Se suele distinguir entre oír y escuchar.
Una canción para dormir se escucha, no se oye. Se escucha la ternura de una voz que acompaña, que calma, que cobija.
Heidegger (1927) dice que el escuchar aloja al oír. Se oyen sonidos o ruidos indistinguibles, pero se escuchan carretas, motores, pájaros. O, como diría Barthes (1976), se oye con el cuerpo, se escucha con el pensamiento.
Hay una escucha que ve pasar voces como en una película muda. Una escucha que aprende a leer los labios sellados en un paisaje enmudecido.
Para habitar el mundo sin enloquecer, la audición necesita silencio.
Oigo un sonido incesante, monocorde, ondulante, extendiéndose a mi costado mientras camino. Escucho el mar porque lo sé. Entonces, siento en mis orejas caricias de sal.
Sensaciones de los inicios de la vida acaecen diluidas en los sonidos del mundo. Después una lengua enseña a escuchar. Con el tiempo ese pasaje se olvida. Se escuchan amenazas y peligros, protecciones y pertenencias, llamados y reprimendas, confianzas y gratitudes.
Hay una escucha que actúa como vocativo de los comienzos.
La oración con la que la tradición judía comienza y termina el día: Shemá Israel, Adonai Elohéinu, Adonai Ejad (Escucha Israel, Adonai es nuestro, Adonai es Uno).
Recordatorio de que la servidumbre espiritual resulta preferible a la servidumbre de las pulsiones.
O la línea con la que comienza a cantarse el himno nacional: ¡Oíd mortales!
Una interpelación que recuerda que vamos a morir. Y que, también, anuncia, proclama, exhorta.
Reich (1945) escribe Escucha, pequeño hombre. Un texto que denuncia miserias del sentido común que “cuanto menos comprende más dispuesto está a venerar”. Un manifiesto que advierte sobre el peligro de apoltronarse en las comodidades de un sometimiento elegido. En Reich, hay una escucha que clama por el despertar de una época que marcha, con docilidad sonámbula, en dirección de un abismo.
Se siente destrozada. Cuenta los hechos, los relata día por día, hasta concluir en este agotamiento en el que vive. ¿Cómo se escucha una desesperación? Dice que necesita afirmarse en lo poco que puede para no perderse en la confusión. En esa voz que tiembla, la palabra poco suena enorme. ¿Cómo escuchar la enormidad de lo poco, eso que la desesperación no puede percibir?
Hay una escucha que vuelve a escuchar, que detecta lo inadvertido, que alumbra el nacimiento de un común oír.
Se llama escucha a un común oír. Cuando lo común se antepone al oír, acontece el escuchar.
Tal vez se llame empatía al hipnotismo del dolor.
En la tradición hebrea se conoce una escucha mayúscula: la de los profetas.
Una escucha de la palabra de dios que, si no se reduce a una revelación o a una advertencia moral, se podría pensar como súbita percepción de que, en cada palabra interceptada, hay una lengua que delira.
Profetas no hablan por su cuenta, prestan sus voces para hacer escuchar un habla que prescinde de la voz tal como la conocemos.
Profetas alertan sobre la necedad: una negativa a escuchar, sorda y engreída.
Profetas escuchan la palabra de dios, pero los pueblos no escuchan la palabra de los profetas. Jeremías, Ezequiel, Isaías, reiteran esa queja: “Pueblo tonto y necio que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye”.
Las palabras deliran cuando se dicen sin que nadie las escuche.
Hay una escucha que pretende singularidad.
Una singularidad que consiste en un guiño, en un énfasis, en una afectación. En la soberana expresión de una vida que no tiene nada que decir.
Cada existencia necesita encantar su nada. Tener derecho a esa magia.
Entre el decir y el escuchar se expanden galaxias.
Hay una escucha que derrama tiempo en lo escuchado. Que propaga lo dicho sin hacerlo rebotar contra las paredes macizas del entendimiento. Que interroga cada pensamiento como si se tratara de un sueño. Y hay, también, una escucha que no escucha: que acompaña sentimientos como a infancias que no tienen palabras para nombrar lo que les está pasando.
Miguel de Unamuno (1931) escribe El poder de la palabra, un ensayo breve que se conserva grabado con su voz serena y envejecida. El texto, que comienza reivindicando la oralidad, podría llamarse también potencia del habla. Dice allí: “Y lo que es menester, es que la gente aprenda a leer con los oídos, no con los ojos. La palabra es lo vivo”.
Luego de pensar vocablos como semillas aladas acunadas por la brisa, agrega: “Yo temo por mi parte, que mueran mis palabras en los libros y que no sean palabras vivas, porque he vivido siempre, de hacer, de vivir de la lengua”.
Piensa las palabras como juguetes que animan escenas fabulosas, que sirven como armas de odio, que se pueden abrir para averiguar qué tienen dentro.
Las preguntas ¿cómo estás, cómo te sentís, qué te está pasando?, invitan a escuchar la vida, a palpar sensaciones, a remover memorias de los días.
Preguntar, escuchar, palpar, remover: infinitivos de una escucha tendida para una y mil noches.
Hay una escucha que escucha recogiendo tonos, ritmos, timbres, suspiros, acentos, silencios. Una escucha que escucha rememorando. Una escucha que escucha sabiendo lo no escuchado.
Recogiendo, rememorando, sabiendo: gerundios que provocan escalofríos en las orejas.
Sonidos adormecen, calman, excitan, perturban, inquietan, se amplifican con los ojos cerrados.
Hay una escucha que apoya la oreja en la puerta prohibida.
Y hay también una escucha de la confesión. Una escucha de la culpa, del pecado, del arrepentimiento, del desahogo, de la penitencia, del perdón, de la fe.
Y hay una escucha que detecta y detiene reacciones. Que evita la precaución, la alarma, el fastidio, la impaciencia. Que intenta escuchar a los costados de una moral, sin dejar de preguntar qué significa cuidar.
¿Cómo darse a la escucha de una voz que piensa quitarse la vida o que confiesa que, para estar así, prefiere morir? ¿Cómo darse a la escucha de una existencia herida y desahuciada que se anima a pensar en el fin? ¿Cómo darse a la escucha cuando está en juego un mañana?
Hay una escucha que se da a lo que puede, a lo que la excede, a lo que no sabe o no quiere escuchar. Y hay una escucha que piensa lo escuchado esperando que se abra un portal.
Un portal puede pensarse como entrada a lo espiritual o a la fantasía, como pasadizo a un mundo paralelo o a otra temporalidad. También como agujero de gusano astrofísico. O sólo como confianza en una senda inesperada.
Escribe René Daumal (1944) “La puerta de lo invisible es una puerta visible”.
Hay una escucha que no atiende estrictamente lo escuchado. Una escucha que desencadena y solicita resonancias.
Resonancias inundan conversaciones. Expanden y ahondan perplejidades.
También hay una escucha no sólo sonora. Una escucha que sabe que una vida se dice de muchas maneras.
Llamamos vida al deseo de contar lo que nos pasa. Al desborde de los nombres. A los sonidos que envuelven a todos los sentidos y a cada sentido que envuelve a todos los sonidos. Llamamos vida a una falla del entendimiento. A los suspiros que no constan en ninguna memoria. A las huellas que avisan que alguien o algo ya estuvo aquí. A querer hacer muchas cosas al mismo tiempo, porque todas nos atraen y nos gustan.
Llamamos vida a lo que “ama esconderse” o “tiene el pudor de no mostrarse”. Como dice una proposición atribuida a Heráclito.
Hay una escucha que no sólo señala, marca o subraya algo dicho, sino que lo hace reverberar, sin apagar sus persistencias ni desoír sus insidiosos enlaces.
Se podría decir también que hay una escucha que escucha con la mirada.
El poema de Wallace Stevens (1955) Trece maneras de mirar un mirlo da a entender que mirar quiere decir volver a mirar lo ya mirado trece veces o más. Sólo un verso: “No sé qué preferir, / La belleza de los acentos / O la belleza de las insinuaciones, / El mirlo silbando / O el instante después”.
Hay una escucha que se pregunta: ¿cómo escuchar?, ¿qué escuchar?, ¿qué no estoy escuchando? Y hay una escucha que se afirma en no querer entender. Pero, ¿cómo escuchar sin entender?
Hay una escucha que discute ideas que se le anteponen. Que pone en cuestión creencias que deja rodar, en la conversación, con ironías, exageraciones, parodias.
Hay una escucha que conoce que para desentenderse de los lugares comunes, se necesita percibir los lugares comunes. Darle audición a las voces acechantes de una época. Y hay, también, una escucha que escucha para atrás, que retrocede los cuadros de una película para vislumbrar cómo llegamos a lo que se está escuchando. Una escucha que se sabe en una conversación siempre ya empezada.
Aunque se intente dejar de oír tapándose los oídos no se puede dejar de escuchar.
La noche del 23 de diciembre de 1888, Van Gogh se corta la oreja izquierda tras una discusión desesperada con Paul Gauguin. Unos días antes había recibido una carta de su hermano Theo en la que le anunciaba su casamiento.
Luego de vendarse la cabeza, entre
ga envuelto en un pañuelo el cartílago mutilado a una mujer que trabaja en el café al que concurre todos los días.
A la mañana siguiente, lo encuentran en su habitación desvariando por la hemorragia. No recuerda lo que pasó. Lo llevan al hospital de Arlés.
Hay una escucha controversial. En disputa con el tener que entender, con las supersticiones del sentido común, con la suposiciones que anticipan, con las expectativas y las misiones correctivas. Una escucha en contra de las versiones establecidas. Pero, ¿cómo poner en cuarentena escuchas que sabemos contaminadas? ¿Cómo ignorar alertas automáticas que se activan ante ciertos enunciados y palabras?
Hay una escucha asertiva y terminante. Y hay una escucha que asciende segura y que, de a poco, languidece en preguntas. Como sucede con la escritura de Juan L. Ortiz que comienza con una entonación que cambia en el curso de un mismo verso.
En la poética del autor de En el aura del sauce, la omisión del signo de apertura de la interrogación provoca, muchas veces, que nos demos cuenta de que estábamos leyendo una pregunta creyendo que se trataba de una afirmación.
Escuchemos:
“No oíste / que los pájaros cantaban, cantaban por el corazón de la lluvia?”.
O en otro momento:
“Y eso que, del imposible / casi, de su secreto, se deshace y se deshace, y por el sueño, /aún, de una bruma / de vidrio…?”.
También hay una escucha que se da como plan de fuga, como conspiración, como sospecha de sí. Una escucha que propone pensar así y asá o, también, asá y así, sin concluir en así ni en asá.
Generosas y urgidas razones hospedan desesperos que quieren entender lo que no entienden. A veces calman culpas, reproches, ensañamientos. Otras no hacen nada. Otras intensifican devaneos interminables sobre cómo o por qué ocurrieron las cosas.
Hay una escucha trágica y desdichada. Una escucha asamblearia. Una escucha que, a sabiendas de su infortunio, agita la comicidad de las orejas. Una escucha que intenta flotar a dos metros del suelo (como decía Arthur Bispo do Rosário de las locuras y los picaflores).
Y hay aún una escucha descarada. Una escucha procaz, atrevida, indecente y, a la vez, íntima y confidencial.
Francesc Tosquelles (1992), que participa del movimiento político, cultural y de salud mental de la Segunda República Española, en tiempo de la Guerra Civil, pensaba que las trabajadoras sexuales podían transformarse en enfermeras del alma, que había en ellas una escucha sin miedo a la locura, a la desolación, a la ruina de los cuerpos.
Cuántas cosas se dicen sin que se las escuche. Cuántos llamados se callan por no molestar o por temor a que nadie acuda.
Hay una escucha que sabe que reconocer no equivale a escuchar. Una escucha que no se adelanta ni se apresura a identificar algo ya conocido en lo escuchado. Una escucha que trata de prescindir de modas y cánones. Una escucha dada a lo inaudito. Una escucha que no pasa de largo o con indiferencia ante una obra de arte o una idea no consagrada.
Hay una escucha que escucha lo desoído. Lo que permanece ausente a pesar de que se lo mencione o se lo registre.
Lo desoído acampa indocumentado en una conversación.
Octave Mannoni (1973) advierte, en El Quijote de la Mancha de Cervantes, que mientras Quijote suele decir “¡Escucha bien lo que digo, Sancho!”, su acompañante, montado en un asno, repite con frecuencia “Escuche vuestra merced bien lo que dice, mi Señor”. Aunque Sancho hace un llamado al sentido común y al buen juicio, el improvisado escudero nunca afirma “Escuche, Señor, lo que yo digo”. Mannoni sugiere que esa modesta intervención compone el grado cero de la escucha analítica.
Hay una escucha que escucha en forma figurada. Y, también, una escucha digresiva que cree distinguir otros hilos en un hilo. Una escucha en común como la del amor. Y, aún una escucha de lo verosímil. Una escucha concesiva con la duda y con la súbita afirmación de lo que se dice sin plan. Una escucha que comenta lo escuchado, una escucha intertextual, una escucha de la expresividad, una escucha que cambia el escenario de lo escuchado. Una escucha que conserva lo dicho para mencionarlo después. Una escucha que escucha más tarde. Una escucha de estereotipos, clisés y frases hechas. Una escucha de la simulación, de la modestia, de la coquetería. Una escucha que se pierde por falta de referencias. Una escucha que acentúa. Una escucha de la alusión y una escucha de la connotación. Una escucha de una lengua extranjera en la lengua materna.
Hay tantas escuchas como secretos del habla.
También hay una escucha que se resiste a la inmediata consonancia con algo con lo que se acuerda. Hay una escucha que escucha “No soporto vivir en este país de mierda”. Y hay una escucha que dice “Sí, pero expandamos lo que se está diciendo para separarnos lo suficiente antes de encontrarnos (o no) ahí”.
¿Cómo se escucha la disonancia, lo que violenta o supone discusiones?
Hay una escucha que escucha con una memoria y con una sensibilidad. Una memoria que evoca, olvida, asocia, conecta. Y una sensibilidad que se abre, se estremece, tiembla, se endurece, se cierra.
En tiempos de crueldad hay una escucha abatida. Una escucha del desánimo, del abandono, del sin sentido. Una escucha de furias y protestas contenidas. Oídos se sellan con cera para protegerse de lo insoportable.
Lucideces desfallecen sin un común aliento soplando en los oídos.
Hay una escucha que se tiende como una red sobre lo escuchado para desaprenderse de sí.
Escribe Lezama Lima: “las palabras son una red que apresa silencios, prendido el silencio, se disuelven las palabras”.
Hay una escucha que no sabe qué hacer cuando una voz habla sin parar, ¿se interrumpe para poder escuchar o se escucha la vertiginosidad?
Hay una escucha que sabe que quien habla busca consentimiento, aprobación, piedad. Hay una escucha compasiva y una escucha complaciente, una escucha pudorosa y una escucha salvífica, una escucha docta y una escucha sin solemnidad. Y hay, también, una escucha gustosa de levedad.
Estar escuchante se puede describir como estar tendido en un diván ubicado en el centro de un estadio repleto de oídos voraces. La atracción y el miedo, la ovación y el silencio.
Una soledad poblada.
Hay una escucha de lo ausente que se pregunta si lo espera o lo llama.
Hay una escucha subyugada por lo que no está, por lo que falta, por lo que no vino a la cita. Una escucha desatenta con lo dicho. Una escucha pendiente de lo sin decir. Y hay una escucha que se propone hacer audible lo audible.
Escribe Oscar Wilde (1891): “El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”.
Hay una escucha que se siente discípula de la mirada y una escucha que también aprende a olfatear, tocar, saborear, oír.
Hay una escucha que interrumpe no por impaciencia o porque no hay más tiempo, sino para rodear de silencio algo que se acaba de decir. Una escucha que invita a la soledad.
Una interrupción que quiere hacer durar lo que se está escuchando. Un pliegue o una arruga a la espera de una próxima vez, o de un sueño, o de un recuerdo que tal vez llegue dentro de algunos años.
Hay una escucha que propicia intervalos, llamadas, citas, memorias.
Hay una escucha de la reanudación que convive con el olvido, como ese verso de María Elena Walsh que relata “Hice un nudo en el pañuelo. Pero me olvidé después”.
Nancy (2002) observa la concurrencia de un registro sensible y un registro inteligible en el acto de escuchar.
En una escucha se actualizan memorias en las que lo sensible y lo inteligible se mezclan, historias personales que se confunden con los enunciados posibles de una época.
Hay una escucha que se ofrece como lugar en el que una existencia se da a la palabra esperando recepción.
Llamamos recepción al momento de un común escuchar. A la acogida de soledades que se saben entre sí. Al relevo de una vida cansada de tener que afirmar su existencia cada vez.
Hay una escucha clasificatoria y hay una escucha viviente. Y, en cada escucha, están todas las escuchas.
Hay una escucha que expande un decir, lo propaga, lo sacude, lo hace crecer en otros oídos.
Una escucha que hace crecer orejas a las palabras, ¿además de las que ya tienen?
Hay una escucha que recusa lo tácito, que practica la suposición, que infiere, que se precipita a completar lo no dicho o llenar la frase sin concluir.
Tal vez lo tácito en una conversación resida en el amor.
Hay una escucha que se vierte, que se da como recepción acuosa, húmeda, espumosa. Una escucha derramada, esparcida como ramas que se separan de un tronco.
Hay una escucha que atraviesa la comprensión para liberar resonancias.
Se conocen tantas escuchas como verdes en un bosque, como ocurrencias en sus hojas, como perfumes en sus noches.
Hay una escucha de la tristeza (¿cómo se escucha el habla apagada?). Hay una escucha de la desesperación (¿cómo se escucha la voz del desasosiego?). También hay una escucha de la amargura y el desánimo (¿cómo se escucha una lucidez desencantada?). Y hay una escucha de los contentos (¿cómo se escucha una alegría que se celebra?). Y hay una escucha del no tener ganas de hablar (¿cómo se escucha esa mudez aturdida y cansada?).Y también hay una escucha de la angustia (¿cómo se escucha una angostura que estrecha la vida dejándola sin aire?).
Bion (1970) recomendaba escuchar sin memoria y sin deseo. Pero, hay una escucha poblada de concurrencias, mezclas, confusiones. Entonces, ¿cómo escuchar por primera vez?
Hay innumerables escuchas en una escucha, entre todas ellas, tal vez, se abra paso una que se da a la conversación por primera vez.
Se llama primera vez al acontecimiento de una escucha única. Puede tratarse de algo oído muchas veces que, de pronto, se aposenta en una vida.
Una primera vez que no admite segundas ni terceras veces. Se trata de una sola vez primera. Como la primicia de un brote en una rama que se creyó seca.
Hay una escucha que interpreta, pero que las interpretaciones no le interesan por lo que intentan traducir, enlazar, acentuar, le importan por el silencio que introducen. Un silencio en el que, sin embargo, se dicen desvíos, migraciones, acampes.
Hay una escucha abierta a la afectación.
En medio de discusiones sobre la neutralidad y la abstinencia en un psicoanálisis, Ulloa insistía en que no se podía practicar una escucha indolente.
Muchas veces la interrupción o corte tratan de rescatar algo. Intentan que lo dicho no se pierda en la monotonía de la indistinción. Cortes hieren indiferencias. También compaginan escenas, facilitan distracciones y torpezas, muestran los filos de un silencio.
Hay una escucha que no se contenta con la puntuación de significantes, que intenta hendiduras en lo enunciado, insurgencias de afectividad.
Tal vez llamamos sentido a las afectividades que se desprenden o sueltan amarras de un corazón congelado.
El psicoanálisis se recordará como la escena de una escucha íntima, apartada, cuidada.
Freud advierte insurgencias involuntarias en los actos de habla: eso que se dice sin querer decirse, eso que se escurre o sortea el control de un enunciado. Eso que se adelanta a las intenciones.
Momento de pasmo en el que se dice lo que no se quiso decir o se escucha lo que no se quería escuchar. Momento de un habla que habla sola.
Hay una escucha que sabe que siempre queda algo sin decir. Que se habla y se habla hasta llegar a un umbral de silencio. Hay una escucha (o como se llame esa percepción que se piensa interrogada) que recibe un lejano eco desde ese otro lado.
Eco, timbre, resonancia, reverberación, dan vida a las palabras que no se poseen. La voz no necesita otro cuerpo para penetrar hasta la íntima cavidad de una palabra.
Se conoce el mito de Eco y Narciso. Ambos cumplen condenas eternas. Eco, la de no poder hablar por su cuenta y tener que reverberar, sin un cuerpo, en voces ajenas. Narciso, la de no poder vivir una soledad de a dos, de a tres, de a cientos.
“¿Hay alguien aquí?”, pregunta Narciso sin ver a nadie. “¡Aquí...aquí…aquí!”, responde una voz lejana. “Ven”, propone Narciso. “¡Ven…ven!”, insiste la joven. “¿Por qué te ocultas de mí?”. “Oculta de mi…de mí oculta”, explica la muchacha. “¡No puedo verte!". "¡Verte puedo…puedo…puedo!”, clama la dulce Eco. Pero cuando ella se acerca, él se niega “¡No puedo amarte!”, se duele Narciso. A lo que Eco responde “¡Puedo…puedo…puedo amarte!”. Pero, Narciso explica “Quieren los dioses que yo muera antes de que tú goces en mí y mi cuerpo goce en tí”. Y la muchacha le devuelve suave esas palabras “¡...que goces en mí!...que goce en ti”. Narciso huye y Eco persiste en hablar hasta que se apaga su voz.
Hay una escucha enamorada impedida del goce de los cuerpos.
Un riesgo: que la escucha se vuelva auditoría; que la disponibilidad, juzgamiento; que la afectación, evaluación y dictamen.
Hay una escucha que no escucha tanto lo dicho como el escuchar. Hay una escucha que celebra la íntima ceremonia de un estar escuchantes.
Hay una escucha que vuelve a decir y que vuelve a escuchar más allá de lo dicho y escuchado. Una escucha más allá de interpretaciones, desciframientos, hermenéuticas. Una escucha del solo escuchar.
Otro riesgo: que se reduzca la escucha a juegos o astucias con las palabras. Escandir vocablos, separar sus sílabas, a veces, sacude sentidos. Otras no. Una palabra escandida, en ocasiones, alienta composiciones y descomposiciones. Otras no.
A Lewis Carroll le gustaba hacer escuchar en cada vocablo diferentes significados. Husmeaba en cada palabra como en una valija llena de historias.
Hay una escucha que se fuga de comprensiones rápidas y protocolizadas. Que sostiene el derecho a lo incomprendido.
Hay una escucha hospitalaria con un hablar que habla sin tener nada que decir. Hay una escucha que aloja escuchando. Una escucha que arropa.
Escuchar, escuchar, escuchar, hasta vaciar la conversación de la conversación.
Hay una escucha que se estremece sin escuchar nada. A la que, de pronto, le sobreviene una tristeza que no sabe. Una tristeza que sobrevuela como una brisa apenada que no encuentra en qué posarse. Una tristeza que aletea como un gemido o llanto replegado.
Hay una escucha que forma parte del arte de la adivinación. No la predicción de lo que habrá de suceder, sino de lo ya sucedido en las palabras.
Hay una escucha de lo impronunciable, de lo que Lacan concibe como lo inefable, de lo que Nancy llama lo incomunicable, de lo que tantas voces describen como lo inenarrable. Y hay, también, una escucha de la palabra soplada como diría Derrida.
Muchas cosas no se saben ni se pueden decir; sin embargo, se hacen oír.
Virginia Woolf (1941) en Momentos de vida, un libro póstumo que reúne papeles y notas, dice que en días y noches de dolor prefiere las explicaciones, aún las más fantasiosas, antes que una tapia de silencio. Frente a golpes que duelen como martillazos de un herrero en el alma, busca explicaciones. Cree que las explicaciones, aunque no expliquen nada, ayudan a vivir. Escribe para habitar lo inexplicable. Para entender el extraño arte de pertenecer a un mundo que lastima.
Hay una escucha cansada que se pregunta cómo hace para escuchar tanto. Una escucha que sigue escuchando más con el correr de las horas, de los días, de los años. Y, también, hay una escucha ávida que da la bienvenida, que no sabría hacer otra cosa, que vive en estado de curiosidad y pasmo.
Hay tantas escuchas en una escucha como secretos en un silencio.
Hay una escucha de lo común a la que le crecen alas. Una escucha que va de aquí para allá como una mariposa nocturna atraída por la luz. Una escucha sobresaltada, agitada, extraviada. Una escucha que no termina de saber lo que algunas voces callan. Una escucha que vive extrañada. Y que mendiga comentarios. Una escucha que sabe que hay voces que se resguardan para hablar en otro lugar. Una escucha que piensa que cada cual habla por su cuenta y no. Una escucha que, aunque aprendió a sumar, renunció a confirmar que dos más dos da cuatro. Una escucha de lo común que se emociona, cuando en un recital, todas las voces entonan una misma canción. Aunque cada una lo haga según una íntima ensoñación. Una escucha que asiste al teatro, a la escuela, al barrio, a la feria, a la fiesta. Una escucha que tarda o no puede escuchar todo lo que pasa.
En una sola voz habitan muchas e innumerables voces. En un vocerío habitan infinitos que copulan con otros infinitos.
A veces escuchar quiere decir habitar un desasosiego, una parálisis, un cansancio.
A veces escuchar quiere decir habitar el malestar de una época sumida en el dolor.
A veces escuchar quiere decir habitar una desolación.
A veces escuchar quiere decir habitar pliegues angustiosos de una vida.
¿Qué oídos para escuchar la lentitud de los días cuando no se sienten ganas de nada?
Hay una escucha que escucha sin poder escuchar. Una escucha que escucha lo inefable, lo incomunicable, lo inenarrable, lo intangible, lo inescrutable, lo inasible. Una escucha que de antemano sabe no poder. Y que, aun así, reanuda el acto de escuchar.
Como la vida que se celebra cada vez aunque se sepa la muerte.
Hay una escucha que se asoma al abismo de la soledad.
Soledades encuentran en el silencio la última respuesta a todas las preguntas.
Y hay, también, una escucha que guarda voces en una botella.
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