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El cuidado de sí y la parresía filosófica como ruptura de la actividad política / Esther Díaz

¿Qué es lo moral en mí?, ¿por qué principio valorativo debo guiarme si quiero ser moral?, ¿cómo debo actuar para llegar a ser moral? Y por último, ¿a qué aspiro siendo moral?

Foucault formula interrogantes de este tipo como expresión de la inquietud que moviliza a quienes quieren construirse a sí mismo como sujetos morales. Existe un juego de espejos entre estas preguntas y las cuatro preguntas kantianas: ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo conocer?, ¿qué me cabe esperar?, y finalmente, ¿qué es el hombre?

Las coincidencias son tangenciales pero intensas. Foucault había construido un nuevo kantismo epistemológico en las primeras etapas de su pensamiento. Sus conceptos acerca de la construcción de los discursos científicos, del saber y del poder replican ideas kantianas pero historiadas, despejadas de a priori formales. Y al iniciar un nuevo ciclo filosófico centrado en la cuestión ética, acude nuevamente al acerbo kantiano en el que cada sujeto es su propio legislador moral. Aunque en los grupos que Foucault estudia no se concibe ningún trascendental formal, necesario y universal. Por el contrario, las subjetividades buscan hacerse moralmente a sí mismas sin obedecer mandatos exteriores a ellas mismas. Foucault, al comienzo de su periplo por el pensamiento antiguo, relaciona la última etapa de su propio pensamiento con lo expresado por Kant en “Qué es la ilustración”. Hacer filosofía es pensar el presente. Incluso cuando ese pensar se vigorice desde el pasado.

Retomemos nuevamente las preguntas de Foucault y –dicho con sus propias palabras- “ese trip grecolatino que ha durado muchos años”.i[i] El filósofo le consagró al pensamiento antiguo sus cuatro últimos cursos en el Collège de France, desde 1981 hasta poco antes de su muerte en 1984. Y, en ese mismo período, terminó de redactar sus dos últimos libros publicados, que versan sobre temas similares: El uso de los placeres y La inquietud de sí, además del “libro prohibido”, Las confesiones de la carne, que permanece inédito por expresa voluntad de su autor y refiere a las prácticas de sí entre los primeros cristianos.

Ahora bien, ¿qué estatus filosófico le cabe a cada uno de los interrogantes planteados al comienzo de la presente reflexión?

La primera pregunta es ontológica: ¿qué es lo moral en mí?, apunta a dilucidar cuál es la materia prima sobre la que me construyo en tanto sujeto moral.

La segunda interpelación es deontológica: ¿a qué principio debo responder para ser moral? Podría ser a una ley natural, o divina, o reglas racionales, o valores estéticos, u otros.

La tercera pregunta pertenece a la ascética: ¿cómo debo actuar o conducirme para lograr equilibrio moral?, qué prácticas realizar, a qué exámenes someterme, ¿debería ayunar?, ¿regular mis relaciones sexuales?, ¿predisponerme a hablar siempre con franqueza?, ¿o qué?

La cuarta interrogación es teleológica: ¿a qué aspiro siendo moral?, ¿qué fin persigo?, ¿en pos de qué objetivo final busco hacer de mi vida una obra de arte?, ¿anhelo la libertad, o a la inmortalidad?, ¿busco la tranquilidad de espíritu, la suspensión de esperas y ansiedades, la disminución de las pasiones, el equilibrio entre el adentro y el afuera?, ¿cuál es mi meta en tanto ser moral?

Este tipo de cuestiones desvelaron el pensamiento de Foucault y brillaron mientras su vida se apagaba. Época en la que su filosofía dio un giro de timón. Dejó atrás la constitución de los discursos científicos y los dispositivos de poder y se zambulló en las tumultuosas aguas de la ética.

De todos modos aprovecha su propio acervo metodológico analizando arqueológica y genealógicamente los modos de subjetivación de grupos escogidos de pensadores o de religiosos preocupados por el gobierno de sí mismo y de los otros. Analiza las tecnologías del yo fundamentalmente en el dorado clasicismo griego, en el período helenístico imperial romano y en el cristianismo de los primeros tiempos, el que aún no estaba institucionalizado.

En este volverse sobre las prácticas de sí y la filosofía de la existencia Foucault se reencuentra con la hermenéutica. No ese tipo de hermenéutica que pretende hallar verdades originarias, olvidadas o dormidas que existen y valen por sí mismas; sino la hermenéutica como sospecha, azar, instantes, elaboración. Toda interpretación es una construcción y, en este caso, hay interpretación productiva tanto de parte del investigador como de las subjetividades analizadas. Foucault produce conceptos filosóficos a partir de subjetividades que, a su vez, se producen a sí mismas. Se trata de seres que ejercen una hermenéutica del sujeto que ellos mismos son, una búsqueda por el resbaladizo fondo nebuloso de la propia interioridad, de un exterior que nos penetra y de un futuro incierto que nos acecha.

El presente trabajo ofrece en primer lugar una semblanza de éticas estéticas y sus diferentes instancias, desde las que se va conformando la construcción de uno mismo mediante el cuidado de sí. En segundo lugar se ensaya una breve génesis histórica y valorativa del concepto de decir franco o parrhesía según concepciones diferentes del mismo término. En tercer lugar se arroja en el tapete del pensar la imposibilidad de un encuentro armonioso entre parrhesía filosófica y actividad política, otorgándole a la primera un carácter inescindiblemente ético y a la segunda un destino retórico. Así pues, se señala el divorcio entre el valor moral de decir la verdad de la parrhesía filosófica, y el mero y hueco afán de persuadir mediante otro tipo de parresia que, paradójicamente, no es del orden de la verdad sino de la retórica. He aquí la política.ii[ii]

Estética de la existencia, prácticas de sí y tecnologías del yo

Ontología. Los griegos carecían de un término equivalente a “sexualidad” o a “carne” (en el sentido que tiene en el cristianismo). El conjunto de prácticas relacionadas con el placer en general y el sexual en particular era denominado aphrodysia, es decir, placeres, y el gran interrogante consistía en buscar cómo hacer un buen uso de esos placeres. Esa cultura de varones -elitista, esclavista y misógina- se preocupaba por sobrellevar una vida armónica, mesurada, y por tomar medidas de autocontrol si el deseo se tornaba inmoderado. Sócrates, por ejemplo, les aconsejaba a sus amigos que se alejaran de los bellos muchachos, si ellos, como adultos, no sabían abstenerse y caían en la tentación de introducir sus manos entre las sugestivas vestiduras de los mancebos. En general, la dinámica de los placeres seguía el modelo diagramado por Platón en el Filebo, según el cual no existe deseo sin carencia de la cosa deseada. Aunque para el griego preocupado por el gobierno de su propia vida en vistas al gobierno de los demás, los placeres corporales –especialmente comida, bebida y sexo- poseían cierta inferioridad ontológica. Pues se trata de un tipo de placer compartido con los animales. La actividad sexual aparece como un juego de fuerzas de la naturaleza que puede prestarse a abusos. Este es el motivo por el que los placeres de Eros, al igual que los de la mesa, son motivo de problematización, no sólo de tipo médico y filosófico sino también moral. En la transición de la ética griega y romano-imperial a la cristiana se le restará preocupación moral a la bebida y la comida y se reforzará el cuidado sobre los avatares del cuerpo erótico. Los placeres eran la materia prima del hacerse a sí mismo del griego clásico y el estoico romano, entre los cristianos será el deseo y cómo domesticarlo. Quizás para nosotros, contemporáneos de una cultura psicoanalizante, esa también sea nuestra materia prima, ¿qué hacer con nuestro deseo?, ¿reprimirlo?, ¿liberarlo?, ¿dejarse llevar o no ceder ante el deseo?

Deontología. En la antigüedad el uso de los placeres se instrumentaba de acuerdo a un principio autorregulador de la actividad moral. Sin imposiciones externas y sin noción de culpa. La estrategia a seguir era considerar aquello que realmente es necesario según la naturaleza, buscar las mejores oportunidades temporales y circunstanciales para satisfacer los deseos, y tener en cuenta el estatus social y moral de los individuos. Por ejemplo, el esclavo, el plebeyo, el niño y la mujer carecían de tal estatus. Por ello no son motivos de problematización y solo les queda obedecer y, en el sexo, ser pasivos absteniéndose de disfrutar. Gozar es privilegio del aristócrata varón y adulto. Pero si un señor es noble de alma no se arrojará al barro de la desmesura, observará más bien una estética de la existencia. Así designa Foucault al trabajo sobre sí de los griegos: “estética de la existencia”. El principio rector que los guiaba era la verdad en libertad. Ese principio, entre los romanos, se centró en el cumplimiento de las leyes naturales, y su métier se autodenomina “cuidado de sí”. A los primeros cristianos el principio que los movilizaba era el acatamiento a la ley divina. Foucault llama a esta práctica “hermenéutica de sí”. Se suele generalizar las prácticas de los diferentes grupos con el término “tecnologías del yo”.

Ascética. El buen uso de los placeres requiere cierta actitud para relacionarse consigo mismo por medio de un trabajo autoimpuesto. Si se aspira a ser moral se debe realizar una faena sobre uno mismo y un dominio de sí. Conocerse para ocuparse y ocuparse para conocerse mejor. Esto implica una relación agonística con el deseo. La larga tradición del combate espiritual que parecería patrimonio de los cristianos, ya estaba claramente articulada en el pensamiento griego. Las fuerzas salvajes del deseo, a no ser que están bien controladas, llegan a invadirnos incluso durante el sueño. Esta idea expresada por Platón en la República, y reiterada entre los estoicos romanos reaparece fuertemente entre los cristianos. Agustín de Hipona pretendía erradicar sus malos pensamientos hasta en el sueño. Y si llegaba a gozar mediante una inconsciente polución nocturna buscaba en la confesión y la penitencia la austeridad vergonzosamente perdida. Exámenes de conciencia, ejercicios espirituales, contención de los deseos, libretas de apuntes para registrar propósitos, ayunos y abstinencias responden a una ascesis implementada por los griegos clásicos, reiterada por refinados grupos de romanos tardíos e entronizadas como propias entre los cristianos. El sentido de estas prácticas cambia en las diferentes culturas, pero no cambian demasiado las prácticas en sí mismas. Ascesis para greco-romanos y análisis inacabable para los cristianos.

Teleología. El fuerte elemento griego de lo moral como búsqueda de la verdad se prolonga en las tradiciones estoicas y cristianas. Se trata de la sabiduría o de la santidad. Pero entre los griegos, el conocimiento de uno mismo no presenta al alma como un dominio de conocimiento posible. Esto ocurrirá con los cristianos y su obsesión por desentrañar las huellas del deseo. Los griegos se proponen como meta alcanzar la verdad en una ciudad libre. El telos griego es libertad y verdad. Los romanos imperiales por su parte, ya no aspiran a una ciudad libre, se retrotraen entonces a su interioridad y buscan la imperturbabilidad del ánimo. Para los paganos el yo es algo que se puede dominar. Esta concepción será retomada por los cristianos. Pero mientras griegos y helenísticos se autoimponían su disciplina, el cristiano, según se vaya institucionalizando dependerá cada vez más de códigos impuestos exteriores a sí mismo. En este punto cabe preguntarse cuál será nuestra meta, la de los ciudadanos (o los sin papeles) de las sociedades de control, de nosotros, los sujetos biopolitizados. Este es un dilema para seguir pensando.

Las distintas fases de la parrhesía

Los cuatro últimos cursos en el Collège de France representan algo así como el testamento teórico de Foucault. Se introduce de lleno en el tema de la subjetividad y del trabajo sobre sí mismo y, como cerrando una parábola que comenzó con sus primeras obras, se ocupa de la relación entre vida y verdad. Pero no ya desde una exterioridad que nos coacciona, sino desde lo que se genera en nosotros mismo, como la enfermedad que crecía en su cuerpo y que lo llevó a decirle con firmeza a sus alumnos: “Este es el último curso que dicto”. Sus lecciones culminaron con la muerte de Sócrates. Esos cuatro cursos convertidos actualmente en libros individuales (además, desde 1994 figuran en Dits et écrit, su obra completa) son “Subjetividad y verdad”, “La hermenéutica del sujeto”, “El gobierno de sí y de los otros” y “El coraje de la verdad”. Y si bien el concepto de parrhesía ya había sido adelantado en otros trabajos, donde levanta un monumento teórico al decir franco es en los dos últimos cursos.

La parrhesía es una práctica que identifica al discurso veraz y valeroso. Foucault analiza el tema desde varias perspectivas, pero el tiempo y la extensión del presente trabajo me obligan a tomar solo algunas de sus acepciones. Me referiré a tres grandes formas de parrhesía: la política, la filosófica y la cristiana.

El primer momento refiere a la figura de Pericles tal como lo presenta Tucídides. En esa instancia la parrhesía es la virtud del ciudadano que habla en su condición de tal, pero que sostendrá el carácter verídico de su discurso en la particularidad de su persona. Pero ese “hablar franco” de un ciudadano es también una operación técnica de la política, porque no se trata de una opinión cualquiera, sino la emitida por el “primero de los atenienses”, en este caso nada menos que Pericles. Su opinión deberá ser obligatoriamente compartida. Una veracidad performativa que se sostiene en la autoridad de la figura personal que la enuncia. Esta verdad opera desde el interior de la estructura política -también opera la autoridad personal- y se enuncia desde la reglamentación del discurso político “bien formado”, es decir, desde la regimentación retórica. En realidad esta primera acepción de parrhesía más que del orden de la verdad es del orden de la persuasión.

El segundo momento de la parrhesía aparece como un desplazamiento. Esa veridicción política se convierte entonces en filosófica. El discurso parrhesíaco ya no será el que se dirija a la asamblea desde la política y con las armas de la política, es decir la retórica. Será el que se dirija a cada ciudadano y con el lenguaje cotidiano. Su figura central es Sócrates. Este corrimiento de la parrhesía desde la política a la filosofía dejará sus huellas también en esta última, cuyo desenvolvimiento en la antigüedad tardía será una articulación entre retórica y verdad.

Pero regresemos a Sócrates en el que aparece el carácter “valeroso” del discurso veraz, no como el éxito o el fracaso de los enfrentamientos políticos, sino como el riesgo que debe asumir personalmente el riesgo de quien articula el discurso verdadero cuyo emblema -justamente- es la condena de Sócrates. De modo que en su desplazamiento la parrhesía pasará a constituirse como una forma de “vida filosófica”, incluyendo en ella el ethos, las acciones, las reacciones y la doctrina. Esta parrhesía filosófica puede a su vez ser entendida desde tres aspectos diferentes. En primer lugar como el desplazamiento que hemos visto de ese “hablar veraz” en la política a un “hablar veraz” ante la política, caracterizado por una exterioridad de la política que utiliza su verdad para dirigirla desde afuera y que, precisamente, toma su fuerza desde esa distancia. Este aspecto para Foucault se haría manifiesto en las cartas de Platón sobre su relación con el tirano de Siracusa.

El segundo aspecto de la parrhesía filosófica antigua se manifiesta no ya como exterioridad respecto de la política sino como exclusión y oposición tanto respecto de la política como de su técnica, la retórica. Este aspecto lo encuentra Foucault en el Fedro dónde la parrhesía filosófica aparece como alternativa a la político-retórica.

El tercer aspecto se manifiesta en el Gorgias. Aquí la parrhesía pasará a constituir una psicagogia, una educación del alma. Ya no será una relación indiferente entre ciudadanos sino una relación determinada entre maestro y discípulo, cuyo objetivo es el logro de un criterio de verdad opuesto a la “apariencia” de la retórica. Por ello la parrhesía se constituirá como una “piedra de toque” que dará cuenta de la autenticidad de las almas, en la homología lograda entre maestro y discípulo como criterio de verdad compartido.

Desde el “Conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos se ha ido desplegando un proceso de individuación de la parrhesía y se fue constituyendo un ámbito de “interioridad”. El principio de decir todo sobre sí mismo encontrará su modelo más extremo en el cristianismo, con su examen de conciencia permanente y su confesión sacramental. Ya no se trata del primer ciudadano emitiendo su opinión como retórica persuasiva, ni del filósofo que por tener el valor de decir la verdad pierda la vida, ni del pedagogo que educa con la verdad en esa búsqueda compartida que hace crecer las alas del alma. Con el cristianismo se constituye la indagación interminable de la verdad en la interioridad del creyente, una exploración de sí que solo culminará con la muerte. Pensemos en otro ejemplo desde San Agustín que, siendo octogenario, se torturaba tratando de dilucidar si la atracción que había sentido por un compañero en su adolescencia era una atracción espuria o un amor verdadero. Parece que murió sin resolverlo.

Parrhesía filosófica y retórica política

Asumir el decir veraz con actitud filosófica implica la ruptura de ciertos lazos que la parrhesía había establecido con la actividad política. La verdad ya no se produce desde la política (aunque ésta siga empeñada en hacernos creer que sí), pues el concepto de la verdad es capturado por el amor a la sabiduría y por la pedagogía. En función de ello, al bajar las aguas de la inundación retórica, queda despejado al panorama y se le puede llegar a decir al político algo equivalente a “el rey está desnudo”.

La parrhesía socrática no consiste en proponerse decir la verdad en el campo político ni influir en sus decisiones. Consiste en cambio en mostrar que la parrhesía es una función de ruptura con respecto a la actividad política. El daimon le prohíbe a Sócrates ponerse al servicio de la política, pues la obligación de hacer actuar la verdad con referencia al campo político puede exponer al parrhesiasta a convertirse en sujeto de una acción injusta.

Filosofar desde esta perspectiva es ocuparse de sí exhortando a los otros a que también se ocupen de ellos mismos. Hay un movimiento pendular: ocuparse de sí - ocuparse de los demás. Se impone buscar la verdad mediante la preocupación. Para que el discurso de la inquietud de sí sea verdadero es indispensable que no pretenda estar precedido por verdad alguna. La verdad es una función constante y permanente del discurso, no se deja encerrar en proposiciones, ni fluye de fuentes originarias. No soporta los límites de los carteles de propaganda política ni las retóricas partidarias. Esto no significa juicios valorativos. Significa que todo, aun la verdad socrática o la opinión de Pericles, requiere ser analizado con distancia crítica. Significa así mismo que cuando se tiene suficiente valor como para enfrentar la verdad, se actúa como Sócrates, que mientras se le entumecían las piernas por efecto del veneno siguió hablando amigablemente de filosofía; o como Foucault, que mientras el tumor se expandía por su cerebro continuaba dictando clases y, unos días antes del final, tuvo el coraje de mandar a la imprenta un escrito sobre la vida.

Texto publicado en www.estherdiaz.com


i[i] Foucault, M., El coraje de la verdad, Buenos Aires, FCE, 2010, p. 18.

ii[ii] Las fuentes principales del presente trabajo son (además del anteriormente citado): Foucault M., El uso de los placeres, México, Siglo XXI, 1986; La inquietud de sí, México, Siglo XXI, 1987; El gobierno de sí y de los otros, Buenos Aires, FCE, 2009. Y Díaz, E., La filosofía de Michel Foucault, Buenos Aires, Biblos, 1995 (y reediciones).


Andrea Torres, mesmerize fotografia digital. 2013

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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