Nunca supe bien si odiar o amar a los hombres.
Durante muchos años fueron los que más pena causaron, pero también (y cuando lo escribo se me hace agua la boca) los que más dicha prodigaron a estos músculos estrogenados. Los amaba por sus pantorrillas, la pieza más sexy de sus cuerpos. Por la pelambre que recubría su piel, por sus manos que estrujaban mis tetas mezzo-sopranas que entonaban baladas a lo Ginamaría Hidalgo; por su fuerza y el modo de poseer todo mi pensamiento con una caricia distraída.
Los odiaba por el alcance de su imaginación, pobre y opaca. Por sus méndigos espíritus, sus mentes literales. Siempre fueron de mezquina entrega y fácil huida. Tiraban a la basura mi soledad barata y marginal, mi entrega de animal sin dueño y se iban con un gesto de abandono que me recordaba a mí misma, dejándome morir de esa tristeza noventosa con que enfrentaba la vida. Me hacían sentir la más fea de toda la comarca pero eso no es algo que pueda achacárseles solo a ellos.
Y yo, siempre deshojando flores envenenadas, me desea no me desea, con la dignidad por el piso amando sus piernas de cazadores y sus miradas sombrías, su despreocupada belleza de animal de monte. Y mi vientre cantaba de júbilo si me dedicaban una ojeada y la saliva se me endulzaba tan solo por tenerlos cerca.
Finalmente, me distraje y preferí la compañía de mis amigas, de las maricas que embellecen mi vida. A esta edad, ni el amor ni el odio les reservo a esos protomachos. Ni deseo ni pasiones para los centauros de frágil testosterona. Siempre malhumorados, apóstatas de la comunicación, con esos regalos resquebrajados que traen como ofrendas a nuestros pies, igual que un gato obsequia una rata muerta a su dueña.
No es que esta distancia sea irreconciliable, pero conozco a los hombres. Yo misma solía ser uno.
*publicado en La novia de Sandro, Ciudad de Buenos Aires, Tusquets Editores, 2020.
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