Se sabe que era un hombre dulce y bien amado, tímido pero también resuelto en las horas necesarias, sereno siempre, podía tocar con las manos los techos de las casas de campo, magro de carnes, al caminar, bamboleante, cobraba las apariencias de un mástil de velero chino, y mientras dialogaba se inclinaba suavemente, como la copa de un gran árbol frente al viento del sur.
Se sabe que tenía la voz ronca de fumador mañanero, o mas bien de sierra que chirría contra un nudo, aunque en realidad parecía la voz de alguien que nos lee un cuento que no tiene final en la mitad del sueño.
De sus ojos se ha dicho que serían los del diablo por oblicuos y diáfanos si no hubieran sido sometidos al dominio del corazón.
La barba, crecida y roja, de pirata errante por las Antillas, el pucho pegado al costado derecho de la boca, como un compadrito de suburbio.
Hablaba un francés bien nasal, quizá por amor a la Nadja de Bretón; también su inglés era literario, seguramente por devoción a las historias de Poe; pero nunca dejó de manejar el lunfardo con la secreta esperanza de descubrir cómo carajo Justo Suárez, el Torito, pegaba tan corto, duro y exacto a la vez.
Se sabe que navegaba seguro sobre los ríos barrosos del jazz; fanático de Theolonius Monk y apólogo de Charlie Parker, a quien persiguió como un maldito por la calles de París hasta logar cambiarle su viejo saxo tenor por una no menos vieja máquina de escribir. Pero no por eso olvidó un solo tango de los cantados por Gardel ni el sonido de esas dos guitarras y ese bandoneón, igualmente anónimos y misteriosos, que se podían escuchar en un bar del Dock Sud adonde me invitó una noche.
Nada le faltaba conocer sobre ser escritor, tanto que le enseñó el A-B-C a más de una generación sin dejar de sentirse un amateur enamorado del juego de las palabras y con conciencia de que este oficio consiste, entre otras muchas cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminando el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una nueva manera, enriquecida, más honda o más hermosa.
¿Y no enseñó también, cuando las aguas se dividían entre obsecuentes y pasatistas, que un escritor debe participar de la revolución, dar lo mejor de sí mismo sin cercenar la dimensión de su arte, para lograr transmitir así como se transmiten las cosas fundamentales; de sangre a sangre, de mano a mano, de hombre a hombre?
Sin embargo nadie se animó a llamarlo maestro (imagino su estupor, incluso su carcajada). Puede que ello sea por su eterno rostro de adolescente melancólico que rumia su primer poema o, más cerca de la verdad, porque era un reverendo irreverente que predicaba, sin reverencias, beatífico y malicioso, que burlarse de pompas y uniformes es muy necesario – aunque no tan saludable – en un país donde el autoritarismo crece más rápido que el pasto y el fascismo golpea en la puerta de casa todos los días y muchos lo dejan entrar, sin tapujos, amablemente.
No; maestro, no. Aunque supo ser ese vigía que mira al horizonte sin vértigos para marcar el justo camino. Y sí, también, alguien que se sienta confiado a nuestra mesa, nos relata pausadamente una aventura maravillosa, nos incita a seguir buscando el paraíso perdido, nos demanda que no dejemos morir la flor de la poesía y es capaz de hacernos sentir junto a él en compañía de un hermano.
Nunca ocultó, frente a los amigos y enemigos, que fue por Cuba y la pasión del Che que pudo ver con nuevos ojos su propio país y la América Latina toda.
¿Y quién no sabe que la Nicaragua sandinista ha sido la niña de sus ojos, a la que marchó clandestinamente en épocas de Somoza y a la que volvió una y otra vez – aun enfermo y con la muerte de su compañera Carol a cuestas – en los momentos de mayor peligro de una invasión norteamericana y siempre guiado por su infinita necesidad de conocerlo todo: la gente, los volcanes, los ríos, la costa oceánica, las cooperativas, los talleres de poesía, la alfabetización, la gran batalla de los lápices como él fantásticamente le decía y bien recordaba su entrañable amigo Tomás Borge, quien además ha sentenciado, como revolucionario serio que es, que mientras haya revolución en la Tierra habrá cronopios?
También se sabe que en la literatura latinoamericana de este siglo hay novelas antes y después de Rayuela, y él mismo se tomó la molestia de recalcarlo, sin el menor falso pudor, que ha escrito la serie de cuentos más perfectos de nuestra lengua. Lo que no es poco si se recuerda que simultáneamente, y durante muchos años, dedicó la mayor parte de su tiempo a combatir el odio, la opresión y el desprecio por los valores humanos, de lo que podemos dar mil detalles quienes lo conocimos, han tomado recibo sus enemigos y seguramente constará en los archivos de la CIA, SIE, DINA y demás siglas del crimen organizado.
Habrá los que ante todo esto dirán, alzando una ceja o con un leve fruncimiento de nariz, que no comparten sus ideas ni sus actitudes políticas, aunque gustan de su obra literaria. Lo dirán olvidando sin pudor que no se hace arte a espaldas de la vida y que él, menos que nadie, separó en la mesa el vino del pan.
Pienso que es preciso ante tanta confusión interesada, cuando los cuervos pretenden picotear su cadáver y los bien pensantes almidonan su nombre para que no huela a nada sospechoso, contar algunas cosas. Merecen ser sabidas, o recordadas si se conocieron; pido que se obvie mi participación secundaria en algunos hechos y confío que ayudará a que los más jóvenes sientan con pleno orgullo que Julio Cortázar nos pertenece, que era y sigue siendo nuestro compañero en la aventura de la vida. Lo hago, mientras el tiempo de su muerte marca con más rigor su lugar vacío y la tristeza abre los postigos de más de un corazón cansado.
Supe de él, primero, como muchos, a través de sus libros. Luego, por cartas. En una de ellas, a comienzos de 1972, me cuenta que quiere volver al país para estar presente en el lanzamiento de su novela El libro de Manuel. Memoricemos que en esta obra – tan denostada por los puristas – aborda, sin pelos en la lengua, el tema de las torturas, que ya se habían hecho práctica cotidiana en el país durante la época de Onganía a Lanusse. Me pide ayuda para conseguir un sitio no tradicional; quiere escaparse de las librerías, salones literarios y escritores en la carrera de famas y premios, a los que teme más que a la peste. Piensa que un texto que denuncia el terror tiene que conectarse directamente con quienes lo sufren y lo enfrentan.
Presentamos el libro en la Federación Gráfica, desdeña las amenazas parapoliciales y superando su timidez participa de una verdadera asamblea política, donde se discute y se le cuestiona todo, incluso su posición frente al peronismo y su radicación en París, y donde él rinde cuenta de sus actos, a fondo, sin jactancias ni dobleces, con el rigor y la honestidad de un intelectual revolucionario.
Algo más: nombra a Rodolfo Ortega Peña y a mí sus apoderados, y nos cede todos los derechos sobre la novela para que con lo recaudado apoyemos la lucha de los presos políticos y sus familiares. Así lo hicimos y, entre otras cosas, afiches, solicitadas y viajes hasta las cárceles distantes para ver al hijo, al esposo o al hermano se concretarán gracias a El libro de Manuel.
Cuando cae preso el poeta Paco Urondo, iremos con él a visitarlo en Villa Devoto; también quiere entrar en el Penal de Rawson después de la matanza de la Base Naval, pero no lo dejan. Recorreremos sin embargo las casas de los asesinados el 22 de agosto y aún lo veo, mientras la madre de María Angélica Sabelli, tan pequeña, llora sobre su pecho de gigante flaco. Y él también llorará, mansamente.
Los que vivieron durante la última dictadura militar en el país tal vez no conozcan en toda su dimensión su trabajo de denuncia y solidaridad. Tito Paoletti, que fue su amigo y compañero en la Comisión Argentina por los Derechos Humanos, ha señalado con razón dos momentos culminantes. Uno, en el Senado francés, en el Coloquio sobre Desaparecidos, celebrado en París en febrero de 1981, donde trazó un cuadro tan estremecedor y riguroso del drama argentino que nadie que lo escuchó o leyó, de ahí en más pudo negar la realidad. El otro, su discurso con motivo del quinto aniversario del golpe militar en un acto celebrado en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. Nunca la palabra conmovió tanto y expresó a todos. Nunca un pueblo cautivo tuvo como en ese momento un artista con tanta calidad y tanta ternura.
A principios de diciembre de1983 viajé desde Amsterdam a París para presentar en la Universidad mi libro Rendición de cuentas que él, en uno de sus gestos de amistad había prologado. Fue un viaje duro, por mi falta de visa, por el frío intenso, por mi coche viejo y sin calefacción; llegué sobre la hora casi enfermo. Y al entrar en aquella sala con estudiantes franceses pero también con exiliados venidos de tantas partes y de una sola historia, lo ví, sentado en un rincón, con su abrigo largo, mucho más viejo, intensamente demacrado. Sentí vergüenza de mi cansancio, nos abrazamos largamente y hasta nos besamos, con pudor de porteños y con mucho amor. Hacía años que no nos veíamos. Lo último habían sido cartas y llamadas telefónicas por el nacimiento de mi hija y la muerte de su mujer.
–¿Por qué viniste, Julio?
–¿Cómo no iba a venir? Sabés que no me pierdo una… (Lo dijo riendo pero había dolor, me miró fijo y con infinita ausencia).
–No jodamos, no se te ve bien, estás temblando… (Dicho lo mío en voz demasiado baja, tapando las ganas de maldecir al mundo).
–No exagerés, Vicente. Es este clima de mierda de París, nunca me acostumbro.
–Te busco un té. (En realidad buscaba aire para mí; Julio parecía envuelto en una gasa de tristeza que lastimaba, aunque quisiera evitarlo).
–No, quedate tranquilo. Concentrate en los poemas, mirá que no lees por vos solo, también lo hacés por Paco, Miguel Ángel, Rodolfo… Y pensar que algunos hablan de volver a la normalidad, como si no hubiera pasado nada… (Era su queja, pero también la mía).
Cuando terminó el acto se me acercó, nos volvimos a abrazar, nos sentamos en un costado, ya no fumaba.
–Mañana me vuelvo al país, Julio.
–¿En serio…? Se termina el exilio entonces, cuidate.
–No te preocupés. (Debí parecerle una caricatura de Humphrey Bogart). ¿Vamos a comer?
–Perdoname, pero me voy a la cama.
–Te acompaño hasta tu casa.
–No, che, no me hagas más viejo de lo que soy. Me tomo un taxi. La noche todavía me espera. (Me causó gracia, también él se hacía el duro y jugaba a ser un personaje de novela negra, esas que tanto le gustaban; pero ninguno de los dos, y lo sabíamos, daba ya el physique du role).
–Te escribo apenas llegue a Buenos Aires. (¿Dónde, cuándo había escrito el primer miedo fue irme de vos / mi último miedo será volver a vos…)
–Vicente… (¿Por qué miraba a través de una telaraña, acaso no iba a ser siempre joven y eterno?)
–¿Qué, Julio? (Los golpes bajos están prohibidos, lo enseñaste, no te aflojés ahora, pensé y puse mi mano sobre su hombro…)
–Sabés que odio las solemnidades, pero no te olvidés que sos uno de los pocos escritores con historia que han quedado; hay que guardar la memoria, el tiempo es una insidiosa lima…
No dejó lugar para más palabras, pero nos dimos la mano, la sentí huesuda y húmeda. Lo vi bajar las escaleras, alto como siempre, un poco más encorvado. El cielo de París me pareció áspero y ajeno.
Al otro día, tal como lo había dicho, inicié el viaje que me trajo al país. No fue fácil y tampoco da para contarlo aquí, por más que recuerde ese sol que me pegó como un rabioso dios en los ojos a manera de bienvenida.
Poco tiempo después le escribí una carta; llegó cuando ya había muerto. Aunque eso de estar muerto y no estar muerto en cuanto a Julio es apenas un decir.
Fuente: Publicado en https://planlectura.educ.ar/?p=1104
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