inconveniente de que de todos modos quedó en ella la palabra guerra para calificar a un genocidio.

[xv] Tucídides: Historia de la Guerra del Peloponeso, Madrid, Alianza, 1989; págs. 282 / 283



Hank Willis Thomas - "¡La libreta debe arder!" - 2014 - 7 brazos de fundición que sostienen libretas de pases; Calzas de bronce y cobre

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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