… la población y el aspecto mismo del país distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes
Horacio Quiroga, Los desterrados
En los cuentos de Los desterrados de Horacio Quiroga se observan las funciones del espacio misionero desde diferentes variantes: en el interés por el género gótico, por las fronteras de la selva misionera y en la correspondencia entre elementos narrativos y su cambio en la vida cotidiana. La obra es la que construye la imagen misionera: “Misiones, colocada a la vera de un bosque que comienza allá y termina en el Amazonas, guarece a una serie de tipos a quienes podría lógicamente imputarse cualquier cosa, menos el ser aburridos” (Quiroga, 1956, p. 56).
En “El regreso de la Anaconda” la ambivalencia entre naturaleza/hombre se observa en la tensión del hombre como enemigo de la naturaleza y en la anaconda que protege al mensú. Este es un rival pero un complemento vital, ya que los huevos de Anaconda permanecen al calor de la descomposición del hombre: “Fiel al calor del hombre, continuaba poniendo sus huevos vitales, propagadores de su especie, sin esperanza alguna para ella misma” (Quiroga, 1956, p. 29). Sarlo, en este sentido, habla de un saber técnico que se construye en estas escenas.
A la ambivalencia mencionada, entonces, se agrega la de la vida y la muerte. El hombre que todo destruye y que “ha sido, es y será el más cruel enemigo de la selva” (Quiroga, 1956, p. 12) es quien destruye la vida. Sin embargo, junto al mensú muerto permanecen los huevos de Anaconda, portadores de la nueva vida. Por otra parte, los hombres que disparan contra Anaconda son quienes efectivamente “no perdonan a nadie”; no “el boa” que protegió al mensú de las víboras. La caracterización de “monstruo”, entonces, se invierte: no es Anaconda merecedora de ella, sino el hombre como enemigo de la selva: “… lo ha devorado vivo. Estos monstruos no perdonan a nadie. Vamos a vengar al desgraciado con una buena bala” (Quiroga, 1956, p. 30).
En el cuento existe una fatalidad inmersa que surge del medio en el cual se vive: “Solo la adaptación común a un mismo medio, vivido y propagado desde el remoto inmemorial de la especie, puede sobreponerse en los grandes cataclismos a esta fatalidad del hambre” (Quiroga, 1956, p. 10).
Las fronteras, por otra parte, resultan un espacio primordial de la obra donde conviven pobladores despojados de una construcción nacional:
Brown era argentino y totalmente criollo, a despecho de una gran reserva británica. Había cursado en La Plata dos o tres brillantes años de ingeniería. Un día, sin que sepamos por qué, cortó sus estudios y derivó hasta Misiones. […] No le interesaba mayormente el país; se quedaba allí, simplemente por no valer sin duda la pena hacer otra cosa”. (Quiroga, 1956, pp. 56-57)
Se erige aquí una imagen de antipioneros que se aleja, por un lado, de los relatos de viajes, y, por el otro, de la visión sarmientina con respecto a la inmigración que construiría la República:
Así Juan Brown, que habiendo ido por solo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto. (Quiroga, 1956, p. 33)
Además del espacio de la selva misionera, también existe un espacio imaginario. No hay folklorismo, ni color local ni perspectiva nostálgica ni idílica. Sí existe un concepto de zona como núcleo productivo de los elementos literarios. Existe, por un lado, una primacía de exteriores: naturaleza, fronteras, lejanías y viajes. Y, por el otro, una frontera interior que da lugar a una escritura territorializada:
… la población y el aspecto mismo del país, distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes, cuando no había límite para la extensión de los rozados, y estos se efectuaban entre todos y para todos, por el sistema cooperativo. No se conocía entonces la moneda, ni el Código Rural, ni las tranqueras con candado, ni los breches. Desde el Pequirí al Paraná, todo era Brasil y lengua materna […]. Ahora el país era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y Joao Pedro, estaban ya muy viejos para reconocerse en él. (Quiroga, 1956, pp. 40-41)
Quiroga no escribe relatos de viajes sino relatos de destierro. Contrarrelatos de viajes que trabajan con la posibilidad del retorno: “El viaje, de este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno mayor de fe y entusiasmo que los de aquellos dos desterrados [Tirafogo y Joao Pedro] casi caducos, en viaje hacia su tierra natal” (Quiroga, 1956, p. 43).
A la vez, dialoga con cuentos anteriores. Es decir, existe una revisión interna de su escritura. La reescritura dota a los cuentos de una unidad. En el primer cuento de Los desterrados, leemos líneas pertenecientes a su libro Anaconda de 1921: “Como una serpiente muy joven, Anaconda abrió curiosamente los ojos al día de Misiones, en un confuso y casi desvanecido recuerdo de su primera juventud” (Quiroga, 1956, p. 19). Abundan ejemplos de esta índole. El diálogo con su escritura interna la leemos, también, en “La cámara oscura” cuando se refiere al cuento “Tacuara-Mansión”: “Ya conté en la historia del medio litro de alcohol carburado que bebieron don Juan Brown y su socio Rivet, el incidente de naipes en que actuó el juez de paz” (Quiroga, 1956, p. 90). A su vez, en “Tacuara-Mansión” existen menciones anticipándose a lo que luego sucederá en “Los destiladores de naranja”: “Ya volveremos sobre esta fase suya” (Quiroga, 1956, p. 59), refiriéndose al mecánico manco, Luisser, que se ocupaba de la destilación de hojas de naranjo; y también, a modo de anticipación y revisión interna, leemos: “Concluida esta empresa con la catástrofe de que damos cuenta en otro relato […]” (Quiroga, 1956, p. 61).
El narrador testigo se presenta como uno más de los personajes, se convierte en un relator de lo que acontece. La construcción de los personajes se logra a través de un detalle significativo. Se edifica, de esta manera, microrrelatos incrustados a la historia principal. Los episodios que Van-Houten cuenta escapándose de la muerte son muestra de ello. Y en “Los desterrados”, cuando se cuenta la historia de Tirafogo, por ejemplo, el narrador testigo menciona al personaje del microrrelato anterior, Joao Pedro:
En la época en que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro muy viejo y flaquísimo, que caminaba con dificultad y saludaba siempre con un trémulo “Bon día, patrón”, quitándose humildemente el sombrero ante cualquiera.
Era Joao Pedro. (Quiroga, 1956, p. 40)
En “El hombre muerto”, por otro lado, se construye un protagonismo del machete. Existe una elipsis del momento en que se clava el machete. Se produce una ambigüedad entre el tiempo psicológico y el tiempo cronológico. Hay un ritmo parco en la prosa mediante anáforas que aluden a la muerte: “La muerte”; “Va a morir. Fría, fatal e indudablemente va a morir”; “Muerto; “¡Muerto!”; “Hace dos minutos: se muere”.
Las ambivalencias entre vida/muerte, hombre/naturaleza, los espacios fronterizos e imaginarios y la construcción de personajes como antipioneros que discuten la identidad nacional elaboran en Los desterrados una literatura situada producto de la imagen misionera.
Referencias bibliográficas
Quiroga, H. (1956). Los desterrados. Buenos Aires: Losada.
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