Hay poetas que requieren lectores y hay poetas que requieren partícipes de su aventura. Oliverio Girondo es de los últimos. Intentar acercársele por el lado de lo consabido y presupuesto es renunciar de antemano a su compañía; renunciar, por consiguiente, a la aventura más alta y honda que haya emprendido nunca un poeta de los nuestros. La crítica oficial, epidérmica y chambona, le regateó mezquinamente su lugar, atareada como siempre en remontar poetas nonagésimos. Muy pocos revelaron a esta voz gigantesca: los que seguían, paso a paso, en la amistad, el crecimiento de su obra, y algunos solitarios, constantemente solidarios y atentos. Ahora, ante el volumen que reúne su obra completa (pomposo nombre que merecería un "Espantapájaros" del mismo Girondo) se renueva y acrecienta el goce pleno y doloroso de cada libro suyo, esa historia progresiva del fervor que desemboca en sí mismo, hecho de mundo y yo, de vuelo y sueño y riesgo mortal. Así intentamos verlo ahora: solo, en su función y fiebre de poeta. O sea, como el que dice por primera vez.
«¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de no estar nunca cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta tiempo se transforma en oficio», dice Girondo en su carta a “La Púa”. Y como previsión genial de lo que sería su camino poético, pone en boca de un amigo imaginario sus pasiones inmediatas: hacer del castellano “un idioma respirable”, declararle “la guerra a la levita” (guerra afortunada que no ha de detenerse allí, sino que se extenderá al chaleco y también al taparrabos del idioma), tener “fe en nuestra fonética”. Todo al servicio de una visión inexorable de lo absurdo, de lo alógico y contradictorio como sinónimo de vida y aventura, como “prueba de existencia”.
Se suele afirmar que los dos primeros libros de Girondo participan en cierto modo del realismo. Esto puede parecer cierto desde la perspectiva de sus últimos poemas, donde no encontraremos ni el más ínfimo punto de referencia a esa cómoda convención que llamamos realidad. Pero no es posible medir sus Veinte poemas... o sus Calcomanías a la luz de la obra posterior. La lectura más distraída, nos mostrará que estos poemas han traspasado una primera capa -la más densa- y recorren un mundo traslúcido y distinto, donde las entidades cotidianas han recobrado autonomía y actúan por una progresión que no es ya de causa-efecto, sino de puro efecto-efecto: un juego, una sintaxis de acrobacia entre los seres y las cosas. El poeta pasea por un mundo aparente, que es y no es algo, que en todo caso es una imagen burlona de sí mismo.
En La máquina de cantar, Gabriel Zaid demuestra que obtener diez veces seguidas la misma cara de una moneda no es más extraordinario (aunque así nos lo parezca) que obtener cualquier otra sucesión alternativa de las dos caras, pues toda combinación es igualmente insólita. Y añade: «Con esto se ve que “lo insólito en sí” no existe en el probabilismo a priori. Todo sería milagroso si tuviésemos ojos para verlo». Esta es precisamente la capacidad mágica de Girondo: la de leer el mundo con asombro, sin pasar de largo ante nada, con una intensidad semejante a la de los niños o los videntes. Como él mismo lo dice: «Tanto en arte, como en ciencia, hay que buscarle las siete patas al gato». Pero no hay que confundir asombro con ignorancia, ni inocencia con ingenuidad. El poeta es aquí un vidente lúcido. Su asombro es una forma de saber que la dualidad de lo real no consiste en una suma de realidad y apariencia, sino en una yuxtaposición dinámica de apariencias: «El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto» (Café-concierto); «¡Es tan real el paisaje que parece fingido!» (Siesta). La apariencia, el absurdo y la pirueta son lo que son porque sobre ellos no es posible prever nada. Son un porque sí, un absoluto, un lujo de lo que existe. Son todo lo que existe. Nunca se identifican por su confrontación con lo real, sino por su confrontación consigo mismos. Y hurgar por debajo, por encima y por los costados no nos descubre la realidad convencional (única cosa que no existe, a no ser como castigo) sino una nueva forma del absurdo, cada vez más compleja e inasible, más alógica y pura. De este modo, algunos poemas oscilan con violencia entre extremos aparentes, nos levantan a una altura (falsa) para precipitarnos a una base (sombría e imprecisa): «¡Habrá cohetes! ¡Cañonazos! Un nuevo impuesto a los nativos. Discursos en cuatro mil lenguas oscuras» (Fiesta en Dakar).
El sentido del humor, casi constante, intensifica las visiones, las desnuda de solemnidades y retóricas. Girondo ejerce su humor sobre lo hueco que se reviste de presencia, sobre las máscaras que perdieron el rostro hace ya siglos. Las turistas inglesas son buen blanco, así como la aparatosidad de algunas fiestas devotas: «Cuellos y ademanes de mamboretá, / las inglesas componen sus paletas / con el gris de sus pupilas londineses / y la desesperación de ser vírgenes, / y como si se miraran al espejo / reproducen, / con exaltación de tarjeta postal, / las estancias llenas de una nostalgia de cojines / y de sombras violáceas, como ojeras» (Alhambra); «Al persignarse revive en una vieja un ancestral orangután. Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licúa el sexo contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como un pedazo de “chewing gum» (Sevillano); «En la catedral, el rito se complica tanto, que los sacerdotes necesitan apuntador» (Semana Santa). En este tinglado de puertas falsas vive también la desnudez de un paisaje desesperante y repetido, poblado hasta el infinito por jamelgos y «Chanchos enloquecidos de flacura / que se creen una Salomé / porque tienen las nalgas muy rosadas» (El tren expreso); y la precisión numérica aparente contribuye otras veces a aumentar la indefinición y el abigarramiento de un paisaje urbano estancado: «Cada doscientos cuarenta y siete hombres, trescientos doce curas y doscientos noventa y tres soldados, pasa una mujer» (Calle de las sierpes). La inmovilidad total, sin embargo, es inmediatamente compensada por alguna conjetura de movimiento: «el Escorial levanta sus muros de granito / por los que no treparán nunca los maldigas» (Escorial). Una ternura enorme por lo simple, por lo esencial, actúa como contraparte irreconocible de un mundo en perpetuo cambio y fuga: «La bondad soñolienta que trasudan las cosas / se expresa en las pupilas de un burro que trabaja» (Siesta). La vida de las sombras, el vuelo onírico, un repentino cansancio, una tristeza «parecida a la de un par de medias tirado en un rincón» anticipan lo que será una obsesión central en los libros posteriores. Por ahora, Girondo reconoce, palpa, se inclina ante las cosas, las mira desplegarse, las aplaude y las dice. Es hermano de todo lo que vive, si bien ya aspira al vuelo «hacia un país mejor» y no ignora lo que yace bajo estas apariencias del color y la fuga: «Y el instrumento máximo, ¡la Muerte!, entronizada sobre el mundo... que es un punto final!» (Semana Santa).
Estos dos libros “de viaje” son su primer descubrimiento del mundo. La diferencia con el tercero, Espantapájaros, no se puede explicar sólo por las relaciones más o menos intensas de su palabra con las realidades más o menos aparentes de ese mundo: esas relaciones son precisamente su poesía. Lo que se ahonda y crece ahora es su presencia misma, como un personaje más, un nuevo huésped del mundo que antes cantaba y descubría. Hasta Espantapájaros se nos habla desde un nosotros en que el poeta está y al mismo tiempo no está: un nosotros difuso, como azorado ante el despliegue de su propia visión. En Espantapájaros irrumpe un yo nítidamente asumido, un partícipe del caos, el regocijo y la tragedia. Un yo emplumado que se burla de la ley de gravedad. La perspectiva se complica y ensombrece, lo plano se desfonda y revela su alma de abismo. Todas las cosas muestran un falso rostro bajo su rostro anterior, que era asimismo falso. El poeta se mira en el acto de mirar: ahora actúa y nada lo separa de lo otro. Esta fusión, nada dialéctica, da lugar a inesperadas metamorfosis -«Hay días en que yo no soy más que una patada, únicamente una patada» (Esp., 18)- desde las que arremete regocijado contra tabúes y convenciones: «Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas… a los pececillos de color...». De aquí se pasa a la pluralidad total, sin ninguna transición: «no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad». (...) «antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda» (8). Este es también el tono de esa abuela mitológica, que «con voz de daguerrotipo» le aconseja: «Abre los brazos y no te niegues al clarinete, ni a las faltas de ortografía» (14).
Paralelamente empieza aquí el proceso de liberación de la palabra, su reconquista de una función autónoma: «Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados. Dejé la sociabilidad a causa de los sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los solitarios. No quise saber nada con los prostáticos. Preferí el sublimado a lo sublime. Lo edificante a lo edificado. Mi repulsión hacia los parentescos me hizo eludir los padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjuraciones más concomitantes con las conjugaciones conyugales. Fui célibe, con el mismo amor propio con que hubiese sido paraguas. A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio, con la flagelación, con los flamencos» (4).
«Palabra múltiple para un objeto cambiante, división y metamorfosis, son otras tantas formas de una doble actitud constantemente amalgamada: conciencia de la nada y exaltación de lo que respira, vive y late; disgregación e identificación; vuelo y caída. El vaivén se hace más nítido: la nostalgia de sus primeros libros es ahora llanto declarado; el humor puro desintegra todos los mitos, los pone del revés y los revela huecos, falsos; el asombro de ser es serlo todo: «¡Ah, el encanto de haber sido camello, zanahoria, manzana, y la satisfacción de comprender, a fondo, la pereza de los remansos… y de los camaleones!» (16). Su gratitud permanente se manifiesta en «ímpetus de prosternación ante cualquier cosa... ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura...» (19). Y la muerte, que hasta ahora fue señal fugaz, se muestra en toda su magnitud, en su lento poder de penetración: un miasma que despierta en la conciencia hasta adueñarse de todo lo que existe, con esta visión (o convicción minuciosa) concluye Espantapájaros, nueva estación de un doble viaje hacia arriba y hacia adentro.
"En Persuasión de los días" se da un nuevo paso hacia los términos últimos. No en vano el título: un sabor a despedida y a derrota anuncia que estamos ya muy lejos de aquella primera visión dinámica y brillante; el hambre de existencia está cercado ahora por señales inequívocas. El movimiento pendular constante de la poesía de Girondo adquiere filo y desnudez trágicos: es la batalla vida-muerte que se libra en capas muy hondas de esta conciencia solidaria del mundo. Al rechazo de la muerte, al arma poderosa del vuelo, se han adosado ahora connotaciones agónicas: «Un resplandor desnudo, / una luz calcinante / se interpuso en mi ruta, / me fascinó de muerte, / pero logré evadirme / de su letal influjo, / para seguir volando, / desesperadamente. / Todavía el destino / de mundos fenecidos, / desorientó mi vuelo / -de sideral constancia- / con sus vanas parábolas / y sus aureolas falsas; / pero seguí volando / desesperadamente». (Vuelo sin orillas). La adoración sin tregua por todo lo que vive, aquel impulso que lo hacía prosternarse ante las cosas y “salir corriendo -¡desnudo!- por los alrededores para hacerles cosquillas a los gasómetros… a los cementerios…”, se le revela insuficiente: «Aquí estoy, / ¡Azotadme! / Merezco que me azoten. / No lamí la rompiente, / la sombra de las vacas, / las espinas, / la lluvia; / con fervor, / durante años; / descalzo, / estremecido, / absorto, / iluminado» (¡Azotadme!). Y hasta el deseo de adorar –terriblemente vivo en su impotencia- se expresa ahora desde un pasado irredimible: «¡Cómo hubiera deseado!» (Id.). La violencia de la lucha trastorna la identidad; el ser se desdobla y se descentra, anticipándose a sí mismo: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano. / Cuando voy a sentarme advierto que mi cuerpo / se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse / adonde yo me siento. / Y en el preciso instante / de entrar en una casa, / descubro que ya estaba / antes de haber llegado” (Dicotomía incruenta). Esto lleva a dudar de la propia existencia, prohíbe toda afirmación vital: «Me parece que vivo, / ... / He dicho “me parece”. / Yo no aseguro nada” (Escrúpulos); «No estaba. / ¡Estoy seguro! / No estaba. / Me he perdido» (¿Dónde?); «No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas» (Nocturnos, I).
Vértigo, duda y orfandad están cercados por la certeza progresiva de la muerte y la nada. La asfixia, el hedor y la angustia adquieren sombra y volumen; todo lo que hace al mundo irrespirable (el hombre incluido) se ubica en planos de exaltación creciente; Girondo rastrea hasta el final estos itinerarios de la corrosión y la náusea: «Cúbrete el rostro / y llora... / pero no te contengas. / Vomita. / ¡Sí! / Vomita, / ante esta paranoica estupidez macabra, / sobre este delirante cretinismo estentóreo / y esta senil orgía de egoísmo prostático: / lacios coágulos de asco, / macerada impotencia, / rancios jugos de hastío, / trozos de amarga espera... / horas entrecortadas por relinchos de angustia» (Invitación al vómito); «Este clima de asfixia que impregna los pulmones / de una anhelante angustia de pez recién pescado. / Este hedor adhesivo y errabundo, / que intoxica la vida / y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo» (Ejecutoria del miasma). La necesidad de algunos críticos ha rebajado a estos poemas al nivel de un simple “feísmo”, les ha restado su dimensión trágica. No ven -no pueden ver- el impulso de piedad desgarrada que preside cada palabra y estalla incontenible: «No saben. / ¡Perdonadlos! / No saben lo que han hecho, / lo que hacen, / por qué matan, / por qué hieren las piedras, / masacran los paisajes… / No saben. / No lo saben… / No saben por qué mueren. / ... / Son ferozmente crueles. / Son ferozmente estúpidos... / pero son inocentes. / ¡Hay que compadecerlos!».
Al crecimiento desmesurado del horror se opone con todas las fuerzas un amor primitivo e indomable: «Hay que agarrar la tierra, / calentita o helada, / y comerla / ¡comerla!» (Dietética). El prodigio de todo lo que existe es aún fuente de asombro: «Este perro. / Este perro, / cotidiano, / inaudito, / que demuestra el milagro, / que me acerca al misterio... / que da ganas de hincarse, / de romper una silla» (Inagotable asombro). Nada expresa mejor esta lucha de fuerzas contrarias que dos versos del mismo Girondo: «¡Qué motivo de asombro! … / ¡Cuánta monotonía!» (Nocturnos, 7). Aun en medio de este doble universo en rebeldía, busca una nueva dimensión, alimenta una súbita esperanza, vencida de antemano: «¿Si intentara una nube... / una pequeña nube, / modesta, / cotidiana, / transportable, / privada» (Nubífero anhelo). Pero el péndulo se apega lentamente al lado de la sombra, donde fermentan el furor y la muerte. Y el último poema es un adiós agradecido a todo lo que ha hecho posible su palabra, como si ya supiera que no volverá a encontrarlo: «Muchas gracias gusano. / Gracias huevo. / Gracias fango, / sonido. / Gracias piedra. / Muchas gracias por todo. / Muchas gracias. / Oliverio Girondo, / agradecido» (Gratitud). Sigue una obra de carácter muy distinto, Campo nuestro, que por su misma diferencia nos convence de la inutilidad de encasillar a Girondo en otro “ismo” que no sea el de su propia libertad.
Su último libro, En la masmédula, es un universo autónomo, irreductible a toda manera usual de captación. La palabra, liberada por fin de sus últimas trabas, se desborda a sí misma, irrumpe y se despliega en espirales de amplitud progresiva; estamos en pleno nudo genésico, centro que irradia luz y sombra en una mezcla inseparable que es la del caos original: fin y principio de este viaje. Quien habla aquí es la voz desgarrada de un yo que ha devorado al mundo y se recorre a solas, gigantesco en su infierno y para siempre: «Con mi yo / y mil un yo y un yo / con mi yo en mí / yo mínimo / larva llama lacra ávida / alga de algo / mi yo antropoco solo / y mi yo tumbo a yumbo canto rodado en sangre / yo abismillo / yo tantan yo / panyo» (Tantan yo); «y solo erecto espeso mascaduda insaciado en progresiva resta / ante el incierto ubicuo muy quizás equis deífico se malciña la angustia interrogante aunque el sabor no cambie» (Ante el sabor inmóvil).
Este libro futuro, irrepetible, es algo más que una consecuencia, algo más que una culminación de lo anterior: es el abandono voluntario de la atadura racional, la asunción plena de la feroz batalla cósmica. Todo lo inmediato adquiere dimensiones desorbitadas, como bajo un cristal deformante: «Canes viables apenas dilucido tras la yerta penumbra acribillada por sus arpones rabos al rojo interrogante / cuando el gris hondo enhiedra sus muy amustios huéspedes en subpisos estrábicos» (Canes más que finales). Y esta distorsión trae a su vez un repliegue del ser hasta sus fuentes primeras: «aunque retorne al árbol del primo / simio me sacaré yo sin tino la maraña / demasiadísimo humana / y mil y miles vueltas y revueltas y contras y recontras / y sus colas /.../ de cuajo me sacaré el obtuso yo zurdo absurdo burdo que aún busca ser herido aunque sonría / entre otros obvios sordos escombros naturales / y restos casi muertos de algún yo otro propio que todavía ulula / porque me cree su perro».
Sería un error pensar que En la masmédula cierra un ciclo: en la poesía de Girondo nada termina. Aun en estas profundidades apocalípticas, en pleno «soplosorbo del cero / vacío ya vaciado en apócrifos moldes sin acople», canta la voz en delirio: «un mero medio huevo al menos de algo nuevo / e inmerso en el subyo intimísimo / volver a ver reverdecer la fe de ser / y creer en crear / y croar y croar / ante todo ende o duende visiblemente real o inexistente /... / y darle con la proa de la lengua / y darle con las olas de la lengua / y furias y reflujos y mareas / al todo cráter cosmos / sin cráter / de la nada» (Habría). Así también, tras la convicción angustiosa de una nada sin escapatoria, se alza la duda indomable: «el ´to be´a qué / o el ´not to be´a qué / la suma lenta merma / la recontra / los avernitos íntimos / el ascopez paqué / cualquier a qué cualquiera / el pluriaqué / a qué / el pentonal a qué / a qué / a qué / a qué / y sin embargo» (El pentotal a qué).
La palabra, protagonista final, ha abandonado sus funciones pasivas para volverse foco de irradiación, que a la manera de un primer motor (mágico y móvil) crea e impulsa sus objetos. Reconocemos aquí al daimon que anima los textos augurales, con su estremecimiento y su misterio deslumbrante. En la masmédula -que, como afirma Enrique Molina, «quedará siempre único, pues es imposible continuarlo»- marca el punto culminante de esta historia del fervor: prodigio aislado que no admite explicaciones; que ha reunido en un haz, intactos e intangibles, los hilos más secretos de la creación pura.
*Publicado en SUR, Nro. 315,Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1968 (pp. 82-87) a propósito de la publicación de las Obras completas de Oliverio Girondo, Losada, 1968.
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