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  • Foto del escritorRevista Adynata

Esto (no) es una peste (de Atenas) / Alejandro Kaufman

En memoria de Juan Molina y Vedia


I

El paso de una matriz de transformaciones en múltiples órdenes y niveles de la experiencia común no es algo nuevo, no más que en el sentido de lo inesperado de la novedad, de lo recurrente de la novedad, de la novedad como costumbre desde hace varias generaciones, décadas y siglos. Volver sobre la etimología de “moderno” es reiterativo e innecesario, así como de sus prefijos post, hiper, ultra, neo, o cualesquiera que sean. Y, sin embargo, todo indica que no hay acostumbramiento a las transformaciones ni crédito incondicional que dar a lo insoportable de un presunto estancamiento o aburrida estabilidad. Los estados de la conciencia y sus inmediaciones sub, inc. o supra no pueden sino seguir siendo los referentes de los estados de las cosas. Y es por ello que brotan nuevas filosofías de la conciencia, en las que la conciencia deviene una condición extendida, ilimitada, porosa, de magnitudes incontables y categorialmente desacoplada. Estado de las cosas en que todo lo que la conciencia cuente como existente concierne a una misma matriz de circulación de sentidos, sin totalización, y con modos múltiples de reciprocidad.


Una cuestión sería qué nos sucede mientras todo ello sucede. Eso no lo sabemos ni lo podremos saber. Si apenas registráramos que ello sucede con expectativas deconfluir en la conversación ¿pública? ya sería un logro si a tal meta pudiéramos aproximarnos. No es así, sino que más bien, como tantas veces ha sucedido en la historia cultural, círculos limitados comparten intelecciones en involuntario secreto frente a audiencias proteicas. Tampoco es nueva esta circunstancia, provista de una profusa tradición hagiográfica. La diferencia es la convivencia de nuevo cuño entre discursividades herméticas y el modo público en que no pueden sino estar expuestas y en riesgo de inocuidad, cuando no de irrisión o irrelevancia.


Irrelevancia es el rasgo dominante de las innumerables producciones discursivas estructuradas como series elaboradas con métodos postindustriales y lanzadas a la circulación neuromántica. No nos reconocemos en la neuromancia distópica que nos envuelve porque aun podemos vernos y simbolizarnos en corporeidades sustantivas que comen, duermen, tienen frío o calor y mueren en unidades de cuidados intensivos por covid 19, mientras otras no dejan de nacer y apuntar al futuro. Habitamos entonces tal neuromancia ciborg, monstruo dotado de corporeidad paulatinamente colonizada por acciones nanomoleculares.


Pero todo lo hasta aquí anotado no deja de agraviarse por una retórica tecno mientras de esas hibridaciones participan de manera concomitante e inescindible arcaísmos y supersticiones que salen tanto de los libros que recuerdan cuentos de hadas, como de los textos sagrados interpretados a modo de manuales para acometer atentados y exacciones, o de las narrativas retroactivas que claman por todas las injusticias transcurridas en milenarias memorias.


Ficciones que nos anteceden, mientras también se siguen escribiendo y filmando, reguladas por didascalias fantásticas de unicornios, sirenas y cisnes negros. No es casual, ni mera metáfora que algunas de esas expresiones se apliquen a sucesos ultratecnológicos: al final se trata del mismo asunto fantástico. Tal vez le haya llegado la hora a la revelación de esa superposición afín entre lo fantástico y lo tecno. Hallaríamos en esa afinidad otro de los hilos que dan cuenta de la inmersión en que nos encontramos, alternando de modo indistinto entre onirismo y materia.


II

La conciencia tal como la entendemos tiene como condición de posibilidad a la ciudad. Podríamos o querríamos decir que la ciudad es la conciencia misma, no tanto en el sentido habitual de la polis sino del modo en que el habitar urbano configura la existencia tal como nos constituye. El habitar urbano es un asunto de distancias, la mayor lejanía situada en la mayor cercanía. Cuanto mayor la cercanía, mayor la separación. Ciudad es estar en reunión y separación, cerca y lejos, en comunicación y en aislamiento. La ciudad se edifica sobre el cuerpo y su conciencia como una extensión de aquello que en los cuerpos une y separa entre vigilia y sueño, memoria y olvido, quietud y movimiento, deambulación y asiento. La politicidad urbana reside en cómo devienen y se gobiernan esas relaciones contradictorias, opuestas y combinadas. Se realiza en la existencia urbana el modo espaciotemporal de la relación entre lo individual, el nombre propio, el cuerpo y la localización, por un lado, y lo colectivo, el anonimato, la matriz catastral, el devenir en fuga, por otro.


¿Por qué traer aquí y ahora el diagrama de lo urbano? Porque transcurrimos un evento -el pandémico- que en sus propios términos se encuentra por debajo de la conciencia y por fuera de lo urbano. Se pretende su advenimiento desde afuera, desde lejos, aunque es lo inherente a lo urbano aquello que lo hace posible, la masiva cercanía entre cuerpos. En las imágenes alegóricas que algunas veces procuraron narrar la pandemia en estos meses, más de una vez se hizo empleo de las filas formadas por fichas de dominó, cuando al caer una de ellas derriba filas tan largas como se quiera, todo a partir de un solo movimiento. Para ello, las fichas tienen que estar a una cierta distancia que las separe pero que también las coloque en la cercanía necesaria para que caiga cada una sobre la siguiente. Es una imagen virtuosa del contagio, de su prevención y de su eliminación a través de la distancia. Cuando advienen eventos de contagio infeccioso masivo, la cercanía que en la ciudad es cifra de la vida se convierte en su inversión letal.


Suelen sorprenderse quienes hallan que en la historia de las epidemias y pandemias, independientemente de la vigencia de diversos paradigmas inconmensurables entre sí sobre lo que en la actualidad denominamos biología, algunas de las prácticas realizadas para la defensa contra los agentes infecciosos fueran muy similares o idénticas, en particular el distanciamiento y el confinamiento domiciliario. También parece sorprendente que intereses comerciales poderosos se hubieran opuesto con anterioridad a tales cuidados. La continuidad entre estos comportamientos, su recurrencia, no obedece a algún misterioso conocimiento intuitivo sobre los gérmenes, irrelevante argumento por su ausencia completa de relación con el asunto -en términos históricos-, sino con que desde que existen ciudades y epidemias, quienes construyen ciudades para establecer relaciones sociales urbanas conciben también cómo invertir los términos de lo que construyeron cuando su propia obra se les vuelve en contra. Los constructores de ciudades encarnan como saber inmanente aquello que la ciudad hace posible como condición, tanto en realización del propósito que anima a lo urbano, como de la desgracia que propicia cuando se interponen eventos letales solo posibles del modo en que sobrevienen en la existencia urbana. Constructores de ciudades son quienes participan en su existencia de todas las maneras posibles. Es como decir hablantes competentes o actores sociales.


Si la ciudad es una forma de la conciencia, contiene, como fue mencionado, sus capas inferiores, ocultas a las elevadas por encima. No son meras metáforas las que conciben a la conciencia y sus alrededores como edificios, estructuras e infraestructuras, no son caprichosas transposiciones ni son arbitrarias, sino consecutivas derivaciones de las configuraciones lingüísticas y proactivas que denominamos alma, espíritu, mente, psique y tantas otras denominaciones ensayadas durante siglos. No es que el cuerpo consciente haya determinado a la ciudad ni lo contrario. Cuerpo y ciudad son co-creaciones que han evolucionado en forma combinada. A ello se debe que los eventos contagiosos masivos lesionen la existencia urbana, porque imponen la quiebra de su habitabilidad. Gobernar a la ciudad es gobernar conciencias y cuerpos situados en obediencia a los ordenamientos que determinan la estructura urbana. Así Wittgenstein, cuando comparó al lenguaje con una ciudad en las Investigaciones filosóficas (§18). “Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de diversos períodos; esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y regulares y con casas uniformes.”


Es característico de la conciencia identificarla con el detrimento de lo onírico y del olvido, cuyas acciones sobre aquella nos son extranjeras. Sucede entonces con los cuerpos lo que con las ciudades porque ambos son constitutivos de una misma existencia, sin perjuicio de conflictos y contradicciones. Así, las calamidades que los eventos contagiosos masivos nos deparan dan lugar a estados del ánimo y de la conciencia tan atribulados como los daños que los cuerpos padecen por las afecciones sobrevenidas, sea el sufrimiento, sea la muerte.Es que otros rasgos de eventos epidémicos del pasado no se reiteran porque atravesamos épocas técnicas, sobre todo en los últimos cincuenta años, en que los sucesos adoptan características inconmensurables con las del pasado, que además no paran de transformarse en formas irreconocibles para anteriores experiencias, tanto que aun lo que en la actualidad experimentamos es muy diferente y ajeno a epidemias como las de polio de mediados del siglo XX y aun a epidemias como las del HIV del siglo pasado. Quién sabe si una versión del siglo XXI corto no habrá comenzado en estos meses aciagos, y si el siglo XX largo no habrá terminado con este suceso.


Con el lenguaje, que nos une y nos separa como lo hace la ciudad, ocurre asimismo igual que con la estructuración de la conciencia y sus alrededores, todo ello como parte de la tríada de homologías que llamamos lo humano, y que, como decíamos, se compone de cuerpo, lenguaje y urbe. Los tres componentes de la tríada, unos más antiguos que otros pero todos procedentes de tiempos que nos resultan inmemoriales, llevan consigo la carga del pasado y del olvido, carga que nutre lo gravoso que una conciencia experimenta frente a lo que se le opone como adversidad.


III

Interés de la técnica, entonces, como entramado sustraído a la conciencia.Solemos hablar de lo nuevo y porvenir, y por lo tanto soñamos despiertos con el futuro y lo traemos a la conciencia. Cuando la técnica se vuelve habitual consuma su realización consistente en no ser motivo de la conciencia sino hábito inmanente a la praxis, y por lo tanto solo objeto de celebración heroica en efemérides y demás ocasiones, pero presencia perenne en la materialidad inerte que nos circunda y constituye, como si fueran nuestros cuerpos orgánicos y sus actividades funcionales silenciosas e ignoradas. Una máxima ya clásica decía que la “salud es la vida en el silencio de los órganos”. Es el mismo silencio que les requerimos a los artefactos y a sus redes que nos sirven, que realicen lo que les es encomendado y que no se hagan oír. Desde que adviene la técnica como porvenir promesante hasta que se instala en el silencio suele transcurrir un proceso por lo general largo, gravoso y a veces trágico, por lo general interminable, como es el caso del tránsito automotor, constitutivo de la urbe contemporánea tanto o hasta más que las viviendas sometidas al dominio del coche automóvil.


Cada vez que nombramos “técnica” o alguno de sus elementos delimitados como objetos que nos encaran y sirven a nuestros deseos, en esa propia operación denominativa tiene lugar desde el comienzo la sustracción a la conciencia de lo que se entrama. Decimos automóvil y se nos representa el artefacto libertario, hecho de eros y velocidad, prestigio y utilidad, prosperidad económica y disminución del desempleo, y creemos haberlo contextualizado. La historia centenaria del automóvil es también la del interminable conflicto heterogéneo y polimorfo que dio forma a las ciudades que habitamos, desde el libre discurrir entre máquinas y cuerpos en benévola convivencia callejera hasta los actuales códigos de tránsito. El trayecto desde las utopías de hace más de un siglo, entonces soñantes con autos voladores y anhelos sinfín de ícaros triunfantes, hasta las actuales tribulaciones que el urbano catálogo creciente nos ofrece maldiciente del coche automotor, nos remite al relato ejemplar de como procede la sustracción a la conciencia. El coche automotor mantiene indemne su prestigio y su valor simbólico. Subrepticiamente la megamáquina industrial automotriz repta por su supervivencia, de las mil maneras en que lo hace, desde la premonición en favor de otras energías hasta la recuperación de las deambulaciones urbanas animadas por la acción corpórea directa e inmediata, el retorno del caminar, la hospitalidad para la bicicleta, y así siguiendo. Nunca hubo un clamor masivo motivado por las restricciones a la libertad y a la circulación causadas por los códigos de tránsito ni de lejos comparable con las objeciones y padecimientos alegados por las medidas sanitarias de distanciamiento y devenir protocolo del covid 19. Nunca se objetó que no pueda manejar un auto alguien que no fuera aprobado por los códigos de tránsito según normas de una estrictez que no es casi comparable con ninguna otra práctica generalizada del común. Tendría que llamar la atención la enorme dificultad y casi inviabilidad con mucha frecuencia de hacer cumplir prevenciones sanitarias en estos tiempos en comparación con el modo en que habitamos la circulación urbana, nuestra cotidianeidad automotora. Lo primero que hay que hacer respecto de esta contrastación es abandonar toda propensión moralista del tipo, si es así con esto, cómo no es igual con esto otro. Propensiones que nos trasegaron durante la pandemia como objeciones de preescolar, cómo si se permite esto no se permite esto otro. Propensiones morales determinadas por la concatenación deslindada entre agencia y experiencia, que enfrenta lo inmediato sin más, desligado de toda referencia comprensiva. Se cifra en esa figuración el carácter performativo de la técnica, modo tautológico de la preeminencia. Se hace lo que se hace porque se puede hacer, y cualquier otra consideración es expulsada de la conciencia. No obstante: no ocurre así como por un acto mágico de chasquear los dedos. Los códigos de tránsito se instalaron y se impusieron, se naturalizaron y convirtieron en hábitos a lo largo de décadas durante las cuales en el mismo marco en que todo ello ocurrió se estuvieron contabilizando las muertes y morbilidades resultantes de manera que podríamos describir como discreta. Imaginemos qué destino habría tenido el tránsito automotor si se comunicaran las muertes y morbilidades del modo en que durante estos casi dos años se hizo con fallecimientos y contagios. Apliquemos este contraste a lo que se nos ocurra y obtendremos resultados sorprendentes sin que por ello pierda su lugar de privilegio el tránsito automotor. De modo que no es la propensión moral lo que nos interesa de la comparación efectuada. En el contraste surge otra variable: al estado actual de la naturalización automotora llegamos durante más de un siglo, sin alcanzar una culminación virtuosa, sino solo un estado continuo de conflicto en sordina. Naturalización automotora es gobernanza automotora, obediencia a los códigos de tránsito. Expresión esta última utilizada para sintetizar todo el asunto. No es la norma jurídica lo que define el “código de tránsito”, sino que en esa expresión, para darle su sentido cabal, hay que comprender toda la escala vertical de relaciones: cuerpo, lengua y urbe. El repertorio abarcado por lo que implica el automotor podría agotar de manera exhaustiva el sentido de lo que entendemos por contemporaneidad. La organización del tiempo, las distancias urbanas, la configuración, diseño y planificación, la gestión de la ira y del placer en el movimiento continuo, las road movies. Y también las multitudes que no participan del devenir automotor o lo hacen de maneras tangentes o laterales. Bastaría mencionar que para conducir un automotor hay que cumplir con pruebas y requisitos a los que nadie acusa de autoritarismo limitante de derechos libertarios. Sabemos que hay ciudades en las que la vida cotidiana se vuelve bastante complicada si no se cuenta con una licencia de conducir, como también importa que conducir no es obligatorio, sino una actividad de la que se puede prescindir sin aparentes consecuencias, del mismo modo que se puede no concurrir a un restaurante, o a un teatro, o viajar a otro país en medio de una pandemia. La pregunta alternativa a la propensión moral es porqué es tan difícil detener globalmente una pandemia cuando hemos sabido más o menos pronto exactamente cómo hacerlo y en algunas, varias, regiones y localizaciones se lo comprobó de modo empírico. Abordar el asunto tiene relevancia ahora ya no como tópico epidemiológico inmediato, sino retroactivo para analizar lo acontecido y futuro para el respectivo aprendizaje posible y necesario. Aclaración preventiva: siempre hubo luchas sociales contra el imperio del coche. Es asunto de escalas y temporalidades el sustento de los cotejos.

IV

Los apologetas del capitalismo se complacen en exhibir curvas correlativas de la historia civilizatoria, toda ellas cercanas al plano hasta que en los últimos doscientos años a varias décadas recientes constatan un ascenso vertical de los productos brutos, la expectativa de vida, la población mundial, en fin, la prosperidad. No suelen relevar dos de los aspectos decisivos que hicieron posibles esos crecimientos, vinculados ambos de manera estrecha con la habitabilidad urbana: la configuración higienista moderna de la vida citadina y las vacunas. No les interesan, además de que hemos visto cómo vienen de antagonizarlas de manera brutal, porque a los efectos de los impúdicos y ultrajantes discursos que profieren, ambos aspectos vienen a ser “comunistas” para ellos, y por lo tanto despreciables para sus an-eticidades monádicas. Sin el higienismo y las vacunas no habríamos conseguido nada que se asemejara ni de lejos a las actuales condiciones de la vida urbana. Son su premisa ineludible, y la razón por la que la calamidad ahora acontecida es tan gravosa, porque puso en tela de juicio un pilar de la vida urbana contemporánea que conformaba una implicación naturalizada e indiscutible. Sin perjuicio de lo contradictorio y combinado que en todas sus dimensiones es lo que llamamos progreso moderno, la pandemia golpeó en los cimientos de la civilización técnica independientemente de las totalizaciones que se le pretenden endilgar, como si por tratarse de un mega evento entonces cualquier cosa que pensemos adversativamente de la actualidad se le pudiese atribuir. La pandemia es, o fue, todavía no lo sabemos, un evento simple que golpeó la fibra vulnerable de una mundanidad hipercompleja que, no obstante, y es lo difícil de comprender -lo contraintuitivo-, pudo derrumbarse, interferirse por la fuerza de la palanca en el punto de apoyo preciso para derribar tal mole colosal. Puso en evidencia fáctica cómo la contracara de esa curva exponencial que tanto se complacen en ostentar es la extrema vulnerabilidad del Goliat civilizatorio, susceptible de demolición por cualquier pedregullo disparado por el David certero que acierte a cruzarse. En esta ocasión el Coronavirus es la piedra arrojada por la honda. Y si la imagen de la demolición con su dramaticidad parece ajustarse a la calamidad pandémica, no sucede lo mismo con lo que sabemos de la historia de la peste. Inercia lingüística que nos impone palabras desacopladas de la actualidad con sus significaciones legadas de experiencias pasadas. Fue esa inercia la que con toda probabilidad alimentó susceptibilidades y temores hacia los estados de excepción. Se nos figuraron imágenes primarias de las condiciones de caos e ingobernabilidad, disolución política de otras épocas que con razón fueron objeto de polémica con talantes supuestamente más sensatos, que aducían tanto la presunta menor mortalidad del covid 19 en relación a casos históricos tantas veces más letales, como la ausencia o solo acaecimientos bastante limitados de escenas luctuosas y horrorosas a la manera de los testimonios legados del pasado. Hubo un caos, pero no fue ese, ni el imaginado, ni el temido. En relación a aquellas figuraciones temidas, entonces la pandemia fungió como fake news por el contraste entre memorias y sucesos presentes. Ese contraste se sumó a lo que podríamos designar como inconsciente urbano, el entramado de los múltiples y heterogéneos sustentos estructurales de nuestras formas de vida por debajo y por fuera de nuestras enunciaciones manifiestas. Las recomendaciones protocolares y conductuales, sobre todo acerca de distanciar a los cuerpos entre sí, habrían requerido largos periodos de acostumbramiento, prédicas disciplinarias, educación masiva, tal como sucedió con la mayoría de las prácticas técnicas que habitamos y que devinieron costumbre después de muchos años. Se llamó protocolos a supuestos necesarios de acostumbramiento disciplinario que no pudieron instalarse en pocos meses, como no se puede aprender a nadar en medio de un naufragio.


Falta una crítica radical pública de los discursos optimistas del emprendimiento tecnológico, siempre formulados como enunciaciones mágicas, sustraídas a la prueba de los cuerpos, de los repertorios lingüísticos y de las resistencias estructurales de las ciudades, todos ellos territorios que formulan sus exigencias y limitaciones siempre mudas y verificadas en largos procesos de interacción recíproca, como sucedió con el transporte automotor (¡tan solo un ejemplo significativo por su relevancia y magnitud: en modo alguno excepcional!). Las prácticas encarnadas en los cuerpos realmente existentes son la fuente laboratorial de cualquier transformación de las costumbres, mediante la distribución disciplinaria, ya sea en colectivos especializados como los educativos, securitarios, bomberos o de salud, o en la población general, que se adapta a hábitos actitudinales variantes. Los imaginarios normativos proceden como las anunciaciones tecnológicas, como encantamientos a los que se atribuyen obediencias y determinaciones causales. En cualquier caso, los cuerpos realmente existentes y sus actitudes, resistencias y adhesiones determinan el acontecer efectivo. Así sucede con el conjunto de los sucesos sociales, y lo mismo ocurrió y ocurre con la pandemia. Habrá mucho que discurrir para caracterizar lo caótico en las entrelíneas de una civilización técnica dotada en forma plena de sus capacidades industriales, de circulación y cálculo actuarial, pronosticador, relevador de sucesos analizados estadísticamente. Porque no sucedió el caos imaginado para las expectativas propiciadas por las narraciones apocalípticas y porque tampoco sucedió lo que auguraba la temida repetición de las memorias se produjo otro trastorno de nuevo tipo que puso en crisis narrativas, imágenes, saberes e interlocuciones, que ocasionó nuevos temores, y lesionó las politicidades estatales, aun cuando fueron las únicas instancias que contuvieron sin solución de continuidad las situaciones vividas. Nos encontramos ante esa paradoja, las herramientas organizacionales que más sufrieron, las concernientes a los estados nacionales, fueron las únicas que tuvieron eficacia para controlar los sucesos, mientras que otras, como las corporaciones capitalistas, solo oficiaron de obstáculos pánicos especulativos, responsables de indeterminables pérdidas de vidas.


Lo conjeturable es por fin que el mega evento pandémico no pertenece al mismo orden de cosas con el que se lo confunde, el del antropoceno en curso a la extinción, ni tampoco en general, como tal, a la propia lógica del capitalismo. Sin ser ajeno a todo ello, la magnitud y proliferación del evento es la forma actual en que acontecen los contagios masivos letales, diferente de cómo sucedieron en el pasado, radicalmente diferente, y, sin embargo, en relación de continuidad con las tres instancias civilizatorias que han mantenido su vigencia desde tiempos remotos: corporeidad, lingüisticidad y urbanicidad. Enfrentamos el umbral de una mutación radical de las tres, en un estado general de resignación y declinación de toda responsabilidad respecto del porvenir que nos afecta, aparte de algunos gestos de cortesía. Quizás la naturaleza disruptiva y regresiva del acontecimiento pandémico ofrezca mayores oportunidades de crítica de lo existente si se le reconocen sus singularidades discontinuas que si se lo confunde de manera superficial con los prevalecientes relatos apocalípticos expiatorios que no atinamos a ponderar. Necesitamos distinguir entre las narrativas promovidas por una industria cultural extractiva devastadora de nuestras subjetividades y las necesarias derivas de una crítica política y cultural emancipadora e independiente de las maniobras confusionales del Capital. En definitiva, necesitamos revisar de modo crítico el borde del abismo al que, mientras nos empujan, poderes formidables desde la retaguardia pretenden sobrevivir a costa de la existencia planetaria misma.


Fuente: El Ojo Mocho. Primavera Verano 2021-2022. Buenos Aires.



PAULINA SILVA HAUYON La era de las catástrofes 2012  Tinta de máquina de escribir sobre papel 45 x 35 cm

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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