X
Se ha insistido a menudo —y T. E. Lawrence no es una excepción— en la dimensión cinética de la política y de la guerra, en tanto que contrapunto estratégico a una concepción cuantitativa de las relaciones de fuerza. Esta es la perspectiva típica de la guerrilla, por oposición a la guerra tradicional. Se ha dicho que, a falta de ser masivo, un movimiento debería ser rápido, más rápido que la dominación. Es así por ejemplo como la Internacional Situacionista formula su programa en 1957: «Es preciso comprender que vamos a asistir a una carrera de velocidad entre los artistas libres y la policía para experimentar y desarrollar las nuevas técnicas de condicionamiento. En esta carrera, la policía ya tiene una considerable ventaja. De su resultado depende sin embargo la aparición de entornos apasionados y liberadores, o el refuerzo —científicamente controlable, sin brecha— de ese entorno de opresión y horror del mundo viejo. […] Si el control de estos nuevos medios no es totalmente revolucionario, podemos ser conducidos al ideal civilizado [policé] de una sociedad de abejas.» Frente a esta última imagen, evocación explícita pero estática de la cibernética consumada, tal y como el Imperio le da figura, la revolución debiera consistir en una reapropiación de las herramientas tecnológicas más modernas, reapropiación que debiera permitir contestar a la policía en su mismo terreno, creando un contra-mundo con los mismos medios que ella emplea. Se concibe aquí la velocidad como una de las cualidades más importantes para el arte político revolucionario. Pero esta estrategia implica atacar fuerzas sedentarias. Ahora bien, bajo el Imperio, éstas tienden a pulverizarse mientras que el poder impersonal de los dispositivos deviene nómada y atraviesa todas las instituciones haciéndolas implosionar.
Inversamente, la lentitud es quien ha informado otra cara de las luchas contra el Capital. El sabotaje ludista no debe ser interpretado bajo una perspectiva marxista tradicional, como una simple rebelión primitiva con respecto al proletariado organizado, como una protesta del artesanado reaccionario contra la expropiación progresiva de los medios de producción provocada por la industrialización. Se trata de un acto deliberado de lentificado de los flujos de mercancías y personas, que anticipa la característica central del capitalismo cibernético en tanto que es movimiento hacia el movimiento, voluntad de potencia [puissance], aceleración generalizada. Taylor por otra parte concibe la Organización Científica del Trabajo como una técnica de combate contra el «frenado» obrero que representa un obstáculo efectivo a la producción. En el orden físico, las mutaciones del sistema dependen también de una cierta lentitud, como indican Prigogine y Stengers: «cuanto más rápida sea la comunicación en el sistema, mayor será la proporción de fluctuaciones insignificantes, incapaces de transformar el estado del sistema, luego más estable será dicho estado». Las tácticas de lentificación son portadoras por tanto de una potencia suplementaria en la lucha contra el capitalismo cibernético, puesto que no lo atacan solamente en su ser, sino también en su proceso. Pero hay más: la lentitud también es necesaria para vincular entre sí formas-de-vida de una forma que no sea reducible a un intercambio de informaciones. Expresa la resistencia de la relación a la interacción.
Más acá o más allá de la velocidad y de la lentitud de la comunicación, existe el espacio del encuentro, que permite trazar un límite absoluto a la analogía entre el mundo social y el mundo físico. Los fenómenos de ruptura no pueden ser deducidos en el laboratorio, ya que en efecto dos partículas nunca se encontrarán. El encuentro es ese instante duradero en que se manifiestan intensidades entre las formas-de-vida en presencia en cada cual. Es, más acá de lo social y la comunicación, el territorio que actualiza las potencias de los cuerpos y que se actualiza en las diferencias de intensidad que ellos desprenden, que ellos son. El encuentro se sitúa más acá del lenguaje, sin palabras [outre-mots], en las tierras vírgenes de lo no-dicho, en el nivel de una puesta en suspenso, de esta potencia del mundo que es también su negación, su «poder-no-ser». ¿Qué es el otro? «Otro mundo posible», responde Deleuze. El otro encarna esa posibilidad que tiene el mundo, la de no ser o la de ser otro. Por ello es por lo que en las sociedades llamadas «primitivas» la guerra tiene la primordial importancia de aniquilar cualquier otro mundo posible. Sin embargo no sirve para nada pensar el conflicto sin pensar el gozo, pensar la guerra sin pensar el amor. En cada tumultuoso nacimiento al amor, renace el fundamental deseo de transformarse transformando el mundo. El odio y la sospecha que los amantes suscitan en torno a ellos son la respuesta automática y defensiva con respecto a la guerra que éstos, por el solo hecho de amarse, mantienen contra un mundo en el que toda pasión debe autodespreciarse o morir.
La violencia es justo la primera regla de juego del encuentro. Y es ella quien polariza las diversas errancias del deseo cuya libertad soberana invoca Lyotard en su Economía libidinal. Pero precisamente porque se niega a ver que los goces se acuerdan entre sí sobre un territorio que los precede, y donde se encuentran también las formas-de-vida; precisamente porque se niega también a comprender que la neutralización de toda intensidad es ella misma una intensificación, nada menos que la del Imperio; porque no puede deducir de ello que, siendo inseparables, pulsiones de muerte y pulsiones de vida no son neutras de cara a un otro singular…, Lyotard no puede finalmente dejar atrás el hedonismo más compatible con la cibernetización: ¡desresponsabilizaos, abandonaos, dejad que os atrapen los deseos! ¡Gozad, gozad, siempre quedará algo! No cabe duda de que la conducción [en el sentido de conducción de cargas eléctricas], el abandono, o la movilidad en general, son cosas que pudieran acrecentar la amplificación de los desvíos con respecto a la norma, a condición de reconocer qué es lo que interrumpe los flujos en el seno mismo de la circulación. Frente a la aceleración que provoca la cibernética, la velocidad, el nomadismo, solo pueden representar elaboraciones secundarias vis-a-vis con las políticas de lentificación.
La velocidad hace que las instituciones se revuelvan. La lentitud corta los flujos. El problema propiamente cinético de la política no es por tanto el de elegir entre dos tipos de revuelta sino el de abandonarse a una pulsación, el de explorar otras intensificaciones que no sean las controladas por la temporalidad de la urgencia. El poder de los cibernéticos ha consistido en dar un ritmo al cuerpo social que impide tendencialmente cualquier respiración. El ritmo, tal y como Canetti propone para su génesis antropológica, viene precisamente asociado con la andadura: «El ritmo en su origen es un ritmo de los pies. Debido a que camina sobre dos piernas y a que alternativamente golpea el suelo con sus pies, toda persona que anda produce, con o sin intención, un ruido rítmico, ya que para avanzar debe hacer siempre el mismo movimiento de pies». Pero esta andadura no es previsible, como sí sería la de un robot: «Nunca se posan ambos pies con la misma fuerza. Las diferencias entre ambos pueden ser mayores o menores, según las disposiciones y el humor personales. Pero también se puede marchar más rápido o más lento, se puede correr, pararse súbitamente, saltar.» Esto quiere decir que el ritmo es lo contrario de un programa, que depende de las formas-de-vida, y que los problemas de velocidad pueden ser reducidos a cuestiones de ritmo. Todo cuerpo, en tanto que cojo [que no va 'recto' en general, no co-rrecto: boiteux: esta palabra en sentido figurado, boiteux, es persona débil, imperfecta…], porta consigo un ritmo que manifiesta que está en su naturaleza el sostener posiciones insostenibles. Acerca de este ritmo, que viene de los cojeos del cuerpo, del movimiento de los pies, Canetti añade que se encuentra en los orígenes de la escritura, es decir, de la Historia, en tanto que huellas de la marcha de los animales. El acontecimiento no es otra cosa que la aparición de tales huellas, y hacer la Historia es por tanto improvisar a la búsqueda de un ritmo. Cualquiera que sea el crédito que se otorgue a las demostraciones de Canetti, indican, como hacen las ficciones verdaderas, que la cinética política se comprendería mejor en tanto que política del ritmo. Esto significa, a mínima [latinajo: pongamos…: 'al menos'], que al ritmo binario y tecno impuesto por la cibernética deben oponérsele otros ritmos.
Pero esto también significa que dichos otros ritmos, en tanto que manifestaciones de una cojera ontológica, siempre han tenido una función política creadora. Canetti, también él, cuenta que por un lado «la repetición rápida por la cual los pasos se suman a los pasos da la ilusión de un número mayor de seres. No se mueven del mismo lugar, prosiguen la danza siempre en el mismo. El ruido de sus pasos no muere, se repiten y conservan por mucho tiempo siempre la misma sonoridad y vivacidad. Por su intensidad reemplazan el número que les falta». Por otro lado «cuando su pataleo se refuerza, es como si pidieran un refuerzo. Ejercen, sobre los hombres que se encuentran cerca, una fuerza de atracción que no se debilita a no ser que se abandone la danza». Por tanto, buscar el buen ritmo abre tanto a una intensificación de la experiencia tanto como a un incremento numérico. Es tanto un instrumento de agregación como una acción ejemplar a imitar. Tanto a escala del individuo como a la de la sociedad, los propios cuerpos pierden su sentimiento de unidad para desmultiplicarse en tanto que armas potenciales [ver si se quiere 'desmultiplicar' en p.ej. www.mesetas.net]: «La equivalencia de los participantes se ramifica en la equivalencia de sus miembros. Todo aquello que un cuerpo humano puede tener de móvil adquiere una vida propia, cada pierna, cada brazo, viven como por sí solos». La política del ritmo es por tanto la búsqueda de una reverberación, de otro estado, comparable a un trance del cuerpo social, mediante la ramificación de cada cuerpo. Y es que existen dos regímenes posibles del ritmo en el Imperio cibernetizado. El primero, al que se refiere Simondon, es el del hombre técnico, que «asegura la función de integración y prolonga la auto-regulación hacia fuera de cada mónada de automatismo», hombres técnicos cuya «vida está compuesta por el ritmo de las máquinas que los rodean, y que liga éstas a aquéllos». El segundo ritmo apunta a minar dicha función de interconexión: es profundamente desintegrador sin ser simplemente ruidista. Es un ritmo de la desconexión. La conquista colectiva de este tempo exacto disonante [juste temps dissonant] pasa por un previo abandono a la improvisación.
«Levantado el telón de las palabras, la improvisación deviene gesto,
acto aún no declarado,
forma aún no nombrada, normada, honrada.
Abandonarse a la improvisación
para liberarse ya —por bellos que sean—
de los relatos ya ahí, musicales, del mundo.
Ya ahí, ya bellos, ya relatos, ya mundo.
Deshacer, oh Penélope, las fajitas musicales que conforman
nuestro capullo sonoro,
que no es el mundo, sino el hábito ritual de mundo.
Abandonada, ella se ofrece a lo que flota en torno al sentido,
en torno a las palabras,
en torno a las codificaciones,
se ofrece a las intensidades,
a los contenidos [retenues: de estar contenido, reprimido], a los impulsos [élans], a las energías,
en suma, a lo escasamente nombrable.
[…]
La improvisación acoge la amenaza y va más allá de ella,
la desposee de sí misma, la registra, potencia y riesgo».
XI
En la cibernética, la amenaza no puede ser acogida y a fortiori menos aún superada. Es preciso que sea absorbida, eliminada. Ya he dicho que la certeza definitiva sobre la cual pueden fundamentarse prácticas de oposición a este mundo gobernado por dispositivos, es la imposibilidad, infinitamente prorrogada, de la destrucción del acontecimiento. La amenaza, y su generalización bajo la forma de pánico, plantea problemas energéticos irresolubles a quienes sostienen la hipótesis cibernética. Simondon explica, así, que las máquinas que tienen un alto rendimiento en información, que controlan con precisión su ambiente, tienen un rendimiento energético débil. Inversamente, las máquinas que demandan poca energía para poder llevar a cabo su misión cibernética, producen un mal reflejo de la realidad. La transformación de formas en informaciones contiene en efecto dos imperativos opuestos: «La información es, en un sentido, aquello que aporta una serie de estados imprevisibles, nuevos, no formando parte de ninguna sucesión definida por anticipado; es por tanto lo que exige, del canal de información, una disponibilidad absoluta para con respecto a todos los aspectos de la modulación que ella remite; el canal de información no debe aportar por sí mismo ninguna forma predeterminada, no debe ser selectivo. […] En un sentido opuesto, la información se distingue del ruido porque se le puede asignar un cierto código, una relativa uniformización; en todos los casos en que no se pueda hacer descender el nivel de ruido por debajo de uno determinado, se lleva a cabo una reducción del margen de indeterminación y de imprevisión de las señales». Dicho de otro modo, para que un sistema físico, biológico o social tenga la suficiente energía como para poder asegurar su reproducción, es preciso que sus dispositivos de control recorten de entre la masa de lo desconocido, diferencien de entre el conjunto de los posibles, aquello que se deriva del azar puro y que se excluye del control por vocación [d'office], de lo que se encuentra en tanto que riesgo [aléa], y que es por consiguiente susceptible de entrar en un cálculo de probabilidades. Se sigue que, para todo dispositivo, como en el caso específico de los aparatos de registro sonoro, «se debe adoptar un compromiso que conserve el suficiente aporte de información para cubrir las necesidades prácticas y un rendimiento energético lo suficientemente elevado como para mantener el ruido de fondo a un nivel que no entorpezca el nivel de la señal». Por ejemplo, en el caso de la policía, se tratará de hallar el punto de equilibrio que existe entre la represión —que tiene como cometido disminuir el ruido de fondo social— y la inteligencia [renseignement] —que informa sobre el estado y los movimientos de lo social a partir de las señales que éste emite.
Provocar el pánico querrá por tanto decir de entrada extender la niebla de fondo, tal que se sobreimponga al activado de los bucles retroactivos y que dificulte, a los aparatos cibernéticos, el registro de los desvíos de comportamiento. El pensamiento estratégico ha comprendido tempranamente el alcance ofensivo de esta niebla. Cuando Clausewitz se percata por ejemplo de que la «resistencia popular evidentemente no es apta para proporcionar grandes golpes», sino que, «en tanto que algo vaporoso y fluido, no debe condensarse en ninguna parte». O cuando Lawrence opone a los ejércitos profesionales que «se asemejan a plantas inmóviles», a la guerrilla, comparable a una «influencia, una idea, una especie de entidad intangible, invulnerable, sin frente ni retaguardia, y que se expande por doquier a la manera de un gas». La niebla es el vector privilegiado de la revuelta. Transplantada al mundo cibernético, la metáfora hace referencia entonces a la resistencia con respecto a esa tiranía de la transparencia que viene impuesta por el control. La bruma transforma [bouleverse] todas las coordenadas habituales de la percepción. Provoca la indiscernibilidad de lo visible y lo invisible, de la información y del acontecimiento. Por ello es por lo que representa una condición de posibilidad de este último. La niebla hace posible la revuelta. En un relato breve titulado «El amor es ciego», Boris Vian imagina lo que constituirían los efectos de una niebla bien real sobre los vínculos existentes. Los habitantes de una ciudad se levantan una mañana invadidos por una «avalancha opaca» que progresivamente modifica todos los comportamientos. Las necesidades que imponen las apariencias devienen rápidamente caducas y la ciudad deja que se extienda una experimentación colectiva. Los amores devienen libres, facilitados por la desnudez permanente de todos los cuerpos. Las orgías se extienden. La piel, las manos, las carnes, recobran sus prerrogativas puesto que «el dominio de lo posible se extiende cuando no se tiene miedo de que la luz se encienda». Incapaces de hacer que dure una niebla que no han contribuido a formar, los habitantes se ven entonces desamparados cuando «la radio informa de que los científicos notan una regresión regular del fenómeno». Visto lo cual, todos deciden reventarse los ojos con el fin de que la vida continúe feliz. Paso al destino [Passage au destin]: la niebla de la que habla Vian se conquista. Se conquista por una reapropiación de la violencia, una reapropiación que puede llegar hasta la mutilación. Esta violencia que no quiere educar nada, que no quiere construir nada, no es ese terror político objeto de tantas glosas de almas buenas. Esta violencia consiste por entero en el desmonte de las defensas, en la apertura de recorridos, de los sentidos, de los espíritus. «¿Es siempre pura?», pregunta Lyotard. «¿Una danza es verdadera? Se podría decir eso, siempre. Pero no está ahí su poder [puissance]». Decir que la revuelta debe devenir niebla significa que debe ser a la vez diseminación y disimulo. Así como la ofensiva debe hacerse opaca para tener éxito, así la opacidad debe hacerse ofensiva para durar: así es la cifra de la revuelta invisible.
Pero esto también indica que su primer objetivo será el resistir a toda tentativa de reducción por exigencia de representación. La niebla es una respuesta vital frente al imperativo de claridad, de transparencia, que es la primera huella del poder imperial sobre los cuerpos. Devenir niebla quiere decir que asumo en fin la parte de sombra que me dirige y me impide creer en todas las ficciones de la democracia directa en tanto que éstas querrían ritualizar una transparencia de cada uno con respecto a sus intereses y de todos con respecto a los intereses de todos. Devenir opaco, como la niebla, es reconocer que uno no representa nada, que no se es identificable, es asumir el carácter no totalizable del cuerpo físico tanto como del político, es abrirse a posibles aún no conocidos. Es resistir con todas las fuerzas a toda lucha por el reconocimiento. Lyotard: «lo que nos pedís, teóricos, es que nos constituyamos en identidades, en responsables. Ahora bien, si de algo estamos seguros es de que esta operación (de exclusión) es una farsa, que las incandescencias no son lo propio de nadie y no pertenecen a nadie». No se tratará por tanto de volver a formar sociedades secretas o conspiraciones triunfadoras como fue el caso de la francmasonería o la carbonería, o como lo que aún fantaseaban las vanguardias del último siglo —pienso especialmente en el Collège de Sociologie. Constituir una zona de opacidad o circular y experimentar libremente sin conducir los flujos de información del Imperio es producir «singularidades anónimas», recrear las condiciones de una experiencia posible, de una experiencia que no sea inmediatamente aplanada por una máquina binaria que le asigne un sentido, de una experiencia densa que transforme los deseos y su ejemplificación [instantiation] en un más allá de los deseos, en un relato, en un cuerpo ensanchado. Así, cuando Toni Negri interroga a Deleuze sobre el comunismo, éste se guarda bien de asimilarlo a una comunicación conseguida y transparente: «Preguntas si las sociedades de control y comunicación no suscitarán acaso formas de resistencia capaces de volverle a dar oportunidades a un comunismo concebido como 'organización transversal de individuos libres. No lo sé, quizás. Pero no lo será en la medida en que las minorías puedan retomar la palabra. Quizá la palabra, la comunicación, estén podridas. Están completamente penetradas por el dinero: no por accidente, sino por naturaleza. Es preciso un desvío [détournement] de la palabra. Crear siempre ha sido otra cosa que comunicar. Lo importante quizá vaya a ser crear vacuolas de no-comunicación, interruptores para escapar al control.» En efecto, lo importante para nosotros son esas zonas de opacidad, la apertura de cavidades, de intervalos vacíos, de bloques negros en el enmallado cibernético del poder. La guerra irregular con el Imperio, a la escala de un lugar, de una lucha, de un motín, comienza desde ese momento por la construcción de zonas opacas y ofensivas. Cada una de estas zonas será a la vez núcleo a partir del cual experimentar sin ser aprehensible, y nube propagadora del pánico en el conjunto del sistema imperial, máquina de guerra coordinada y subversión espontánea a todos los niveles. La proliferación de estas zonas de opacidad ofensiva (ZOO), la intensificación de sus relaciones, provocará un desequilibrio irreversible.
A fin de indicar bajo qué condiciones se puede «crear opacidad», como arma y como interruptora de los flujos, conviene tornarse una vez más hacia la crítica interna del paradigma cibernético. Provocar el cambio de estado en un sistema físico o social necesita que el desorden, los desvíos respecto a la norma, se concentren en un espacio, real o virtual. Para que las fluctuaciones del comportamiento se contagien es preciso en efecto que primero alcancen un «tamaño crítico», cuya naturaleza precisan Prigogine y Stengers: «resulta del hecho de que el mundo exterior, el medio ambiente de la región fluctuante, tiende siempre a amortiguar la fluctuación. El tamaño crítico mide la relación entre el volumen, donde tiene lugar las reacciones, y la superficie de contacto, lugar del acoplamiento. El tamaño crítico está determinado entonces por una competición entre el 'poder de integración' del sistema y los mecanismos químicos que amplifican la fluctuación en el interior de la sub-región fluctuante». Esto quiere decir que todo despliegue de fluctuaciones en un sistema está abocado al fracaso si no dispone previamente de un anclaje local, de un lugar a partir del cual, las fluctuaciones que ahí se revelen, puedan contaminar al conjunto del sistema. Lawrence lo confirma, una vez más: «la rebelión debe tener una base inatacable, un lugar a refugio no solo de un ataque, sino del temor de un ataque». Para que exista tal lugar precisa de «independencia en las vías de abastecimiento», sin la cual ninguna guerra es factible. Si la cuestión de la base es central en toda revuelta, es también en razón de los principios mismos del equilibrado de sistemas. Para la cibernética, la posibilidad de un contagio que hiciera bascular el sistema debe ser amortiguada por el medio ambiente más inmediato a la zona de autonomía donde tienen lugar las fluctuaciones. Esto significa que los efectos de control son más potentes en la periferia más próxima a la zona de opacidad ofensiva que se crea, en torno a la región fluctuante. Por consiguiente, el tamaño de la base deberá ser tanto más grande cuanto más insistente sea el control de proximidad.
Estas bases deben estar inscritas tanto en el espacio como en las cabezas: «La revuelta árabe, explica Lawrence, existía en los puertos del mar Rojo, en el desierto, o en el espíritu de los hombres que la suscribían». Son territorios tanto como mentalidades. Denominémoslos planos de consistencia. Para que se formen y se refuercen zonas de opacidad ofensiva es preciso de entrada que tales planos existan, que conecten los intervalos entre ellos, que hagan palanca, que lleven a cabo la inversión del miedo. La Autonomía histórica —por ejemplo la de la Italia de los años 70— así como la Autonomía posible no es otra cosa que el movimiento continuo de perseverancia de los planos de consistencia que se constituyen en espacios irrepresentables, en bases de secesión para con la sociedad. La recuperación, por los cibernéticos críticos, de la categoría de autonomía —con sus nociones derivadas, auto-organización, auto-poiesis, auto-referencia, auto-producción, auto-valorización, etc.— es, desde este punto de vista, la maniobra ideológica central de estos veinte últimos años. A través del prisma cibernético, darse a sí mismo sus propias leyes, producir subjetividades, no contradice para nada la producción del sistema y su regulación. Convocando, hace diez años, a las zonas de autonomía temporal (TAZ), Hakim Bey permanecía víctima del idealismo de aquellos que quieren abolir lo político sin haberlo pensado previamente. Se veía obligado a separar en la TAZ el lugar de las prácticas hedonistas, de expresión «libertaria» de las formas-de-vida, del lugar de la resistencia política, de la forma de lucha. Si la autonomía es aquí pensada como temporal, significa que pensar su duración exigiría pensar una lucha que se articule con la vida, considerar por ejemplo la transmisión de saberes guerreros. Los liberales-libertarios del tipo de Bey ignoran el campo de intensidades en que su soberanía se ve llamada a desplegarse, y su proyecto de contrato social sin Estado postula en el fondo la identidad de todos los seres, ya que en definitiva de lo que se trata es de maximizar sus placeres en paz, hasta el fin de los tiempos. Por un lado los TAZ son definidos como «enclaves libres», lugares cuya ley es la libertad, las buenas cosas, lo Maravilloso. Por otro, la secesión respecto al mundo, de la que resultan, los «pliegues» en los que se alojan entre lo real y su código, solo deberían constituirse tras una sucesión de «rechazos». Esta «ideología californiana», planteando a la autonomía en tanto que atributo de sujetos individuales o colectivos, confunde a propósito dos planos inconmensurables, la «auto-realización» de las personas y la «auto-organización» de lo social. Debido a que la autonomía es, en la historia de la filosofía, una noción ambigua, que expresa a la vez la liberación de toda constricción y la sumisión a leyes naturales superiores, es como ella puede servir de alimento para discursos híbridos y reestructurantes de los cyborgs «anarco-capitalistas».
La autonomía de la que hablo no es temporal ni simplemente defensiva. No es una cualidad sustancial de los seres sino la condición misma de su devenir. No parte de la unidad supuesta del Sujeto sino que engendra multiplicidades. No acomete solo las formas sedentarias del poder, como el Estado, para seguidamente surfear sobre sus formas circulantes, «móviles», «flexibles». Se da los medios tanto de durar como de desplazarse, de retirarse como de atacar, de abrirse como de cerrarse, de enlazar cuerpos mudos tanto como voces sin cuerpo. Ella piensa esta alternancia en tanto que resultado de una experimentación sin fin. «Autonomía» quiere decir que hacemos crecer los mundos que somos. El Imperio, ejército de la cibernética, reivindica para él solo la autonomía en tanto que sistema unitario de la totalidad: así, se ve obligado a destruir toda autonomía en lo que le sea heterogéneo. Decimos que la autonomía es para todo el mundo, y que la lucha por la autonomía debe amplificarse. La forma que actualmente cobra la guerra civil es de entrada la de una lucha contra el monopolio de la autonomía. Esa experimentación de la que hablamos aquí será el «caos fecundo», el comunismo, el fin
de la hipótesis cibernética.
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