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  • Foto del escritorRevista Adynata

Soplos de vida / Mariel García

No tengo palabras, ni tanto silencio para expresar mi asombro.

Escucha

cuán rápido me late tu corazón.

Wislawa Szymborska


La poeta estadounidense Mary Oliver salía a caminar por el bosque con una libreta en mano para poder ir anotando lo que observaba y aprendía; aquello que iba recolectando con sus sentidos, su corazón y su mente. Cuando su marcha se volvía más y más lenta, era buena señal: la cosecha estaba siendo abundante. Sus pasos decrecían porque crecía la escritura.


El lugar donde vivía Oliver (Provincetown, Massachussetts) estaba rodeado de naturaleza en estado, valga la redundancia, natural. Agreste, salvaje. Le bastaba salir a caminar para encontrarse en poco tiempo con la hierba, una laguna, zorros y sapos, la nieve en invierno, flores y mariposas, un pájaro rojo, grandes árboles, girasoles, las estrellas incrustadas en el cielo negro.


Así es como a ella le gustaba vivir, en diálogo cotidiano con la naturaleza. Una conversación que, como tal, se nutría no solo de la contemplación y la escucha, sino también de la palabra. A través de la palabra poética, Oliver -que en apariencia vivía al margen de todo, retirada- participaba plenamente del mundo.


Pienso en Mary Oliver y me acuerdo del monje vietnamita Thich Nhat Hanh, quien en uno de sus libros recupera la siguiente enseñanza del maestro zen Linji: “El milagro no consiste en caminar sobre el agua o sobre el fuego. El milagro consiste en caminar sobre la tierra”. En sintonía con esta idea, en el poema Dos o tres cosas de Oliver leemos: “El dios de la tierra / vino hasta mí muchas veces y dijo / tantas cosas, sabias y encantadoras, me tendí / sobre el pasto a escuchar / su voz de perro / voz de cuervo / voz de sapo [...]”.


Desde hace un par de semanas empecé a caminar un poco más. Estoy acostumbrada a la bici, que me permite cruzar la ciudad, llegar a casi cualquier parte de una manera sencilla para mí, trazando un camino curvilíneo y silencioso en el asfalto. Hay algo del orden de lo mágico en la bicicleta, una fuerza que me empuja bondadosamente hacia donde necesito o quiero estar. La orilla del río Paraná, la casa de mi mamá y mi papá. La bicicleta puede ser eso también: una herramienta que nos ayude a poner en acto nuestra propia fuerza bondadosa.


A no muchas cuadras del edificio en el que vivo ahora, hay un parque público. El Parque Independencia. En algunos sectores, este parque forma pequeños bosques, por la cantidad y el tamaño de los árboles que allí se encuentran. Son árboles antiguos que se alzan al cielo, dando sombra y alivio a las personas, albergue a los pájaros: palomas, cotorras, benteveos, zorzales, horneros y otras especies de aves que no soy capaz de reconocer.

Como no está tan lejos de donde vivo, puedo ir al Parque Independencia caminando, tranquilamente. Tomar calle Cerrito, por ejemplo, y sentir la presencia de la arboleda a medida que me voy acercando al parque. Sentir algo en el cuerpo, a veces la sensación de algo que cae o se suelta adentro del pecho, otras veces un estremecimiento de la piel en toda su extensión, cuando aparece en el horizonte la visión de las copas de los árboles entrando en el cielo. Árboles y cielo. Y mis piernas.

Es la misma sensación que podemos llegar a sentir en las ciudades o los pueblos con mar, donde en algún momento del camino hacia la playa comenzamos a escuchar el rugido de la gran masa de agua y después se presenta, lejano todavía, como un portal maravilloso, el cuadro azulado del mar alineado con el cielo. La misma sensación, pero a escala hogareña, barrial.


Según el botánico y biólogo francés Francis Hallé, los seres humanos somos lo que somos gracias a los árboles. La verticalidad o condición bípeda del cuerpo derivaría de la braquiación de nuestros antepasados, un modo de desplazarse por el dosel forestal que consiste en agarrar una rama con una mano y balancearse hasta poder tomar otra rama distante con la otra mano. La práctica de la braquiación también habría sido lo que le confirió a la mano su fisonomía actual, con un pulgar que se opone a los demás dedos y posibilita el agarre. Por otro lado, el rostro se debería a la disposición de los ojos, próximos entre sí, que les permitía a esos mismos antepasados tener una buena percepción del relieve y saber si la rama que veían y de la que querían tomarse estaba efectivamente delante o detrás.

El problema de tener los dos ojos en la parte frontal, en vez de uno a cada lado como por ejemplo la mayoría de los peces, es que no podemos ver lo que sucede a nuestras espaldas. Algunos antropólogos, dice Hallé, “proponen que la vida en sociedad podría ser consecuencia de este ángulo muerto y de la necesidad de que un amigo cubra a otro”.

La última vez se me hizo tarde para ir al parque, ya había empezado a anochecer. El parque de noche no es lo mismo, la iluminación del alumbrado público lo vuelve demasiado artificioso y suprime, diría que por completo, el efecto emocionante y calmante de los paseos. Lo mejor es salir un rato antes del atardecer. En primavera, alrededor de las 18 horas.

De cualquier manera salí a caminar en dirección al parque. Primero atravesé la Plaza Libertad y vi a un amigo y su hija chiquita. Iban despacio hacia las hamacas. Me sorprendí a mí misma apresurando el paso para llegar adonde se encontraban y mostrarme festiva por la coincidencia, porque no estaba precisamente de buen humor ese día. Al parecer, el paseo ya comenzaba a desprender su medicina.

Después sí, tomé calle Cerrito. En cierto momento escuché algo, un sonido enhebrándose en la cuerda del aire junto con el ruido de los autos y las voces de las personas intercambiando palabras en la vereda o a través de sus celulares. El graznido de un ave, pero no. Entonces tuve frente a mí la imagen que develaba el origen del sonido: un hombre en silla de ruedas, con evidentes dificultades motrices, en la puerta de la que seguramente era su casa, hacía sonar una armónica sostenida delante de su boca por un soporte de metal que le rodeaba el cuello y le permitía tocar el instrumento prescindiendo de los brazos y las manos.


Aunque aún no había aparecido en el fondo de la calle el paisaje formado por las grandes y altas ramas, el follaje ya oscuro, los jirones de cielo rosados y anaranjados, tuve un ligero pero claro temblor en toda la superficie del cuerpo, como si los poros de la piel fuesen diminutos focos de luz encendiéndose por obra de una suave corriente eléctrica. Al igual que Mary Oliver por el bosque, mi andar se volvió más lento. Pero no por cansancio o pesadez. Se trataba más bien de cierta dulzura, incluso cierta levedad que esa escena introducía en el ambiente. Algo había ahí, una clase de presencia que tiraba.

Me pregunto por la cualidad de esa presencia. Qué habrá sido ese algo. ¿La sorpresa al escuchar primero el sonido y descubrir, después, de dónde procedía? ¿La reminiscencia, en la manera de sonar de la armónica, del canto de un pájaro? ¿La paradoja dada por la discapacidad del hombre -su cuerpo quieto, amarrado a la silla- y la expansividad que podía generar al tocar ese instrumento musical? ¿El contraste entre el pulso agitado de la calle, de las personas que iban y venían ocupadas en sus cosas, algunas de ellas con auriculares puestos o vestidas con ropa de entrenamiento color flúor, y el ritmo desacelerado de este hombre sentado en la vereda de su casa, tomando aire y tocando la armónica? No es que tocaba una canción en particular, o una melodía. Solamente tocaba, como podía, como le salía. Daba soplos de vida. ¿O habrá sido mi propio romanticismo? ¿O la pulsión vital que, aunque a veces parezca estar dormida, anida en mí y me lleva a anhelar la belleza del mundo?

Busco en Internet “soplo de vida significado”. Lo primero que muestra la pantalla es la siguiente definición: “Un soplo de vida plasma a la perfección una dimensión del vivir en la que la propia vida no se concibe como una breve aparición en el tiempo, sino como algo que tiene una preexistencia y una posexistencia”. Más abajo veo búsquedas relacionadas: “soplo espíritu de vida”, “qué significa el soplo del espíritu santo”, “el soplo de vida es el alma”.

En Internet también me entero de que así, Un soplo de vida, se titula uno de los últimos libros de la escritora brasileña Clarice Lispector. Encuentro un archivo online con un breve fragmento de esa obra, donde la voz narrativa es masculina, y enseguida leo allí: “La sombra de mi alma es el cuerpo. El cuerpo es la sombra de mi alma. […]. Soy feliz a deshora. Infeliz cuando todos bailan. Me dijeron que los lisiados se regocijan y también me dijeron que los ciegos se alegran. Y es que los infelices se resarcen”.

Yo no sé si el hombre que vi por calle Cerrito en silla de ruedas se regocijará o no. No sé cómo se sentirá la mayor parte del tiempo, si feliz o infeliz. Lo desconozco todo de él, salvo que una tarde de noviembre de 2022 estuvo en la vereda de su casa haciendo sonar una armónica, sin que nadie lo esperase y sin esperar nada a cambio. Que esa presencia suya tuvo, al menos en mí, el efecto de un soplo de vida. De un contacto con la dimensión trascendental, espiritual, de la existencia.

Tampoco sé qué significado darle a la frase “el cuerpo es la sombra de mi alma”. Pero conozco un poema de Mary Oliver que empieza y termina así: “La próxima vez lo que haría es mirar” / […] / en cada persona / el cuerpo resplandeciendo dentro de la ropa / como una luz”.



Fuentes bibliográficas


Hallé, Francis: “Conferencia sobre los árboles” en La vida de los árboles. Barcelona: Gustavo Gili, 2020.

Lispector, Clarice: Un soplo de vida. Pulsaciones. Editorial Siruela. Fragmento recuperado de https://www.siruela.com/archivos/fragmentos/Un_Soplo_de_vida.pdf en 2022.

Oliver, Mary: “Dos o tres cosas” en El trabajo del sueño. CABA: Caleta Olivia, 2021.

“La próxima vez” en Mary Oliver. Pequeña antología. Rosario: Floresta.

Thich Nhat Hanh: “Sin venir y sin partir” en Miedo. Vivir en el presente para superar nuestros temores. CABA: Kairós, 2016.


Debra Broz “Delfines danzantes II” 2019 Escultura en cerámica esmaltada 5.5 x 8 x 3.5 pulgadas

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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