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  • Foto del escritorRevista Adynata

Vivir de la sangre de otros (fragmentos) / Mónica Cragnolini

Actualizado: 3 oct 2022


LA CRUELDAD


Pensar que algunas formas de vida de la comunidad de los vivientes merecen morir porque «solo son animales» forma parte de los modos en que se articula la crueldad (disimulada, negada) en el mundo biocapitalista ¿De qué hablamos cuando nos referimos a la crueldad como articuladora de la cultura?


En primer lugar, y como ya señalé anteriormente, apunto a la idea de crueldad no como elemento ocasional de la vida cotidiana (un exceso de violencia que no pudo ser sublimada, diría el psicoanálisis), sino a la crueldad como «necesaria» para comprender los procesos de la vida cultural. Esto implica la idea de que la cultura (el mundo humano en general) es sacrificial: sacrifica la carne (humana y no humana) y la sangre, a las que neutraliza o invisibiliza. Pensar el mundo cultural como «sacrificador de la carne» permite comprender por qué se naturaliza ese sacrificio para diversas formas de vida: ser parte del mundo humano implica disciplinamiento del cuerpo, la idea de que «llegar a ser humanos» supone «salir de la animalidad», y por tanto, someterse a normas que implican que la carne (el cuerpo, las pasiones, los deseos) deben ajustarse a otras «necesidades» que se consideran superiores (el mundo del espíritu).


Munro señala el ejercicio de la crueldad propia del especismo en tres prácticas: vivisección, crianza de animales para consumo, y deportes que suponen herir (o matar) animales. Estas prácticas son «socialmente aceptadas» en términos de la necesidad de experimentación científica, alimentación humana y esparcimiento, lo que implica la «naturalización» de la crueldad. En estas prácticas se habla de «sufrimiento necesario» para satisfacer necesidades humanas: después de todo, se dirá, es más relevante salvar una vida humana enferma que preocuparse por el sufrimiento de mil ratones de laboratorio; alimentar con las proteínas de los huevos a la humanidad, que entristecerse por la vida de las gallinas ponedoras que habitan en cubículos en los que no se pueden mover; o mantener el estandarte de la identidad nacional, a pesar de que eso signifique utilizar caballos en una doma (caballos que suelen sufrir heridas e incluso morir).


Considero que es posible analizar la crueldad como primer elemento a tener en cuenta en la violencia estructural desde una lectura del tratado III de la Genealogía de la moral de Nietzsche, que está dedicado a la cuestión del ideal ascético, traducible en términos de «necesidad» de la vida (necesidad que parece autocontradictoria) de «volverse contra sí misma». La expresión «vida contra la vida» es un sinsentido, pero Nietzsche la explica en términos de ese desborde de fuerzas en continuo devenir que caracteriza a lo vital, y que necesita limitarse para seguir existiendo. La vida se autolimita imponiéndose formas, las que son mecanismos de conservación de las fuerzas. Este proceso autolimitativo y conservador (que es la base del mundo humano como mundo de la cultura) se expresa en el ideal ascético, que para Nietzsche se vincula con una necesidad de protección y de salud en una vida que se degrada, y que entonces intenta conservarse. La lucha de instintos, en la que las fuerzas más sanas pelean con las fuerzas extenuadas que desean conservarse, es prácticamente un proceso de inmunización: las fuerzas que necesitan conservarse se defienden de todo lo extraño y diferente que puede poner en crisis dicha conservación. El mundo de las instituciones es entendible a partir de este proceso de conservación e inmunización, por ello el ideal ascético resulta ser así una estrategia que la vida utiliza para conservarse. En esta conservación existe para Nietzsche enfermedad, ya que se trata de fuerzas extenuadas que no pudiendo superarse a sí mismas (ese «ir más allá de sí mismas» es el desborde de las fuerzas vitales antes mencionado), se conservan.


Esta conservación de la vida supone que los hombres débiles[i] están siempre deseosos de ser verdugos, de hacer expiar a los demás, de convertirse en tiranos de los sanos: la vida enferma genera mecanismos de dominio que significan sacrificio de lo sano, en esa voluntad de crueldad que la alienta. El ideal ascético es, entonces, tanto un mecanismo de conservación de lo vital como una máquina de resentimiento: funciona regularizando la diversidad y unificando lo diferente en la mismidad (la mismidad es la conservación de lo mismo, de lo que no se alter–a). ¿Qué acontece en este proceso con la animalidad? El sacerdote (uno de los cultores del ideal ascético) sabe domar y utilizar «toda la jauría de perros salvajes que existen en el hombre» (Nietzsche: GM III, § 20, KSA 5, 388) generando la «mala conciencia»: un proceso de «interiorización» de las fuerzas que constituye la crueldad. Lutero había caracterizado a la mala conciencia como un «animal horrible», puesto que la culpa permite «sacrificar» la animalidad mediante el tormento, la ascesis, la disciplina, el temor: este sacrificio de lo animal es la conformación del mundo humano.


Este mundo humano se constituye entonces desde una conservación que supone dolor, pero además goce en el dolor: este goce en el dolor es propiamente la crueldad (que, como queda claro, para Nietzsche es constitutiva del ideal ascético, es decir, del mundo humano). El ideal ascético le da un sentido al sufrimiento (que es el sufrimiento de la vida que necesita limitarse) al convertirlo en culpa e interpretarlo en virtud de una meta: se sufre «para algo» (para acceder a otra vida sin sufrimiento, para mantener esta vida a pesar del dolor, etc.). En este sentido, la conservación de la vida supone mecanismos tanatológicos, que «matan» lo vital en el hombre, es decir, lo animal, y se justifican en virtud de «necesidades superiores» (lo espiritual frente a lo animal). Estas necesidades implican el sacrificio de la carne (humana y animal) en el disciplinamiento y sometimiento, así como el usufructo de la carne: como fuente de alimentos, como fuerza de trabajo, como «lugar» de experimentación de fármacos.


En este «envenenamiento de la vida» se expresa un «odio contra lo animal» (Nietzsche: GM III, § 28, KSA 5, 412). Los representantes del ideal ascético operan al servicio de los mecanismos tanatológicos que cuidan la vida (que degenera) generando muerte. Buscando la preservación de un tipo de vida (la así llamada vida humana, espiritual, superior), se sacrifican ciertos modos de vida: la carne humana que debe ser sometida para que funcione la cultura, y la carne del animal que es usufructuada para la alimentación, como fuerza de trabajo, como motivo de entretenimiento, etc. Derrida (2001) ha planteado la problemática de la crueldad en su vinculación con el mal radical, y ha hecho un «llamamiento» a los psicoanalistas (preocupados por el sufrimiento) para que se ocupen de este tema, planteando la posibilidad de un «más allá de la crueldad».


LA VIRILIDAD CARNÍVORA


Crueldad y sarcofagia se especifican en la virilidad carnívora, sintagma derridiano que alude al modo en que la autoridad se constituye como masculina: el soberano, el ipse (sí mismo) es el dueño y señor que puede «devorar» al otro. El soberano es «carnívoro» porque tiene esa posibilidad de disponer de la vida y de la muerte de los otros, su poder se visibiliza de manera pregnante en el modo en que se naturaliza el sacrificio de animales como «derecho» del existente humano (que siempre, sea hombre o mujer, se piensa de manera masculina). Esto es así porque el existente humano se ha constituido, básicamente desde la época moderna, como un «quién» soberano, un sujeto propietario de todo aquello que categoriza como «qué»: otros hombres a los que considera inferiores (y por lo tanto en condición de esclavos), mujeres, niños y animales. El sujeto propietario es el dueño de la casa y de la posibilidad de significación, es devorador porque necesita convertir lo diferente en formas de lo mismo, ya sea por asimilación, introyección, digestión o aniquilación de las diferencias. Ese sujeto que transforma el mundo todo en objeto de sus representaciones, se apropia de la realidad por ese «retorno a sí» de todo lo que es y pretende conocer en el ámbito de la conciencia. El sujeto metafísico es, en el ámbito político, el soberano, erigido de manera incondicional por encima de todo lo otro, y con ese poder de vida y de muerte antes mencionado. Como señala Derrida:


La fuerza viril del varón adulto, padre, marido o hermano (...) corresponde

al esquema que domina el concepto de sujeto. Éste no se desea

solamente señor y poseedor activo de la naturaleza. En nuestras culturas,

él acepta el sacrificio y come de la carne. (Derrida y Nancy:109)


Esta es la cuestión que debemos pensar y deconstruir en el esquema de violencia estructural que vengo desarrollando, y que me ha permitido vincular especismo, sexismo y racismo: la problemática de lo sacrificial y la prerrogativa que se adjudica el existente humano de sacrificar las formas de vida que considera inferiores a la propia. En función de esto es posible comprender el «tratamiento» que se da a los animales (crianza, confinamiento en tiempo y espacio, maltrato, faenamiento, y devoración sin atisbo de culpa alguna) y el tratamiento que se da a los existentes humanos que se consideran inferiores: mujeres y niños en la trata de personas (pero también en ciertas «lógicas de familia»), inmigrantes en los trabajos clandestinos, y tantos otros.


Las ecofeministas han hecho patente la vinculación entre la sociedad patriarcal y la sociedad carnívora desde el ya clásico texto de Carol Adams (2010) que mostró de qué manera animales y mujeres son «carne disponible» para el existente humano masculino[ii] y señaló, con la estructura del «referente ausente», cómo se invisibiliza en la expresión «carne» lo que en realidad tiene el carnívoro en su plato: un trozo de un cadáver. ¿Por qué esta relación entre la cultura patriarcal y la ingesta cárnica? Tal vez la imagen más significativa de lo que es la cultura patriarcal en relación con el carnivorismo es la que da Freud en Totem y tabú cuando muestra de qué manera los hermanos varones se reúnen para matar y comerse al padre. En esa imagen del carnivorismo–canibalismo se hace evidente cómo la disputa en el ámbito cultural (como el ámbito de lo propiamente humano) es la pelea por aquello que está al servicio del existente humano masculino: la mujer, el animal y el niño. Esta disputa se dirime matando a la figura árkhica, fundacional, al padre, pero además, haciéndolo parte de lo propio al ingerirlo. La pregunta que habría que hacerse a partir de esta imagen de Totem y tabú es: ¿por qué razón la cultura masculina progresa a partir de la ingesta cárnica? En La política sexual de la carne, Carol Adams muestra muy bien de qué manera en sus orígenes, fines del siglo xix y comienzos del XX, las feministas fueron vegetarianas. ¿Por qué? Básicamente para oponerse al patriarcado advirtiendo ese vínculo tan fuerte entre la ingesta cárnica y el machismo, y el lugar al que estaba destinada la mujer: la cocina. En esto se debe advertir una serie de presupuestos naturalizados: la idea de que los hombres realizan trabajos que requieren más proteína animal, mientras que las mujeres hacen «trabajos livianos», o sea cosen, bordan, enseñan, es decir hacen actividades de menor esfuerzo, y entonces a lo masculino le es asignada la ingesta cárnica, para desarrollar el «verdadero trabajo» que sostiene la sociedad, que es el trabajo masculino. El macho debe ser devorador de carne: en Derrida la «devoración» siempre es al mismo tiempo «vociferación», porque el que devora y el que vocifera (voz de la autoridad que se eleva por encima de las otras voces, sobre todo femeninas e infantiles) es el soberano, la figura política de la devoración de todo lo otro.


En «la estructura del referente ausente», Adams muestra de qué manera la palabra «carne» es una negación de la idea de lo que hay en el plato del carnívoro: un animal que estuvo vivo, que tuvo ciertas características, que sobrellevó determinadas condiciones de vida y de muerte para terminar como «carne» en ese plato. Algo similar ocurre con el tema de los feminicidios y la violencia de género: en el discurso habitual se habla de «mujer maltratada», y no del agente del maltrato, entonces, se define a las mujeres por las características que reciben de otro, en este caso el maltrato o determinadas condiciones de violencia, y algo similar pasa con el animal que no es caracterizado a partir de su actuar, su vida con sus intereses, sino a partir de la idea de animal consumible, el que recibe la acción de otro. En nuestro país existe una asociación muy fuerte entre las partes que se consumen del animal y las partes que los existentes humanos masculinos, dentro de la cultura patriarcal, valorizan en las mujeres (los «piropos»[iii] callejeros se solían referir a las mujeres con términos de las partes animales: pechugas, nalgas, lomo, etc.).


La ingesta cárnica, pero sobre todo la expresión «carne» es una construcción cultural que se quiere hacer pasar como «natural»: la idea del hombre como animal superior en la escala alimentaria que, por tanto, se puede comer a todos los otros. Para Carol Adams (1991:135), la generación del baby boom (la de los nacidos entre 1946 y 1964) es la que recibió el mayor mandato social y publicitario acerca de la canonización de la carne y de la leche como dos de los cuatro grupos básicos de alimentos.[iv] En esta «naturalización» de la ingesta cárnica desaparecen los animales, referentes ausentes en el plato de comida. En esta desaparición del animal muerto del plato de comida, en su conversión en objeto, se produce algo similar a lo que acontece con las mujeres según Adams: se elimina al agente de la violencia ejercida sobre mujeres y animales. Las mujeres son «violables», los animales «consumibles o comestibles»: el actor de la acción sale del plano del lenguaje y entonces la «culpa» recae sobre el existente convertido en objeto. Si la mujer es violada, el discurso machista señalará que se vistió de tal manera, que «provocó» al violador, etc., mientras que en el caso de los animales de la industria de la producción cárnica o lechera se da por hecho que están en la existencia solo para ser consumidos.


Muchembled se ha ocupado de la problemática de la violencia mostrando los modos en que la violencia se halla asociada a la figura masculina. Desarrollando la historia de la violencia, muestra de qué manera en las sociedades rurales medievales la violencia de los jóvenes se consideraba normal, porque era necesario hacer ostentación de la virilidad (capacidad reproductiva, posibilidad de asegurar su sangre y su nombre) y mostrar la facultad de defensa en un medio hostil. Esa cultura de la violencia va desapareciendo en la época moderna porque el Estado comienza a monopolizar la violencia, sin embargo, el culto a la virilidad sigue vigente.


Ese culto a la virilidad se hace presente, aun en el siglo XXI, en algunas expresiones del feminismo, razón por la cual considero que es urgente que el feminismo y el animalismo aúnen sus luchas, para advertir estos problemas. Suele decirse que en las luchas emancipatorias hay un momento en que el oprimido «se invierte» en la figura del opresor, adoptando algunos de sus modos, pero que ese momento es transitorio. Cuando se advierten que las lógicas del dominador son las que no deben ser mimetizadas, es cuando se pueden analizar y criticar las bases estructurales de los dispositivos de dominación. Eso es lo que intento hacer desde el análisis de esta violencia estructural en el tratamiento de humanos y de animales para deconstruir también el modelo virilizado de feminismo que se torna comprensible en los inicios del siglo XX pero no es deseable, o por lo menos es cuestionable, en el siglo XXI. Cuando era necesario acceder a los «mismos derechos» que el existente masculino desde el punto de vista del trabajo, la participación política mediante el voto y la representación y cuestiones similares, se tornó entendible la necesidad de «virilización» del movimiento feminista, en aras de lograr aquello que se le concedía al hombre y se le negaba a la mujer. Sin embargo, ya hemos advertido que el modo en que se constituyó el mundo patriarcal supone la erección de un modo de ser, el del soberano, que implica derecho de vida y de muerte sobre el resto de lo viviente, devastación del planeta, ejercicio de la violencia sobre formas de vida que se consideran diferentes, etc. En ese sentido es que señalo que no es deseable «empoderarse» de una manera viril, sino, al contrario, deconstruir el modelo virilizante para acceder a otro modo de ser y de estar en el mundo que permita pensar la comunidad de lo viviente de modo hospitalario.



Fuente: Cragnolini, M. (2021) Vivir de la sangre del otro: La violencia estructural en el tratamiento de humanos y animales. Vera Editorial Cartonera. Colección Almanaque. Universidad Nacional del Litoral. Libro digital.

[i]Llamo la atención sobre el sentido de «débil» en este contexto: en términos del pensamiento de Nietzsche se trata justamente de la paradoja de que los débiles son los «poderosos» de la tierra, los que dominan a los otros, aquellos en los que predomina la fuerza conservadora (por eso, justamente, Nietzsche se pregunta por qué los débiles dominan el mundo). El fuerte, en este sentido, es quien puede romper con el deseo exacerbado de conservación. [ii]Entre los textos más recientes, pueden verse Meo, que vincula biopoder y producción de subjetividad femenina, el colectivo Donne, ambiente e animali non humani (2013), en el que escriben Adams que vincula la matanza de las vacas y el tratamiento hacia las mujeres, Gaard que plantea la cuestión del ecofeminismo vegetariano, y otros. Donovan y Adams recogen diversos aspectos de esta línea del feminismo y en la misma línea se encuentra la compilación de Adams y Gruen. [iii] Utilizo la expresión «piropo» para resaltar el aspecto machista de la cultura de acercamiento de los hombres a las mujeres en nuestro país, Argentina, en donde hasta hace pocos años se consideraba que un existente humano masculino le podía decir a una mujer —que no se lo había solicitado— cualquier cosa en la calle y ella debía sentirse halagada por sus expresiones. En muchos de esos «piropos» del pasado, la aproximación entre el cuerpo de la mujer y el cuerpo de los animales comestibles era muy fuerte. Este aspecto está muy bien indicado en el film argentino de Mariano Cohn y Gastón Duprat, Todo sobre el asado en el que un ganadero indica que la «vaca ideal» ha de tener las mismas cualidades corporales que la «mujer ideal». [iv]Como pertenezco a esa generación, quisiera recordar que en Argentina, en la época de nuestra niñez, los pediatras recomendaban a las madres el darnos de beber «el jugo» de la carne: existía un aparato similar a un exprimidor de críticos de esa época (un exprimidor prensa de carne), en el que se colocaba la carne asada, se extraía «el jugo», es decir, la sangre, y ese era el alimento «ideal» para los niños.



Roberto Ekholm - S/título (las manos) - 2010 - Impresión en C-type , imanes neodymium, hierro - 40 x 56 cm cada uno

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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