El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano. Es indispensable que en el extranjero haya algo del intruso, pues sin ello pierde su ajenidad. Si ya tiene derecho de entrada y de residencia, si es esperado y recibido sin que nada de él quede al margen de la espera y la recepción, ya no es el intruso, pero tampoco es ya el extranjero. Por eso no es lógicamente procedente ni éticamente admisible excluir toda intrusión en la llegada del extranjero.
Una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar de simplemente «naturalizarse», su llegada no cesa: él sigue llegando y ella no deja de ser en algún aspecto una intrusión: es decir, carece de derecho y de familiaridad, de acostumbramiento. En vez de ser una molestia, es una perturbación en la intimidad.
Es esto lo que se trata de pensar, y por lo tanto de practicar: si no, la ajenidad del extranjero se reabsorbe antes de que este haya franqueado el umbral, y ya no se trata de ella. Recibir al extranjero también debe ser, por cierto, experimentar su intrusión. La mayoría de las veces no se lo quiere admitir: el motivo mismo del intruso es una intrusión en nuestra corrección moral (es incluso un notable ejemplo de lo politically correct). Sin embargo, es indisociable de la verdad del extranjero. Esta corrección moral supone recibir al extranjero borrando en el umbral su ajenidad: pretende entonces no haberlo admitido en absoluto. Pero el extranjero insiste, y se introduce. Cosa nada fácil de admitir, ni quizá de concebir…
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Yo (¿quién, «yo»?; esta es precisamente la pregunta, la vieja pregunta: ¿cuál es ese sujeto de la enunciación, siempre ajeno al sujeto de su enunciado, respecto del cual es forzosamente el intruso, y sin embargo, y a la fuerza, su motor, su embrague o su corazón?), yo he recibido, entonces, el corazón de otro; pronto se cumplirán diez años. Me lo trasplantaron. Mi propio corazón (la cosa pasa por lo «propio», lo hemos comprendido; o bien no es en absoluto eso, y no hay propiamente nada que comprender, ningún misterio, ninguna pregunta siquiera, sino la simple evidencia de un trasplante,ii como dicen preferentemente los médicos), mi propio corazón, por tanto, estaba fuera de servicio por una razón nunca aclarada. Para vivir era preciso, pues, recibir el corazón de otro.
(Pero, ¿qué otro programa se cruzaba entonces con mi programa fisiológico? Menos de veinte años atrás no se hacían trasplantes, y sobre todo, no se recurría a la ciclosporina, que protege contra el rechazo del órgano trasplantado. Dentro de veinte años seguramente se practicarán otros trasplantes, con otros medios. Se produce un cruce entre una contingencia personal y una contingencia en la historia de las técnicas. Antes, yo habría muerto; más adelante sería, por el contrario, un sobreviviente. Pero siempre ese «yo» se encuentra estrechamente aprisionado en un nicho de posibilidades técnicas. Por eso es vano el debate que he visto desplegarse entre quienes pretendían que fuera una aventura metafísica y quienes lo concebían como una proeza técnica: se trata por cierto de ambas, una dentro de otra.)
Desde el momento en que me dijeron que era necesario hacerme un trasplante, todos los signos podían vacilar, todos los puntos de referencia invertirse, sin reflexión, por supuesto, e incluso sin identificación de ningún acto ni de permutación alguna. Simplemente, la sensación física de un vacío ya abierto en el pecho, con una suerte de apnea en la que nada, estrictamente nada, todavía hoy, podría separar en mí lo orgánico, lo simbólico y lo imaginario, ni distinguir lo continuo de lo interrumpido: todo eso fue como un mismo soplo, impulsado de allí en más a través de una extraña caverna ya imperceptiblemente entreabierta, y como una misma representación, la de pasar por la borda mientras se permanece en la cubierta.
Si mi propio corazón me abandonaba, ¿hasta dónde era «el mío», y «mi propio» órgano? ¿Era siquiera un órgano? Desde hacía algunos años experimentaba cierto palpitar, quiebres en el ritmo, poco en verdad (cifras de máquinas, como la «fracción de eyección», cuyo nombre me gustaba): no un órgano, no la masa muscular rojo oscuro acorazada con tubos que ahora, de improviso, debía imaginan. No «mi corazón» latiendo sin cesar, tan ausente hasta entonces como la planta de mis pies durante la marcha.
Se me volvía ajeno, hacía intrusión por defección: casi por rechazo,iii si no por deyección. Tenía ese corazón en la boca, como un alimento inconveniente. Algo así como una náusea,iv pero disimulada. Un suave deslizamiento me separaba de mí mismo. Estaba allí, era verano, había que esperar, algo se desprendía de mí, o surgía en mí donde no había nada: nada más que la «propia» inmersión en mí de un «yo mismo» que nunca se había identificado como ese cuerpo, todavía menos como ese corazón, y que se contemplaba de repente. Por ejemplo, al subir las escaleras, más adelante, cuando sentía las palpitaciones de cada extrasístole como la caída de una piedra en el fondo de un pozo. ¿Cómo se convierte entonces uno en una representación para uno mismo? ¿Y en un montaje de funciones? ¿Y dónde desaparece entonces la evidencia poderosa y muda que mantenía el conjunto unido sin historia?
Mi corazón se convertía en mi extranjero: justamente extranjero porque estaba adentro. Si la ajenidad venía de afuera, era porque antes había aparecido adentro. Qué vacío abierto de pronto en el pecho o en el alma —es lo mismo— cuando me dijeron: «Será necesario un trasplante»... Aquí, el espíritu tropieza con un objeto nulo: nada que saber, nada que comprender, nada que sentir. La intrusión de un cuerpo ajeno al pensamiento. Ese blanco permanecerá en mí como el pensamiento mismo y su contrario al mismo tiempo.
Un corazón que sólo late a medias es sólo a medias mi corazón. Yo no estaba más en mí. Llego desde otro lado, o bien ya no llego. Una ajenidad se revela «en el corazón» de lo más familiar, pero familiar es decir demasiado poco: en el corazón de lo que nunca se designaba como «corazón». Hasta aquí, era extranjero a fuerza de no ser siquiera sensible, de no estar siquiera presente. De allí en más desfallece, y esta ajenidad vuelve a conducirme a mí mismo. «Yo» soy porque estoy enfermo («enfermo» no es el término exacto: no está infectado, está enmohecido, rígido, bloqueado). Pero el que está jodido es ese otro, mi corazón. A ese corazón, ahora intruso, es preciso extrudirlo.
i Étranger en el original. El rango de significados del término es amplio, ya sea que se lo emplee como sustantivo o se lo utilice en forma adjetiva: es el extranjero, el que llega desde afuera, pero también el extraño. Como sustantivo, puede significar «extranjero», «extraño» o «ajeno». Hemos optado por traducirlo como «extranjero» cuando el término entra en tensión con otro que remite a la llegada desde afuera: «el intruso». Como adjetivo, y dados los diferentes contextos en que es empleado, optamos por traducirlo como «ajeno». En relación con otro término asociado, étrangeté, preferimos «ajenidad» a «singularidad»; en este último caso no hay ambigüedad posible con «extranjería», que en el original aparece como étrangéreté. (N. de la T.)
ii Salvo aquí, cada vez que en el texto se hace referencia al trasplante se utiliza el término greffe. En este caso se opta por un término menos coloquial, puesto que es el que utilizan los médicos: transplantation, el cual hace referencia al proceso de trasplante del órgano completo y la reconexión del sistema de vasos que se le asocian. En francés, a diferencia del español, greffe se refiere tanto a la operación para extraer el órgano del donante como a la operación de implantación del órgano en el receptor (en español se dice «ablación», y «trasplante» se reserva únicamente para la operación de injerto del nuevo órgano en quien lo necesita). En francés se emplea el término greffon para hacer referencia al órgano a trasplantar o trasplantado. (N. de la T.)
iii Juego de palabras imposible de traducir: los términos en francés son intrusión, défection, réjection, déjection. En el caso del tercer término, en español se pierde la terminación en «ion», puesto que se lo debe traducir como rechazo (del órgano) (N. de la T.).
iv Otro juego de palabras intraducible: coeur, corazón, es un término que también forma parte de expresiones relacionadas con los malestares estomacales, como en el caso de la expresión avoir mal au coeur (tener náuseas). En este caso, la expresión haut-le-coeur, que literalmente significa tener el vómito al borde de los labios, juega con la idea de detención del corazón (haut da también la voz de alto: ¿arriba las manos! es haut les mains!) la arritmia que provoca la dolencia del autor, pero también con la idea de tener coraje: hauts les coeurs! tiene su equivalencia exacta en la expresión «¿arriba los corazones!». (N. de la T )
Fuente: Amorrortu editores, Buenos Aires –Madrid Traducción: Margarita Martinez Primera edición al castellano: 2006
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