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  • Foto del escritorRevista Adynata

Duelo: del dolor a la organización / María Pía López


En la experiencia de los feminismos populares y callejeros de la Argentina están los hilos con los que se puede tejer una imaginación política para el presente, capaz de confrontar con las derechas triunfantes. Parte de esa victoria proviene de dar cauce a modos reaccionarios de tramitar el miedo a perder la vida o que la pierdan las personas queridas. Surge de considerar clave la cuestión de la seguridad y de afirmar el derecho a ejercer violencia para evitar que la ejerzan sobre nosotres. Su argumento es sencillista: de un lado la gente de bien, del otro la que amenaza. Las fuerzas de seguridad deben tener las manos libres para defender a los primeros. Y por si no resulta, todes podríamos tener armas a mano para evitar que cosas o vidas nos sean arrebatadas. La derecha te lo dice fácil y se ancla sobre una experiencia de miedo presente y compartida.


Pero hay un conjunto enorme, mayoritario, de la población, que tiene otra experiencia del mido. Que ha temido el acoso, la violación o el asesinato, que pasó por esas situaciones o estuvo en riesgo. Nosotras, aquellas cuyos cuerpos fueron tratados como cosas desde la infancia, que fueron tocados sin su consentimiento en los colectivos, que recibieron ataques en las calles o en las casas. Nosotras, que sabemos que ninguna de esas situaciones se resuelve con más fuerzas de seguridad, penas más altas o leyes más duras. Nosotras, que no reclamamos nada de eso y sin embargo reclamamos el derecho a vivir íntegras, libres y sin violencias. Decimos que toda vida vale, que ningún cuerpo es desechable: tramitamos el miedo de una forma no securitista ni punitivista. Sin los atajos que proveen los manuales de las derechas y que sintetizan en el grito ¡hay que matarlos a todos!


En lugar de llorar a solas y gritar por castigo, intentamos socializar el duelo, volverlo común y público, comprender las raíces sociales de lo sucedido y el carácter sistemático de esas violencias. Las Madres de Plaza de Mayo lo hicieron, hasta el punto de socializar la propia maternidad: cada hije buscado era el de cualquiera de las madres y el juicio y castigo en cada causa afectaba a todas. Una condena tenía siempre una doble faz: se dirigía contra un perpetrador de genocidio y contra las posibilidades de reproducción del terrorismo de Estado. Era más político que individual. Por eso la pena toma un carácter particular en los crímenes de lesa humanidad: si esos hechos pusieron en abismo lo humano, cada juicio intenta resituarlo, evitar ese desquicio, volver a permitir la vida en común.


El movimiento que se multiplica alrededor de la consigna Ni una menos pudo sacar al femicidio de la lógica individualizante y carcelaria de la seguridad. Produjo el duelo como instancia pública y colectiva, fundando allí la conformación de una subjetividad política distinta, no centrada en el encierro ni en la venganza. El duelo afirmó lo común, como punto de partida. Al realizarse públicamente, salió de la lógica en la que la única reparación del daño a la vida es la venganza o el castigo equivalente. No sabemos aún cuáles son los otros modos de reparación, y algunas de las discusiones adeudadas dentro de los feminismos parten de esa tarea pendiente. Pero sí sabemos que la defensa de la vida no tiene como salida única, y ni siquiera como verdadera salida, la de armarse hasta los dientes, encerrarse en casas blindadas, exigir un policía por metro cuadrado. No es salida porque la mayoría muere dentro de sus casas, por la agresión de hombres armados y conocidos, y ante la impotencia o la desidia del Estado para responder a las denuncias. No es salida práctica, menos aún configura una imagen que pueda expandirse y generalizarse. Mientras la idea de cuidado de la vida que construyen las derechas implica la capacidad de dar muerte, la que sostienen las prácticas feministas supone elaboración colectiva de alternativas, socialización de los problemas, búsqueda en común de las soluciones.


En algunos barrios, las mujeres se organizan para pelear contra los hombres violentos y liberar a sus víctimas. O crean modos de acompañar abortos o construyen redes de cuidado y alimentación. La reproducción y la defensa de la vida se desindividualizan, muestran su raíz social, el hecho de que sólo pueden ser resueltas en esa dimensión y no en la de una gestión personal, de núcleo familiar, vinculada al ahorro, la propiedad y el mérito. Mientras esto lleva a una culpabilización personal por cada problema atravesado; comprender su origen social -desde las dificultades de les niñes en la escuela hasta el endeudamiento para resolver las necesidades básicas supone busca resoluciones colectivas, que van desde la disputa por imaginar e implementar políticas públicas, el despliegue de instituciones estatales, la obtención de leyes, hasta la producción de tácticas y micropolíticas, capaces de anclar las alternativas en la propia acción militante. Los activismos feministas, tan variopintos y disímiles, juegan en unos y otros planos: piden interrupción legal del embarazo y a la vez se organizan para acompañar abortos que se realizan en la obligada clandestinidad.


Actuar en varios planos pone en escena una temporalidad compleja y múltiple: cuando se trata de la vida y sus exigencias, no hay espera ni postergación. No hay que esperar la redención de clase ni la solución del hambre en el mundo. Muchas militantes partidarias temen que definirse feministas las aleje de las cuestiones que las organizaciones definen como centrales y prioritarias, como si los feminismos fueran devaneos de señoras con tiempo libre y aspiraciones al ascenso en sus trabajos. Por el contrario, no habría posibilidad de considerar la emancipación de los sectores populares y ni siquiera la resolución de sus más dramáticas condiciones de vida, sin atravesar esas políticas con las ideas, prácticas y saberes que ponen en juego los feminismos. No hay antes y después. La temporalidad de la vida siempre es múltiple y de ningún modo el hambre es lo único que la amenaza. Si una política popular parte de la vida, entonces no debe ser mezquina en su definición de la misma. Cuando se aplana cosechan las derechas, siempre sabias para agarrar la cosita en al que se convirtió una cuestión compleja, en algo que se puede entender con un eslogan y resolver rápido. Si la vida popular se reduce a la superviviencia, sus desdichas se encaran con políticas de seguridad o financiamiento alimentario. La proliferación de microcréditos y el vaciamiento de los planes sociales, convertidos en mero flujo de dinero -y sustraídos de su articulación con capacitaciones y lógicas cooperativas- se sustenta sobre esta idea de vida, super explotada y manipulada, reducida a un modo dañado y rentable del transcurrir.


El duelo público implica afirmar que toda vida debe ser llorada. Que todes somos dignos de duelo. Que lo son las pibas denostadas por los medios de comunicación y cuyos crímenes son destratados por el aparato judicial. Que lo son las fanáticas de los boliches y las muchachas que consumen drogas. No hay buenas y malas víctimas. No hay trazo aceptable entre quienes merecen vivir y las destinadas al matadero. La lógica más profunda del neoliberalismo es la de producir vidas no valiosas, que pueden desaparecer cuando no son útiles. Contra esto insurge el duelo público. Del mismo modo en que el movimiento de derechos humanos tuvo que aprender a decir que peleaba por la justicia respecto de los crímenes contra militantes, incluso contra militantes armados, y no sólo los cometidos contra los inocentes de toda inocencia que se habían delineado como víctimas ideales durante la transición democrática. O como ocurre con una de las movilizaciones más relevantes de estos años, la marcha de la gorra, que reivindica el derecho a vivir de los pibes de los barrios, estigmatizados y sujetos a la violencia institucional.


Los feminismos callejeros hicieron estallar la diferenciación entre buenas y malas víctimas y, al mismo tiempo, pusieron en discusión la propia categoría de víctima. Salimos a la calle para dejar de ser víctimas, aunque estuviéramos en esa situación: la politización nos convierte en sujetos activos, capaces de resistir y crear, no sólo de padecer. Declarar colectivamente el padecimiento, inscribirlo en una comprensión más amplia, organizarse para volverlo audible y comprensible, insurge contra el lugar al que el disciplinamiento patriarcal intenta condenarnos.


Lloramos, claro. El duelo es llanto, pero también es furia y alegría. Nuestras movilizaciones son festivas porque cumplen, cada vez, el pasaje del duelo a la organización, el estallido de la situación de víctima para devenir sujeto político, el descubrimiento más potente: sabernos capaces de actuar, de producir lo común. Durante las vigilias ante el Congreso por la discusión parlamentaria sobre la legalización del aborto, se configuraron las imágenes de otro modo de vivir en sociedad, el de grupos fraternos, cooperativos, cuidadosos, amorosos. Lo estivo surge del reconocimiento de lo que estamos inventando y produciendo. Nuestro duelo es público, dice que toda vida es digna de duelo, pero también dice y grite que toda vida debe ser digna de ser vivida, vinculada al deseo y no a la sumisión, a la libertad y no a la disciplina.



Fuente: López, M.P. (2019) Capítulo 4: Duelo: del dolor a la organización” en Apuntes para las militancias. Feminismos: promesas y combates. Ed. Estructura Mental a las Estrellas. La plata.




Marian Calle - "Más memoria por favor" - 2018-2019 - Arte urbano - Cartelismo

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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