Este texto se escribe en el Hotel Majestic de París. Mismo lugar en que Marcel Proust pasó los últimos años de su vida. De ahí que pueda describir, de primera fuente, cómo vivía y escribía el inventor de Swann. De los informes del portero, uno que llama la atención es aquel que nos habla de la fobia a los ruidos del escritor, recelo hacia cualquier sonido por mínimo que fuese. Así cualquier resonancia la consideraba una interrupción en el proceso de escritura que podía causarle un colapso. Situación que se puede equiparar a la interrupción de un proceso fisiológico elemental. Escarbando entre ese tipo de datos el texto va dibujando un Proust íntimo, un tanto neurótico, amable, amante del chisme, etc. En suma, se trata de un intento de revelar al Proust habitante de un barrio de París. Señor que como muchos o algunos de sus vecinos ocultaba un vicio secreto. Para el caso, la obsesión por escribir.
He ido a vivir unos días más allá del Hotel Majestic, en el 44 de la Rue Hemelin. Aquí pasó Marcel Proust los últimos años de su vida. Aquí murió. Aquí escribió las últimas páginas de ese gran documento contra la sociedad de su época, donde desfilan tantos hombres y tantas mujeres sin corazón; donde tantas veces se confunde la sensibilidad con la “nerviosidad”; donde las enfermedades hacen veces de emociones. Obra capitosa y blanda, que se apodera de nosotros con todas las atracciones de un vicio secreto. Cuando cerramos uno de aquellos gruesos tomos, nos quedamos como desilusionados: después del hartazgo de lectura vienen las náuseas de la droga. Gran tema para un moralista, el discutir hasta qué punto es honesta una lectura que sólo incita a seguir leyendo, y no a ser mejor ni a vivir mejor.
Proust trabajaba en el quinto piso, en un cuartito interior, forrado de corcho, donde no pudo entrar, durante tres años, la mano profana del aseo. Porque el microbio es el condimento esencial de cierta cocina. El ruido sobresaltaba a Proust, como a Lamartine, como a Flaubert, como a Juan Ramón. Una interrupción en el proceso de escribir podía causarle un colapso, como la interrupción de un proceso fisiológico elemental. Gómez de la Serna dice que, en el estilo de Proust, se oye hasta el zumbido de la mosca que anda por el cuarto.
En el Romancero hay unos cristianos que
daban cebada de día
y cabalgaban de noche,
no por miedo de los moros,
mas las grandes calores.
Marcel Proust dormía las horas de sol (el sol en París: este eufemismo), y trabajaba siempre de noche, no por miedo de la luz, sino de los ruidos de la ciudad. Aunque ¡quién sabe! Hay una raza de hombres cuya religión es inversa, y se funda toda en la ocultación del sol. Ellos pretenden descender de los verdaderos civilizadores, puesto que de la ocultación del sol nacieron el techo y la casa, la cortina y los visillos de las ventanas. El vecino del sexto piso tenía encargo de no hacer ruido. Marcel Proust había dotado a toda la familia de arriba de unos buenos pies de gato, de unas zapatillas de lana sorda que apagan el ruido de los pasos.
Tengo estos detalles de su conserje, con quien hice buena amistad los pocos días que habité en la casa. – En la callecita, de balcón a balcón, vuelan las palomas. En una callecita estrecha y plomiza, sin vistas al espacio libre, donde jueguen los ojos. Es toda para vivir de interior (así vivía Proust); para darse cuenta de que existe la calle sólo por los pregones de los vendedores ambulantes: tal el personaje de Proust.
El conserje lo recuerda como a un hombre muy bondadoso y muy popular, por su caridad, en el sexto piso, el piso de los humildes. De pocas palabras, pero conocido y estimado de todos; hombre de la vecindad, del barrio, a quien sin embargo se veía poco; nictálope, ciego de día y sólo aventurado a vivir de noche. Solía visitarlo Ramón Fernández, un escritor mexicano formado en París, descendiente del ministro de Manuel González. Proust dejó un hermano, que habita en el 2 de la Avenue Hoche, un cirujano, cuya hija también escribe; y había tenido un secretario que era aficionado a pintar, y que un año antes de la muerte de Proust partió para México, donde parece que vive todavía.
El conserje me muestra un gabán usado y me dice:
–Es del secretario; lo dejó un día aquí, y nunca se acordó de recogerlo. Una noche, ya muy enfermo, Proust descansó la pluma y dijo a Madame Albarret, la mujer que lo atendía, la esposa del chauffeur de taxi que Proust usaba de preferencia:
–Hoy he escrito la última línea de mi obra. Demain je ne serais plus.
A los dos días, las flores fúnebres llenaban la entrada de la casa y salían hasta media calle.
El piso en que Proust vivió está ya modificado. Porque, como nadie podía entrar en aquel cuarto, la telaraña de la incuria lo tenía inhabitable, y hubo que reformarlo todo para volverlo a alquilar.
El conserje considera con emoción a este hombre que viene del otro lado del mundo a pedirle recuerdos de Marcel Proust; acaricia una vieja arca de madera, y me dice:
–Él me la dio. La guardo como una reliquia. Era un hombre santo. No se le sentía vivir, y ahora se siente tanto su ausencia…
Y yo pienso que a la sombra de Marcel Proust debe de importarle mucho la opinión del conserje, porque Proust siempre hizo mucho caso de lo que hablaban los criados, los lacayos, los mozos de ascensor, los mayordomos y gente así. En su obra se toma siempre muy en cuenta la impresión que el amo causa entre la servidumbre, y las murmuraciones de escaleras abajo parecen haberle preocupado de veras. A veces, en un rincón del Ritz, se quedaba hasta las profundas horas de la madrugada, esperando que los mozos del comedor vinieran a contarle los “potins” de la gente elegante. Sus personajes casi se sienten deshonrados cuando el maître d´hôtel del balneario no hace caso de ellos.
… Y me concentro para oír el zumbido de la mosca de Proust: la mosca viciosa del escritor, la mosca reacia, que se abreva en tinta de escribir a cada reposo de la mano.
Fuente: Atenea, año V, número 6, agosto 31 de 1928.
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