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  • La irreverencia hacia el texto estatizado: la literatura y la vida / Ezequiel Buyatti

    … la Nación necesita esas tierras para progresar. Y los gauchos, unos enemigos para hacerse bien argentinos. Todos los necesitamos. Estoy haciendo Patria yo, en la tierra, en la batalla y en el papel, ¿me entendés? Gabriela Cabezón Cámara, Las aventuras de la China Iron En 1913, Leopoldo Lugones presentó, desde el escenario de un teatro y ante la “buena sociedad”, su lectura del Martín Fierro en términos de épica nacional comparable a los poemas homéricos, interpretando a su personaje como símbolo de virtudes y valores argentinos. Esta fundación mítica de la nacionalidad extraía su fuerza del hecho de que los gauchos –en tanto población rural libre y pobre, no totalmente proletarizada al no estar incorporada al mercado de trabajo pero empujada a él según las necesidades de la explotación rural, o reclutados para el Ejército y destinados a la frontera contra los indios–, ya no existían: “… su desaparición es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena” (Lugones, 2009, p. 69). Lugones era un escritor que establecía un pacto de mutuo acuerdo entre el intelectual y el Estado. A pesar de sus inicios en el socialismo poseía una visión antimasa, antinmigración, que lo va a ir posicionando cada vez más cerca del nacionalismo. Visión que se hace práctica en la adhesión a la Liga Patriótica Argentina, agrupación paramilitar utilizada en la democracia de Hipólito Yrigoyen que declaraba lo siguiente: “Contra los indiferentes, los anormales, los envidiosos y los haraganes, contra los inmorales, los agitadores sin oficio y los energúmenos sin ideas. Contra toda esa runfla sin Dios, ni patria, ni ley, la Liga Patriótica Argentina levanta su lábaro de patria y orden”. En relación con esa idea de “patria y orden”, se enunciaran frases como “De casa al trabajo y del trabajo a la casa”, frase que corresponde al fundador de la Liga, Manuel Carlés, y que se instalará hasta nuestros días para defender la “paz social”. La invención de Lugones era, entonces, doblemente oportuna: no comprometía a nadie en términos sociopolíticos y, al mismo tiempo, el gaucho podía postularse como símbolo de una esencia nacional amenazada por la inmigración que exportaba las peligrosas ideas anarquistas y socialistas para el sentir de la identidad nacional. El poema de Hernández proveía así las bases de una reorganización mítica de la historia decimonónica y un modelo de identidad no menos imaginario. Martín Fierro se transmutaba en texto canónico y su personaje en un paradigma de virtudes nacionales. Para Lugones, la obra era la vida heroica de la raza, sintetizada en una gran empresa de justicia y de libertad. Esta intención canonizadora del Estado está enmarcada en una época en la cual la tensión entre patriotismo e inmigración está en todo su auge. La clase dirigente está disputando e imponiendo una unidad lingüística como identidad para reafirmar la consolidación del Estado. Existe una preocupación por la lengua como fundamento de identidad nacional y por una obra literaria que encarne el “sentir nacional”. Si antes el Estado disputó territorios mediante su genocidio constituyente, genocidio que da origen al Estado mediante la construcción de una política que funda instituciones y normativas que se erigen en el mismo momento que se realiza el genocidio, ahora está disputando sentidos lingüísticos y literarios. Por otra parte, Ricardo Rojas dirá que una figura de perfección del argentino del porvenir será una conjunción del indio, del gaucho y del criollo: en esa triple figura descansará el argentino del futuro. No obstante, tanto Lugones como Rojas le adjudicaron al poema la encarnación del espíritu de la identidad nacional. En la obra Historia de la literatura argentina Rojas sostiene que no solo es una pieza fundamental de la literatura argentina, sino que encarna el espíritu de nuestra nacionalidad. La patria y el héroe coinciden en el poema y, por lo tanto, no hay que negarle la significación épica en nuestra literatura. Le adjudica un valor épico comparable al de los poemas consagrados de la historia literaria. En suma, tanto Lugones como Rojas consideran al Martín Fierro como el poema nacional por excelencia al mismo tiempo que lo integran a vertientes de la literatura universal. Un primer desvío: una payada anarquista, Ghiraldo y la operación borgeana Quien escribiera en la Argentina alrededor de la primera mitad del siglo pasado, por lo tanto, tenía que examinar el mito gaucho y medirse con él, ya fuera para rechazarlo, para desviarlo o para adoptarlo. Borges tampoco fue una excepción. Lejos de esa lectura canonizada estaba la de Borges con respecto al poema de Hernández –novela según Borges, descontando el accidente del verso, por la imperfección y la complejidad de la obra–: Martín Fierro no era precisamente un hombre lleno de virtudes, sino un desertor, acompañado por la mala suerte, provocador de duelos sin motivo y habitante de las tolderías indias cuando debía huir de la justicia. Aunque Fierro había matado sin razón suficiente y ofendido por bravuconada o por ebriedad, sin embargo, de un modo bastante curioso, la elite criolla se las arregló para hacer de él una figura nacional –pasando por alto su rebeldía y también la rueda de injusticias que lo había atrapado–, mientras que los sectores populares criollos tenían una imagen de gaucho rebelde y resistente a la autoridad, y los inmigrantes anarquistas lo consideraban un modelo de insurgencia social. Esta forma de identidad empieza a tomar más relevancia cuando Alberto Ghiraldo publica en 1904 un suplemento cultural del periódico ácrata La protesta con el nombre de “Martín Fierro”. Ghiraldo sostenía que el poema era el grito de una clase en lucha contra las capas superiores de una sociedad que la oprime, la protesta contra la injusticia y el estereotipo de la vida de un pueblo. En este sentido, en una payada anarquista y anónima de 1902 se aprecian esas ideas anárquicas que Ghiraldo lee en el poema: Grato auditorio que escuchas al payador anarquista, no hagas a un lado la vista con cierta expresión de horror, que si al decirte quiénes somos vuelve a tu faz la alegría, en nombre de la Anarquía te saludo con amor. Somos los que defendemos un ideal de justicia que no encierra en sí codicia ni egoísmo ni ambición el ideal tan cantado por los Reclus y los Grave, los Salvochea y los Faure, los Kropotkin y los Proudhon. Somos los que despreciamos las religiones farsantes, por ser ellas las causantes de la ignorancia mundial, sus ministros son ladrones, sus dioses son una mentira, y todos comen de arriba en nombre de su moral. Somos los que aborrecemos a todos los militares, por ser todos criminales defensores del burgués, porque asesinan al pueblo sin fijarse de antemano que asesinan a sus hermanos, padres e hijos, tal vez. Somos los que propagamos la libertad verdadera detestamos las fronteras porque indican opresión, y por eso procuramos que toda la masa obrera no reconozca fronteras y viva en completa unión. Somos lo que combatimos las mentiras patrioteras, que provocan la desgracia de toda la humanidad, porque son la ruina entera son las que engendran la guerra sembrando en toda la tierra la miseria y la orfandad. Somos los que procuramos la destrucción del dinero, por ser este el que al obrero le priva del bienestar, porque cayendo el dinero, caerá la burguesía, y reinará la armonía, la paz y libertad. Somos esos anarquistas que nos llaman asesinos porque al obrero inducimos a buscar la libertad porque cuando nos oprimen golpeamos a los tiranos y siempre nos revelamos contra toda autoridad. Una particular estrofa que da cuenta de estas nociones en El Gaucho Martín Fierro es la siguiente (Canto IX, versos 1433 – 1438): Sin punto ni rumbo fijo en aquella inmensidá, entre tanta escuridá anda el gaucho como duende; allá jamás lo sorpriende dormido, la autoridá (Hernández, 2012, p. 78). Estrofa que se contrapone con esta de la Vuelta del Martín Fierro cuando un comendante está alistando para el Ejército: Éste es otro barullero que pasa en la pulpería predicando noche y día y anarquizando a la gente; irás en el contingente por tamaña picardía (Hernández, 2012, p. 231). Es decir, por un lado el recorrido incierto y libre del gaucho por la inmensidad del territorio, ajeno a las regulaciones estatales y esquivando los preceptos de la autoridad; y, por el otro, un comandante expresando explícitamente que esa lógica de predicar en la pulpería y hacer barullo es un acto de anarquizar a la gente. Borges escribió ensayos sobre Martín Fierro y la gauchesca, prólogos a ediciones del poema y el texto El Martín Fierro en 1953. Sus lecturas del poema no coinciden jamás con la versión canónica. En su texto sostiene que el Ejército argentino cumplía una función penal: la tropa se componía, en mayor parte, de malhechores y de gauchos arbitrariamente arreados por las partidas policiales. Hernández escribió El Gaucho Martín Fierro –“La ida” de 1872– para denunciar ese régimen. El protagonista, en un principio, es un gaucho cualquiera, o en algún modo, es todos los gauchos. Después llegó a ser con la imaginación de Hernández el individuo Martín Fierro. Nuevas alianzas, nuevos amores Martín Kohan, escritor del cuento “El amor”, nos dice que “Ya tenía muy leídos a estos gauchos, y ahora me disponía a escribirlos” (Kohan, 2011b). Estos gauchos son Martín Fierro y Tadeo Isidoro Cruz. El cuento de Kohan, inscribiéndose en la escritura irreverente de Borges, narra un posible recorrido de Fierro y Cruz cuando finaliza “La ida” del Martín Fierro de Hernández. El autor, en una reflexión sobre su propio cuento, nos dice: Al terminar yo la lectura, uno de los asistentes se me acercó contrariado. Me dijo que el texto le había gustado, y yo decidí pensar que no mentía; pero a continuación declaró también su enojo. Me hizo saber que no lo preocupaba haber oído y haberse reído ahí, en Córdoba, es decir: entre argentinos. Pero que si el cuento llegaba a conocerse fuera del país, los argentinos íbamos “a quedar mal”. (Kohan, 2011b) ¿Qué significa ese “quedar mal”? Quizás que la irreverencia ya no solo pasa por una reescritura del texto canónico de la literatura argentina –lo permitido por la consolidación del programa estético borgeano–, sino que con “El amor” Fierro y Cruz no solo son forajidos y compañeros, sino amantes que se permiten derrumbar la identidad del gaucho como estereotipo patriarcal: No cruzan palabra alguna los dos hombres entre sí. Están metidos otra vez cada uno en sus pensamientos. No obstante esos pensamientos, y puede que ellos lo sepan, son los mismos exactamente, o en su defecto muy semejantes. Piensan, evocan, sopesan, dirimen: los dos sobre lo mismo. Sobre el beso que se dieron hace horas en la pampa. Un beso de hombres, según quedó aclarado. Se dieron un beso de hombres. ¿Y de qué otra clase se iban a dar, si al fin de cuentas hombres son? Se besaron en la boca, entreverando las barbas, ayudando a la apretura de los labios con una mano apoyada en la nuca del otro, una mano que muda decía: vení para acá. Se besaron, sí, en la llanura. En la llanura y en la boca. Beso de hombres: así tal cual se consignó. El vuelo de un chajá fue testigo de ese hecho. (Kohan, 2011a) En el poema narrativo de Hernández, Cruz había gritado que no iba a permitir que se cometiera el delito de matar a un valiente. “El amor” reescribe las causas de este anhelo por parte del sargento. Causas que no pasarían tanto por un deseo de unión ante la valentía de Fierro, sino por el despertar de un amor desconocido hasta ese momento: … apenas lo distinguió, cuando él era todavía un sargento y comandaba todavía una partida policial. No toleró no estar del lado de ese hombre, al lado de ese hombre; no consintió que pudiendo juntarse con él debiese plantársele enfrente. Profirió entonces una excusa sonora que los demás ni siquiera escucharon. Se pasó con dos trancos seguros de un lado del mundo hacia el otro. (Kohan, 2011a) Este universo creado por Kohan en “El amor” –irreverente con la tradición literaria y crítico con la férrea identidad del modelo heteropatriarcal– podría ser un apéndice de la novela Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara. Ambas narrativas erosionan prototipos cristalizados por el “sentir nacional” y tensionan dos mundos en permanente disputa: el de las leyes, la Justicia, el Estado y la simiente civilización; y el de las comunidades, la vida errante y los anhelos de otros mundos posibles: Esa borrosa manada de indóciles son, cuando vienen, una amenaza, la peor de las amenazas, la más terrible. Pero ahora, que no vienen, sino que aguardan, son un anhelo y una esperanza. Una esperanza para Fierro, una esperanza para Cruz. Esas magras tolderías donde casi no hay cosa alguna que no sea lijosa y marrón, vale ahora por una promesa –una promesa de libertad: así la sienten– para estos dos que hasta hace poco fueran malhechor y autoridad, el forajido y la ley, dos mundos en guerra, dos formas de mundo; pero que ahora se emparejan en un mismo rencor y en un mismo anhelo. (Kohan, 2011a) En busca de una aventura libertaria Si la apuesta borgeana fue que el poema debía ser liberado del peso muerto de una crítica hiperbólica y reinstalado en una tradición productiva para la literatura del siglo XX corrigiendo al precursor y agregando algo que todavía nadie había imaginado: la muerte en duelo de Fierro que se presenta en el cuento “El fin” publicado en 1944; ahora, en el siglo XXI, la apuesta de Gabriela Cabezón Cámara con su novela Las aventuras de la China Iron va un paso más allá de la mera irreverencia: logra despatriarcalizar a uno de los textos canónicos de la literatura argentina mediante una aventura literaria en busca de un mundo libre, de relaciones en las que primen el deseo y en la construcción de una organización libertaria y horizontal: “No había centro, ya lo dije, no había una ruka más grande que las otras” (Cabezón Cámara, 2017, p. 155); “los trabajos se dividen por el solo criterio de aptitud, el deseo y la necesidad, si hay” (Cabezón Cámara, 2017, p. 156). La China Iron permite la visualización de caminos alternativos, de una experiencia histórica de las mujeres, de una politicidad en clave antipatriarcal que es dada por la experiencia histórica acumulada, “una política del arraigo espacial y comunitario [que] no es utópica sino tópica” (Segato, 2018, p. 15): Las familias nuestras son grandes, se arman no solo de sangre. Y esta es la mía. Aprendimos […] a armar las rukas de modo tal que abriguen y refresquen sin pesar y puedan ser desarmadas y vueltas a armar cada vez que se quiera sin demasiado trabajo, a pedirles perdón a los corderos y jurarles que nada de ellos sería sacrificado en vano […] (Cabezón Cámara, 2017, p. 165). Existe una disputa entre dos proyectos de vida en la novela. Por un lado, uno que se personifica en la figura de Hernández, ese estanciero patriarca, que apuesta por “educar a la peonada”, por la “monogamia”, por la “obediencia al Señor”, por “el yo simiente de la civilización” que como sacerdote del progreso pregona: … todos hemos de sacrificarnos para la consolidación de la Nación argentina,les estamos metiendo a estas larvas la música de la civilización en la carne, serán masas de obreros con los corazones latiendo armoniosos al ritmo de la fábrica, acá los clarines tocan el ritmo de la producción para que se les discipline el alma esa anárquica que tienen […]. (Cabezón Cámara, 2017, pp. 91-92) Consolidación que conlleva al exterminio de otras formas de vidas, a la supresión de una ética comunitaria contraria a la propiedad privada y al privilegio, a la lógica civilizatoria, a “el proyecto histórico de las cosas” (Segato, 2018, p. 16) y al Estado, ya que “La historia del Estado es la historia del patriarcado y el ADN del Estado es patriarcal” (Segato, 2018, p. 19). Y es evidente ese linaje, ya que esa historia estatal y patriarcal no puede resignificarse en un “Estado materno” por su misma condición de ser Estado: no un instrumento, sino el Capital organizado despojando, encerrando, envenenando, desapareciendo, asesinando y oprimiendo civilizadamente; una máquina centralista que expresa los intereses del Capital para anular la vida. Por otra lado, el viaje de la China y su compañera Liz construye un mundo vincular y comunitario que se opone a lo comprable y vendible, que establece límites a la cosificación de la vida y a la mercantilización de lo vital. La aventura literaria de ambas es errante e imprevisible, como la vida; interfiere con lo mensurable que ese Estado incipiente trata de conquistar y reconstruye “un proyecto histórico de los vínculos [que] insta a la reciprocidad, que produce comunidad” (Segato, 2018, p. 16): Nadie trabaja a diario en la Y pa´û: nos turnamos, trabajamos un mes de tres. Ese mes, cuidamos que nuestras vacas no se hundan en el tuju y si se hunden ayudamos todos; hacemos guardia para que no nos sorprendan las mareas […]. … si doramos los choclos para los chicos, nuestros mitâ, que suelen saber quiénes son sus padres pero viven con todos, todos los cuidamos y ellos van y vienen de ruka en ruka aunque tengan sus cosas en alguna especial. Nosotros mismos vivimos también así (Cabezón Cámara, 2017, pp. 178-179). El lenguaje tiene la potencialidad de ser obediencia y sumisión, o resistencia y rebelión. Y cuando adquiere estas últimas dos particularidades, es precisamente cuando se convierte en aliado de la vida, territorios, cuerpos y vínculos; es cuando se convierte en literatura. Esta tiene el germen de anticipar posibilidades, de crear presentes que recuperen la vida que nos han robado. Contiene fuerzas de libertad que escapan a las apropiaciones del poder. La literatura puede ser la rebelión de lo vital que acontece mediante lenguaje. Puede localizarnos en ese “proyecto histórico de las cosas”, línea histórica opresiva que ha sido y es funcional al Estado-Capital, a la propiedad y al privilegio, o puede posicionarnos en “el proyecto histórico de los vínculos”, formas relacionales anárquicas construidas bajo éticas dinámicas de libertad y comunitarias que puedan detener la Guerra. Las aventuras de la China Iron sin dudas forma parte de este último proyecto, inscribiéndose en la literatura argentina del siglo XXI desde una narrativa que fusiona el goce y el deseo con una crítica irreverente y despatriarcalizante hacia uno de los textos canónicos de la tradición literaria. Referencias bibliográficas Borges, J. L. (2014). Ficciones. Buenos Aires: Debolsillo. Cabezón Cámara, G. (2017). Las aventuras de la China Iron. Buenos Aires: Literatura Random House. Hérnandez, J. (2005). Martín Fierro. Buenos Aires: Losada. Kohan, M. (2011a). “El amor”. Página 12. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161693-2011-02-04.html?fbclid=IwAR1OzSzfaIobMfy8PScafwm_dvsny4AdcQA3O5HXzlC5sg6ySgDc_WWLWw Kohan, M. (2011b). “El cuento por su autor”. Página 12. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/161693-51809-2011-02-04.html Lugones, L. (1992). “El telar de sus desdichas” y “La vuelta de Martín Fierro” en El payador y antología de poesía y prosa. Prólogo Jorge Luis Borges. Selección, notas y cronología, Guillermo Ara. Caracas, Biblioteca Ayacucho. Segato, R. (2018). Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires: Prometeo Libros. Rojas, R. (1960). “José Hernández, último payador” y “Valor estético del Martín Fierro” en Historia de la literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata. II, Los gauchescos. Buenos Aires: Guillermo Kraft.

  • Acerca de Sensibilidades en tiempos de hablas del capital / Verónica Scardamaglia

    Este ciclo conlleva pues una búsqueda también misteriosa en forma de escritura–pensamientos guiados por lo que pasa en los manicomios, relojes que adelantan. Escritura–pensamientos que, creo, en estos tiempos de peste encuentran mejores condiciones de recepción que cuando se accionaba esa búsqueda. Diez años de un recorrido materializado en Inconformidad. Arte política psicoanálisis (2010), sujeto fabulado I y II (2014), Estancias en común (2017), demasías, locuras normalidades (2018), que se sostiene y decanta en la pregunta ¿cómo se nombra lo vivo?. Rodeos, escritura y pensamientos que se ven mejor alojados en pandemia, dado que nos encontramos con muchas certezas resquebrajadas y con muchos cimientos en desmoronamiento, a lo que se agrega el recrudecimiento de las peores prácticas y formas irradiadas desde lo que se podría aglutinar bajo el nombre de “las derechas”: individualismos, desmentidas, odios (nombrados y precisados como transodio, gordofobia) y una gama cada vez más desplegada de desapariciones y violencias: patriarcales, estatales, económicas, institucionales, ambientales, que también se nombran como gatillo fácil, femicidios, travesticidios, ecocidio. Ciclo guiado por las acciones de detectar, interrumpir, sugerir, cuestionar: Detectar movimientos que escapan al encierro de las formas. Interrumpir usos automáticos de la idea de sujeto. Sugerir modos de estar en común que no se reduzcan a grupos, colectivos, comunidades, sociedades. Cuestionar visiones que pretenden normalizar intensidades. Podríamos decir, para hablar con el lenguaje de estos días que se trata de un Plan de prevención contra fijezas, automatismos, encierros, clasificaciones, posesivos, jerarquías, subordinaciones, verbo copulativo ser, hablas instituidas, nomenclaturas científicas, taxonomías, contra la lengua. Plan de prevención que conlleva un Plan de promoción de proliferaciones, matices, entonaciones, desclasificaciones, plurales que despabilan, contraseñas de sentido, caprichos, anhelos, vibraciones, desmantelamientos. En este sentido el trabajo en torno al nombre Sensibilidades pone de relieve que se trata de escribir – pensar (en definitiva vivir) de otro modo. Ese nombre sitúa cómo palabras/ memorias/ hablas gravitan (se atraen con/ influyen sobre /pesan sobre) afectividades/ percepciones/ morosidades. Advierte que “cuando se encuentran sacudidas por angustias, quedan flotando sin gravedad”. Sensibilidades nombra algo que no se sabe cómo llamar, algo sin resolución y que, del mismo modo, desbordan la ficción de individuo, la ficción del yo. Sensibilidades en tanto que sujetos gramaticales que personifican fuerzas que actúan, piensan, hacen rodeos, insisten, se retiran. Se advierte también que lo vivo/ lo viviente evita encierros de sujeto, persona, identidad, hombres, seres, humanidad. Que lo vivo implica “figuras con capacidad de hablar”. Que lo vivo se siente, se niega, se reprime, se anestesia. Lo vivo como un vivir, como un sentir, como un pensar. Todo plan convendría que incluyera alertas y precauciones. Aquí las podríamos pensar en relación con evitar asociaciones equivalentes y veloces con conceptos e ideas ya conocidas. Equivalencias que pueden estar cerca pero que probablemente no participan de este recorrido. Muchas ideas pueden resultar cercanas pero la invitación pasa por detenerse a situar ciertas precisiones. Las ideas de este plan ya vienen rodando tal vez desde tiempos de Heráclito, Spinoza y Nietzsche en adelante y, aunque pueda entrarse por atajos, desmalezando e inventando canales para navegarlas, conviene la precaución de demorarse en ellas y soportar la confusión y el misterio que a veces conllevan. Por ejemplo, referirse a un vivir, un sentir, un pensar no remite exactamente al sentipensar de Kusch o Galeano, si bien se bebe de aguas cercanas pero no de la misma manera. No se trata de new age ni de neohippismo mucho menos de autoayuda. El ritmo se mueve en otras tonalidades que pueden confundirse quizás con lo pesimista o nostálgico. O que pueden leerse vaciadas de conceptualizaciones por quedar peyorativamente reducidas a lo poético. Cada idea conlleva decisiones, precisiones, maceraciones varias. Como si se tratase de un movimiento del plegado. De plegado del plegado. Creo que muchas veces, escribir se trata de eso. No debiera existir plan sin considerar el suelo histórico político. Encontramos entonces el trabajo con las hablas del capital en tanto que “enunciaciones del presente dramatizadas en el sentido común”. Hablas del capital que, por supuesto, van con patriarcados, colonialismos, normalizaciones. “Capital (con mayúscula) como posición que actúa como poder superior” y capital en minúscula, porque busca potenciar hablas en tanto “fuerzas persuasivas y encantadoras de cada acto de enunciación (…) que perpetúan vidas esclavas”. Pero tal vez la minúscula como decisión casi insurgente que acentúa opresiones y se insolenta contra los poderes de las mayúsculas, ¿será por eso que se aclara que los Apartados del libro funcionan como lugares de paso y de fronteras abiertas? ¿Se tratará, también, de la reivindicación de un mundo sin fronteras? Quizás resulte necesario pensar estos guiños sólo por gusto de ver en esos pequeños gestos algo de insurgencia. Como se lee en Sensibilidades “gusto: súbito encaje entre una intención y una forma”. Un plan, se desea que también (y sobre todo) piense la vida. Este recorrido llevó/lleva a interrogar “modos de estar en la vida cristalizados en una lengua que habla sola” lo que implica preguntarse y tratar de practicar ¿cómo acontece la vida sin? (sin verbo copulativo ser, sin uso de posesivos, sin afincarse en identidades veneradas, sin fronteras genéricas, sin división de lo existente entre sujeto y objeto). Invita a pensar qué nos pasa con enunciados plurales, modos neutros o deliberadamente femeninos. Leemos “En cada instante vivido nos pasa la vida, en cada recuerdo anidan memorias de la civilización” Podríamos decir entonces que esta escritura – pensamiento, estos conceptos, muchas veces, funcionan para el lenguaje de las normalidades en general y de las aulas en particular como neologismos. Hablan raro, dicen. Y si. Lo raro que acontece en este recorrido se trata de que “no se pretende informar sobre elementos que componen el léxico de una lengua sino discutir la lengua misma”. Discusión que se da desde el “hermetismo de lo escueto” justito en tiempos de multimedios espectaculares. Y en ello otro gesto, hablar lo menos posible.

  • Cromatismos de soledades / Mariana Funez Díaz

    “Provocá”, escuché. Hemos estado provocando encuentros de tempo sonoro. ¿Encuentros? ¿Tempo? Sí. Sonoros. Y también roces trazados de infinitos e inabarcables silencios. Provocar desde sonoridades que intentan, en cada creación, dejar de perpetuar lo ya inventado. Sorprendernxs. Con-movernos. Tal vez de eso se trate… Abrir espacios escuchando lo que suena. “Es el sonido del acontecimiento, el que indica una dirección”, resuena en la memoria. He sido afectada por voces que no había escuchado… He dividido en fragmentos, lo que antes no existía… He tocado cuerdas para alojar un balanceo, la mirada en reflejo, cosquillas de la risa improvisada… He inventado cuerdas para alojar al dolor. ¿Una dirección? ¿Qué es una dirección? En tempos diferidos, provoco con la escucha que no detiene, no aplasta, no ahoga, no demanda. Una escucha que sostiene y perfora. Per-fora. Aire necesario por donde salir. Perforar la quietud, el terror a saberte a su lado. Perforar las palabras que avanzan como catástrofe, llevándose todo. Perforar las voces que se presentan ya dichas, habladas por otrxs. La musicalidad ha sido arrasada. Eso afecta al pensamiento que me habita. Insomnios que se desplazan como… No sé qué escribo. Hace tiempo que abandoné las lecturas, las hermosas lecturas que ya en mí, impulsan este decir. ¿En mí? No sé qué escribo… La musicalidad y sonoridad, me convocan. Convocada al sentir ese temblor, convocada al apoyar las manos sobre un piano de agua, convocada por cromatismos de soledades… Provocar. Provocarnos todo. Provocarnos sin títulos. Provocarnos, por los encierros que ejercemos día a día. Hace tanto, que además de doler, aburre… ¡Cómo aburre! Aburren…todxs aburren. Dejar de repetir lo ya agotado, dejar de alejarnos en nombre de profesiones, posgrados, doctorados y tantas otras cosas. ¡Dejar de patologizar! La vida patológica…Me aburre todo eso. Provocar. Quiero provocar. Invito a provocar. Invito a que desarmemos todo y nos atrevamos a inventar, invenciones provisorias, nunca fijas. Saber que, como al improvisar con sonidos, en tempo presente sonarán multiplicidades mezcladas, que luego, expandidas, desaparecerán. ¿Se atreven a desaparecer de sus cómodos conceptos? ¿Sus cómodas recetas? ¿Diagnósticos? ¿Sus “aleteos” de cómodas palabras? He jugado con las infancias, creando tempos de encuentros sonoros, en medio de derrumbes. Inmensos derrumbes. Escucho musicalidades, aún allí. Escucho sonoridades, aún allí. Escucho invenciones. Musicalidad: constituida por los modos y cualidades de los elementos del encuentro: ritmo, tempo, intensidad, duración, entonación, alternancia de escucha y expresividad. Sonoridad: materia compleja que nos inventa, mientras la creamos y escuchamos, en el encuentro con otrxs. (Los conceptos de Musicalidad y Sonoridad, han sido desarrollados por Alejandra Giacobone y Luciana Licastro, ambas Musicoterapeutas, dedicadas a la clínica de primera infancia y niñez). BIBLIOGRAFÍA BANFI, C. (2015). “Musicoterapia, Acciones de un pensar estético”. Ed. Lugar: Buenos Aires CASAL PASSION, V. (2019). “De música a la ligera: el arte privilegiado, derechos humanos y prácticas iatrogénicas”. Revista El Sigma. Buenos Aires. GIACOBONE, A.; LICASTRO, L. (2015). “La Intersonoridad en la Infancia”, Cap.7, Cuarta Parte, en Musicoterapia en la Infancia Tomo 1. Ed. Diseño: Buenos Aires. GIACOBONE, A: “La Intersonoridad en el vínculo temprano”. 9° Congreso Argentino de Lactancia Materna. (2018). Sociedad Argentina de Pediatría. GIACOBONE, A. (2019) EL DERECHO DE HACERSE ESCUCHAR DESDE TEMPRANO Musicalidad primordial, motivo y emancipación, Cap. 5, en Escuchar las infancias. Alojar singularidades y restituir derechos en tiempos de arrasamientos subjetivos.COMPILADOR Miguel Ángel TolloEd. Noveduc. Perea. X. & Paterlini. G. (comp) (2008) A voces. Intertextos en Musicoterapia. Buenos Aires: Editorial de la Universidad Abierta Interamericana. Esmeralda Kosmatopoulos, write/read - speak/listen - HUMAINE, 2016

  • Peste y justicia / Vicente Zito Lema

    Ah, la justicia... hoy se viste de peste con su malicia de siempre Ah, la justicia... Esa sombra tambaleante de la muerte Esa denuncia a gritos de los muertos sin justicia sus ojos abiertos... Antaño se decía: "La justicia es la ley sin pasiones" Nosotros hoy y aquí sabemos / sin gloria / desnudos que al amparo de la justicia / en su santo nombre hemos padecido el horror sin fín de la noche de cenizas Cuando secuestraron a los vivos y profanaron el cuerpo de los muertos... Hemos visto / nuestras almas dan fe que la ley / la justicia / el poder que las engendra y mueve fue un martillo contra el cristal de la verdad Fue arena de oro en el mar privado de la riqueza Fue agua para lavar sus manos (cortarlas no se puede) De sus robos con historia / corrupciones / usuras / De sus pestes negras o amarillas que no se redimen - ni siquiera los dioses pueden - igual que el crimen de la pobreza. Setiembre del 2020

  • Manifiesto contra una clínica jurisprudente / Mariano Tejo Arroyo

    Usted, que se siente parte de la cofradía del mundillo psi. Que durante el trabajo cotidiano se limita a complacer y ejecutar la doctrina de las etiquetas y prontuarios que fabrican historias clínicas e informes. Usted, que sí estudió, pero quizás sin saberlo lo habita una vocación represora y cada vez que puede (y se lo permiten) esparce violencias por doquier. Usted, que ama el ejercicio inquisitorial y oficinesco de la profesión, que practica el marcaje de la otredad que lo asusta, que ve fantasmas por todos lados. A usted, ahora, algunas voces irreverentes que ensayan prácticas psi quisieran decirle algo y le pedimos, desde la irreverencia, que escuche: 1) Estas voces se pronuncian en contra de una clínica jurisprudente. La misma que usted ejerce con pasión ignorante. Esa clínica que sentencia antes de escuchar, que afirma antes de conocer, que repudia antes de entender, que se pronuncia siempre ante todo, incluso cuando nadie le pidió opinión. Trate de llamarse a silencio, un poco más seguido. No lo tome como una orden, es más bien una sugerencia. 2) Estas voces cuestionan su clínica policial , que realiza fichajes psicopatológicos, por lo psicopatológico mismo, balbuceando diagnósticos con intención de dictar sentencias inapelables. La misma que muchas veces cree ver en algunos usuarios-pacientes-consultantes-derivados, o como usted prefiera llamarlos, a portadores de estigmas de marginalidad y, al mismo tiempo, al ladrón de billeteras que le robó a usted el otro día. Usted no está ahí para juzgar. Tenga al menos la dignidad de tratar de comprender algo de lo que pasa frente a su mirada severa. Y si no comprende, no pasa nada, por lo menos por un rato. Ya se dijo que apurarse a comprender también es un peligro, y es justamente lo que hace usted, en más de una oportunidad. 3) Estas voces quisieran no verse contaminadas por su clínica de la moral, con sus principios y valores, con sus prejuicios y ortodoxias, con esa escolástica que tanto gusta de alejarse de cualquier pensamiento crítico. Deje un ratito la moralina solemne. Ese ejercicio monacal de la palabra. Pruebe con un ejercicio de ética, pensante y sensible. Practique suavizar las voces religiosas que hablan en su ejercicio profesional. No hay pecadores. No hay pecados. Usted tampoco está para juzgar supuestas “caídas” o degradaciones del espíritu y menos, para perseguirlas con su hacer o decir. 4) Por último, y por ahora, estas voces irreverentes quisieran entrar en beligerancia contra su clínica pedagógica, ese aburrido y reiterado intento de hacernos parte de sus instituciones formativas aleccionadoras. Esos centros de acumulación de poder y jerarquías, que sirven para tener algún “carguito” o marcar tarjeta en los foros especializados con membresía. No, no queremos más instituciones. Igual sabemos de lo imposible de no estar en ellas. Pero no queremos nuevas. No de ese tipo. Y menos sentir la amenaza de la excomunión, por obrar en desacato. Queremos la apostasía de su credo psi. Usted no está para sermonear, y estas voces, no están para dejarse bendecir. Estas son algunas de las cosas que queríamos decirle. Quizás algunas ya las sabe, otras las niegue o intente negarlas, en su recorrido zombie normalizador. No pretendemos heroísmo, ni nos relamemos en la crítica simplista. Intentamos ocupar un lugar entre las voces que se escuchan habitualmente. Un pedacito de espacio en el atroz silencio de las conversaciones vacías. Esto va para usted. Muchas gracias por escuchar, o leer, según.

  • La palabra mientras / Helga Fernández, Victoria Larrosa, Macarena Trigo

    Comienza otra semana. Me obligo a mirar la agenda para entender. Un mes desde mi último regreso. Ese puñado de días parece ser suficiente para ceder a la costumbre. Ya incorporamos el silencio que irrumpió como una novedad, las sesiones online, las nuevas claves y contraseñas, las rutinas mínimas. Ya localizamos el mejor horario para algunas cosas y comenzamos a aceptar que esto dure indefinidamente aunque no podamos imaginarlo ni entenderlo. Ya entendí que saber, esta vez, no aliviará gran cosa. Cuánto puede prolongarse un MIENTRAS. Siguen celebrándose cumpleaños y llegan nuevas criaturas a este mundo. Ante cada foto de madre con bebé en brazos me espeluzno. No puedo concebir esa instancia, esa situación ya de por sí insólita, salvaje, desmedida, en estas coordenadas. Qué será de esos bebés, en qué adultos singulares se convertirán viviendo sus primeros meses auspiciados por un miedo celular que desconoce su mañana. ¿Tienen tiempo esos bebés? ¿Lo tenemos nosotros? Atiendo los mensajes más absurdos. Defendemos nuestro limitado quehacer con la torpeza que genera lo urgente. Lo urgente fue ayer y no estábamos preparados. No hubo silencio, ni tiempo para celebrar la pérdida de cuanto ya no está. O sí, sigue afuera pero inalcanzable. Inhabilitado. También los otros. Familiares, amigos, alumnos, amantes. Son, pero no están. Desconocemos cuándo o cómo volveremos a encontrarnos. Evitamos pensarlos porque si abrimos esa puerta no hay modo de salir. Evitamos pensar, sentir, observar demasiado fijo cualquier cosa. Seguimos. Duermo de día, vivo de noche. Siempre fue así. Hoy más. Cuando baja el sol llega la alegría, me despabilo, salgo a la vida. Se acerca la media noche y sufro de lucidez. Me atenaza un horror que no pasa, se lleva adentro. Aguanto todo lo que un cuerpo puede, y con las últimas fuerzas que quedan me pongo a escribir, me arranco cachos adherido. Otras veces sale solo y se expande sin locación ni mesura. Sé que lo único que me va a dejar descansar es que esto se diga. Animalitos domésticos. Enjaulados desde antes, desde siempre, desde que nació la humanidad. Bichos que a veces tiritan vida pero otras se apapachan en el miedo. Porque el miedo cobija, no te creas, eh, el miedo te depende de cualquier cosa, es capaz de atarte dulcemente a la mierda más grande. Y mientras permanecemos encerrados, cuidando y cuidándonos y bla bla bla, otros, los que se quieren comer el mundo a como dé lugar, siguen jugando a los poderosos. Quisiera tener la mitad de la decisión que los acompaña. Quisiera escribir oraciones que acierten como aguijón de abeja reina, pero con esta saña de hojita en blanco no llego ni a la esquina. Quisiera escribir con la meticulosidad de un degollador serial. Quisiera cambiar esta nada que nos muere por una venganza que nos viva. Cada tanto llega una lucidez y se instala. Si no la anoto, desaparecerá. Las uso, las dejo caer, las suelto en una charla, las mando al frente en un versito, en otro párrafo efímero que. § La gente con la que no te comunicaste en la pandemia, ya está muerta. § No solo no hay estructura, tampoco hay límite, cómo no enloquecer. § Hay que lograr que el remedio no sea peor que la enfermedad. Rumio esa luz y espero una diferencia, una señal, un operativo. Fantaseo con salir de acá con algo nuevo entre ceja y ceja. Una decisión. Eso quiero. La decisión que implique un cambio, un hasta acá, un ya entendí. Usaré el resto de mis días de otro modo, este. Pero no. Por ahora nada. Por ahora repito que estoy bien. Estoy bien. Me salvan la disciplina monacal y que no extraño a nadie, escribí ayer. Mentí. Extraño a los de siempre. No puedo culpar a la pandemia por todo. Siempre echo de menos a quien nunca estuvo y lo que no fue. En la incógnita de esa ausencia descansa la posibilidad de un camino distinto. No necesariamente mejor. Otro. Hace un mes aterrizaba en Madrid, bajaba del avión y tomaba un tren a Oviedo. Hace un mes cruzaba el mapa sin idea y con todo el deseo del que soy capaz encima. Hace un mes era la misma y otra. Caminaba sin saberlo hacia esta despedida. Hoy el día se pasó volando y el canario que ahora soy llegó apenas a cumplir su rutina de jaulita disponible. Eso ya significa demasiado. Significa que aunque nada esté bien, todo es posible. Que la costumbre se hace sola, sin permiso. Significa que verdaderamente podemos cualquier cosa. Significa que la vida, caprichosa y testaruda, se prende a cualquier tierrita, también a la que un día nos va a sepultar. Cada palabra se hace escuchar en su indómita materia. La palabra mientras es una ninja, quiere no matar y quiere no morir, corre antes de semejantes opciones. La criatura se muestra rehén indócil, más bien rehén loca. Hace movimientos incalculados y no entendemos si es o se hace. Mientras tanto suena de otra manera porque es otra cosa. Al fin no podemos esperar de ella ninguna calma. Mientras no quiere ser más ese pedacito de mundo donde la espera se siente a salvo hasta que todo pase. Todo está pasando y eso no nos aloja en esperanza. Al fin utopía y distopía como formas huecas, funerarias, caen por su agobio. Mientras es entre que no espera que pase lo peor. Mientras es tiempo espeso de mutación de eso que llamamos Mundo. El naufragio nos agarró en casa a quienes tenemos una y a la intemperie a los que llamamos encima Refugiados. Mientras no quiere ser una manera de ser símil. Símil clases, símil sesiones, símil cuero. Mientras loca se ríe del símil, está loca de simulacros, las copias tan denigradas del platonismo invaden en pedacitos esquirlas de lo que ya no y aún tampoco. No entiendo de qué hablan mis colegas ni lo que escriben ni lo que repiten. Ya me pasaba antes. No puedo culpar de todo a la pandemia. Mi hijo me pregunta si los dientes también se los tiene que lavar con agua y jabón cantando el feliz cumpleaños a Alberto. Mientras ¿puede ser una afección, nueva y atávica? Los sentimientos hacen las coreos de los 80, mientras juega a la nostalgia con la caja de fotos, aquella vez que la felicidad se envalentonó, los gestos que sabemos que nos filian querramos o no. Nos encantaba pensar que la libertad era decidir. Nos encantó desencantar al pulso de su disparate. Hoy quiero una causa. Una. Una mínima para atar la nave loca que me nombra en un Mi VIda. No hay en casa, no tengo, ya ordené los cajones y traté de armar una casa porque con el mundo apestado en la cocina, en los cuartos, en la repisita, la casa se fue. A la vez mientras conserva su matiz de simultaneidad. Pobre, creo que nos quiere hacer una gauchada. ¿O nos pone de nuevo en tantas a la vez porque el sistema se cayó pero habla desde el piso? ¿O pobres nosotros? Mientras tanto me ahoga el igual y me tira una mini jangada lo sin precedentes. No es de cero, jamás. Es de nuevo. Mezclamos cualquiera con cualquiera y de tanto lo llamamos coherencia o relación o buen gusto o persona. Rendirse no es darse por perdido, que no estaría mal. Es bancar la inmensa responsabilidad de garpar el vidrio de los pelotazos que no dimos, salir de la moralidad de la guerrita, de las ideas férreas. ¡Por favor! ¿Qué sabemos del MUNDO? Sabemos que estamos adentro y que el afuera teje en casa un crochet ya no a partir de un vacío central sino con pedacitos de amores, pedacitos de dolor, pedacitos de inaudibles, un poco de vino, los hijos que no queremos ser, los que nos nombran en un sinfín de disparate, los amigos que están tan cerca que da terror verles la angustia resolver a como venga, los amores que pelan versiones acústicas y eso suena más mientras que nada. La causa no la encontré, ya dije, ahora replicas de efectos de efectos de efectos y hay que ser muy boludos para seguir hablando de Textos/contextos, Formas/contenidos. Perdón, ¿dónde se consiguieron esas percepciones? Origami, pliegues y el papel hecho un bollo. Mismo calcio en el fémur que te quebraste y en polvo de estrellas. ¿Nos autopercibimos qué? Por favor, lo único que le pido al bicho es que no nos lleve de vuelta a ANTES. Qué inventar para que el mientras nos mientra. Leo y escribo y escucho como si de estos verbos dependiera el futuro de la humanidad. Si alguien me hubiera elegido un castigo sería éste. No quiere ser indolente y pensar en mí y escribir de mí y llorar de mí pero también soy un mi, chiquito, gastado. Lo que queda de mí sigue llorando o más bien aullando porque esto no se parece a llorar se parece a aullar mudo aullar sordo aullar a tientas aullar a tontas y a locas. Aullar porque no hay siquiera una palabra una mísera sílaba un puto fonema que dé sentido a la pesadilla colectiva. Debería inventarse el término pesadilla colectiva porque esto no cabe en delirio colectivo ni en alucinación colectiva. Esto no cabe en nada. No sé, no sé estar mucho en un lugar. Me gusta la calle, los paisajes que pasan y no se detienen. Lo cotidiano es un sueño letárgico del que no me puedo despertar, me digo despertaté y está pero no, no hay forma. A veces escucho ruidos que vienen de afuera, pienso que son tiros de 22, pin, pin, pin, imagino que por fin uno se animó a salir y que en cuestión de segundos saldrán los otros desde sus balcones a terminar con esta historia. No es una escena de miedo. Es una escena de salvación. Esto se está pareciendo cada vez más a una parodia de escena. Un telón rasgado. El público lejos. La tramoya averiada y los actores y actrices manchados de rimel, sobreactuando con la desesperación de la ausencia. Llamémonos a la dignidad: escribamos cartas. Tanto desparpajo tanto clon, tanto in vitro, tan todo supersónico para que un bichito nos tenga al tiro. Ni alienígenas ni tercera guerra mundial ni meteorito ni terremotos ni tsunamis, implosión por detentar opulencia. Porque el bicho existe y mata pero nos creíamos infalibles de otra muerte que la natural. Intento dormir. Cierro los ojos. Me siento en la casa en la que viví hasta los 13 años. El miedo me lleva ahí o a lo mejor nunca salí. Palabras puerta del tiempo. Pandemia, amenaza. Amenaza, peligro. Peligro, miedo. Miedo, bomba. Bomba, abajo de la cama. Abajo de la cama, terror. Terror, objeto no localizado. Objeto no localizado, necesidad de precisión. Era una casa de barrio, larga y finita, tipo chorizo. Un chorizo que atravesaba la manzana. El jardín, el punto débil de la seguridad, estaba separado del vivero del barrio por una medianera. Los canteros, demarcados con palitos pintados de rojo y blanco, guardaban una distancia exacta entre sí. Sólo estaba permitido caminar por los pasillos, no se podía pisar por nada del mundo el pasto. Justo en el centro, se erguía un farol. Su luz nunca alcanzó a iluminar la oscuridad de algunas noches. Mi lugar favorito era el cuartito al que iban a parar la ropa vieja y los libros que traían los muchachos de la custodia. Él decía que había que leerlos para conocer la ideología de los otros y también los argumentos con los que convencían a los pibes. El perímetro de la casa estaba rodeado con una alarma. Minutos después de que se activaba retumbaban las corridas justo arriba de mi cabeza. El techo de mi habitación era el piso de la terraza en la que de día buscaba pasos para mi canción favorita de la negra Coco de Fama pero a la noche se convertía en una torre de tiro y vigilancia. Pegado al living, abajo de una escalera, estaba La Baticueva, ahí paraban los que cuidaban la casa y de nosotros cuando salíamos a la calle. En la pared más grande del comedor colgaba el retrato de un hombre de bigotes finos, ceño fruncido, venas marcadas en la sien, nariz aguileña y una ceja más alta que la otra. Te sentaras donde te sentaras, no te sacaba los ojos de encima. Lo peor no era su foto. Cuando estaba en la casa no se podía hacer ruido, un paso en falso podía ser la excusa que desatara su furia. En otra pared colgaba un escudo atravesado por dos espadas, una vez escuché que había sido de una de las familias de las casas reventadas. Él, cuando alguien preguntaba de dónde había salido, respondía que era una heráldica de familia. Cada vez que lo veía no podía dejar de pensar: ¿De quién habrá sido? En la pared izquierda, adentro de una vitrina rectangular de madera y vidrio, se exhibía una bazuca. Era un regalo de un General para Él, el hombre del retrato, mi abuelo. Él nos entrenaba. Tenés que cerrar un ojo y dejar el otro abierto, enmarcar en el centro de la V el blanco, respirar hondo, contener el aliento y disparar, explicaba. Las clases eran impartidas con un rifle de aire comprimido que había sido de Él cuando era chico y después de mi papá. Un legado de familia. Párense derechitos, en posición de atención. Los talones juntos y los pies separados, formando un ángulo de 45 grados. Erguidos, mirando hacia el frente. Las manos con el puño cerrado, repetía. Después gritaba: Mar. Mar no era el mar de Mar del Plata. Mar era la orden de marche, el comando de ejecución. Inmediatamente había que iniciar el paso con el pie izquierdo. Formábamos una fila de dos. Mi hermano marchaba adelante, yo atrás. Alinear. Atención. Abran filas, MAR. Cierren filas, MAR. Alinear a la derecha, alinear. Atención, DE FRENTE. Descansen. De frente, MAR. Compañía. Cada tanto cambiábamos la cadencia de la marcha. Habíamos ideado un código secreto. Cuando, aprovechando el desplazamiento de los brazos uno le rozaba al otro la espalda con un dedo, marchábamos al ritmo de Suena tremendo. Si nos tocábamos con dos, marchábamos al ritmo de Yo no quiero volverme tan loco. Y si nos tocábamos con tres dedos lo hacíamos al ritmo de Alicia en el país. Él gritaba: ¿Me están cargando? Vamos, afirmen el paso. Así no infunden respeto. ¿Respeto a quién?, le pregunté un día. A los enemigos, contestó. El horror no pasa, se despierta cada vez que llega otro. Eso de la guerra contra un enemigo invisible… Eso de la guerra contra un enemigo invisible, no va. El enemigo es otra cosa, reminiscencia de otras heridas. Entro al pánico de a segundos y salgo en alguna carcajada. Alguien me dice: si te infectas te llevan a Tecnópolis. Pienso en el dinosaurio que dejaron. Me río. Y lloro también, en ese llanto nuevo que es como una especie de casa de un cuerpo al que no llegue. Estamos tan podridos de los diarios íntimos. Pero ¿por qué? ¿Por eso de decirle querido a un diario? ¿Por el ideal de escribirlo todos los días? Justo antes de quedar adentro estaba por viajar a Rosario a tomar un seminario con una psicoanalista francesa. Ella es escaladora. Y tiene cerca de ochenta años. Avisaron que no, que no vendría por el tema del coronavirus. Pensé que qué pena, que me perdería del río y de esos días de amigos y no habitualidad que le robo al cotidiano. Me pido unos días. Me pido, me doy. ¿Cuándo empezó lampandemia? No había entendido cuando me enteré que se suspendía Ahora tampoco pero en aquellas semanas, menos. Tantos pliegues. Tantas capas. Un mismo tejido. Es alucinante. Hasta pensé: todo lo que estará escribiendo Davoine. ¿Lo leerá también como una guerra? Ella cree que todo loco es un loco de la guerra. Un cuerpo ocupado por esquirlas desanudadas de un lazo que la guerra rompe. Que los locos hacen la quijotada de intentar reparar tejido de mundo, que el trauma no es propiedad privada de nadie sino herida de mundo que acampa en un quién que delira la historia y en una escucha posible el lazo hará texto que acaricie y acoja. Una genialidad clínica, política, estética. Como sea, hoy pensé qué tal vez tenga que ser así por mucho tiempo, el trabajo en casa, la repetición de los gestos. La casa tendrá que inventarse. Extraño mi casa. Estar en casa incluía llegar y salir. Los amigos los amores los desconocidos. Qué disparate. Corté una remera blanca. Espero los barbijos que encargué recomendados de una amiga. Los encargué en una página que se llama De niña a mujer. En mi mini mí puedo decir que la llegada de la pandemia es contemporánea a la llegada de un amor, esta casa sin mundo y mundo sin tanto, en esta casa edmodo, casa trabajo, casa cuna. El azar. Hay una agrimensura. Un trazado de mapa. Una topología. Otra vez marcando la cancha con el pie. La ola volverá. Todavía no estamos tan post para creer en un mundo mejor. Amé a Britney con sus declaraciones marxistas. Pero nuestra coreo está lejos de que la injusticia aplique como problema. En aguas tan claras no nadan peces. Odio los refranes. Son la lacra de la razón. El goce del acierto. ¿Qué es esa forma de afirmar lo que construimos como si fuera verdad? ¿Qué es una imagen transportada? Mi hijo menor dice que disculpas, que el domingo estuvo imbancable porque la pandemia nos está dejando en una desvanguardia. Todo se parece en parte a algo. Se parece un poco a hambre, a sueño, a dolor. Pero no es lo mismo. Como la comida de los aviones que parece pero no, como el alivio del desamor. Se trata de un bicho en definitiva. ¿Qué diferencia hay entre llorar y reír en masa en el consumo de bienes culturales, cuerpos hechos vuelta y vuelta, y las emociones que despiertan las imágenes de los delfines en Venecia? Ninguna creo. Pero la de los monos saqueadores en Tailandia me mató de otra muerte, creo. Ya me había pasado algo parecido con las imágenes de los jabalíes o chanchos en los sillones y viendo la tele. En las casas llenas de radioactividad en Fukushima. Estaban los tipos tomando cerveza y viendo el partido! Y no es fácil matarlos por el tema que ellos mismos también estaban radioactivos y radiactivos por sagrados. ¿Qué habrá pasado con ellos? ¿Y con las mutilaciones? ¿Con los rugbiers? ¿Con la nueva vida de los príncipes que escaparon a no sé dónde? Él sale a trabajar y me enojo, no quiero que se vaya, no me importa que salga a salvar vidas o que lo aplaudan a las nueve cada noche. Quiero que se quede en casa, que cocine sus delicias, que se reía de mí, que juegue con nuestro hijo como si tuvieran cinco. Deseo que sufra de arrebato vocacional de cualquier cosa o que su vida toda para el frenchi esta vez prefiera sentarse a verla pasar. Pero dice que si eligiera quedarse elegiría lo que no es y que entonces me enojaría todavía más con él. Materia anquilosada, eso somos -si es que somos algo-. Es asombroso el estruendo seco, como una especie de réplica. Las placas se deben estar moviendo desde siempre. En un intervalo se sedimenta una versión equivalencial: vida símil acción símil movimiento percibido implica mirada como percepción privilegiada. Los ojos no se tapan. Es raro pensar en los ojos como vacío. Las orejas más parecidas a un hueco laberinto con los obreros de la construcción ahí, dale que te dale martillo yunque rebenque. En cambio: llanto pánico dolor símil no vida no pulsación, no agarre, defensa baja. Peligroso para sí y para terceros. Quiero creer que puedo ponerme en el lugar de otro. La escucha, la lectura, la escritura, el teatro, el arte todo no son otra cosa que un entrar y salir de otra forma del ser. Quiero creer que llegamos hasta acá pese a nosotros mismos, empujados, abrazados por los otros. Esos que nos odian y aman sin darse mucha cuenta de que más o menos es lo mismo. No sé si ese pensarse en zapato ajeno es una estupidez del intelecto o si es realmente posible empatizar desde un lugar útil, es decir, un lugar donde la (con)moción genere un cambio. Cuando el cuerpo se mueve la emoción se mueve. Duele la restricción del espacio y el movimiento. La quietud paraliza. Alguien debería decir que también es al revés, que tanto dolor petrifica, que vamos deviniendo mueca. En mi barrio cada tanto uno sale por la ventana a gritar. Nadie se asusta, quién no sabe que a veces un grito es lo único que hacer. Primero fue el grito, (el final también). Quién sabe qué y cuánto nos estamos negando en este instante en el que tantos, los que aún podemos, insistimos en que estamos bien. Porque sí, lo estamos. No nos duele nada. No hay síntomas. Aún. ¿Nos duelen los demás? Quiero creer que sí. La ausencia es una forma ingobernable de los cuerpos. Nadie está más que ese que no llega nunca, ese que falta, quien se hace desear. A veces el ausente ni siquiera sospecha de su condición de ausente porque se desconoce omnipresente para alguien, necesario. A veces eso tiene que ver con el amor. Otras con el odio. Son tan la misma cosa que. Ahora estamos solos. Ausentes. Faltamos en lugares donde supimos ser precisos, necesarios, felices. No sabemos cuándo volveremos, para qué. Quizá terminemos descubriendo que no queremos regresar ahí, que ya no pertenecemos a todos esos espacios que antes daban sentido. No termino de saber si esa posibilidad me disgusta. Nunca es fácil ser una, así que quién sabe por qué creemos que podemos o necesitamos ser alguien más, ser otros, ser distintos. Ya tuvimos más vidas de las que podemos considerar ciertas, ya nos olvidamos de lo que entonces parecía indiscutible, cierto, eterno. Tantas veces creí que no iba a poder seguir respirando sin. Se sigue. El cuerpo es un artefacto complejísimo, un lugar donde vivimos y del que sabemos nada o poquísimo. No sé cómo funciona mi cuerpo. Una abstracción general de nena de primaria manejo sobre el tema. En estos días agradezco mi infinita ignorancia, mi analfabetismo funcional sobre todas las cosas que en este momento importan y están rotas. No sé. Y no quiero saber. Porque cuánto más me explican lo que pasa, lo que viene, lo que se ha perdido, menos entiendo para qué nos esforzamos tanto en mantener la calma, la vida. ¿No será que también hay que redefinir la vida? ¿No será que la vida nunca fue lo mismo para todos y ahora tampoco? ¿Quedarse así, en este estar perplejo será la vida de acá en más? ¿O solo es vida hacia? ¿Mientras? No podemos elegir apenas nada de la vida. ¿Y de la muerte? Tampoco. Menos todavía. Esa es otra pared contra la que me rompo la cabeza seguido. Quiero elegir mi muerte. Entenderla. Organizarla. No romper las pelotas con los documentos, la casa que otros vaciarán y etc. Quiero hacerme cargo de mi cuerpo mientras sea mío. Ir caminando a algún sitio donde me reciban bien, me den una buena cena, un gran vino, una cama limpia y quizá una última película para conciliar el último sueño. Y que eso sea todo. Que después me abran como a una caja de herramientas, aprovechen lo que sirva, incineren el resto y no quede nada. No me parece ningún disparate. Creo que es lo mínimo que debería garantizar el Estado. Una salida digna de una vida de mierda. Entro al tejido y veo las letras escribirse en vivo. Mueren, viven, van, agregan, sacan avanzan, retroceden y me emboca lo de la película final. Me siento una espía. Me voy. Lloré por primera vez en el baño. Del boliche que también pasa en mi casa, en mi casa de exilio en mi país. El secarropas hace un ruido que ilusiona con que algo está andando. Vuelvo al mar. Leo la muerte. Pienso mi deseo. Yo preferiría que no tenga previa. Que me encuentre cualquiera menos mis hijos. Que sea sin darme cuenta. No quiero saber nada de su llegada y también que se lleven lo que sirva, obvio. Hice lo mismo en cuanto pude. Eso de la guerra no va, tan demasiado humanos y tanto zombiland. Matar y rematar. El tema de las escalas: una mesura que no tenga unidad de medida. ¿Cómo es un conjunto sin universal? ¿Eso existe matemáticamente hablando? X el tema de la unidad de medida: toda escala está sobre el cuerpo promedio, el peso de una taza, la altura de una ventana, las palabras que dañan, una sospecha, todo. Ahora bien: si el cuerpo está sin…medida mientras no tiene unidad y sin embargo debe existir. Una vez en no sé qué lugar, un cura se subió a un globo aerostático y nunca más se supo de él. Voy a buscar que pasó. Cómo sea a veces me parece que todo es una gran mentira, ni creo en nada de este plan. Fue en Brasil. Ya encontraron eso del cuerpo. Atado a globos de cumpleaños. La verdad es que lo entiendo. Un remolcador ha encontrado en alta mar el cuerpo del sacerdote católico brasileño que desapareció el pasado mes de abril cuando trataba de batir un récord de vuelo con globos de fiesta, según ha anunciado este viernes la petrolera estatal de Brasil, Petrobras. Lo anuncia Petrobras. Cualquier cosa con cualquier cosa. Vida Frankenstein. Anda, así funciona. Los números ya fueron, las cifras. La pandemia se dice de muchas maneras. Ahora la imagen: fosas comunes en Nueva York. Yo no las vi pero igual, ella me insuflaron ya su ruido de mundo infecto y estoy también hecha de eso. Y el horror. Una fosa común en Nueva York. Nos da pánico. ¿Eso es una imagen acústica o qué? Los ideales, de la revolución a la idea al afecto a las prácticas y de ahí y de una y de un plumazo a casa queriendo haber ya estado contagiada y testeada para salir corriendo a hacer no sé qué. Este afuera ya fue. Las ventanas las abro, lo que no está andando es un afuera aunque estamos desaforados. Desaforados adentro. Nuestro veneno. Tanto joder con el mundo interior. Idiotas. Al final terminemos con que el enemigo invisible es el bicho. Es un todos contra todos/as/es, de repente somos sospechosos de ya no portación de rostro. Portación de bicho y nos cuidamos en distancia. Es raro cuando todo cierra. La paranoia de fiesta. Razones a lo loco. Se dice se estarían avistando flotillas de ovnis a lo loco. Otros aclaran que es una nueva tecnología que usa Trump en alianza con los Illuminati, dueños del espacio. Perdón que sea una aguafiestas, pero Trump no es dueño ni de su cabeza. El sueño de la razón genera alienígenas. Tanto. En el súper el reflejo de una mujer en el acero inoxidable de arriba de los panificados. Soy yo! Acá! Me espanto. Tapiada. Tapa boca confinamiento aislamiento…la paleta semiótica. Tanto amor por las perfo, hoy muero por una metáfora que represente algo…el rizoma trae lo mejor y lo peor, llegamos a la parte de Y lo peor. A veces pienso que estamos viviendo en un Gran Gran Hermano: ¿cómo reaccionamos ante el miedo?, ¿cómo convivimos con otros y con nosotros mismos encerrados?, ¿cuánto tiempo aguantamos sin salir a la calle y sin tocar a los seres queridos?, ¿qué cambios somos capaces de hacer sin unirnos cuerpo a cuerpo?, ¿en qué medida podemos mutar?, ¿qué clase de dolor es el mundo?, ¿en qué momento saldremos a matar a los que nos revientan? Nos miramos mirar las ruinas y seguimos sin poder creerlo. Mientras desde el Estado un sexólogo sugiere tener sexo a través de aplicaciones virtuales, dice que una vez que se llevó a cabo la masturbación hay que lavarse las manos y desinfectar los juguetes sexuales. Si queremos coger cojamos como se pueda y como nos venga en ganas, pero nunca jamás renunciemos a coger a pelo. A veces imagino que se inició un proceso de transformación: los seres humanos debemos mutar a cyborg; conectarnos a la interfase digital; olvidar rápido, sin duelo ni objeción, el compromiso de los cuerpos, y, mancomunarnos con el sistema nervioso digital o, como dice, Bill Gate, con la linfa vital. Hay un llamado a la inmaterialización, a desaparecer en la inteligencia conectiva, a semiotizarnos al algoritmo. Crece el número de cajas de Ritalin, Prozac, Zoloft. Crecen la disociación, el sufrimiento, la desesperación. Mientras estamos ocupados en sobrevivir quieren insertarnos el ciberpanóptico en la carne. El discurso amo es un ventrílocuo, con un ejército de marionetas. Hay que amar lo que no anda, lo que descarrila. Hay que amar lo indómito. Hay que amar el síntoma. Hay que amar a los inadaptados, a los marginales, a los incomprendidos. Hay que amar a los sobrevivientes. Hay que amar a los hijos de la noche, ellos hacen la diferencia. Cómo ser otra, cómo ser alguien más, sin dar todas esas vueltas. Ahora que los cuerpos son incómodos y hay que alejarlos, esterilizarlos, protegerlos, ahora nos venimos a dar cuenta de para qué servían. Me río mientras vuelvo a prometerme viajar más y pienso en mi soledad inabarcable de la última década. En mi fobia a recibir en casa, en mi ausencia de deseo físico, en cómo eso se convirtió en una sublimación poderosa que se hace poema, obra, clase… Recuerdo que un cantaor flamenco católico, creyente, no cogía para no perder fuerza en la voz. Dicen que a los deportistas de élite tampoco les conviene descargarse en la previa. Qué misteriosa la abstinencia y nuestro poco control sobre esta jaula de la que nos pensamos dueños. No escribí la lista de lo que me prometo para después. Todavía no creo en el después. Hoy leí en portugués un texto que encontré como un regalo, me hizo entender lo que ya sabía por tracción a sangre. La tierra en la que vivimos no es centro del universo. No descendemos de un dios que nos hizo a imagen semejanza, antes del antes fuimos monos. Ese invento loco y necesario llamado yo no es dueño en su propia casa. Y como si no bastara con tanta herida al narcisismo, el virus nos enrostra que no somos Uno, que nuestro cuerpo está hecho de varias formas de vida, que somos el Mercado chino en Wuhan donde nació el covid. La idea del Uno, un recipiente que ya no cierra con el que jugamos a contener los fragmentos de una inmensidad que se dispersa por todos lados. El cuerpo aparece o se sustrae, se camufla, encuentra sus dobles de riesgo. Cuerpo y razón jamás serán Uno. Lamento por la ilusión esa de unir cuerpo y mente. La mente es mente y demente, razón instrumental y prepara territorio con lógica del sistema de producción: consumo productividad distribución y a cada quien lo suyo. Con razón aceptamos entendemos acordamos o no. Me alivia tanto cuando adviene una semiótica del cuerpo a frenar esa impregnación y deja abierta la ventana un pedacito a fuerza de tendón y mandíbula. Un cuerpo es eso que no entra en razones. Nada que ver con hacer cualquier cosa. Igual no sabemos qué es eso ya. Digo que qué alivio que no todo encaje. El texto del mundo propone otras imágenes y sonidos. Otro archivo. La vida aparece a veces como un making-of. La ciencia ficción es la verdad que la ciencia no acepta. Lo se expulsa por la puerta entra por la ventana. Necesité un tiempo para pensar en las palabras como espacios. Una ilustración científica, en cortes las palabras como las montañas y sus eras, sus tiempos, accidentes y complicidades entre materia. Una palabra ilustrada en ciencia ficción que nos saque el demasiado de lo humano. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Las voy a llamar de a una con un micrófono pegado a la boca como lo usaban en pumper nik para pedir dos frenish. Voy a llama de a una y lentamente a : d e s a z ò n e n c i m a s i l e n c i o r e a l e m p e i n e Quiero darles el cosito para que pasen a retirar el resultado. Quiero saber quién de ellas lo pierde. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Una resonancia magnética le quiero hacer a algunas palabras. Entré para pensar: hay que escribir la herida. Pensar puede ser un disparate, una fiesta, que no haya que probar nada. Que pensar sea ese momento en el que la palabra entra en el resonador. Toda. Los tobillos. Como Por Un Tubo ¿A ver qué hay? Y quiero ver esa grafía. ¡Sin Geo! ¿Habrá grafía de esa materia? A ver qué pueblos hay. Eso de la etimología es una mierda. De dónde vienen las palabras? Es la pregunta más miserable qué hay!! Vienen de un afecto de unas esperas de un grito de una malaria de unas manos de los perros de la vecina de los muertos de ayer de los que no tienen tumba nombre silencio canción de cuna brazos mutilados de lo que abre el cielo de la tarde sola del té que se enfrió de tu padre en el cajón de lo que no es tuye de la astucia de la alegría del spam. De ahí. Ponele. Del vacío del vértigo de la punta de la lengua de la piel de gallina del azoro de lo nunca visto del golpe en la cabeza de la caída del caballo del tartamudeo vienen de tu papá un día antes de morir mirando los fuegos artificiales por la ventana del dolor de hueso partido de una mujer con el cáncer en todo el cuerpo vienen del dolor de limpiar con un tubito los mocos de tu hijo en la traqueostomía abierta. Brotan o salen de ahí y se acomodan con el tiempo. No sé cuándo comenzamos a entender que somos (también) ese vertedero de palabras. Propias, ajenas. En este tiempo donde el recuerdo está tanto más vivo que nunca y que el futuro todo, cada tanto tropiezo con una situación donde, sin entenderlo, sabía que en la palabra comenzaba a ser yo, otra, a distanciarme. Me salvaba. Me salvaba con cada extraño que aceptaba escucharme cuando era demasiado chica para tener tanto que contar. Me salvé cuando escuché por primera vez un cuento en voz alta y en el cuento, de repente, algo rimaba y la rima, iba, volvía, porque era una gracia para niños y sí, mi cuerpo la esperaba, celebraba su regreso y… Nunca olvidé esa mañana, esa enormidad de que una voz diera forma a otro mundo solo con pronunciarlo y yo pudiera verlo. No usamos la palabra, no la pronunciamos, ella nos pronuncia, nos anima. Anoche soñé que el afuera estaba clausurado. El adentro no era casa, hogar, era un refugio al que podía entrar cualquiera. No teníamos forma humana, cambiábamos, mutábamos, cada vez que alguien ingresaba. Estábamos hechos a la medida de las sombras, mientras la claridad resplandecía. Los días eran tan blancos como confusas las sensaciones. Vivir se está pareciendo cada vez más a correr en la bicicleta fija. El tiempo es esa luz que pasa por la ventana mientras nosotros seguimos clavados adentro. Si en el mismo lugar trabajamos, comemos y dormimos somos esclavos. Helga Fernández. Psicoanalista. A.M.E. de la Escuela Freudiana de la Argentina. Próximo libro a publicar: Para un psicoanálisis profano, Ed. Archivida. Victoria Larrosa. Psicoanalista. Autora de Curandería. Ed Hekht. Cartas de Navegación, Ed. Archivida y Diapasón, orfandad de lo inconsciente, de próxima publicación. Docente UBA. Macarena Trigo. Es poeta, actriz y directora de teatro. Pretende seguir siéndolo sobre y contra el mundo que quede disponible. Aún no sabe cómo.

  • Arriba, que la vida sigue. 9° entrega / Marcelo Percia

    Septiembre 2020 Fragmentos no terminan ni concluyen, sugieren un sinfín. Entre fragmentos y fragmentos se dan saltos en el aire. Inseguros puntos de apoyo flotan sobre un abismo. Cada fragmento se ofrece como un comienzo. Esquirlas acumulan comienzos sin desenlaces. Macbeth de Shakespeare (1606) no solo trata sobre la ambición de poder, narra la atracción que la crueldad ejerce sobre el deseo. Tras la muerte de la reina, piensa Macbeth: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Esquirlas de miedo, estallan cada día. No sonidos, ruidos que aturden. Golpes que confunden las cosas y perturban los sentidos. Siempre se vuelve al momento astillado, no porque se lo recuerde o se lo piense, sino porque no se puede representar, porque duele sin palabras para ese dolor. Enseñanzas virtuales olvidan el misterio de las aulas. El misterio reside en presencias que conjugan saberes, miradas, voces, risas, sudores, que estrechan proximidades. Están las aulas que convocan y enhebran deseos. También están las que detonan tedios y violencias. Se da clase para seguir pensando, para sentir una común expectación, un instante de cercanías pasajeras. A veces, cuesta darse a la clase con tantas cosas que están pasando. El juguete rabioso, la novela de Arlt (1926), relata el secreto de la lectura como labor inútil, el del pensamiento como práctica que comienza robando, el de la escritura como exilio en una vida puerca. El deseo de pensar sin tutelas no necesita actos parricidas. Los padres se mueren solos. Cuando no abandonan, desconocen, expulsan, renuncian. Se trata de entrar en una común orfandad sin esperanzas. La mordida de ese juguete no se cura acumulando saberes, no se cura. No somos, estamos en un común estar. Pero, cuando no pasa eso, transcurrimos en afectividades ancladas en automatismos. Vagamos en soledades más o menos desérticas, más o menos amnésicas, más o menos insomnes, más o menos voraces, más o menos violentas. En Más allá del bien y del mal, Nietzsche (1886), que sufre censuras e imposiciones morales, sugiere que lo que se dice tiene que escucharse como síntoma de lo que se calla. Un saber encriptado duele enmudecido, a la vez que habita el silencio como espacio de resistencia. En ocasiones, no sabemos decir qué nos pasa. No encontramos palabras, o no sabemos dónde buscarlas, o presentimos que no existen. Otras, hablamos lenguas llagadas o decidimos no decir nada. Perplejidades esperan para poder decir algo. A veces, toda una vida. Nuestra Facultad tiene que pronunciarse en solidaridad con la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva que declara que sus recursos para atender pacientes con coronavirus se están agotando. Dicen que no pueden más. Urgen mayores cuidados de la vida en común. Nuestra Facultad tiene que rebelarse contra el gobierno de la ciudad que hiere y golpea a enfermeras que reclaman para que se las reconozca como trabajadoras de la salud. No está bien desoír lo que está pasando. Tenemos que ayudar a contrarrestar negligencias y desmentidas. Callar hace daño, una Facultad ensimismada también. La necedad no reside en no saber, sino en no querer saber o, todavía peor, en actuar como si eso que sí se sabe no se supiera. Conviene distinguir entre negacionismos y negaciones. Negacionismos conquistan adhesiones seguidoras. Negaciones acuden en defensa de vidas excedidas por lo insoportable. Negacionismos culpabilizan y se ensañan con las víctimas. Negaciones encriptan dolores en el silencio. Negacionismos reclutan negaciones desperdigadas para armar partidos de odio. La quema de barbijos habitará la memoria del obelisco de la ciudad de Buenos Aires. En los comienzos de El Quijote, el cura y el barbero prenden fuego a las novelas de caballería que lee el protagonista imaginado por Cervantes. En los primeros meses de 1933, jóvenes nazis queman textos de Voltaire, Marx, Freud, entre muchos, considerados subversivos. Freud recuerda, en ese momento, que Heine había escrito años antes: “donde comienzan quemando libros, pronto terminan quemando vidas”. Bradbury (1953) describe, en Farenheit 451, una sociedad organizada para la quema de libros y todas las páginas consideradas peligrosas. En la versión para cine de Truffaut (1966), El Quijote resulta la primera obra que prende fuego el ejército destructor El 26 de junio de 1980 la última dictadura militar incinera, por orden de un juez, un millón y medio de ejemplares maravillosos del Centro Editor de América Latina. Cenizas: residuos de todas las preguntas. Escribe Derrida (1987) “…la ceniza, esa vieja palabra gris, ese tema polvoriento de la humanidad, esa imagen inmemorial que se descompone sola, metáfora y metonimia de sí, tal es el destino de toda ceniza, separada, consumida como ceniza de la ceniza”. Están quienes viven al día porque apenas tienen qué comer y no saben dónde van a dormir mañana. Están quienes disfrutan cada día como si fuera el último. Están quienes ven pasar los días con indiferencia. En tiempos de pandemia, se vive el día a día, sin saber hasta cuándo. Angustias necesitan pasar la noche: saberse pasajeras. Comparecer ante el tiempo, como lo hacen todos los afectos y el resto de los astros. Dicen que se delira porque se desconfía del mundo simbólico, porque se descree de palabras pronunciadas por voces mayúsculas, porque se duda de la bondad de la ley. Delirios dicen algo de la demasiada vida, se aceleran para adelantarse al tiempo que se escurre, no encuentran bordes ni discontinuidades, están a merced de intemperies corrosivas. No descansan. Coreografías de cuidado que trazan figuras que se mueven respetando dos metros entre pieles, secreciones, alientos, no merecen el nombre de “distanciamiento social”. ¿Cómo nombrar vidas que hablan, con los ojos, con la voz, con los gestos, que traman cercanías a dos metros? ¿Cómo nombrar esa común protección necesaria? Sufrimientos no necesitan calificarse como psíquicos, solo hace falta recordar que se trata de aflicciones aladas, de pesadumbres pasajeras. Psiqué alude (en la tradición helénica) a un soplo que anima o da vida: aliento que hace nacer. Significa también mariposas: potencias ligeras y livianas que gravitan, a veces, un solo día. Algunas, como las polillas, pueden hacer daño. Pregunta Simone Weil (1940) ¿quién escucha a las sensibilidades suplicantes? Las que todavía tienen vida, “pero una vida que la muerte ha congelado antes de morir”. En lugar de repetir el sintagma “salud mental” se podría ensayar otro: “Demoras en un común estar que puedan alojar malestares y bienestares transitorios”. La palabra demasías sirve para denunciar que sensibilidades internadas en los manicomios, diagnosticadas como psicóticas, sufren sancionadas por jueces, medicinas, psiquiatrías, psicologías, policías, familias, escuelas, barrios, por estar, sentir, hablar, moverse, de otros modos en la vida. El 3 de mayo de 1913 Kafka, que vislumbra tiempos aciagos, anota en sus diarios que solo se trata de vivir “la espantosa inseguridad de la existencia”. Achille Mbembe (2006) sostiene que necropolíticas capitalistas condenan poblaciones que la economía ya no necesita. Esos excedentes tienen dos destinos: uno, quedar abandonados a riesgos y peligros mortales; otro, subsistir aislados y encerrados en zonas controladas. El escritor camerunés lleva hasta las últimas consecuencias, en sus estudios postcoloniales, ideas de Foucault: poderes normalizan lo que consideran el bienestar de la población, someten pulsiones y deseos, controlan la salud: establecen quiénes pueden vivir y quiénes deben morir. En estos meses borrosos, existencias contagiadas y muertas por el virus se volvieron datos de estadísticas diarias, como las lluvias y las altas temperaturas, como la cotización del dólar, como los números de la inflación, como la cifra del riesgo país. Antes de morir a los treinta y cuatro años, Simone Weil (1942) anota que desgracias corroen vidas calladas. Dolores que carecen de palabras. Desgastes que, sin embargo, esperan algo que toque lo indecible. Caricias que lleguen hasta soledades enmudecidas. No traducciones ni interpretaciones. Un común vocablo fugaz. Una última reserva del encanto de hablar. Frágiles, accidentales, curiosas, las coincidencias. Albures de soledades que, por momentos, se tocan. La única vez que conversaron Proust y Joyce, cada uno preguntó al otro si le gustaban las trufas. Ambos contestaron que sí. En eso consistió todo. Terrores y crueldades no mueren, mudan, mutan, se disfrazan. Conservan el poder de atraer, fascinar, inmovilizar. Sensibilidades asisten ante sus despliegues con nerviosismos y temores. De pronto, euforias gozan y aplauden lo abominable. Pablo De Santis (2005) relata, en Circo Thule, cómo Hitler huye, tras simular un suicidio, en las vísperas de la entrada del Ejército Rojo a Berlín. El Führer utiliza un circo como plan de fuga. Se suma al elenco como actor en un acto que se llama “El ascenso de Adolf Hitler”, en el que parodia al Gran Canciller en tiempos de su ilimitado poder. Recorre diferentes ciudades recibiendo aplausos. Cuando el elenco se burla de su número, grita furioso que es el verdadero Líder y no un actor muerto de hambre como el resto. Incluso amenaza con ejecutarlos. Como la escena hace reír, la incluyen como parte de la representación. Resulta la más aclamada. Simone Weil (1940) entiende que el elogio de la fuerza, que compone el tema de La Ilíada, signa la civilización europea de la mitad del siglo veinte. Subraya que la fuerza enceguece y esclaviza, hiere la carne y mata. La fuerza -escribe- reduce la vida a una cosa que se puede dominar. La civilización cree en el uso de la fuerza para proteger y avasallar, para sentir superioridad ante otras debilidades. Dice que la fuerza corrompe. Admite que algunas desesperaciones cultivan mentiras, ayudas de la ilusión, exaltaciones, fanatismos, para evitarse desamparos. Pero, advierte que no se pueden transitar asperezas de la vida “sin un largo estremecimiento de angustia”. Nada ahorra heridas. Dañar no exceptúa del dolor. No hay refugio que proteja. Sugiere animarse a vivir sin amurallarse detrás de las crueldades del poder. Tal vez no en la fuerza, sino en una común debilidad residen las potencias que salvan. No crecerán flores en tierras desforestadas. Llaman recursos naturales a la savia y al corazón de lo vivo. Enfermedades feroces se corresponden con feroces devastaciones. No hay malicia en la zoonosis, pero sí codicia y crueldad en la destrucción de bosques o contaminación de aguas. La vida no actúa venganzas, muta porque no puede otra cosa. El virus no quiere enfermar ni matar, solo necesita dónde alojarse. La muerte de una corporeidad viva también arrastra la muerte del virus. Protocolos sanitarios no tienen que olvidar las delicadezas del cuidado. La posibilidad de que el amor dispute el sentido a la terribilidad del morir se dice en un soneto de Quevedo (1645). Declara que, aunque la muerte reduzca a cenizas lo que antes ardía, esos restos que quedan: “Polvo serán, más polvo enamorado”. En tiempos de pandemia, se corre el riesgo de no poder oponer el amor a la muerte. Pasar de la potencia del polvo enamorado a la de la derrota del polvo infectado. Cenizas sin despedidas. La vida sin abrazos, miradas, caricias, besos; sin proximidades, fiestas, alegrías: la muerte sin despedidas queda privada de la última hazaña del amor. La Subsecretaría de Salud Mental de la Provincia de Buenos Aires entrega dispositivos electrónicos para posibilitar cercanías entre soledades internadas por coronavirus y sus familias. En otro soneto, Quevedo vuelve a dirigirse a la muerte “Pierdes el tiempo, muerte, en mi herida / Pues quien no vive no padece la muerte”. Incluso se imagina como cenizas que sobraron a la llama, anota: “…nada, dejó por consumir el fuego, / que en amoroso incendio se derrama”. La vida consiste en muchas fiebres. Pero las afectividades no se agitan y arden porque están enfermas, sino para no enfermar. Para contornear de tibiezas el dolor. La peste no actúa por crueldad, actúa por contagio. La palabra desigualdad exhibe mortificaciones. El ensañamiento de la desigualdad se deleita dando el ejemplo de lo que puede pasar. Escarmienta futuras disidencias. Poder se escribe con mayúscula cuando encarna codicias y malicias. La común consistencia espumosa de las cercanías se extiende junto a ríos de sangre. Cada época tiene palabras y nombres prohibidos. Cada época concibe eróticas rabiosas, sensualidades indómitas, caricias aguerridas. Están pasando, en estos días, cosas con la muerte. Llamaradas de dolor prenden fuego la piel, la carne, el aliento. No se trata solo del pesar por una muerte personal, se trata del peligro de muerte de las cercanías que se tocan. La extinción de la vida hablante y la silenciosa vida sobre la Tierra. Habitamos territorios irrespirables. El planeta anfitrión no castiga ni demanda sufrimientos, solicita cuidado: la vida deviene riesgo, toxicidad y, también, defensa, cura. Quizás se trata de resucitar a la humanidad, sacarla de la muerte, traerla a la vida con sus ternuras, suavidades, memorias, utopías. O, quizás, se trata de dejarla hundirse en la nada con sus crueldades. Tal vez nazca, haya nacido, esté naciendo, un común vivir que no se llame humanidad, que rehúse ese nombre. No se puede tomar el pulso de lo común. Late en innumerables tambores. Esa música se escucha en cada percusión que intenta seguir respirando. El amor rodea a la muerte de demandas, de injurias, de orgullos. También de respetos. A veces, el amor trata de engañar a la muerte o de proponerle tratos o de ganarle provisoriamente una partida. Una cosa la muerte, otra dejar morir. Por esos temblores sin despedidas y por todos los temblores yacidos, comencemos a dejar esta humanidad que goza de la crueldad. Probemos marcharnos de la humanidad como pájaros que migran en los inviernos. Partamos con suavidades y furias. La muerte no concita amor ni belleza, tampoco odio ni horror. El problema no reside en la muerte, sino en la crueldad que habla todas las lenguas. El problema reside en un común vivir sin hospitalidad, sin cuidados, sin abrigos, sin palabras que se dan. Irse de la crueldad, tal vez, equivale a irse de la humanidad. Ideales protectores instruyen: “No te relajes, cuidándote nos cuidamos”. Incitan a no aflojar, a no dejar de tener miedo. Interpretan la reducción de la tensión como el peor de los peligros. Sin embargo, una larga marcha necesita confiar en persistencias distendidas del deseo, en amorosas atenciones no vigiladas, en una común responsabilidad que cobije serenos descansos. Difícil hacer semejante viaje arrastrando terrores y cargando voracidades que solo reaccionan para defender supuestas libertades individuales. Solo resta luchar por un común vivir del que no hay forma de desengancharse. Salvo que se decida acabar con el planeta y voracidades beneficiadas con riquezas se conformen con almacenar alimentos y energía para durar un poco más, mientras que el resto de la civilización agoniza. Como se dijo, muchas veces no nos sentimos bien, pero no sabemos qué nos está pasando ni podemos calcular cuánto de mal estamos. Como el personaje de la novela Mudanzas de Hebe Uhart (1994) que “se daba cuenta de cómo andaba mirando la expresión del perro Milonga. El perro tenía varias expresiones. Una: ‘Te acompaño hasta la muerte’ (era la más inquietante). Otra, al menor movimiento del amo: ‘Arriba, que la vida sigue. Pero si los movimientos del amo eran dubitativos o demasiado prudentes, la expresión del perro era de pronóstico reservado”. Ilustración: Gisela Candas

  • Inorgánicos campos comunes, o el cuerpo como territorio (im)propio / Rocío Feltrez

    Quisiera escuchar la historia de todas las penas que se han deslizado silenciosamente en los márgenes de recetas de cocina, a orillas de las casi transparentes hojas bíblicas; en trocitos de papeles lagrimeados, escondidos en costureros. Algunas existencias han sabido arrancarle a la privada vida una intimidad que pudo sostener y acompañar los latidos de sufrimientos sin redes sociales. Las lenguas y los cuerpos se han insumido, se insumen y seguirán insumiéndose en rincones imposibles. La intimidad puede ser ese espacio en el que se ensaya la inconformidad con el mundo que existe y se despeja un territorio hasta volverlo habitable. Otras veces, esa posibilidad se ensaya entre sensibilidades. En algunos momentos, en situación de asamblea, en debates, o encuentros inesperados, palabras urgentes rozan una piel, al punto de suscitar una inquietud tal que detiene el parpadeo. Al escuchar el relato de alguna existencia que ha vivido una crueldad, al abrazar con aplausos furiosos testimonios imposibles de ser soportados por un solo cuerpo, se siente como si se avivara en las pieles una memoria asfixiada. ¿Cómo decir algo de ese misterio? ¿Es posible componer políticamente a partir de esa memoria, de ese registro que a veces sólo golpea la carne como intuición sutil? El bombo-corazón lanza una pista y descansa. ¿Cómo recuperar algo de la potencia que a veces brota en el territorio-cuerpo cuando percibimos que también habitamos inorgánicos campos comunes? No apelo a un estado ideal o a un tiempo perdido. Sí creo que en este intento de cambiar las formas de vida se vuelve necesario recuperar una experiencia de lo común no orgánico, de la complicidad no propietaria, de la que históricamente se nos ha privado. Una experiencia que tal vez también sea del cuerpo-tierra. ¿Cómo cuidar esos momentos sin terminar adhiriéndonos al débito automático de la mismidad, la rostridad, la identidad? Es decir, ¿cómo habitar cercanías sin tener que pensar lo mismo, hacer lo mismo, desear lo mismo y pasar a formar parte de las filas de una misma organización? En algunos momentos, en los Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans, No Binaries, se dibuja una invitación a celebrar esos instantes e intensificar y dar lugar a las intuiciones que los mismos siembran sin tener que rendirle tributos a ninguna organización, ni pensar, hacer, o desear todxs lo mismo. Tal vez las acciones-pensamientos más interesantes surjan de las mezclas que no cuajan, que están cerca de lo que vibra porque aún no han sido encorsetadas en las formas que algunos activismos prevéen para los afectos y palpitaciones que insisten porque se mantienen sin nombre, resbalosas, escurridizas. (ideas, notas, rumias de una tesis en preparación) Instagram: @veky.power

  • Umbrales de la memoria / Gonzalo Sanguinetti

    ¿Podremos redirigir las disputas políticas que nos ocupan hacia sus formas elementales? ¿Hacia las posiciones que palpitan detrás del sibilino y laberíntico aparataje discursivo que las esconde? ¿Alcanzaremos esas pocas palabras en las que caben deseos de mundo? Hay dos exclamaciones compuestas por las fuerzas en juego: Hay quienes exclaman “No vuelven más”, contra eso se oponen en solidaridad “vamos a volver” y “Nunca más”. En ambas se expresan formas de una política del no-retorno, entonces ¿dónde la diferencia? “No vuelven más”: Declaración de muerte que da-la-muerte. Deseo de desaparición, erradicación, expulsión, irretornabilidad de lo arrojado al aniquilamiento. Ya-no-es, Ya-no-será. Conjuro fronterizo para la abolición de los fantasmas de aquello a lo que se la ha-dado-muerte. Comun(inmun)idad fundada a partir de la desaparición absoluta de lo otro (insumisiones, insurgencias, monstruosidades, rarezas, indoblegables, indecidibles indecibles…), de su eterno no-retorno. Comun(inmun)idad que nace a partir del dar-muerte. Deseo de que no retornen los muertos a quienes se les ha dado-la-muerte. Aberrancia de la memoria por la retornancia de lo finiquitado, de lo que se quiere olvidado y olvidable. Memorar es invocar retornos. Restituir umbrales. De allí el ataque a políticas de la memoria. “La obsesión que tenemos por analizar el presente en función del pasado no es normal. Está bueno saber que eso es una patología nuestra (risas del auditorio). Lo más lindo que hicimos fue poner animales en los billetes. Es la primera vez en la historia argentina que hay seres vivos en la moneda nacional, que dejamos la muerte en paz. Que la muerte esté tranquila, que descanse en paz y vivamos nuestra vida.” (Jefe de Gabinete, Marcos Peña – 15/10/2017 – Coloquio Idea con Carlos Pagni) El deseo de irretornabilidad de lo dado-por-muerto es el centro de las guerras modernas. Lo que la guerra materializa es el dualismo vida/muerte (Pinochet1976-Piñera2019: “Estamos en guerra”). Se trata de afirmarlo categórico e inapelable, de acentuar con todo el furor del horror la disyunción vida o muerte, apostando a que la vida sea un bien dominable y la muerte discipline al derrotado al confinarlo tras el límite infranqueable de su desintegración material. La relación vida / muerte se afirma desde la exclusión de los términos, su desacople y su irreversibilidad. La cifra elemental del fascismo clama: “Darle-muerte acabará con ello. De allí no hay retorno”. Por eso el fascismo se anuncia en nombre de la vida, pero sólo de la vida. La muerte es despreciable por ser el sitio de lo ignominioso. Territorio ominoso porque allí mora –inmortal- lo dado-por-muerto. Un poema Aymara canta: “¿La muerte puede ser mortal?” Una escena de la Guerra Civil Española: Un miliciano de una brigada internacional cae fulminado por balas franquistas. Su compañera corre hacia el cuerpo ultimado, lo abraza con fuerza, le implora: “Háblame”. No pide que se detenga la muerte, pide que, en la muerte, hable todavía. César Vallejo testimonia esto en varios pasajes de “España aparta de mí ese cáliz”. Hacer hablar la vida en la muerte, recuperar la palabra de ese porvenir arrojado al abismo de la desaparición. Vallejo da vida a la paradoja del testimonio al saber que él no es quien puede hablar esa palabra-testimonio, sabe que no puede hablar en nombre de-. Quienes pueden testimoniar son lxs que ya no están, quienes han sido aniquiladxs junto a la República. Entonces habrá que darle lugar a la forma extraña de una palabra presente-ausente: “vamos a ver hombre / cuéntame lo que me pasa”, “Entró su boca en nuestro aliento” escribe. Aquél poemario-testimonio desmiente esa afirmación presente en todo fascismo que dice “darle-muerte acabará con ello”. No considera que el final de la palabra coincida con el final de la vida, la muerte no hace de punto final. Vallejo lee lo que escribe la muerte, lo que escribe esa muerte sobre la vida. De allí que al encontrarse el cuerpo fulminado de un campesino devenido defensor improviso de la República, el poema cante “su cadáver estaba lleno de mundo”. Benjamin escribe en la sexta tesis de filosofía de la historia que “ni siquiera los muertos[1] estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”. No deja de resultar inquietante que dejara señalada esa frase “ni siquiera los muertos”. Allí queda entreabierta la puerta para pensar que la voluntad política de la crueldad supone, además de un gobierno de lo vivo, un gobierno de lxs muertxs, que se haría necesario por el hecho de que lxs vencidxs, “a quienes su vida ha sido robada”, no cesan de agitarse, de aparecer, de reaparecer y de asediar desde todos los tiempos. Tal vez la crueldad lo sepa: Nunca vence del todo, hay espectros. “Vamos a volver”: Promesa de retorno infinita de aquello a lo que se le ha dado-muerte. No lo muerto, sino lo dado-por-muerto. Pregunta Derrida: “¿Se está seguro de poder distinguir entre la muerte (llamada natural) y el dar muerte, después entre el asesinato sin más (todo crimen contra la vida, aunque sea puramente «animal», como se dice cuando se cree saber dónde comienza y acaba lo viviente) y el homicidio, después entre el homicidio y el genocidio (primero en la persona de cada individuo representante del género, después más allá del individuo: con qué número comienza un genocidio, el genocidio propiamente dicho o su metonimia?, y ¿por qué la cuestión del número tendrá que insistir en el centro de todas estas reflexiones?”[2] Nunca más: Declaración de la imposibilidad de abolición de lo otro (insumisiones, insurgencias, monstruosidades, rarezas, indoblegables, indecidibles indecibles…). Grito común que decreta indecretable el dar-muerte. Herida infinita que se abre al retorno de lo desaparecido para recordar la posibilidad de una comunidad fundada en la apertura a lo otro (insumisiones, insurgencias, monstruosidades, rarezas, indoblegables, indecidibles indecibles…). Comunidad nacida del haber sido declarada muerta (una y otra vez) Exclamación que impugna la desaparición como principio comunitario. Deseo de que no retornen quienes quieren dar-la-muerte, quienes afirman la muerte, quienes firman la muerte, quienes se han arrogado dar-la-muerte, quienes pretenden legislar la muerte. Invocación a los fantasmas, amor a los fantasmas, comunidad con/entre espectros. Común rasgado por todas las heridas de los tiempos. Insiste Derrida: “Pero habrá hecho falta hacer la prueba del crimen. Entre estas incriminaciones o recriminaciones, entre estas formas del agravio en las que la acusación se mezcla con el duelo para gritar una herida infinita. Como si nada pudiese pasar ni pensarse sino entre crímenes imputables, entre culpabilidades, responsabilidades, compasiones, testamentos y espectros: procesiones y procesos sin fin”[3] Nunca más: Pervivencia de lo dislocado, incorrespondencia del hoy consigo mismo. (Re)aparición de todos los tiempos en el tiempo de hoy. Imposibilidad de una muerte-en-paz. Sospecha interminable de que cada muerte, pudo haber sido dada por los modos de vivir. Se trata de una pregunta insomne ¿sobre qué muertes se sostiene lo que llamamos vida? Derrida: “Lo propio del espectro, si lo hay, es que no se sabe si, (re)apareciendo, da testimonio de un ser vivo pasado o de un ser vivo futuro, pues el (re)aparecido ya puede marcar el retorno del espectro de un ser vivo prometido. Intempestividad, y desajuste de lo contemporáneo.”[4] Allí la diferencia: ya no la vida contra la muerte, sino todo vivir es vida-muerte. No vuelven más es una política de clausura de ese pasaje, el intento de conjurar lo espectral de la memoria, “dejar la muerte en paz”. Nunca más es política que abre umbral. Un indeclinable amor a los espectros-de-lo-que-fue-será, disposición a lo que está no estando, respuesta imperecedera a sus llamados sin fin. Nunca más: política nacida de las heridas infinitas que pueblan las vidas que vivimos desde antes que vivamos. Y también después. [1] Benjamin, W. (1942) Tesis de la filosofía de la historia. El subrayado es original del texto. [2] Derrida, J. (1998) Políticas de la amistad. Ed. Trotta. Madrid. [3] Ibid. 4] Derrida, J. (1995) Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Ed. Trotta. Madrid

  • Manifiesto al futuro / Fernando Stivala

    “Ya casi no hablamos de psicoanálisis; sin embargo, aún hablamos, inclusive, demasiado. Nada más de eso. Nos fastidiaba; sin embargo éramos incapaces de cortar por lo sano. Los psicoanalistas y principalmente los psicoanalizados nos hastían demasiado. Era preciso que, por cuenta nuestra, precipitáramos esta materia que nos frenaba – sin forjarnos ilusiones acerca del alcance objetivo de tal operación -: era necesario que le comunicásemos una velocidad artificial capaz de llevarla hasta la ruptura o hasta nuestro desmoronamiento. Se acabó: no hablaremos más del psicoanálisis después de este libro. A nadie hará sufrir ya, ni a ellos ni a nosotros.” Deleuze y Guattari, "Rizoma" “´También a mí me repugna esta gran ciudad, y no sólo este bufón. Ni en ella ni en él hay nada que mejorar, nada que empeorar. ¡Ay de esta gran ciudad! -¡Ya quisiera ver las columnas de fuego con que arderá! Pues esas columnas de fuego deberán preceder al gran mediodía. Mas éste tiene su propio tiempo y su propio destino. Pero yo te doy enseñanza, bufón, como despedida: por donde ya no se puede continuar amando, ¡hay que pasar de largo!´. Así habló Zaratustra, y pasó de largo junto al bufón y la gran ciudad" Nietzsche, Así habló Zaratustra A quienes investigan: Ya nos conocíamos antes de habernos conocido. No le hablo a la desconfianza, ni al cálculo sin experimentación. No le hablo al miedo que da más miedo. No le hablo a la sospecha ni a la duda. Les hablo a quienes gustan de seguir sus intuiciones, a quienes gustan de curiosear. Le hablo a la pulsión de conocer más. Si no se encierra la pulsión en estructuras o teorías con único de sentido, si la palabra Psicoanálisis no se convierte en un significante o sustantivo quieto, quizás podamos verle su atracción. Abajo de símbolos, sustantivos, adjetivos, o nombres de vínculos; hay fuerzas, funcionamientos, movimientos. Se ama algo o a alguien porque aumenta nuestra capacidad de hacer y pensar. Porque habilita zonas no conocidas. Por eso gustan ideas que dan cuenta de algo más allá de la conciencia, y ahí queremos ir a investigar. No vuelvan para atrás, sigan esa intuición primera. Siempre hay más. No vuelvan para atrás con recetas, diagnósticos, calificativos estructurantes. No vuelvan del laberinto del conocimiento con certezas de las normalidades. Métanse más, no pierdan ese atractivo inicial. A quienes investigamos: Mismo barco, mismos problemas, a veces distintas funciones. Se le habla al futuro. Solos no se puede, en el aislamiento de algunas inquietudes que se amontonan tampoco. No tiene sentido discutir desde acá, en soledad, la psicopatologización de la vida cotidiana. Apelo a una especie de alianza de cuidado no diagnóstica. De reconocimiento en ese dolor. Parar, interrumpir, escrachar pensamientos, hablas, modos, formas psicopatologizantes de la vida. Si no se discute esto, se deja todo el campo abierto para que hombres y mujeres recibidos de psicoanalistas -ex curioseantes- normalizadores, luego avasallen eso mucho que nos pasa con descalificaciones disfrazadas de saber académico. Defender que Alejandra Pizarnik, o Nietzsche no son sujetos psicóticos o esquizofrénicos. Defender que no es digno, ni saludable, ni sanador, ni terapéutico descalificar a ninguna persona de loca. Con toda la carga social ya hiper conocida que trae eso. ¿Y cómo se sabe de eso hiper conocido? Todas las veces que sentimos miedo de volvernos locos y locas. ¿Saben que dicen las Normalidades? O ustedes o nosotros. O los diagnosticamos y expulsamos lo que no conocemos afuera (inmigrantes-locxs-contagiadxs) o nos diagnostican. ¿Éste es el mundo que vamos a construir? ¿De esta manera vamos a atender el porvenir? Salgamos de ese par. Denunciémoslo. Interrumpámoslo. Y a la vez dispongamos los pensamientos y los cuerpos para habilitar más zonas. No nos quedemos con ese primer ofrecimiento del psicoanálisis. Los del marketing, los publicistas ya entendieron el problema hace rato. El Capital no solo produce la mercancía que ofrece, sino también el cerebro para que desee esa mercancía. ¿No nos vamos a ocupar de este tema? ¿Hasta ahí llega su curiosidad? ¿De esta manera le hacen honor? ¿Tan individual es? ¿No tendríamos que usar ese espíritu de conocer más no solo para mí, sino también para el otro, y también para con el mundo? ¿Si atendemos multiplicidades, les vamos a decir: ´no señor, ordénese o nada´, ´no señora, ordénese o la interno´, ´ordénese o la medico´? ¿Esa es la salud que queremos? ¿Con certezas? La incertidumbre, esa primera pista. A veces aparece con el nombre de psicoanálisis como impulso a seguir, a veces con el nombre de covid como impulso de repliegue (momento de descando nutriente). Eso que tiene que ver con un algo más es el elemento primario para inventar, cambiar, sentir, hacer, ser distintxs. ¿De dónde se va a sacar sino la fuerza para acercarnos a esas afirmaciones? ´No queremos más esta humanidad´, ´no queremos volver ni a la vieja ni a la nueva normalidad´. ¿Por qué aparecen más ideas en quienes venden productos readaptados para la pandemia que en quienes tienen que pensar la salud física y mental de las personas? ¡¡¡Se les ocurrió un call center. Un call center de salud mental!!! No hay trabajo menos afectivizado, menos libidinizado que charlar con un agente de call center. ¿Es esta la ocurrencia que se tiene en relación al deseo, a la líbido, a la transferencia, a los cuidados, a la salud pública? Nunca en las plazas, los barrios, en los parques, o en micros o patrullas de cuidados, de escuchas, de acompañamientos, de estares. Nunca ofrecer lugares de charlas ambulantes por los barrios, a los gritos, por parlantes. Con seducciones de mercado si quieren; con actrices y actores que ficcionen pacientes si quieren. Simuladores para agitar un germen cultural. Sembrar espacios públicos estimulantes para estar en lo que nos pasa. ¿O cómo nacen las cosas sino? Fomentar en la cultura y en los barrios una relación amable y en confianza con la salud mental, que ya no la vamos a llamar más así. Es lo que nos pasa y ya, sin más. Despegar que hablar de los afectos y los humores es tener problemas. Despegar que se habla con profesionales psicólogos, sino con escuchas cuidadas. Despegar el par saludables-enfermos, psicólogos-pacientes, diagnosticadores-diagnosticados, normales-locos. Siempre el mismo problema. Separar lo extraño, lo que da miedo por no conocido. Pero ese miedo proviene de una intuición, de un saber. Eso de lo que estamos hechxs. Estamos hechxs de lo mismo. Negamos y separamos lo desconocido. Aparece una especie de redención. Por eso volvemos a ese primer impulso cuando nos anotamos para estudiar y producir algún tipo de conocimiento, cuando nos encontrarnos para conocer más y generar nuevas ideas. Volvamos a ese primer impulso, no lo perdamos. La actitud del pensamiento exige algo más. Funciona al modo de quien necesita atravesar el caos. La grieta que divide dos imágenes del pensamiento diferentes: una tomada por la necesidad de la protección, otra por la necesidad de la creación. Para la protección necesitamos reglas para asegurar lo conocido. Desde la pulsion creativa necesitamos armar caminos para trabajar sobre lo inconsistente, desconocido, e ignorado. Pensamiento es creación de ideas. No administrar lo sabido. Basta de la clínica de consultorio privado como único método. ¿Hacemos terapias? Si ¿Nos hacen bien? Si ¿Cambiamos el mundo? No ¿Y para qué cambiar el mundo? ¿No era que no se puede ser feliz si el de al lado está mal? Si el de al lado está tirado en la calle, si tu amiga te cuenta quejas todos los días, si tu familia vive infleiz, si tu otra amiga te cuenta que está podrida del trabajo y la explotan, si tu otro amigo te cuenta los aburrimientos de siempre de la pareja, si tu vecino te dice que lo excluyen en su espacio de estudios por venir de otro país, si tu mamá está siendo excesivamente medicada en un hospital psiquiátrico porque ya no saben (nunca supieron) que hacer. ¿No vemos todo eso? Si, y por eso nos quejamos tanto. Catarsis colectiva de un mundo explotado. Estallado de tantas desmentidas. Volcán con esquirlas de emociones. Manicomio a cielo abierto por negación de eso mucho. Sobreactuación insensibilizada. Y volvemos al principio. Esa pulsión por conocer más. Eso de lo que estamos hechos. Abarquemos la locura a fondo. Mirémosla de frente. Es lo múltiple. Es la capacidad de curiosidad. Sino, ¿a dónde se va a ir a investigar? ¿A formas ya hechas? ¿Esto o esto? ¿Solo 2? ¿Cuánto se puede recorrer en dos? Un rato. Y la vida luego se aburre, se apaga, se llena de certezas. Hámster en ruedita; consumo de certezas. ¿Se mueve? Sí, pero que triste. ¿Un call center de salud mental? ¿En serio esa es la máxima ocurrencia? Leamos el presente, miremos el futuro. Mientras, interrumpimos esto. Mientras, inventamos otras. No en soledad. Hay paralelas. A veces se usan las ficciones de las Instituciones totales por que sabemos que tienen un valor. ¿Cuál? El del título, esa nota de valor que tanto cuesta sacar del medio para devolverle a la cosas su intensidad primaria, su presencia. Estar a la altura de esa elección inicial. De ese enamoramiento inicial. De esa sensación de potencia aumentada con el camino a recorrer. Estar a la altura de esa fuerza inicial, de esa intensidad. Habilitemos más zonas de pensamiento no conocidas. Hagamos proliferas saberes paralelos. Denunciemos los ya establecidos. Resulta que Joyce lleva a su hija diagnosticada de esquizofrenia a que la vea Jung. Y éste le dice: -Ambos se deslizan al fondo de un río, sólo que ud. sabe bucear y ella se hunde. Una clínica que no quiera ordenar, diagnosticar, normalizar, o modelizar; sino que haga puente entre hundirse en el río y flotar. Acompañar hundimientos, inventar flotaciones. Estamos en el mismo barco. El de los y las curioseantes de las psiquis, no el de los diagnosticadores-diagnosticados. Tiremos más botes que salgan como alojo de eso mucho que siempre es la vida, ese mar embravecido. Mismo barco-mismos problemas. Abarquémoslos desde ahora, construyendo otros mensajes para el porvenir. El futuro está pasando...

  • Post Guardia X / Débora Chevnik

    Hay vidas dolidas que de tan dolidas, ni se enferman; saben que no hay quién las cuide. Vidas arrasadas, expulsadas. Viven al ras, con poco, con nada, con sobreabundancias deshabitadas; con fuerzas desconocidas. Saben vivir yéndose. Saben cobijarse cerca de la muerte. También saben cuándo las instituciones son la muerte. Saben de vagabundeos; y de lo inaceptable. Vidas en situación de deserción (¿de los fracasos de la civilización?). Vidas lastimadas que no aceptan amparos a cualquier precio. Sin quererlo, llegan a un hospital que, con sus leyes, con sus gramáticas, no sabe qué hacer. Entonces, se hacen protocolos. El orden ampara (a ese no saber qué hacer). Pero fracasa. Entonces, advienen palabras técnicas. Otro amparo inútil para desafectaciones que hablan y dicen aquello que, de otro modo, de tan políticamente incorrecto, sería impronunciable. Desamparos profesionales, a veces incluso en coros interdisciplinarios, dicen “acá no”, escriben “caso social”, “pibe en situación de calle”, “no tiene criterio para esta institución”, “derivémoslx a una institución acorde a sus necesidades”. Acaban diciendo “la idea es llenar la planilla”. Lxs devotxs del “acá no”, digamos, lxs “acanoistas”, acogen una lengua tan añeja como entrenada. Máximas que se posan en bocas acanoistas, dicen “esto no depende de mí”, “esto es algo que me excede”, “lo hice porque me lo pidió el jefe, pero ni idea”. Axiomas que arman cuerpos y gestos. Acanoismos sostienen resplandecientes tramas de reconocimientos institucionales. Lxs acanoistas tienen la burocracia musculosa. Así, vidas guarecidas en desamparos callejeros, una vez más dan con LA repetición de las instituciones, tan civilizadas todas ellas. Ahora, el turno del acanoismo en los hospitales, con su especificidad, con sus brillos y engranajes. Sigue girando la calesita, y esas vidas amparadas en orfandades nómades, que nunca acceden, tampoco acceden a la hospitalidad que los hospitales, virtualmente, atesoran. Indolentologías, se encargan. Pero… Pero, ¿qué pasa? Esas vidas estranguladas y amarronadas, que cuando cruzan la puerta del hospital se llaman “pacientes”, y que si se zafan de las abreviaturas diagnósticas, se llaman “caso social”, se obstinan en volver. Qué curioso. Se obstinan en volver. En respirar, se obstinan. Acanoismos y expulsionismos saben su-misión, y lxs lanzan con fuerza. Lxs derivamos ¡¿y vuelven?! ¿Qué pasa que no entienden? ¿Están deterioradxs por el consumo, son manipuladorxs? ¿Estaremos ante una nueva presentación clínica? ¿Creerán que son un boomerang? ¿Una alteración identitaria? ¿Estaremos descubriendo un nuevo trastorno? ¿Seremos Cristobal Colón? ¿Deberíamos responder al llamado de la ciencia científica y hacer una nueva clasificación? Demasiado opaca esa vitalidad para tanto monumento diagnóstico. La gran mole vetusta deviene tembladeral. Demasiado sufrimiento para la ideología especializacionista. ¿Nos comimos un hostis sin darnos cuenta? Una y otra vez “acá no” y una y otra vez vuelven. Violencias actuales traen memorias de violencias pasadas. ¿Qué parte de la historia no estamos leyendo, suturando, ficcionando? ¿Qué tinieblas del presente nos hace falta escribir? Precisamos urgente diseñar anamnesis que alojen esas fuerzas vagabundas que, volviendo, se obstinan en respirar.

  • La Ilíada o el poema de la fuerza / Simone Weil (1940)

    (Traducción Sara María Teresa de la Selva) El héroe verdadero, el tema verdadero, el centro de La Ilíada es la fuerza. La fuerza empleada por el hombre, la fuerza que esclaviza al hombre, la fuerza ante la cual la carne humana se retrae. En esta obra se exhibe en todo momento al espíritu humano, en tanto que modificado por sus relaciones con la fuerza, en tanto que arrebatado, enceguecido por la misma fuerza que imaginó podía manejar, en tanto que deformado por el peso de la fuerza ante la que se somete. Para aquellos ilusos que consideran que la fuerza, gracias al progreso, pronto será cosa del pasado, La Ilíada puede aparecer tan sólo como un documento histórico; para otros, cuyas facultades de identificación son más agudas y que perciben a la fuerza, hoy como ayer, en el centro verdadero de la historia humana, La Ilíada es el más fiel y encantador de los espejos. Para definir la fuerza —es esa x que transforma a todo el que se ve sujeto a ella en una cosa. Ejercida hasta el límite, convierte al ser humano en una cosa en el sentido más literal de la palabra: hace de él un cadáver. Alguien estaba aquí y al minuto siguiente aquí ya no hay nadie; este es un espectáculo que La Ilíada nunca se cansa de mostrarnos: ...los caballos arrastraron los carros vacíos a través de la filas de la batalla, anhelando a sus nobles aurigas. Pero ellos en el suelo yacían, más queridos por los buitres que por sus esposas. El héroe se convierte en una cosa arrastrada en el polvo detrás de un carro: La negra cabellera se esparcía por el suelo; en el polvo la cabeza entera se hundía, ésa una vez encantadora cabeza, ahora Zeus había dejado que sus enemigos la ultrajaran en su misma patria. Se nos ofrece la amargura de tal espectáculo sin paliativo alguno. Ninguna ficción reconfortante interviene, ninguna perspectiva consoladora de inmortalidad, y ninguna aureola bañada en patriotismo desciende sobre la cabeza del héroe: su alma huyendo de sus miembros pasó al Hades, lamentando su suerte, porque dejaba su juventud y su vigor. Aún más punzante —tan doloroso es el contraste— es la repentina evocación, con igual rapidez borrada, de otro mundo: el lejano, precario y conmovedor mundo de la paz, de la familia, el mundo en el cual cada hombre cuenta más que cualquiera otra cosa para aquellos a su alrededor: Ordenó ella en el palacio, a sus doncellas de lustrosa cabellera, poner al fuego un gran trípode, preparar un baño caliente para Héctor, de regreso de la batalla. ¡Tonta mujer! Lejos ya de los baños calientes yacía asesinado por la ojiverde Atena, quien guió el brazo de Aquiles. En verdad el pobre hombre estaba lejos de los baños calientes. Y no sólo él; casi toda La Ilíada tiene lugar lejos de los baños calientes; casi toda la vida humana, entonces como ahora, tiene lugar lejos de los baños calientes. Vemos aquí a la fuerza en su forma más brutal y sumaria —la fuerza que mata. Cuanto más variada en sus procesos y cuanto más sorprendente en sus efectos es esa otra fuerza, la fuerza que no mata, es decir, aquella que todavía no mata. Seguramente matará, posiblemente matará, o quizá tan sólo pende quieta y dispuesta sobre la cabeza de la criatura a quien puede matar, en cualquier momento, o lo que es lo mismo en todo momento. Bajo cualquier aspecto, su efecto es el mismo: transforma a un hombre en una piedra. De su primera propiedad (su capacidad de transformar a un ser humano en una cosa por el simple expediente de matarlo) fluye otra, bastante prodigiosa a su manera también, la capacidad de transformar a un ser humano en una cosa mientras está vivo todavía. Está vivo; tiene un alma; y, sin embargo, es una cosa. Extraordinaria entidad ésta —una cosa que tiene un alma. Y en cuanto al alma ¡en qué extraordinaria habitación se encuentra! ¿Quién puede decir lo que le cuesta, momento a momento, acomodarse a esta residencia? ¿Cuánta contorsión y dobleces, pliegues y quiebres se le piden? No fue hecha para vivir dentro de una cosa; si lo hace, bajo la presión de la necesidad, no hay un solo elemento de su naturaleza al que no se haga violencia. Un hombre se encuentra desarmado y desnudo frente a un arma que le apunta; esta persona se transforma en un cadáver antes que nadie o nada lo toque. Hace un minuto apenas, pensaba, actuaba, esperaba: Inmóvil reflexionaba. Y Licaón se le acercó. Aterrorizado, ansioso de tocar sus rodillas, esperando en su corazón escapar a la maligna muerte y al negro destino... Con una mano cogió suplicante sus rodillas, mientras que, con la otra, sujetaba la aguda lanza, sin soltarlo... Pronto, sin embargo, capta el hecho de que el arma que le apunta no será desviada; y ahora, todavía respirando, es simplemente materia; todavía pensando, ya no puede pensar más: Así habló, suplicante, el brillante hijo de Príamo. Pero fue amarga la respuesta que escuchó... Aquiles habló. Y a él le fallaron las rodillas y el corazón. Soltando su lanza, se arrodilló y extendió los brazos. Aquiles, sacando su filosa espada la encajó entre el cuello y la clavícula. La espada de dos filos se hundió hasta el puño. Él, boca abajo yacía quieto, y la sangre negra corría empapando el suelo. Si un desconocido, imposibilitado completamente, desarmado, sin fuerzas, se arroja a la merced de un guerrero, no está, por este solo acto, condenado a muerte; pero un momento de impaciencia de parte del guerrero bastará para privarlo de su vida. En todo caso, su carne ha perdido esa muy importante propiedad que en el laboratorio distingue a la carne viva de la muerta —la respuesta galvánica. Si se aplica a la pierna de una rana una descarga eléctrica, se crispa. Si se confronta a un ser humano con el tacto o la vista de algo horrible o aterrorizante, este manojo de músculos, nervios y carne se crispa igualmente. Único entre todas las cosas vivientes, el suplicante que acabamos de describir ni se estremece ni tiembla. Ha perdido el derecho a ello. Sus labios, al avanzar para tocar aquel objeto que para él, de entre todas las cosas, es el más lleno de horror, no se retraen sobre sus dientes —no pueden: Nadie vio entrar al gran Príamo. Se detuvo. Abrazó las rodillas de Aquiles, besó sus manos, esas terribles manos homicidas que habían dado muerte a tantos hijos suyos. La visión de un ser humano empujado a tal extremo de sufrimiento nos congela como la visión de un cuerpo muerto: Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera Aquiles se asombró al ver al divino Príamo... los otros se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Pero este sentimiento dura sólo un instante. Pronto la mera presencia de la criatura sufriente se olvida: ...Así habló. Aquiles recordando a su padre deseaba llorar, tomó al viejo del brazo y lo alejó de sí. Ambos lloraban afligidos por los recuerdos. Príamo pensando en Héctor, abatido a los pies de Aquiles matador de hombres; pero éste lloraba ahora por su padre, ahora por Patroclo, y los sollozos de ambos resonaron por toda la casa. No era insensibilidad la que hizo que Aquiles con un solo movimiento de la mano alejara de sí al viejo aferrado a sus rodillas; las palabras de Príamo, recordándole a su propio padre, lo habían conmovido hasta las lágrimas. Simplemente se trataba de sentirse libre en sus movimientos y actitudes, como si estorbando sus rodillas se encontrara no un suplicante sino un objeto inerte. Todo el que se encuentra en nuestra cercanía ejerce sobre nosotros cierto poder y un poder que sólo a él pertenece por el mero hecho de su presencia, esto es, el poder de detener, de reprimir, de modificar cada movimiento que nuestro cuerpo esboce. Si cedemos el paso a un transeúnte en el camino, no es lo mismo que hacerse a un lado para evitar un letrero; solos, en nuestra habitación, nos levantamos, caminamos y nos volvemos a sentar de modo muy diferente a como lo hacemos cuando tenemos una visita. Pero esta indefinible influencia que la presencia de otro ser humano tiene sobre nosotros, no la ejercen los hombres a quienes un momento de impaciencia puede privar de la vida, quienes pueden morir aun antes de que el pensamiento haya tenido oportunidad de sentenciarlos. En su presencia, la gente se mueve como si no estuvieran ahí; ellos, por su parte, bajo el riesgo de verse reducidos a la nada en un solo instante, imitan a la nada en sus propias personas. Empujados, caen. Caídos, yacen ahí mismo, a menos que el azar dé a algún otro la idea de levantarlos de nuevo. Pero suponiendo que por fin se les levante, se les honre con comentarios cordiales, no se aventuran aún a tomar en serio esta resurrección; no osan expresar un deseo, no sea que una voz irritada los reduzca de nuevo al silencio: ...Tales fueron sus palabras. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Si acaso se escucha el ruego de un suplicante, éste vuelve a ser otra vez un ser humano, como cualquier otro. Pero hay otras criaturas, más desafortunadas, quienes han sido convertidas en cosas por el resto de sus vidas. Sus días no contienen pasatiempos, ni espacios libres, ni lugar en ellos para ningún impulso propio. Y no es que sus vidas sean más duras que las de otros hombres, ni que ocupen un lugar más bajo en la jerarquía social; no, ellos son otra especie humana, un compromiso entre hombre y cadáver. La idea de que una persona sea una cosa es una contradicción lógica. Sin embargo, lo imposible en lógica se hace realidad en la vida y la contradicción, alojada dentro del alma la desgarra. Esta cosa está aspirando constantemente a ser un hombre o una mujer, sin lograrlo nunca —en esto, con seguridad está la muerte, pero una muerte prolongada a lo largo de toda la duración de la vida; aquí, con seguridad hay vida, pero una vida que la muerte ha congelado antes de abolir. Este es el extraño destino que aguarda a la doncella, la hija del sacerdote: ...no la cederé; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho... que aguarda a la joven esposa, a la joven madre, a la novia del príncipe: Y quizás un día, en Argos, tejerás tela para otro, e irás, por más que te pese, por el agua Meseiana o Hiperiana, cediendo ante la dura necesidad... que aguarda al infante, heredero del cetro real: Pronto los llevarán en las cóncavas naves, yo con ellos. Y tú, hijo mío, irás conmigo a una tierra donde trabajarás en tareas miserables, laborando para un amo implacable... A los ojos de la madre tal destino para su heredero es tan terrible como la muerte misma; el marido preferiría morir antes que ver a su esposa reducida a él; y un padre invoca todas las plagas del cielo contra el ejército que subyuga su hija a él. Sin embargo, las víctimas mismas se encuentran más allá de todo esto. Maldiciones, sentimientos de rebelión, ponderaciones, reflexiones sobre el futuro y el pasado han desaparecido de la mente del cautivo, y la memoria misma apenas si persiste. La fidelidad a su ciudad y a sus muertos no es un privilegio de esclavo. ¿Y qué se requiere para que el esclavo llore? El infortunio de su amo, de su opresor, de su despojador, de su saqueador, del hombre que asoló su aldea y mató a sus seres queridos ante sus propios ojos; este hombre sufre o muere y entonces surgen las lágrimas del esclavo. ¿Y en verdad, por qué no? Ésta es para él la única ocasión en que se permiten las lágrimas, más aún en la que son requeridas. Un esclavo llorará siempre que pueda hacerlo impunemente —su situación le reprime las lágrimas. Ella habló llorando, y las mujeres gimieron, usando el pretexto de Patroclo para lamentar sus propios tormentos. Puesto que el esclavo no tiene licencia para expresar nada, excepto lo que agrada a su amo, se sigue que la única emoción que puede conmoverlo o animarlo un poco, que puede alcanzarlo en la desolación de su vida, es la emoción de amor por su amo. No hay otro lugar a dónde dirigir el don del amor; todas las otras salidas están bloqueadas, justo como al caballo enjaezado, el freno, las varas, las riendas impiden todo camino, excepto uno. Y si por algún milagro nace una esperanza en el pecho de un esclavo, la esperanza de volver a ser, algún día, mediante la influencia de alguno, "alguien" otra vez, ¡cuán lejos no irán estos cautivos en la demostración de amor y agradecimiento, aun cuando tales emociones vayan dirigidas a los mismos hombres de quienes debieran, considerando el pasado muy reciente todavía, tener horror! Vi a mi marido, a quien mi padre y respetada madre me entregaron, lo vi ante los muros de la ciudad clavado por el agudo bronce. Mis tres hermanos, hijos conmigo de una sola madre. ¡Tan queridos por mí! Todos encontraron su día fatal. Pero cuando el ágil Aquiles asesinó a mi marido y asoló la ciudad de Mines, no me dejaste llorar, prometiéndome que el divino Aquiles me tomaría por su legítima esposa, que me llevaría lejos en sus naves, a Ptía, donde nuestras bodas se celebrarían entre los mirmidones; ahora sin descanso te lloro, a ti que siempre fuiste gentil. Perder más de lo que un esclavo pierde es imposible, porque pierde toda su vida interior. Todavía pudiera recuperar un fragmento de ella si ve la posibilidad de cambiar su destino, pero esta es su única esperanza. Tal es el imperio de la fuerza. Tan extenso como el de la naturaleza. La naturaleza también, cuando se trata de necesidades vitales, puede borrar la totalidad de la vida interior, aun el pesar de una madre: Pero le vino la idea de comer cuando se cansó de las lágrimas. La fuerza, en las manos de otro, ejerce sobre el alma la misma tiranía que el hambre extrema ejerce; porque posee, e in perpetuo, el poder de vida y muerte. Su norma, además, es tan fría y tan dura como la de la materia inerte. El hombre que se sabe más débil que otro está más solo en el corazón de una ciudad que un hombre perdido en el desierto. Hay dos toneles en el umbral de Zeus que contienen los dones que dispensa, los malos en uno, los buenos en el otro... Al hombre al que dispensa dones engañosos, lo expone al ultraje; una espantosa necesidad lo impulsa a través de la divina tierra; es un vagabundo y no lo respetan ni los dioses ni los hombres. La fuerza es tan implacable para el que la posee, o cree poseerla, como lo es para sus víctimas; a éstas las aplasta, a aquél lo intoxica. La verdad es que nadie en realidad la posee. En La Ilíada la estirpe humana no está dividida en personas conquistadas, esclavos, suplicantes por un lado y conquistadores y jefes por el otro. En este poema no hay un solo hombre que alguna vez u otra no haya tenido que doblar el cuello ante la fuerza. En La Ilíada el soldado común es libre y tiene derecho a portar armas; sin embargo, está sujeto a la indignidad de las órdenes y del abuso: Pero cada vez que se encontraba con un soldado raso gritando, lo golpeaba con el cetro y le hablaba ásperamente: "¡Bueno para nada! Guarda silencio y escucha a tus superiores, eres débil y cobarde y no eres guerrero, no sirves para nada, ni en la batalla ni en el consejo". Tersites paga caros los comentarios perfectamente razonables que hace; comentarios no del todo diferentes, por lo demás de los que hace Aquiles: ...con el cetro dióle un golpe en la espalda y los hombros. Se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda, debajo del áureo cetro. Sentóse turbado, y dolorido se enjugó las lágrimas. Los demás, aunque afligidos, rieron con gusto. Aquiles mismo, el héroe orgulloso, el invencible, se nos muestra al inicio del poema llorando de humillación y con desvalido pesar —la mujer que quería para novia le ha sido arrebatada bajo sus narices y no ha osado oponerse: Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros y sentóse a orillas del espumoso mar. Lo que ha ocurrido es que Agamenón ha humillado deliberadamente a Aquiles, para mostrarle que él es el amo: ...para que sepas cuánto más poderoso soy yo y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo. Pero pasan unos cuantos días y el supremo comandante llora a su vez. Tiene que humillarse, tiene que rogar y, es más, sufrir la miseria adicional de que todo esto sea en vano. De la misma manera, no se ahorra a uno solo de los combatientes la vergonzosa experiencia del miedo. Los héroes tiemblan como cualquier otro. Un reto de Héctor es suficiente para arrojar a toda la fuerza griega a la consternación, excepto a Aquiles y a sus hombres, porque no estaban presentes: habló y todos callaron y se mantuvieron quietos, avergonzados de rehusar, temerosos de aceptar. Pero una vez que Ayante se adelanta y se ofrece, el miedo cambia rápidamente de bando: un escalofrío de terror recorrió a los troyanos, debilitando sus miembros; Héctor mismo sintió su corazón saltar en el pecho, pero ya no tenía derecho a temblar o a huir. Dos días más tarde le toca a Ayante aterrorizarse: Zeus, el padre altísimo, hace surgir el miedo en Ayante. Se detiene, abrumado, pone tras él su escudo hecho de siete cueros, tiembla, mira a la multitud a su alrededor como una bestia acorralada. Hasta para Aquiles el momento llega; él también deberá temblar y tartamudear de miedo, aunque sea un río el que tiene este efecto sobre él, no un hombre. Pero, con excepción de Aquiles, todo hombre en La Ilíada prueba un momento de derrota en la batalla. La victoria es menos un asunto de valor que de destino ciego, éste se simboliza en el poema con la balanza dorada de Zeus: Entonces, Zeus el padre tomó su dorada balanza, en ella puso los dos destinos de muerte que caen sobre todos los hombres, uno para los troyanos, domadores de caballos, otro para los aqueos de broncíneas corazas. Cogió la balanza por el centro; fue el platillo del día fatal de Grecia el que descendió. Por su misma ceguera, el destino establece una clase de justicia. Ciega también es aquella que decreta para los guerreros el castigo en la misma moneda. El que toma la espada, perecerá por la espada. La Ilíada formuló el principio mucho antes que los Evangelios y casi en los mismos términos: Ares es justo y mata a los que matan. Quizá todos los hombres, por el mero hecho de haber nacido, están destinados a sufrir violencia; sin embargo, esta es una verdad a la que las circunstancias cierran los ojos de los hombres. Los fuertes de hecho nunca son absolutamente fuertes, ni son los débiles absolutamente débiles, pero ninguno se percata de esto. Tienen en común el rehusarse a creer que ambos pertenecen a la misma especie: el débil no ve relación alguna entre él y el fuerte y viceversa. El hombre que posee la fuerza parece caminar a través de un elemento sin resistencia; en la sustancia humana que lo rodea nada tiene el poder de interponer, entre el impulso y el acto, un mínimo intervalo de reflexión. En donde no hay lugar para la reflexión, tampoco lo hay para la justicia ni para la prudencia. De ahí que veamos a los hombres armados comportarse áspera y locamente, que veamos sus espadas enterrarse en el pecho de un enemigo desarmado, quien se encuentra en el acto mismo de implorar arrodillado. Que los veamos triunfar sobre un moribundo describiéndole los ultrajes que su cadáver soportará. Que veamos a Aquiles cortar las gargantas de doce muchachos troyanos sobre la pira funeraria de Patroclo, con tanta naturalidad como quien corta flores para una tumba. Los hombres que empuñan el poder no imaginan que las consecuencias de sus actos a la larga regresarán a ellos —a su vez, también inclinarán el cuello. Si puedes hacer que un anciano permanezca silencioso, tiemble, obedezca a una sola palabra tuya, ¿por qué se te habría de ocurrir que las maldiciones de este viejo, quien después de todo no es más que un sacerdote, tendrán su propia importancia a los ojos de los dioses? ¿Por qué refrenarte y no arrebatarle a Aquiles su muchacha, si sabes que ni él ni ella pueden hacer nada sino obedecerte? Aquiles se regocija ante la vista de los griegos huyendo en miseria y confusión. ¿Qué cosa hay que pudiera sugerirle que este camino será la causa de la muerte de su amigo y, para tal caso, de la suya propia? Así sucede que aquellos a quienes el destino ha concedido fuerza en préstamo se apoyan en ella demasiado y son destruidos. Pero por el momento la propia destrucción les parece imposible. Porque no ven que la fuerza que poseen está limitada en cantidad; ni consideran sus relaciones con los demás seres humanos como una especie de balance entre cantidades desiguales de fuerza. Puesto que la demás gente no impone a sus movimientos ese alto, esa pausa de vacilación, en donde se encuentra toda nuestra consideración hacia nuestros hermanos en humanidad, concluyen que a ellos el destino les ha concedido una licencia total y ninguna a sus inferiores. Y en este punto exceden la medida de la fuerza que en realidad está a su disposición. Inevitablemente la exceden, puesto que no son conscientes de que es limitada. Y ahora los vemos de forma irremisible a merced del azar; repentinamente las cosas dejan de obedecerlos. Algunas veces el azar es amable con ellos, otras cruel. Pero en cualquier caso ahí están, expuestos, abiertos a la desgracia; ya sin la armadura de poder que inicialmente protegía sus almas desnudas, nada, ningún escudo los separa de las lágrimas. Esta retribución de rigor geométrico, que actúa automáticamente para castigar el abuso de la fuerza, fue el tema principal del pensamiento griego. Es el alma de la épica. Bajo el nombre de Némesis funciona como la fuente clave de las tragedias de Esquilo. Para los pitagóricos, para Sócrates y Platón, fue el punto de despegue de la especulación sobre la naturaleza del hombre y del universo. En donde quiera que el helenismo penetró, hallamos que la idea de esto es familiar. En los países orientales empapados de budismo, es esta idea griega la que quizás ha vivido en ellos bajo el nombre de karma. El Occidente, sin embargo, la ha perdido y ya ni siquiera tiene una palabra para expresarla en ninguna de sus lenguas: los conceptos de límite, medida, equilibrio, que debieran determinar la conducta de la vida, están en Occidente restringidos a una función servil en el vocabulario de la técnica. Sólo somos geómetras de la materia; los griegos eran ante todo geómetras en su aprendizaje de la virtud. El progreso de la guerra en La Ilíada es simplemente un continuo vaivén. El vencedor del momento se siente invencible, aun cuando, sólo una pocas horas antes, haya experimentado la derrota; olvida considerar a la victoria como una cosa transitoria. Al final del primer día de combate descrito en La Ilíada los griegos victoriosos se hallaban en posición de obtener el objeto de todos sus esfuerzos, esto es, Helena y sus riquezas —suponiendo, desde luego, como lo hizo Homero, que los griegos tuvieran razón al creer que Helena estaba en Troya. En realidad los sacerdotes egipcios, quienes deben haber sabido, afirmaron después a Herodoto que a la sazón ella estaba en Egipto. En cualquier caso, aquella tarde los griegos ya no se interesaron más en ella ni en sus posesiones: "...no aceptemos por el momento las riquezas de Paris, ni a Helena; todos ven, aun el más ignorante, que Troya se encuentra al borde de la ruina". Dijo, y todos los aqueos lo aclamaron. Lo que quieren es, de hecho, todo. Todas las riquezas de Troya por botín; para sus hogueras todos los palacios, los templos, las casas; por esclavos todas las mujeres y los niños; por cadáveres todos los hombres. Olvidan un detalle, que no todo está en su poder, porque no están aún en Troya. Quizás estén mañana; quizá no. Héctor, el mismo día, comete el mismo error: Lo sé en mis entrañas y en mi corazón, un día llegará cuando la santa Troya perezca, Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza. Pero pienso menos en el pesar que aguarda a los troyanos, a Hécuba misma, al rey Príamo, y a mis hermanos, tan numerosos y tan valerosos, quienes caerán en el polvo bajo los golpes del enemigo, que en ti ese día cuando un griego cubierto de bronce te arrastre lejos, llorosa, y te despoje de tu libertad. En cuanto a mí, ¡que haya muerto y me haya cubierto la tierra antes de que te oiga gritar y te vea llevar a rastras! ¿Qué no daría en este momento para evitar esos horrores que cree inevitables? Pero en este momento nada que él pudiera dar serviría de nada. En menos de un día, sin embargo, los griegos han huido miserablemente y Agamenón mismo está a favor de hacerse a la mar de nuevo. Y ahora Héctor, haciendo muy pocas concesiones, podría haber asegurado fácilmente la partida del enemigo; pero ahora está reacio a dejarlos ir con las manos vacías: Encended fuegos por todas partes y dejad que su resplandor llegue a los cielos, no sea que durante la noche los aqueos de largas cabelleras, escapando, naveguen sobre el ancho dorso del océano... Que cada uno de ellos se lleve a su casa una herida que curar... así, otros temerán acarrear la luctuosa guerra a los teucros domadores de caballos. Se le concede su deseo; los griegos se quedan; y al día siguiente reducen a Héctor y a sus hombres a una condición lamentable: En cuanto a ellos —huyeron a través de la llanura como ganado al que el león caza ante él en la oscuridad de la noche... Así, el poderoso Agamenón Atrida los persiguió, matando a los rezagados; y en silencio huyeron. En el transcurso de la tarde, Héctor recupera su ventaja, se retira de nuevo, luego pone en fuga a los griegos, más tarde es repelido por Patroclo, quien ha llegado con tropas frescas. Patroclo, forzando su ventaja, termina por verse él mismo expuesto, herido y sin armadura ante la espada de Héctor. Y finalmente esa tarde Héctor, victorioso, escucha el consejo prudente de Polidamante para rechazarlo cortantemente: Y ahora que el hijo del artero Cronos me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y acorralar contra el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún troyano te obedecerá porque no lo permitiré... Así se expresó Héctor, y los teucros lo aclamaron... Al día siguiente Héctor está perdido. Aquiles lo ha hostigado por todo el campo y está a punto de matarlo; de los dos siempre ha sido el más fuerte en el combate; ¿cuanto más ahora, después de varias semanas de descanso, deseoso de venganza y de victoria, contra un enemigo agotado? Y Héctor permanece solo al pie de las murallas de Troya, absolutamente solo, solo en espera de la muerte y para serenar su alma frente a ella: ¡Ay de mí si traspongo las puertas y la muralla! El primero en dirigirme reproches será Polidamante... Y ahora que por mi osadía he destruido a mi ejército, temo a los troyanos y a las troyanas de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: "Héctor, fiado en su pujanza perdió las tropas"... ¿Y si ahora, dejando en el suelo mi repujado escudo y mi fuerte casco y apoyando mi pica contra la muralla, saliera al encuentro de Aquiles?... Pero, ¿por qué tejer estas fantasías? ¿Por qué tales sueños? No, no iré a suplicarle, que ni tendrá piedad de mí, ni me respetará. Me mataría como a una mujer, si me presentara así desnudo... Ni una iota del dolor y de la ignominia que se abaten sobre el desafortunado se le ahorra a Héctor. Solo, despojado del prestigio de la fuerza, descubre que el valor que le ha impedido buscar refugio en las murallas no es suficiente para salvarlo de la fuga: Viéndolo, Héctor comenzó a temblar y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y huyó espantado. La contienda no es por una oveja ni por una piel de buey, no por las recompensas usuales de una carrera; es por la vida de Héctor, domador de caballos. Herido de muerte, realza el triunfo de su vencedor con vanas súplicas: Te imploro, por tu alma, por tus rodillas, por tus padres... Pero el auditorio de La Ilíada sabía que la muerte de Héctor no sería sino una dicha breve para Aquiles, y la muerte de Aquiles no sería sino una dicha breve para los troyanos, y la destrucción de Troya no sería sino una dicha breve para los aqueos. Así, pues, la violencia acaba con todo aquel que siente su toque. Llega a parecer tan externa al que la emplea como a su víctima. De aquí surge la idea de un destino ante el cual el verdugo y la víctima son igualmente inocentes, ante el cual conquistado y conquistador son hermanos en una misma congoja. El conquistado trae desdicha al conquistador y viceversa: Un hijo único le había nacido... de corta edad abandonado por mí, crece —porque lejos de mi hogar acampo ante Troya, dañándote a ti y a tus hijos. Un uso moderado de la fuerza, el que sólo permitiera al hombre evitar enredarse en su maquinaria, requeriría una virtud sobrehumana, que es tan rara como la dignidad en la debilidad. Aunque tampoco la moderación misma carece de peligros, ya que el prestigio, del que la fuerza obtiene por lo menos tres cuartas partes de su intensidad, descansa principalmente sobre esa increíble indiferencia que el fuerte siente hacia el débil, una indiferencia tan contagiosa que infecta a la misma gente que es su objeto. Más bien se suele llegar al exceso sin pasar por la prudencia o las consideraciones políticas. El hombre se lanza a él como a una irresistible tentación. Ocasionalmente se oye la voz de la razón en boca de los personajes de La Ilíada. Los discursos de Tersites son razonables en alto grado; como lo son los de Aquiles enojado: Nada vale mi vida, ni todos los bienes que dicen que la bien construida Ilión contiene... Un hombre puede capturar novillos y gordas ovejas, pero, una vez muerto, no puede recuperar su alma. Sin embargo, las palabras razonables caen en el vacío. Si provienen de un inferior, se le castiga y se calla; si de un jefe, sus actos lo desmienten. Y fallando todo lo demás, siempre hay a la mano un dios para aconsejarle ser irrazonable. Al final la idea misma de querer escapar al papel que el destino le ha asignado a uno —el asunto de matar y morir— desaparece de la mente: Nosotros a quienes Zeus ha destinado al sufrimiento desde la juventud hasta la vejez, sufrimiento en guerras gravosas, hasta que perezcamos hasta el último hombre. Ya estos guerreros, como los de Craonne mucho más tarde, se sienten "hombres condenados". Fue la más simple de las trampas la que los puso en esta situación. Al principio, al embarcarse, sus corazones están ligeros, como siempre están los corazones cuando tienes una gran fuerza a tu lado y nada sino el espacio se te opone. Tienen las armas en las manos; el enemigo está ausente. A menos que tu espíritu haya sido vencido por adelantado por la reputación del enemigo, siempre te sientes mucho más fuerte que cualquiera que no esté ahí. Un hombre ausente no impone el yugo de la necesidad. Ninguna necesidad se presenta todavía a los espíritus de los que se embarcan; en consecuencia se van como a un juego, como a una vacación del confinamiento de la vida diaria. ¿Qué es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos, y con la que decíais presuntuosamente en Lemnos, hartándonos con la carne de las cornudas reses, bebiendo de las crateras desbordantes de vino, que cada uno haría frente a cien, o doscientos troyanos en la batalla? Ahora, uno es demasiado para nosotros. Pero el primer contacto de guerra no destruye de inmediato la ilusión de que la guerra es un juego. La necesidad en la guerra es terrible, de una clase totalmente diferente de la necesidad en la paz. Tan terrible es que el espíritu humano no se somete a ella mientras le sea posible escapar; y siempre que escapa toma refugio en largos días carentes de necesidad, días de juego, de ensoñación, días arbitrarios e irreales. El peligro entonces se convierte en una abstracción; las vidas que destruyes son como los juguetes que un niño rompe y, al igual que él, incapaz de sentimiento; el heroísmo no es sino un gesto teatral y manchado de alarde. Esto se hace doblemente verdadero si un acceso momentáneo de vitalidad viene a reforzar la mano divina que protege de la derrota y de la muerte. Entonces se ama la guerra burda, fácil y bajamente. Pero, en la mayoría de los combatientes, este estado de mente no persiste. Pronto llega el día cuando el miedo, la derrota o la muerte de los camaradas bien amados, toca el espíritu del guerrero y éste se deshace en las manos de la necesidad. En ese momento la guerra deja de ser un juego o un sueño; ahora, al final, el guerrero ya no puede dudar de la realidad de su existencia. Y esta realidad que percibe es dura, demasiado dura de llevar pues envuelve a la muerte. Una vez que reconoces que la muerte es una posibilidad real, el pensamiento de ella se hace insoportable, excepto por instantes. Es verdad, todos los hombres están destinados a morir; también es verdad, un soldado puede envejecer en batallas; sin embargo, para aquellos cuyo espíritu ha sido doblegado por el yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el futuro es diferente de como es para los otros hombres. Para los otros hombres la muerte aparece como un límite puesto por adelantado en el futuro; para el soldado la muerte es el futuro, el futuro que su profesión le asigna. Y sin embargo, la idea de que el hombre tenga a la muerte por futuro es repugnante a la naturaleza. Una vez que la experiencia de la guerra hace visible la posibilidad de la muerte que se encuentra encerrada en cada momento, nuestros pensamientos no pueden viajar de un día al siguiente sin encontrar la cara de la muerte. La mente se tensa entonces hasta un grado sólo soportable por un corto tiempo; cada nueva alba reintroduce la misma necesidad; y los días se apilan sobre días para formar años. En cada uno de estos días el alma sufre violencia. Como el pensamiento no puede viajar a través del tiempo sin encontrar a la muerte en el camino, cada mañana, regularmente, el alma se castra en sus aspiraciones. Así, la guerra borra toda concepción de propósito o meta, incluyendo sus propias "metas de guerra". Borra hasta la noción misma de la posibilidad de terminar la guerra. Si se está fuera de una situación tan violenta como ésta se piensa inconcebible; si se está dentro se es incapaz de concebir su fin. Consecuentemente, nadie hace nada para acarrear tal fin. En presencia de un enemigo armado, ¿qué mano puede soltar el arma? La mente debiera encontrar una salida, pero la mente ha perdido toda capacidad que le permita ni siquiera mirar hacia afuera. La mente está completamente absorta en hacer ella misma violencia. Siempre en la vida humana, cuando se trata de guerra o esclavitud, se siguen intolerables sufrimientos, por así decir, por su intrínseca gravedad específica, con lo que aparecen al no involucrado en ellas como si fueran fáciles de soportar; en realidad, continúan porque han despojado al que los sufre de los recursos que pudieran servirle para zafarse. Sin embargo, el alma esclavizada a la guerra clama por su liberación, pero la liberación se le aparece bajo un aspecto extremo y trágico, el aspecto de la destrucción. Cualquiera otra solución, más moderada, de carácter más razonable, expondría la mente a un sufrimiento tan crudo, tan violento que no podría ser soportado, ni siquiera como recuerdo. Terror, pesar, agotamiento, matanza, aniquilación de los camaradas — ¿es creíble que estas cosas no habrían de desgarrar continuamente el alma, si la intoxicación de la fuerza no hubiera intervenido para ahogarlas? La idea de que un esfuerzo ilimitado haya de acarrear sólo un provecho limitado o ninguno es terriblemente dolorosa. ¿Qué? ¿Dejar a Príamo y a los troyanos jactarse de la argiva Helena, ella por quien tantos griegos murieron ante Troya, lejos de su tierra nativa?... ¿Qué? ¿Quieres que dejemos la ciudad, la Troya de anchas calles, después de haber padecido por ella tantas fatigas? Pero, en realidad, ¿qué es Helena para Ulises? ¿Qué es, en verdad, Troya, llena de riquezas que no lo compensarán por la ruina de Ítaca? Para los griegos, Troya y Helena son en realidad meras fuentes de sangre y lágrimas; dominarlas es dominar espantosos recuerdos. Si la existencia de un enemigo ha hecho al alma destruir en sí misma la cosa que la naturaleza puso ahí, entonces el único remedio que el alma puede imaginar es la destrucción del enemigo. Al mismo tiempo, la muerte de los muy amados camaradas levanta un espíritu de sombría emulación, una rivalidad en la muerte: ¡Muera yo, pues, al momento! Ya que el destino no me ha permitido proteger a mi querido amigo, quien lejos del hogar pereció anhelando que yo lo defendiera de la muerte. Así, ahora busco al asesino de mi amigo, a Héctor. Y encontraré la muerte en el momento que Zeus lo disponga —Zeus y los otros inmortales. La desesperación que lo impulsa hacia la muerte por un lado es la misma que lo impulsa a la matanza por el otro: Lo sé bien, mi destino es perecer aquí, lejos del padre y de la muy querida madre; pero mientras tanto, no me detendré hasta que los troyanos no se hayan hartado de la guerra. El hombre presa de esta doble necesidad de morir y matar pertenece, mientras no se haya convertido en algo distinto, a una raza diferente de la raza de los vivos. ¿Qué eco pueden las tímidas esperanzas de vida despertar en un corazón así? ¿Cómo podrá oír la derrotada súplica por ver una vez más la luz del día? La vida amenazada ya ha sido despojada de toda relevancia por una sola y simple diferencia: ahora está desarmada y su adversario posee un arma. A más de esto, ¿cómo puede un hombre que ha arrancado de sí mismo la noción de que es dulce de mirar la luz del día, respetar tal noción cuando aparece en algún fútil y humilde lamento? Abrazo tus rodillas, Aquiles. Piensa, ten piedad de mí. Aquí estoy, ¡oh hijo de Zeus!, suplicante, para ser respetado. En tu casa fue donde probé por vez primera el pan de Deméter, ese día me atrapaste en mi bien podada viña y me vendiste enviándome lejos de mi padre y amigos, a la santa Lemnos; cien bueyes fue mi precio. Ahora te pagaré trescientos por mi rescate. Después de tantos pesares este amanecer es para mí mi doceavo día en Ilión; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Zeus ciertamente debe odiarme cuando nuevamente me entrega a ti. ¡Ay Laótoe, pobre madre mía, hija del viejo Altes —hijo de vida corta diste a luz! ¡Qué recibimiento obtiene esta débil esperanza! ...muere amigo tú también. ¿Por qué tanto escándalo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿Me ves cuán gallardo y poderoso soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también yo como tú deberé encontrar mi hado cruel. Llegará en una mañana, en una tarde o en un mediodía la hora en que un guerrero armado me quite la vida. Respetar la vida en otro cuando has tenido que castrarte de todo anhelo por ella demanda de la generosidad un esfuerzo que verdaderamente rompe el corazón. Es imposible imaginar a ninguno de los guerreros de Homero capaz de tal esfuerzo, a menos que sea ese guerrero que habita de forma peculiar el centro del poema —quiero decir Patroclo, quien "sabía ser dulce con todo el mundo", y quien en toda La Ilíada no comete ningún acto cruel ni brutal. Pero, ¿cuántos hombres conocemos en los varios miles de años de historia humana que hayan mostrado una generosidad tan divina? ¿Dos, tres? Aun esto es dudoso. Careciendo de esta generosidad, el conquistador es como un azote de la naturaleza. Poseído por la guerra, él, como el esclavo, se convierte en cosa, aunque su transformación es diferente —sobre él también las palabras son impotentes como sobre la materia misma. Ambos, al contacto de la fuerza, experimentan sus efectos inevitables: se vuelven sordos y mudos. Tal es la naturaleza de la fuerza. Es doble en su capacidad de convertir a un hombre en una cosa, y en su aplicación es de doble filo. Aquellos que la usan y aquellos que la sufren se convierten en piedra en el mismo grado, aunque de modos diferentes. Esta propiedad de la fuerza alcanza su máxima eficiencia durante el choque armado, en la batalla, cuando la marea del día ha cambiado y todo se precipita hacia una decisión. No es el designio del hombre, no es la estrategia, no es la acción subsecuente a la resolución tomada, lo que gana o pierde una batalla; las batallas se dan y se deciden por hombres desprovistos de estas facultades, hombres que han sufrido una transformación, que han caído ya sea al nivel de la materia inerte, que es pasividad pura, o al nivel de la fuerza ciega, que es impulso puro. Aquí es donde se encuentra el último secreto de la guerra, un secreto revelado por La Ilíada en sus símiles, que comparan a los guerreros ya sea con el fuego, la inundación, el viento, las bestias salvajes, o sabe Dios cuál causa ciega de desastre; o si no, con animales asustados, árboles, agua, arena o cualquier cosa en la naturaleza puesta en movimiento por la violencia de fuerzas externas. Aqueos y teucros, de un día para el siguiente, en ocasiones hasta de una hora a la siguiente, experimentan, de ida y vuelta, una u otra de estas transformaciones: Como cuando un león, asesino, salta sobre el ganado que por miles pasta en una vasta llanura...Y sus flancos se alzan con terror; del mismo modo, los aqueos en pánico dispersados ante Héctor y Zeus el magnífico padre. Como al estallar un voraz incendio en la espesura del monte, el viento esparce las chispas y lo propaga por todas partes, y los árboles, las raíces y las ramas arden en llamas, así Agamenón Atrida rugiendo entre las filas de los troyanos en fuga... El arte de la guerra es simplemente el arte de producir tales transformaciones, y su equipo y sus procedimientos, aun las bajas que se inflingen al enemigo, son sólo medios dirigidos a este fin —su objetivo verdadero es el alma del guerrero. Y, sin embargo, estas transformaciones siempre son un misterio; los dioses son sus autores, ellos quienes inflaman la imaginación de los hombres. Pero como quiera que se causen, esta cualidad petrificadora de la fuerza, siempre en ambos sentidos, es esencial a su naturaleza; y un alma que ha entrado al dominio de la fuerza no escapará a esto, excepto por un milagro. Tales milagros son raros y de breve duración. La perversidad del conquistador, que no conoce el respeto por ninguna criatura o cosa que se encuentre a su merced o se imagine que lo está, la desesperación que impulsa al soldado a la destrucción, la extinción del esclavo o del conquistado, el matadero al mayoreo, son todos elementos que se combinan en La Ilíada para armar un cuadro de uniforme horror, en el cual la fuerza es el héroe único. Resultaría de una monotonía desoladora si no fuera por esos pocos momentos luminosos, dispersados aquí y allá por todo el poema, esos breves, celestiales momentos en que el hombre es dueño de su alma. El alma que despierta, entonces, para vivir por un solo instante y perderse casi al momento en el vasto reino de la fuerza, despierta pura e íntegra, sin ambigüedades, nada complicado o turbio hay en ella; no tiene lugar para nada sino es para el valor y el amor. Algunas veces el hombre encuentra su alma en el curso de deliberaciones internas: la encuentra, como Héctor ante Troya, mientras trata de enfrentar al destino en sus propios términos sin ayuda de dioses o de hombres. En otras ocasiones, es en un momento de amor cuando los hombres descubren sus almas —y difícilmente hay ninguna forma de amor puro conocido por la humanidad que La Ilíada no trate. La tradición de la hospitalidad persiste, aun a través de varias generaciones, para disipar la ceguera del combate: Así soy para ti un amado huésped en el regazo de Argos... desviemos nuestras lanzas uno del otro, aun en batalla. Continuamente se describe el amor del hijo por sus padres, del padre por el hijo, de la madre por el hijo, de una manera tan conmovedora como breve: Respondióle Tetis derramando lágrimas: "¡Ay hijo mío! ¿Por qué te he criado si en hora aciaga te di a luz?... ¡ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración!" También el amor fraternal: Mis tres hermanos a quienes llevó mi madre antes que a mí, tan queridos... El amor conyugal, condenado al pesar, es de asombrosa pureza. Imaginando las humillaciones de la esclavitud que esperan a la esposa amada, el marido sufre la indignidad que aun anticipadamente mancharía su ternura. ¿Qué puede ser más verdadero que las palabras dichas por su esposa al hombre a punto de morir? ...más me valiera, al perderte, que la tierra me tragara. Ningún consuelo habrá para mí cuando hayas encontrado tu destino cargado de muerte, sólo habrá pesar, sólo habrá dolor para mí... No menos conmovedoras son las palabras dirigidas a un marido muerto: Querido esposo, moriste joven y me dejas viuda en el palacio, sumida en triste duelo. Y nuestro hijo es aún infante, el hijo que tú y yo, unidos por el destino, engendramos. Pienso que nunca llegará a la juventud... Porque no moriste en tu cama, sosteniendo mi mano y diciéndome prudentes palabras que noche y día, para siempre, cuando llore, puedan vivir en mi memoria. La más hermosa amistad de todas, la amistad entre los compañeros de armas, es el tema final de La Épica: ...pero Aquiles lloraba pensando en el amado camarada; el sueño que todo lo vence no le llegaba; daba de vueltas una y otra vez. Pero el más puro triunfo del amor, la corona de gracia de la guerra, es la amistad que fluye de los corazones de enemigos mortales. Ante ella, un hijo asesinado o un amigo asesinado ya no clama más venganza. Ante ella —aún más milagrosamente— la distancia entre benefactor y suplicante, entre vencedor y vencido, se reduce a nada: y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, observando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y cuando se hubieron deleitado con la contemplación uno del otro... Estos momentos de gracia son raros en La Ilíada, pero son suficientes para hacernos sentir con agudo pesar que es lo que la violencia ha matado y matará de nuevo. Tal apilamiento de actos violentos tendría un efecto frígido, de no ser por la nota de incurable amargura que continuamente se hace oír, aunque a menudo sólo una única palabra, un mero acento del verso, o una línea inconclusa marque su presencia. Es en esto en lo que La Ilíada es absolutamente única, en esta amargura que proviene de la ternura y que se extiende a toda la raza humana, imparcial como la luz del sol. Nunca pierde el tono su colorido de amargura; pero nunca cae la amargura en lamentación. Justicia y amor, que difícilmente tienen lugar en este estudio de actos extremos y de actos injustos de violencia, bañan, sin embargo, la obra en su luz, sin hacerse notorios por sí mismos, excepto por una especie de acento. No se desprecia nada precioso, sea o no la muerte su destino; la desdicha de cada uno se muestra desnuda, sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por arriba o por abajo de la condición común a todos los hombres; todo lo que se destruye se lamenta. Vencedores y vencidos nos son presentados con igual cercanía; a igual título se ve a ambos como contrapartes del poeta y del que escucha. Si hay alguna diferencia, ésta es que las desgracias del enemigo son quizá más agudamente sentidas. Así cayó ahí, a dormir el sueño de bronce, ¡desdichado!, lejos de su esposa, defendiendo a su pueblo... ¡Y qué acentos hacen eco al destino del muchacho que Aquiles vendió en Lemnos! ...estuvo celebrando con sus amigos durante once días su regreso de Lemnos; mas al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, quien debía mandarlo al Hades sin que él lo deseara. Y el destino de Euforbo, quien vio un solo día de guerra. ...se empaparon de sangre sus cabellos, semejantes a los de las Gracias. Cuando se llora a Héctor: Guardián de castas esposas y de niños pequeños. En estas cuantas palabras aparecen la castidad manchada por la fuerza y la niñez entregada a la espada. La fuente a las puertas de Troya se convierte en objeto de punzante nostalgia cuando Héctor corre a su lado buscando eludir su condena: ...cerca hay unos grandes y hermosos lavaderos de piedra, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempos de paz, antes de que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, perseguido y perseguidor. Toda La Ilíada se encuentra bajo la sombra de la más grande calamidad que la raza humana pueda experimentar —la destrucción de una ciudad. Esta calamidad no podría desgarrar más el corazón del poeta de haber nacido en Troya. Pero el tono no es diferente cuando los aqueos mueren, lejos de su hogar. En cuanto a esta otra vida, la vida de los vivos, aparece calma y plena, las breves evocaciones del mundo de la paz se sienten como un dolor: Rompía el alba y se levantaba el día, y ya en ambos lados volaban las flechas y caían los hombres. A la misma hora en que el leñador prepara su almuerzo en los valles montañosos, cuando sus brazos están hartos de cortar los grandes árboles, y el disgusto surge en su corazón, y el deseo por el dulce alimento se apodera de sus entrañas, a esa hora, por su valor los dánaos rompieron las falanges teucras. La Ilíada envuelve en poesía todo lo que no es la guerra, todo lo que la guerra destruye o amenaza; las realidades de la guerra, nunca. Ninguna reticencia vela el paso de la vida a la muerte: entonces le salieron volando los dientes; de los dos lados la sangre le llegó a los ojos; la sangre que de los labios y la nariz iba derramando, con la boca abierta; la muerte lo envolvió como una negra nube. La fría brutalidad de los hechos de guerra se deja sin disfraz; no se hace mofa ni del vencedor ni del vencido y no son ni admirados, ni odiados. Casi siempre el destino y los dioses deciden el cambio de la suerte en la batalla. Dentro de los límites fijados por el destino, los dioses determinan con soberana autoridad la victoria y la derrota. Son ellos siempre quienes provocan esos ataques de locura, esas perfidias que están constantemente bloqueando la paz; la guerra es su verdadero negocio; sus únicos motivos, el capricho y la malicia. En cuanto a los guerreros, vencedores o vencidos, esas comparaciones que los asemejan a bestias o cosas no pueden inspirar ni admiración ni desprecio, sino sólo pesar de que esos hombres sean capaces de ser transformados así. Es posible que haya, ignoradas por nosotros, otras expresiones del extraordinario sentido de la equidad que respira a través de La Ilíada; pero ciertamente no ha sido imitado. Apenas se da uno cuenta que el poeta es un griego y no un troyano. El tono del poema proporciona una clave directa al origen de sus partes más antiguas; la historia quizá nunca será capaz de decirnos más. Si uno cree con Tucídides que ochenta años después de la caída de Troya los aqueos a su vez fueron conquistados, uno se puede preguntar si estos cantos, con sus pocas referencias al hierro, no son los cantos de un pueblo conquistado, del cual algunos fueron al exilio. Obligados a vivir y a morir, "muy lejos de la patria" como los griegos que cayeron ante Troya, habiendo perdido sus ciudades como los troyanos, veían su propia imagen tanto en los conquistadores, quienes habían sido sus padres, como en los conquistados, cuya miseria era como la propia. Todavía podían ver la guerra de Troya después de ese breve lapso de años a su verdadera luz, no glosada aún ni por el orgullo ni por la vergüenza. Podían mirarla simultáneamente como conquistados y como conquistadores, y así percibir lo que ni conquistador ni conquistado nunca vio, porque ambos estaban cegados. Desde luego que esto es una mera imaginación; sólo se pueden ver tiempos tan distantes con la luz de la imaginación. En todo caso, este poema es un milagro. Su amargura es la única amargura justificable, porque brota del avasallamiento del espíritu humano por la fuerza, esto es, en último análisis, por la materia. Este avasallamiento es la suerte común, aunque cada espíritu lo soporta de manera diferente, en proporción a su propia virtud. A nadie en La Ilíada se le ahorra, al igual que a nadie sobre la tierra. Ninguno que sucumbe a él es por este hecho mirado con desprecio. Quienquiera que en el interior de su propia alma y en las relaciones humanas escapa al dominio de la fuerza es amado, pero amado pesarosamente por la amenaza de destrucción que constantemente pende sobre él. Tal es el espíritu de la única verdadera épica que el Occidente posee. La Odisea parece tan sólo una buena imitación, a veces de La Ilíada, a veces de poemas orientales; La Eneida es una imitación que por brillante que sea está desfigurada por la frigidez, la ostentación y el mal gusto. Las canciones de gesta, careciendo del sentido de la equidad, no podrían alcanzar la grandeza: en la Chanson de Roland la muerte de un enemigo no duele ni al autor ni al lector de la misma manera que la muerte de Rolando. La tragedia ática, o en cualquier caso la tragedia de Esquilo y de Sófocles, es la verdadera continuación de la épica. La concepción de la justicia la ilumina sin intervenir directamente en ella; aquí, la fuerza aparece en su frialdad y dureza, siempre acompañada de los efectos de cuya fatalidad no escapan ni los que la usan ni los que la padecen; aquí, la vergüenza del espíritu coercido ni se disimula, ni se envuelve en fácil piedad, ni se exhibe a nuestro desprecio; aquí, más de un espíritu herido y degradado por la desgracia se ofrece a nuestra admiración. Los Evangelios son la última maravillosa expresión del genio griego, así como La Ilíada es la primera: en ellos el espíritu griego se revela no sólo en el mandato dado a la humanidad de buscar el amor por encima de todos los bienes, "el reino y la justicia de nuestro Padre Celestial", sino también en el hecho de que el sufrimiento humano se expone desnudo, y lo vemos en un ser quien es a la vez divino y humano. El relato de la Pasión muestra que un espíritu divino, encarnado, es cambiado por la desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en las profundidades de su agonía, separado de los hombres y de Dios. El sentido del infortunio humano da a los Evangelios ese acento de simplicidad que es la marca del genio griego, y que dota a la tragedia griega y a La Ilíada de todo su valor. Ciertas frases tienen un raro eco evocador de la épica y es el muchacho troyano despachado al Hades, aunque no quiere ir, quien viene a la mente cuando Cristo dice a Pedro: "Otro te ceñirá y te llevará a donde tú no querías". Este acento no se puede separar de la idea que inspira los Evangelios, porque el sentido de la miseria humana es una precondición de la justicia y del amor. Aquel que no se da cuenta hasta qué grado la cambiante fortuna y la necesidad mantienen en subyugación a todo espíritu humano, no puede mirar como semejantes ni amar como se ama a sí mismo a aquellos a quienes el azar separó de él por un abismo. La diversidad de coerciones que apremian al ser humano da lugar a la ilusión de varias distintas especies que no pueden comunicarse. Sólo aquel que ha medido el dominio de la fuerza, y sabe cómo no respetarla, es capaz de amor y justicia. Las relaciones entre la fatalidad y el alma humana, el grado hasta el cual cada alma crea su propio destino, la cuestión de cuáles elementos en el alma sufren transformación por la implacable necesidad a medida que se ajusta el alma a los requerimientos del cambiante hado, y por otro lado, cuáles elementos son los que se pueden preservar a través del ejercicio de la virtud y por efecto de la gracia, toda esta cuestión está cargada de tentaciones de falsedad, tentaciones positivamente reforzadas por la soberbia, la vergüenza, el odio, el desprecio, la indiferencia, por la voluntad de olvidar o por la ignorancia. Aún más, nada es tan poco frecuente como ver la desventura retratada con equidad; la tendencia es tratar al desventurado como si la catástrofe fuera su vocación natural, o ignorar los efectos de la desgracia en el alma, esto es, suponer que el alma puede sufrir y no quedar marcada por ello, que puede, de hecho, no permitir ser modificada a imagen de la desgracia. Los griegos, generalmente hablando, estaban dotados con una fuerza espiritual que les permitía evitar el autoengaño. La recompensa de esto fue grande; descubrieron cómo lograr en todos sus actos la máxima lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que fue transmitido de La Ilíada a los Evangelios vía los poetas trágicos, nunca saltó las fronteras de la civilización griega; una vez destruida Grecia, nada quedó de su espíritu, excepto pálidos reflejos. Ambos, los romanos y los hebreos, se creían exentos de la miseria que es la suerte humana común. Los romanos veían a su nación como la escogida para ser la señora del mundo; con los hebreos, era su Dios quien los exaltaba, y retenían su posición superior en tanto Lo obedecieran. Extranjeros, enemigos, pueblos conquistados, súbditos, esclavos, eran objeto de desprecio para los romanos; y los romanos no tuvieron épica, ni tragedias. En Roma la lucha gladiatoria tomó el lugar de la tragedia. Con los hebreos, la desgracia era un indicación segura de pecado y, por tanto, objeto legítimo de desprecio; para ellos, un enemigo era aborrecible a Dios mismo y condenado a expiar toda clase de delitos —este es un punto de vista que hace permisible la crueldad y en realidad indispensable. Ningún texto del Antiguo Testamento da una nota comparable a la nota que se oye en la épica griega, a no ser ciertas partes del libro de Job. A lo largo de veinte siglos de cristianismo, los romanos y los hebreos han sido admirados, leídos, imitados, en palabra y en obra; sus obras maestras han proporcionado la cita pertinente cada vez que alguien quiere justificar un crimen. Aún más, el espíritu de los Evangelios no ha pasado en estado puro de una generación cristiana a la siguiente. Soportar el sufrimiento y la muerte alegremente se consideró desde el comienzo mismo como señal de la gracia en los mártires cristianos —como si la gracia pudiera hacer más por un ser humano de lo que pudo hacer por Cristo. Aquellos que creen que Dios mismo, una vez que se hizo hombre, no pudo enfrentar la aspereza del destino sin un largo estremecimiento de angustia, debieran haber comprendido que el único pueblo que puede dar la impresión de haber accedido a un plano superior, que parece superior a la miseria humana ordinaria, es el pueblo que apela a las ayudas de la ilusión, la exaltación, el fanatismo, para ocultar a sus propios ojos la aspereza del destino. El hombre que no usa la armadura de la mentira no puede experimentar la fuerza sin ser alcanzado por ella hasta el alma. La gracia puede impedir que este toque lo corrompa, pero no le puede ahorrar la herida. Habiéndolo olvidado demasiado bien, la tradición cristiana puede sólo en raras ocasiones recuperar esa simplicidad que hace tan dolorosa cada frase de la historia de la Pasión. Además, la práctica de imponer la conversión por la fuerza arrojó un velo sobre los efectos de la fuerza en las almas de aquellos que la realizaron. Pese a la breve intoxicación provocada en la época del Renacimiento por el descubrimiento de la literatura griega, no ha habido, en el transcurso de veinte siglos, reaparición del genio griego. Algo de ello se ve en Villon, en Shakespeare, Cervantes, Molière y —sólo una vez— en Racine. Los huesos del sufrimiento humano se exponen en L'école des femmes y en Phèdre, en el contexto del amor —extraño siglo en verdad, que tomó el punto de vista opuesto al del periodo épico, y sólo reconoce el sufrimiento humano en el contexto del amor, mientras insiste en cubrir de gloria los efectos de la fuerza en la guerra y en la política. A la lista de escritores dada arriba, unos cuantos nombres más se podrían añadir. Pero nada que los pueblos de Europa hayan producido vale el primer poema conocido que apareció entre ellos. Quizá todavía descubran el genio épico, cuando hayan aprendido que no hay refugio que proteja del destino, aprendido a no admirar la fuerza, a no odiar al enemigo, a no burlarse del desafortunado. Qué tan pronto ocurra esto, es otro asunto. Fuente: http://www.uam.mx/difusion/revista/feb2001/selva.html

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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