Decidí que hablaría en este libro del término compasión porque la palabra empatía, que ha aparecido en otros textos que escribí, ha sido en estos años, según, creo, absorbida por el discurso dominante, que la aleja de sus orígenes y la vacía de gran parte de su poder hasta convertirla en una palabra inofensiva. No se me escapa que el término compasión a muchos les traerá reminiscencias de la piedad cristiana en la cual se basa la RAE para definirla como sentimiento de conmiseración o lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias, pero aquí voy a apoyarme en la acepción de María Moliner cuando habla de ella como sentimiento de pena provocado por el padecimiento de otros, e impulso de aliviarlo, remediarlo o evitarlo. Lo precioso, lo original de esta definición es que aleja la compasión de la idea de lástima o conmiseración, que implica una posición de poder de aquel -afortunado- que se conduele en relación al desafortunado que sufre. La idea de compasión no como gesto paternalista o condescendiente, no la prerrogativa del privilegiado ante un ser sufriente. Más bien la compasión como gesto ecuánime, de reconocimiento entre iguales, tal como la entiende Berger: como la actitud de un ser vulnerable, sometido a la enfermedad, al dolor y a la muerte, ante otro ser en las mismas condiciones. La compasión, precisamente como lo opuesto a la fantasía de ser indestructibles, de estar a salvo, porque ¿quién es indestructible, quién está a salvo?
Y quiero ligar esta palabra también a la tradición budista, que la extiende no sólo a otros seres humanos sino a todos los seres sintientes. Para los budistas -y para los poetas, agrego yo- la capacidad de conmoverse ante el dolor de los demás es la base de nuestra posibilidad de experimentarlos como pares, de tratar de entender su padecimiento, pero sobre todo de hacer el intento de sentir con nuestro propio cuerpo, en nuestra propia mente, su dolor. Un intento siempre en parte fallido, por supuesto, pero no por eso menos valioso, no por ello menos poderoso. Como escribe Eliot: para nosotros solo existe el intento / el resto no es cosa nuestra.
Conversando con una amiga música sobre la empatía y el modo en que esta palabra ha sido ‘tragada’, apropiada por un discurso hegemónico que la vacía de sentido, me propone otra palabra, la simpatía. No la simpatía como la conocemos habitualmente: sentir una atracción, una inclinación afectiva hacia alguien en particular. Simpatía como se la entiende en la música. ¿Qué sería eso? Le pregunto, y me cuenta. Resulta que en lo que me cuenta encuentro un término inesperado, sorprendente, preciso. Una cuerda simpática, me dice, es una cuerda de resonancia en un instrumento musical, auxiliar a una cuerda principal que se toca. Esto está basado en un principio llamado resonancia simpática.
El término resonancia surge, entonces, del campo de la acústica, de esta resonancia simpática observada en instrumentos musicales cuando una cuerda empieza a vibrar y a producir un sonido después de que una cuerda distinta a ella fue tocada.
Después de que una cuerda distinta a ella fue tocada. Eso es la resonancia: vibrar a partir de la vibración que se produce en otro. Vibrar con otro.
¿No se parece mucho a lo que ocurre cuando escribimos un poema? Algo impele a escribir porque algo vibra. Eso que vibra ¿viene de mí, viene de otro? Las dos cosas. Escribir sería escuchar lo que resuena en otro y verse afectado por eso. Verse afectado de un modo radical. Sería la reverberación en mi cuerpo de eso que resuena en otro, el acompañamiento. ¿No se parece mucho, también, a lo que nos pasa cuando leemos un poema que nos conmueve? Algo resuena. Algo reverbera. Escuchamos. Algo nos pasa en el cuerpo. Vibramos por simpatía, cuerdas aparentemente separadas que se montan en una misma armonía y suenan juntas.
Fuente: Masin, C. (2022) Curar y ser curados. Poesía y reparación. Ed Las Furias. Bs. As.
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