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  • Foto del escritorRevista Adynata

Historias oficiantes de muros / Alejandro Kaufman

En mi cuenta de Instagram hay cargadas cuatro fotografías obtenidas con celular, tres de las cuales son imágenes de lugares de la ciudad sin un alma, en los momentos que preceden a la salida del sol, cuando las calles están (estaban) desiertas. Fueron seleccionadas de entre fotografías tomadas durante los últimos tres o cuatro años en horas crepusculares. Tal menester era emprendido en algunas deambulaciones performativas de las fantasías de extinción que nos atraviesan hasta el agotamiento, el sentimiento del fin en las formas que nos han habitado en tiempos contemporáneos, al menos desde que el Soldado Desconocido en la Primera Guerra Mundial dio los relatos por terminados. Se instaló la mudez de las narraciones. Observación célebre, tan citada, que requiere una y otra vez detenerse en que no es una mudez literal, una ausencia de sonidos como los que podría detectar un micrófono, sino un giro, una transformación inadvertida, consistente en el surgimiento de una nueva abundancia encubridora. Algo queda opacado, no por una censura, no por una omisión o una ausencia detectable, sino por sobreabundancia y trivialidad. Destitución del sentido. Soledad pánica de Molly Bloom.

De la abundante literatura distópica recordamos menos el tópico de las máquinas que fabrican historias que otros tópicos mucho más reiterados en relación con pérdidas de libertad bajo imperio del control. Que las historias, las experiencias, los afectos se irían a convertir en productos manufacturados de una industria pujante es algo menos recordado porque es una de las anticipaciones más consumadas. Mientras las literalidades totalitarias quedaron en las memorias como alegorías que requieren mediaciones interpretativas para ajustarlas o contrastarlas con lo que acontece, de las fábricas de historias no decimos mucho porque nos limitamos a producir y consumir tales bienes de intercambio. Lo hemos aceptado, y hemos aceptado ser eso, formar parte de ello.

Cada gesto, mirada, pensamiento, localización que alcance alguna forma expresiva, por mínima que sea, es objeto de registro y relevamiento: datos. Alguien se detuvo frente a la vidriera de una librería contracultural, miró un libro de escasa difusión comercial y después cayó en profundo estupor ante la aparición de ese libro en sus redes. ¿Cómo le habían adivinado el pensamiento? GPS + historial + catálogo de la librería. Esa triangulación permite producir una suscitación consumista con escaso margen de error. El libro solo es objeto de ostensión publicitaria, es un anzuelo. Si no es advertido o no ocurre nada más, tampoco hay consecuencia alguna. No es como hablarle a alguien desconocido por error y tener que disculparse. No se está ocultando ese mensaje de un Sherlock Holmes en busca del asesino de la calle Morgue, sino que se está solo realizando una actividad legal y correcta: ofrecer productos en el mercado sobre la base de información que se accedió a proporcionar frente a la opción (poco realizable y poco práctica pero del todo legal) de no consentir. Tenemos la libertad de no consentir con el relevamiento de la información que cada vez nos desnuda más hasta convertir la palabra privacidad en un término careciente de significado, pero no lo hacemos, no lo podemos hacer y ya nos hemos resignado a consentir con lo que a cambio de tal pérdida y extravío nos devuelven como goces hedonistas de consumo.

Con lo cual diré en qué estuve ocupado estas semanas mientras leía todo lo que podía sobre lo que sucedía e intentaba escribir al respecto. Tal propósito guiado por la discreta oportunidad -a diferencia de otros testimonios que afirman haber estado leyendo o trabajando en sus temas-, de incurrir en asuntos desocupados, dominios no transitados, ya de improbable ocurrencia. De inmediato llovieron escrituras infinitas, afanosas de decir o de narrar. Escrituras, verbalismos que concurrieron a un torrente pretendidamente discontínuo respecto de lo que antecedía pero decepcionante porque se le ven demasiado las costuras, las continuidades, la repetición. No es solo darse el tiempo de que se pueda hablar o pensar de otro modo. Aun sin una espera manifiesta, habría otra posibilidad: prestar atención a lo que sucede sin obedecer a los compromisos de continuidad a que nos someten las expectativas que nos disciplinan. Cuando la simultaneidad se convierte en ley y se cierran las compuertas espaciotemporales sometiéndonos a un estrechamiento de la conciencia, solo con la conciencia es posible vislumbrar una salida, o al menos desearla, adivinarla, intentarlo. O habría que decir en lugar de “solo con la conciencia”: no sin la conciencia.

El asunto ahora es fotografiar esos mismos lugares antes del crepúsculo matutino y encontrarnos con la inanidad de publicarlos en la misma cuenta y en serie con las ya mostradas allí. Las fotografías no nos garantizarían verificar diferencia alguna, y nos suscitarían interrogarnos sobre qué cambió entre entonces y ahora. Y nos responderíamos en términos de hipótesis: lugares y apariencias no cambiaron, circulación de personas no cambió, lo físico visible no cambió. Lo que cambió es aquello que la fotografía no registra en forma directa. Cambió el aire. Cambió la intemperie. El exterior se replegó sobre sí mismo, como si implosionara, como si en estado de gravidez o en la profundidad del mar padeciéramos grandes diferencias de presiones, de esas que destruyen los en extremo precarios habitáculos que destinamos a tales lugares (y que a veces de modo aun más inadvertido estructuran las historias del fin).

No hay tal encierro si no hay un afuera del que se nos prive, dado que ese exterior se volvió hostil, menos habitable, plagado de incertidumbre letal. En las nóminas temáticas de las distopías tampoco fuera tal vez central esta variante, aunque no estaba ausente, habría que ver. En cambio, la fabricación de historias, en lugar de ocasionar, como lo podría hacer una mirada distanciada, mudez e intemperie, nos parecen jurisdicción habitable, y así nos acompañan en el encierro, en la soledad del silencio gélido que atenaza nuestros cuerpos sometidos.


Publicado en Alejandro Cerletti; Filipe Ceppas; Gabriela D’Odorico; Marisa Berttolini, Mauricio Langon, Olga Grau, Pablo Oyarzún, Walter Omar Kohan (Orgs). Narrativas confinadas: voces desde el sur — 1º ed — Rio de Janeiro: NEFI, 2020 — (Coleção coletivos:III). ISBN: 978–65–991017–3–1.



Darkroom II. Roberto Jacoby, video instalación-performance para rayos infrarrojos y un único espectador. 2001 Malba.


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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