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  • Foto del escritorRevista Adynata

Notas sobre Hotel Pelícano de Agustín Caldaroni / Marcelo Percia

Este libro se agradecerá o no, gustará o no, enganchará o no, estremecerá o no, excitará o no, inhibirá de pudor o no, dará ganas de beber o no, encantará el mundo o no; pero no se leerá sin que nos pase nada.


Tiene tono, ritmo, vértigo, agitación, nerviosismo, violencia, ternura, pensamiento.


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En Kafka y sus precursores, Borges (1951) escribe que “Cada escritor crea a sus precursores”.


Hace un tiempo, leyendo Nuestra verdadera sangre de Agustín (2019) pensé que se podría saber cómo leer hoy El juguete rabioso de Arlt (1926).


Derrotas, humillaciones, rabias, traiciones de Villa Soldati, Villa Antena, Mataderos enseñan cómo leer la historia de Silvio Astier.


El primer relato de Agustín lleva el nombre de uno de los protagonistas Tanque. Comienza así: “La noche le había peinado feo el alma”.


Dos citas de Silvio Astier: “Ya no tengo ni encuentro palabras con las que pedir misericordia. Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma”.


Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrollé la colilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico”.


Las amistades del mal, del sacrificio, del derroche, del odio (Glauco, Fefé, El Tanque), crean el espejo de un existencialismo roto, punk barrial de años menemistas, en el que ahora se podría volver a mirar el personaje de Arlt.


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Hotel Pelícano transcurre en la Paz, en Madrid, en una quinta cerca de Adrogué, en Nueva Orleans, en un barrio del sur de Buenos Aires, en una casa con jardín en Villa Luro, en Mataderos, en Tokio.


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Arriesgo una nota de lectura: el libro de Agustín presenta una narrativa del olfato. Una memoria política de la vida contada a través del olor.


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En Esculpir el tiempo, Tarkovski (1984) escribe un diario sobre su cine. En un pasaje menciona una palabra que toma de la cultura japonesa: saba.


Saba designa la obra del tiempo, la acumulación de suciedad, la costra de los días.


Saba transporta la sabiduría de percibir el encanto de los días que envejecen las cosas que guardan los olores de la vida.


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En el libro de Agustín se mezclan épocas que apestan con los olores del goce de los cuerpos, de la amistad, de la soledad, de los recuerdos.


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Hotel Pelícano no se presenta como la novela El perfume que Patrick Suskind publica en 1985 en Alemania, la historia de un perfumista lujurioso que asesina muchachas en el siglo XVIII.


El libro de Agustín ofrece una narrativa del sudor y el hedor como fuga de la fingida corrección de las literaturas pulcras.


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Agustín de Hipona (san Agustín) distingue entre sentidos nobles y sentidos innobles o pecaminosos. Considera nobles a la vista y el oído porque admiten distancia. Entiende innobles al tacto, el olfato y el gusto porque requieren cercanías para realizarse.


La música, la pintura, la arquitectura, la literatura, la oratoria emplean sentidos limpios.


El sexo, las borracheras, las comilonas, las artes y ciencias de los cuerpos, sentidos sucios.


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En la obra de Agustín, por momentos, se presenta la ternura maloliente del odio como fragilidad ética de las vidas rotas.


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Se lee en Obertura paceña: “Todo empezó por el olfato. Nunca pensé que los olores pudieran lastimarme. Pero sí, eso pasó; aunque decir lastimar, no es preciso. Me trastornaban. La razón de la enfermedad es un misterio para mí, solo sé que fui víctima de olores y, más tarde, de visiones. Atacaban por separado, la infantería de la enfermedad eran los olores, el enemigo más constante”.


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O se lee: “Pero cuando me enfermé, no había olores buenos, casi todos eran el reflejo de lo peor, del flanco hediondo de las cosas. No absolutamente todos, porque me hubiera sido imposible vivir. Pero los olores invasivos, naturales o de diseño humano, me dejaban descompuesto”.


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O se lee: “Después de ese episodio anduve maníaco por un tiempo. Los olores volvían a atacar sin darme descanso. Me imaginaba ante una fila infinita de botellas cargadas de perfumes y que cada fragancia se asociaba a un recuerdo intenso y lejano, recuerdos míos y también de desconocidos. Sentí que un genio maligno, se paseaba bailando entre esas botellas, las destapaba al azar y me las echaba en la cara una tras otra, sin dejarme asimilar tanto cúmulo de sensaciones. Además de remover mi memoria, lo que olía me remitía a visiones que no podía descifrar, como si un suceso en la vida de otra persona se colara en mi mente por un instante y me dejara lleno de nostalgia por algo que ignoraba. Cuando llegaban los perfumes, podía llegar a extrañar una peluquería portuguesa del siglo pasado, el olor a betún con el que les lustraban los zapatos a los clientes, la copita de vino verde y el cigarrillo antes del corte de pelo, el trajín populoso de Lisboa despertando a primera hora de la mañana”.


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Medio siglo antes que el Quijote de Cervantes, Ariosto escribe Orlando furioso. Un poema épico en el que relata un amor descarriado. En medio de las guerras entre moros y cristianos, Orlando se enamora de una hermosa mujer pagana. Entonces, dios castiga a Orlando quitándole el juicio por tres meses. Cumplida la pena del desvarío, Astolfo recibe la misión de ir con su caballo alado a recuperar la razón de Orlando. Se lee. “En el universo jamás se pierde nada. Las cosas que se pierden en la Tierra, ¿dónde van a parar? A la Luna. En sus blancos valles se encuentran la fama que no resiste al tiempo, las plegarias de mala fe, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido por los jugadores, las fragancias de las noches. Y allí, en unas ampollas selladas, se conserva el juicio de quien ha perdido el juicio, del todo o en parte”.


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En el libro de Agustín memorias de los olores de una época desquiciada no permanecen en ampollas selladas, se mezclan como corrientes que soplan en los días.


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El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, un libro publicado en 1985, escrito por el neurólogo y antropólogo Oliver Sacks, relata historias clínicas de pacientes. Un hombre que pierde el olfato tras un accidente, cuenta: “Nunca había reparado en el sentido del olfato, pero cuando lo perdí fue como quedarme completamente ciego (…) La vida perdió mucho de su sabor... uno no se da cuenta hasta qué punto el sabor es olor”.


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El cuadro La tertulia del café Pombo (Mis amigos), pintado en 1920 por José Gutiérrez Solana, retrata un encuentro alrededor de una mesa entre intelectuales y artistas que beben, comen, discuten, leen, cuentan ideas, piensan en compañía. A través de la amistad entre Ramón Gómez de la Serna y José Gutiérrez Solana, este libro cuenta tiempos que siguen a la primera guerra europea y climas que anticipan los días de la guerra civil española.


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Se lee en Café Pombo: “Pero lo que hacía del Pombo un café distinto era su sótano, que José más tarde bautizó como la Sagrada Cripta. Bajando por unas escaleras de piedra se entraba en una habitación larga, estrecha y oscura como un túnel. El frío de catacumba mohosa calaba los huesos, un vaho color crema de tabaco flotaba en el lugar irrespirable, y hacía picar el paladar. El aire era tan espeso que se podría filetear como la grasa de un cerdo”.


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En el primer acto de Hamlet un guardia dice a su compañero: “algo huele a podrido en Dinamarca”. Desde entonces esa frase avisa que estamos en víspera del desastre. En Café Ponbo algo huele a podrido en las ideas de Marinetti que termina vomitando en una corrida de toros.


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Agustín teje disputas entre expresionistas y futuristas, entre estéticas fascistas y republicanas.


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Se lee: “Cuando llegó a una pared donde estaban apiladas las pinturas de José se detuvo y después de un silencio de varios minutos, tiró su libreta de anotaciones en una mesa, iba y volvía por los cuadros, se hizo servir un pippermint, sacó un toscano y echó una bocanada de humo negro. ¿Qué le parecen?, preguntó Ramón. Esto no es lo que habíamos hablado, De la Serna. Su amigo está atrasado, parece que no conoce el invento del cinematógrafo, aquí no hay movimiento, no hay vida. Y todas sus criaturas tienen cara de mono, un animal estúpido y humillado. Y tantas viejas, es asqueroso, viendo esto uno se siente reumático”.


O se lee: “José quiso llevarlo del brazo y vio que su amigo tenía los mofletes mojados de lágrimas. Él también estuvo a punto de llorar, no por el desplante de Marinetti, sino por el amor fraterno de Ramón hacia sus cuadros que, en ese momento, le dieron la impresión de ser unos gorriones piando abandonados en una caja”.


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En la primera parte de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust (1913), el protagonista de “Por el camino de Swann” se sumerge en el recuerdo que le evoca el olor de las magdalenas mojadas en el té. Ese perfume lo transporta hasta un pueblo del noroeste de Francia, donde las comía de niño. Así acontece el milagro de la memoria involuntaria: de pronto recuerdos destellan detonados por el azar de un olor. Sabores, perfumes, brisas, melodías, desatan intensidades que viven en espera.


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La narrativa de Agustín detecta detonantes secretos de las eróticas de las infancias.


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Se lee en Hotel Pelícano: “Por dentro era una casa cualquiera, modesta, con unos pocos muebles viejos y una tele inmensa prendida con un noticiero sin volumen; olía a casa de campo, a espiral para mosquitos y a leña”.


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O se lee: “En una de esas habitaciones alumbradas por candelabros, había varios tipos de rodillas masturbándose ante un monstruo gigante, nos acercamos con miedo; cuando llegamos hasta el tótem vimos que era una gran concha. Era asquerosa, una planta salvaje que respiraba haciendo vibrar unas aletas de carne color paté. Pero la oscuridad de su hueco me atraía, necesitaba entrar, hundirme y ver más. Quería ver más. Lúa intentó detenerme pero seguí, cuando iba a meter un pie en la oscuridad, un grito me hizo frenar. Detrás de mí, un tipo al que se la estaban chupando me dijo paternal, con la tonada neutra de una película con doblaje latino: Ey amigo, sigue mi consejo: no lo hagas. Ahí adentro no hay nada, solo silencio y soledad. No destruyas el misterio”.


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Memorias de una madame americana se publica muchos años después de la muerte de Nell Kimball en 1934. Una narración de su historia, la Goldie, en un burdel de Nueva Orleans en paralelo a la Gran Depresión norteamericana.


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En la última noche Goldie se lee: “Antes de que llegara la criada para limpiar, miró los vasos de los cócteles que habían dejado, una fresa flotaba en un líquido esmeralda que olía a caramelo”.


O se lee: “Cuando el salón estuvo vacío se sirvió café. Abrió las ventanas dejando entrar la luz. Las calles eran un pudridero, los burdeles se estaban vaciando. El barrio de Storyville ya no existía, Goldie tampoco. Nell Kimball no se arrepentía de nada. Se sentó y comenzó a garabatear en una de sus libretas de cuentas el comienzo de lo que serían sus memorias. Quería escribir algo y no sabía qué. Se tomó su café y escribió: Mierda, cómo amé este puto lugar”.


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Este libro narra sensualidades del odio, eróticas de la música, demoras en películas.


Se lee en Un verano con los Morgan: “Creo que Gigí se interesó en mí porque yo odiaba y hablaba con desprecio de todo. Pero mi odio era limitado, se reducía a odiar la escuela, tal bandita del barrio y esas cosas. Con ella ese odio tomó forma, como un tótem al que había que alimentar, darle una vestimenta, un estilo. Gigí odiaba el barrio y el mundo, la música del momento, las modas, a nuestra generación. Lo que nos diferenciaba era que yo, además de odiar, también amaba, me dejaba seducir por todo y sospechaba que afuera de nuestro barrio, había otra vida fascinante esperando. Ella no tenía esperanza, como una persona que después de viajar mucho por el mundo, se hartó de vivir. Yo solo quería ser parte de una guerrilla que se vistiera como The Clash, quería ser un Clash y Gigí contenta de haber creado a un punk, me ayudaba a armarme una ropa espantosa. Por ella me hubiera cocido un gato muerto en la piel”.


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O se lee: “Los domingos transcurrían parecidos a los sábados, salvo que todos dormíamos más, comíamos más y con Gigí cogíamos más. Qué fácil era ser feliz en esa época, casi no conocía el alcohol, nada de drogas, ni el gusto por la variedad de compañeras sexuales, ni los viajes, ni la ambición, ni el trabajo, no conocía el placer y la necesidad que daba el dinero; sin embargo, vivía con la voluptuosidad de un déspota primitivo, feroz Atila conquistando placeres nuevos. Un té de naranja acompañado por unas tortas fritas espolvoreadas de azúcar, estar tirado al sol al borde de la pileta comiendo nísperos, ver todas las películas de Kurosawa con el Vikingo una tarde lluvia. ¿Quién sabía más de los matices sensoriales y de las fragancias del mundo, ese adolescente o este hombre cansado que soy hoy?”.


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Llamamos mundo a un teatro en el que, por instantes, subimos al escenario. El resto, con suerte, la pasamos en butacas asignadas o arrebatadas, incómodas o mullidas. Pero la mayor parte del tiempo sólo hacemos largas colas en la vereda rogando tener una chance de entrar.


La narrativa de Agustín impulsa a no perderse el encanto en el mientras tanto de las veredas.


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Se lee en Los pastorcitos: “Sobre la pared del respaldo de la cama se distinguía el empapelado, su estampado eran unas figuras arabescas que formaban un escudo de armas; el papel de un blanco y rosa claros como la torta de un casamiento; a un costado de la cama había un reloj cucú que ya no funcionaba, abrí la puertita y ayudé a salir al pajarraco de madera, que todavía estaba bien pintado, acerqué la nariz y olí dentro dela casita que despedía un olor a bodega húmeda. Dentro de la cama, en cuero y calzoncillos, sentí en la piel la suavidad almidonada de las sábanas”.


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O se lee: “Frotando la piel en la blandicie acolchonada, los escuché comer, conversar, comentar los programas de televisión. ¿Cómo se puede ser viejo y no volverse loco de terror? ¿Cómo esperan la muerte sin arrastrarse desesperados arrancándose los ojos pidiendo ayuda ante la familia o una cuadrilla de curas piadosos? Mientras pensaba en esto escuché una carcajada bochornosa del abuelo que golpeaba su vaso de vino en la mesa. Parecía reírse de mí”.


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En La comilona se lee: “Me gusta torturarme pensando que voy a ser dejado por mi familia”.


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O se lee: “Dos veces pegó papá. Pegó más, pero dos veces a lo grande. De que vivíamos rascando la olla, yo no me enteraba. Pero papá pegó por eso, por una polenta y un chocolatín”.


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O se lee: “Fui a la fábrica esperando encontrar a alguien. Caminé por el pasillo que comunicaba mi casa con ese taller inmenso, escuchando cómo se iba poblando de ruido. Cuando llegué a la fábrica escuché a la fauna metálica vibrar, todo prendido, las máquinas funcionaban como una jornada cualquiera. Corrí gritando por ayuda por todos los rincones, los baños, los depósitos, los altillos, las oficinas, No había gente, solo ese gusto a sus presencias, como si hubieran tenido que irse instantes antes dejando un perfume humano en el aire. Solo para siempre”.


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Hotel Pelícano presenta una narrativa del hedor.


Una narrativa del vaho que desprenden demasías.


Una narrativa del vapor que secretan vidas doloridas.


Una narrativa de los flujos y sudores.


Una narrativa de los olores salvajes, bárbaros, indómitos.


Una narrativa de la crasitud.


Una narrativa de vidas que no huelen bien.


Una narrativa de pestilencias que cobijan miedos y desamparos


Escribe Rodolfo Kusch (1961): “La verdad es que somos hedientos y que simulamos una pulcritud demasiado ficticia”.


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¿Quién es “El Papirri”? Es un artista popular, un músico que escucha la calle, un soñador, bohemio, poeta popular, buen tipo, stronguista, progresista, metiche. ¿En qué momento de tu carrera nació tremendo pseudónimo? Fue el maestro Ernesto Cavour que me dijo por primera vez “Papirri” en Japón, en 1990. Su amigo Papirri había fallecido y me dijo “ahora tú eres el Papirri”.


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Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri) cuenta a propósito de una canción que se llama Metafísica popular: “Un amigo mío me dijo una vez: ‘Papirri, con pasado mañana son dos días que no tomo’”.


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Se lee en Esta noche, Papirri en Tokio: “Cuando la mujer se fue abrió las ventanas del balcón y respiró el aire de ese barrio suburbano. Le llegó un perfume demasiado vasto para sus sentidos: olía a cartón meado por un loro, a bolsa de papas, al callejón de su infancia, esa cuadra siempre soleada donde cabía todo el barrio. Decir perfume resulta muy sutil, esto era un olor espeso, hondo, remotísimo y familiar, un caldo donde se cocinaba la carne de su juventud. Quería retenerlo, domarlo y meterlo en una jaula de su cerebro. Desarmó la valija y ordenó sus cosas”.


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O se lee: “Hablaba con la gente, se metía en los bares. Cada vez que se cruzaba a la encargada del hotel le preguntaba en castellano: Dígame mamita, ¿qué es ese olorcito que me está volviendo loco? La mujer, sin entender, se reía como si tuviese el secreto de ese olor indómito que obsesionaba a Papirri”.


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O se lee: “Tomaron cerveza. Le contó que era músico, que estaba de vacaciones en Tokio. Había bebido poco, pero estimulado por la cercanía de la mujer, le hubiera gustado hablar de otras cosas, contarle que se volvía loco, que iba tras un olorcito espectral, que a pesar de sentirse perdido como un adolescente, era feliz. Ella le dijo que era cocinera y estaba de viaje, perfeccionándose en una academia de cocina. Cambiaron de bar. Cristina propuso seguir tomando en un local que conocía.


Hay un perfume que estoy buscando, me está volviendo loco.


¿Perfume a qué?


Si supiera eso… es un perfume viejísimo y huele a muchas cosas, no sabés la nostalgia, Cristina. Me mata. Hoy olió a pajarera meada y llena de alpiste, pero al rato cambia. Hasta que no descubra el misterio de ese olorcito no puedo volver a Bolivia.


Es el pasado que huele, no vas a descifrarlo, no busques más. Estás perdiendo el tiempo.


¿Tu perfume a qué huele?


Me gustaría decirte que a un mercado rústico lleno de especias, a una polvareda de tierra, azafrán, almizcle, pero sería mentira. Últimamente huele a esos productos que le ponen a la ropa en las tintorerías japonesas de los suburbios. Mi pasado está en esas tintorerías, vapor, solvente y lavanda. Ese es últimamente mi olor, me lleva a un barrio de Madrid que ya casi no existe. Se despidieron con un abrazo, después de intercambiar celulares. Ella prometió ir a verlo tocar”.


Nota: Texto leído en la presentación del libro Hotel Pelícano. Viernes 6 de octubre 2023.


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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