1.
A veces se lee para hacer amistad con quienes sienten la vida de un modo que nos hace bien.
También leemos para saber lo que nos pasa.
Leyendo aprendemos a reconocer y nombrar lo que sentimos. Aprendemos a amar. Aprendemos la soledad y el silencio. Aprendemos qué decir y cómo decirlo. Aprendemos cómo amanecer cada vez y cómo partir.
2.
Perturba en el aula. En el momento de escribir no guarda silencio. Pronuncia en voz alta cada sílaba como si estuviera hablando. Necesita oír lo que escribe. No conoce la escritura como conjunto de signos mudos. Requiere la materia evocadora del habla. La vida bulliciosa de las palabras.
3.
Leer supone olfatear y dejarse olfatear por la soledad.
Imposible precisar cuándo se comienza a leer en silencio. Pero da gusto el pasaje de Confesiones en el que san Agustín, en el siglo IV de los tiempos cristianos, describe la práctica silenciosa de lectura de su maestro san Ambrosio: “Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas”.
4.
Hans Georg Gadamer (1984) publica un texto que se llama Oír-Ver-Leer.
Escribe: “Desde Nietzsche, se califica a la filología como arte de la lectura lenta. Demorarse en algo en lugar de pasar rápidamente por los textos cosechando informaciones es, en verdad, un arte que va desapareciendo”.
Lecturas despaciosas hacen lugar entre una cosa y otra, dan tiempo, respiran, escuchan pensamientos.
Escribe: “Leer es dejar que le hablen a uno”.
Se trata de consentir que las palabras nos hablen, aun sin entender lo que nos dicen.
Escribe: “…cuando hablamos del oír y el ver en relación con el leer, no se trata de que haya que ver para poder descifrar lo escrito, sino que lo que importa es que hay que oír lo que dice lo escrito”.
Darle voz a lo escrito. Darle un tono, una cadencia, un volumen, un brillo, un espesor. Se trata de vibrar antes que entender.
Escribe: “Leer no es, por supuesto, yuxtaponer una palabra y otra palabra y otra palabra. Esto es deletrear o decir de memoria. Leer es, por el contrario, una manera silenciosa de dejarse decir nuevamente algo…”.
No hace falta que un texto nos repita lo que dice. Se trata de la disposición a escuchar eso y otra cosa y más en lo que está diciendo.
5.
Conviene la palabra leyente: sortea estereotipos de género fijados en los sustantivos lector o lectora, a la vez que acentúa una acción, un estado, un transcurrir, un arrojo, una movilización: una afectación.
6.
El fotógrafo húngaro André Kertész retrata entre 1915 y 1970 imágenes de personas leyendo en diferentes lugares del mundo y en circunstancias diversas: en bibliotecas, en calles, en plazas, en trenes, en balcones, en bares, en iglesias, en aulas, en el borde de una ventana, frente a una mesa de ofertas en una librería. Momentos en que los cuerpos flotan en la lectura. Las sesenta y seis imágenes en blanco y negro están reunidas en un libro que se publicó en castellano con el título Leer. Sin embargo, On Reading -que se traduce como En lectura- sugiere un trance o una intimidad en movimiento. Kertész, que estuvo en Buenos Aires varias veces, fotografía en julio de 1962 a un hombre vestido con un largo sobretodo leyendo mientras camina en una calle por delante de un muro atestado de pintadas políticas entre las que se destacan las dos letras de la insignia Perón Vuelve. En la última página del libro se ve a una mujer leyendo en su cama en el hospicio de Beaune, Francia, en 1929.
7.
Tres escenas de lectura en la pintura de Antonio Berni. En 1935, pinta Chacareros, un óleo sobre bolsas de arpillera de tres por dos metros. Retrata una escena de lectura grupal con un periódico (El Campo) como protagonista principal. La lectura como comunión leyente de un pueblo rural en estado de asamblea. Años después, en 1961, pinta un óleo también sobre una arpillera de dos por tres metros que se llama Juanito Laguna aprende a leer. En una villa empobrecida, una niña de pie sostiene un libro, mientras Juanito y otros dos compañeros escuchan sentados en el piso con cuadernos y lápices en la mano. La lectura como ilusión de ascenso social. En 1978, en años de dictadura, realiza Juanito dormido. Un óleo con un collage en el que utilizó madera, papel mache, telas de algodón, alpargatas, latas y otros desechos industriales. Juanito adolescente, apoyado en una cerca de madera, se ha dormido mientras leía una revista de historietas que quedó tirada entre sus piernas junto a un avioncito de hojalata. La lectura como tedio y fatiga en tiempos sin horizontes.
8.
Darse a la lectura supone hacer algo con el tiempo. Se dice no tengo tiempo para leer y, también, se dice no pierdas tiempo leyendo cosas que no sirven para nada.
Si no se lee para informarse de algo, o para dar un examen, o para pasar el rato, o para saber cómo funciona un lavarropas, o para espiar existencias famosas y exitosas, o para que nos digan cómo ayudarnos sin necesitar de nadie; ¿para qué se lee?
Se conoce la pasión de Proust por la lectura. Se cuenta que tapizó las paredes de su habitación con corcho y que regaló a los vecinos del piso de arriba zapatillas con suelas de lana para que no hicieran ruido al caminar. Un ensayo suyo (1905), que se llama Días de lectura, comienza así: “Aunque se crea que los dejamos de vivir, no hay días de nuestra infancia que hayamos vivido tan plenamente como aquellos que hemos pasado con un libro favorito”. Proust piensa que se lee para habitar la vida. No piensa la lectura como tiempo sin vivir o como recepción pasiva de lo escrito, sino como inmersión meditativa, como despertar de la perezosa soledad, como incentivo de creación. Así se lee en un pasaje de En busca del tiempo perdido: “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura”.
Sin embargo, la pregunta de por qué se lee sobrevuela sin respuestas. A veces, el tiempo que se pierde leyendo se asemeje al tiempo que lleva, estando en prisión, cavar un túnel para escapar de una celda. Sin importar si la fuga tendrá éxito o no. Darse a la lectura abre pasadizos en el muro de los días.
9.
¿Cuántos libros se pueden leer en una vida? Intensidades leyentes no se miden por cantidad de volúmenes acumulados. Sólo cuentan los libros vividos. No sorprende que bibliotecas alberguen más libros no leídos que leídos. Los no leídos esperan a que les llegue una oportunidad. Aunque la ocasión no les llegue nunca. Promesas contentan el momento sin tener obligación de cumplirse. Intensidades necesitan encuentros.
10.
Bibliotecas, aunque sigan el cómodo orden alfabético o la fatalidad temática, componen agrupaciones raras y caprichosas. Lo accidental juega a favor de la labor leyente. Escribe Calasso (2001): “La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos”.
Convicciones tempranas componen destinos. Aby Warburg, nacido en Hamburgo en una familia de banqueros judíos, a los trece años cede su herencia a su hermano a cambio de que le comprara, durante el resto de su vida, todos los libros que quisiera. Así, creó su biblioteca en Hamburgo según singulares y, a veces, insólitas decisiones. Proyecto que se pudo trasladar a Londres en los primeros tiempos del nazismo.
11.
Lecturas conducen a otras lecturas. Libros se escriben con libros. Así lo sugieren las bibliografías. Si las citas de fuentes no se presentan como avales, se ofrecen como tesoros. Bibliografías componen mapas de lecturas. Como se dice en este texto de Paulo Leminski (1989): “Quién me diera / un mapa del tesoro / que me lleve a un viejo baúl / lleno de mapas del tesoro”.
12.
Al comienzo se exhibe la biblioteca con orgullo. Más tarde, a pesar de que se la hizo crecer, se comienza a percibir su insuficiencia. Con el tiempo se la visita cada tanto con polvorienta indiferencia. Al final, se la siente como acusación desencantada.
13.
Desde que Jean Armour Polly (1992) publica su artículo Navegando por internet, la voz navegar, que al comienzo se consideró una alusión empobrecida del acto de leer, se ha vuelto su equivalente más empleado. Estar navegante, por momentos, se confunde con estar leyente. La cuestión consiste en interrogar cuándo estados navegantes y leyentes se tornan pensantes. Tal vez navegar en un océano saturado de datos no ayude a pensar. Quizás estar leyente suponga navegar entre silencios. Acaso pensar quiera decir deslizarse sobre un espacio en blanco sin pensar en nada hasta que, quizás, se piense (o no) en algo.
14.
A partir de que, en los primeros años de este siglo, google anunció que escaneó los libros de cinco grandes bibliotecas del mundo, los textos digitalizados en la red exceden lo abarcable. Sin contar que, en cada momento, se escanean miles y miles más. Asistimos a los tiempos de una biblioteca universal que supera las ficciones borgeanas de la Biblioteca de Babel (1941) en la que se imaginaba una biblioteca que tenía las mismas dimensiones que el universo. Vivimos sumergidos en una nube desencuadernada en la que los libros se expanden y se mezclan y entretejen y actúan por su cuenta y se ligan entre sí y comparten palabras que llevan a otras palabras y arman series de referencias y, así, sin pausas ni descansos.
La voz inglesa link (que se traduce como conexión) nombra la lectura como vértigo. Un frenesí que desborda las palabras enlace, vínculo, nexo, ensamble, acople. La excitación digital anonada calmas que piensan y meditan. Inteligencias ya no se presentan como destellos de ocurrencias personales. Estamos ante inteligencias de inteligencias que no pertenecen a nadie. Artificios de asociaciones que se conectan solas. Roberto Calasso (2013) en La marca del editor (título que alude a su condición de lector, escritor y, también, editor) ofrece esta imagen: “Como el cien pies, no queremos saber cómo se mueven, en este momento, las mil minúsculas partes de nuestra mente. Porque sabemos que quedaríamos paralizados”.
15.
Juan Carlos De Brasi confiaba que había reunido en su biblioteca dos mil libros. Muchos más que los que tuvo Montaigne en el gabinete en el que escribió sus ensayos o los cuarenta libros que rodeaban a Spinoza el día de su muerte. Con algo de modestia, un poco de tristeza y mucha picardía, concluía que eso probaba que poseer una gran biblioteca no aseguraba llegar a tener una escuálida idea o poder escribir una página buena.
16.
Sentir el peso de un libro entre las manos. Calcular su extensión en un solo vistazo. Acariciar la suavidad o aspereza de la tapa. Considerar si el diseño e imagen de la portada atrae o no. Hojear pasando las páginas de un lado a otro. Tomar contacto con la textura del papel y las tipografías. Curiosear la contratapa y las solapas, la fecha y el lugar de edición. Sentir la emoción o la pesadumbre de tener que leer. Subrayar con un lápiz y escribir en los márgenes. El libro como una lámpara que espera sentirse frotada.
17.
Algo así la ceremonia de la lectura antes de las pantallas. Y, ¿la lectura en las pantallas? Una superficie lumínica plana en la que las páginas se pasan deslizando un dedo o con un cursor. Lecturas interferidas o acompañadas por la apertura de decenas de ventanas. Lecturas de dispersiones y asociaciones facilitadas. Lecturas que, si nos descuidamos, quedan más tentadas por la información, la curiosidad, la sorpresa, que por la afectación, el temblor, el silencio.
18.
Pantallas conviven con dibujos y letras en un papel. Quienes estén creciendo viéndonos leer en pantallas, aunque sus crianzas estén rodeadas de hermosas e ingeniosas literaturas para infancias, ¿sentirán más atracción por las pantallas que por el papel?
19.
A veces, se lee para tener algo que decir, algo que contar, algo que pensar. En eso radica una de las fatalidades universitarias: leer para contar lo leído. Quizás se trate de darse a la lectura, para dar lo leído, para darse a la palabra dándola. ¿Clases componen un diario de lecturas? Voces que ofician clases, con el tiempo, no se dedican a leer para transmitir, sino a leer para pesquisar.
20.
Se buscan pistas, señales, indicios, restos, para llevar a una clase. Se coleccionan joyas encontradas. Quizás no se trasmiten saberes, sino pesquisas. O, mejor dicho, se trasmite el oficio de pesquisar. A veces, se lee un libro con la ansiedad de encontrar una línea, una frase, una idea, una palabra todavía no empleada o una antigua palabra olvidada.
21.
Pesquisar no como investigación de un delito, de una intención oculta, de una circunstancia borrada. Pesquisar no como labor de detectives o policías secretas. Pesquisar como despiste buscado. Tal vez como lectura flotante. El hallazgo como inesperada detención en lo insignificante. La pesquisa como disposición que supone saberes inesperados casi en cualquier parte.
22.
Darse a la lectura (se dijo) supone dar a leer. A veces, leyentes devienen intérpretes: dan a leer dándose en voz alta en un párrafo o en una página querida. Poniendo en escena épicas y agonías de las ideas. Leyentes, navegantes, intérpretes, interesan como preludios de la acción de pensar.
23.
Bibliotecas universitarias, colecciones de apuntes, innumerables páginas digitales, no transmiten saberes, acumulan información.
24.
Dice Borges (1979) en una entrevista: “Creo que la frase ‘lectura obligatoria’ es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Hablamos de placer obligatorio? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¿Hablamos de felicidad obligatoria? La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lo lean porque es moderno, no lo lean porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el ‘Paraíso Perdido’ —para mí no es tedioso— o ‘el Quijote’ —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad…”.
Borges no concibe la lectura como imposición, sino como felicidad. Profesa una lectura hedonista: leer sólo por placer. La lectura como ensueño deseado.
25.
No se trata de volver a repetir que la obligación mata al deseo. Deseos también pueden responder a obligaciones secretas. Se trata de decir que más allá de todas las obligaciones, por momentos se abre paso la dicha de leer. Y que eso puede ocurrir o no en las aulas. ¿Alcanza con sacar esa denominación de los programas? ¿Sustituirla por lecturas imprescindibles, lecturas urgentes, lecturas sugeridas, lecturas recomendadas, lecturas acompañantes, lecturas para salvar el mundo, lecturas con miedo, lecturas con rabia?
26.
Cada vez que Borges se refirió a sus clases, insistía en que no enseñó literatura inglesa, sino en que trasmitió el amor por esa literatura. “O mejor dicho, ya que la literatura es virtualmente infinita, el amor a ciertos libros, a ciertas páginas, quizá a ciertos versos”. Sostenía que para dar a conocer una cosa bella antes se necesitaba haberla sentido.
27.
Doris Lessing (1962) en el prólogo a El cuaderno dorado hace algunas recomendaciones. Sólo leer lo que nos atraiga. No leer lo que nos aburre. Saltear las partes pesadas. Nunca leer por deber ni seguir modas. Saber que algunas lecturas llegan antes de tiempo y se valoran mucho después. Aceptar que algunos libros no llegan nunca y que esa pena no se puede evitar. Recordar que hay más libros no publicados -y ni si quiera escritos- que los impresos. Tener en cuenta que no todos los saberes están en los libros. Considerar que muchas transmisiones orales invitan a leer con los oídos, con la memoria de los cuerpos, con los jadeos del alma.
28.
Italo Calvino (1992) en Por qué leer los clásicos presenta, también, algunas ideas sobre la lectura. Escribe: “Los clásicos son esos libros sobre los cuales se suele oír decir: ‘Estoy releyendo…’ y nunca ‘Estoy leyendo…’”. Como si lecturas famosas actuaran como pruebas de valor y nos diera vergüenza confesar no haberlas leído.
Calvino considera clásicos libros que no se leen por deber o respeto, sino por amor. Libros que se leen por el solo deseo de leer. Libros que se guardan como momentos luminosos. Libros que se leen por primera vez aunque se los haya leído antes. Libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Libros que tienen la memoria de innumerables lecturas. Libros que conversan con otros libros. Libros que nos acompañan como talismanes. Los llama clásicos no por pertenecer a un canon, sino por sus propagaciones, resonancias, capacidades de afectación. Escribe: “Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo”. Y agrega: “Un clásico persiste de ruido de fondo incluso cuando la actualidad desesperante se impone”.
29.
Lecturas en las aulas ocurren como citas amorosas o suceden como cargas bibliográficas. Inquietudes y curiosidades que no se sienten convocadas por esas citas, convendría que se reserven para otros llamados. Lecturas pueden imponer sus impresiones y moldes, pero no pueden, sin entusiasmos que leen, avivar saberes.
30.
Manuales se leen para clasificar. Tratados se leen para ahondar en las clasificaciones. Algunos libros se leen para iniciarse en el conocimiento de algo o para saber más de lo que creíamos conocer. A veces se lee por presión de una moda o para estar al tanto de algo o para entender de qué hablan quienes presumen saber sobre lo que hay que saber. Se lee por muchas razones. También se lee por una urgencia, para calmar un desasosiego, para acompañar un desconcierto, una confusión, un enmudecimiento. En ocasiones, incluso se lee por la responsabilidad, sospecha o temor de que podemos no saber pensar lo que creemos que sabemos pensar. Hay lecturas por conveniencias, lecturas prescindibles, lecturas inerciales, lecturas desesperadas. Pero, al cabo, sólo importan las lecturas que se agradecen.
A veces, se lee para concluir y alcanzar sentencias diagnósticas tranquilizadoras. Otras, para habitar el tembladeral de la diagnosis como drama interminable del saber.
31.
Interrupción, distracción, despedazamiento: tres condiciones del acto de leer.
Escribe Gombrowicz (1937) en Ferdydurke: “Decidme, ¿cómo pensáis?, ¿acaso, según vuestra opinión, el lector no asimila sólo partes y sólo en parte? Lee, digamos, una parte o un pedazo y se interrumpe para, dentro de algún tiempo, leer otro pedazo; y a menudo ocurre que empieza desde el medio o, incluso, desde el final, prosiguiendo desde atrás hasta el principio. A veces ocurre que lee dos o tres pedazos y lo deja... y no porque no le interese, sino porque algo distinto se le ha ocurrido. Pero aun en el caso de leer el todo, ¿creéis que lo abarcará con la mirada y sabrá apreciar la armonía constructiva de las partes, si un especialista no le dice algo al respecto? ¿Para eso, pues, el escritor, durante años, corta, ajusta, arregla, suda, sufre y se esfuerza: para que el especialista diga al lector que la construcción es buena? ¡Pero vayamos, más lejos aún, al campo de la experiencia cotidiana! ¿No ocurre acaso que cualquier llamada telefónica o cualquier mosca pueden distraer al lector de la lectura justamente en ese supremo momento en que todas las partes y tramas se juntan en la unidad de la solución final? ¿Y si en ese momento entrase, digamos, su hermano y dijese algo? La noble labor del escritor se echa a perder a causa de una mosca, un hermano o un teléfono”.
32.
Interrupción, distracción, despedazamiento: soberanías de las almas leyentes.
“Escribir la lectura” se titula un texto de Roland Barthes publicado en 1970 en un suplemento de los domingos de un diario. Se lee: “¿Nunca te ha sucedido, leyendo un libro, que te has parado continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no te ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?”. Leer levantando la cabeza. Saltando de un mundo a otro. Interrupción que hace lugar a lo incontenible. Extravío momentáneo. Suspiro leyente como súbita dulzura del acto de pensar. Ganas de escribir la lectura: deseo de hacer nacer algo entre las palabras.
33.
Lecturas marcan vidas. Roberto Calasso (2001) sostiene que no dejar huellas en un libro se considera una prueba de “indiferencia o de mudo estupor”. En Cómo ordenar una biblioteca, escribe: “Siempre he desconfiado de quienes quieren conservar los libros intactos, sin ninguna marca de uso. Son malos lectores. Toda lectura deja una marca, aunque no quede ningún signo visible en la página. Un ojo experto sabe enseguida distinguir si un ejemplar ha sido leído o no. En cuanto a las señales en los libros, todo está permitido excepto escribir o subrayar con bolígrafo, porque es una especie de lesión irreparable al objeto”.
Una estudiante mostró cómo marcaba un apunte hasta con siete colores. Alguien dijo que usaba bolígrafos sin culpa y que, incluso, arrancaba páginas que no le interesaban. Una voz dijo que no subrayaba los libros que amaba para poder leerlos siempre por primera vez. Otra voz dijo que los libros sagrados no se debían marcar. A lo que alguien replicó, que leer significa profanar.
34.
A veces, asistimos a la perplejidad de las marcas: encontramos notas y subrayados, en los libros leídos, que no recordamos.
35.
George Steiner (2014), en una conversación que se publicó con el título de Un largo sábado, invita, también, a leer con un lápiz en la mano, subrayando, tomando notas, escribiendo ideas en los márgenes, luchando con la literalidad línea por línea y atendiendo a todas las asociaciones o digresiones. Dice: “La lectura de un libro puede cambiar una vida”.
Sabemos que se puede leer sin pensar. El lápiz que subraya señala “Ahí hay algo”. Una escritura en el margen autoriza la inmediatez y el arrebato de ideas que, si no, se pierden. Signos de admiración o de interrogación señalan aprobaciones, desacuerdos o pasajes que no se entienden. Trazos de grafito que ocupan los blancos que quedan en un papel impreso ponen en acto el arrojo de pensar. Momento en el que darse a la lectura concita una irreverencia.
Se suma, así, otra condición de las soberanías leyentes: interrupción, distracción, despedazamiento, irreverencia.
36.
No se trata sólo de leer lo leído, sino también de leer cómo nos afecta lo leído.
La lectura se comporta como una red de arrastre en una embarcación de pesca. Al examinar lo capturado no importa tanto lo aprisionado. El momento logrado de la lectura no reside en lo contenido en la red, sino en la posibilidad de vislumbrar lo que queda afuera.
37.
Leer: infinitivo de la vista que se levanta, distracción, derrame. No imperativo de instrucción y acatamiento. Llamado e incitación a ocurrencias pasajeras. Momento de iluminación o epifanía. Oportunidad de rapto, desvío, fuga. Suspiro robado a la concentración. Extravío en segundos en los que no se piensa en nada.
38.
Se comienza a leer por muchas razones. Aquiles trabajaba en una librería en Primera Junta. Hablaba soñando ideas. Le encantaba recomendar libros. Sabía percibir lo que cada cual andaba buscando aunque no lo supiera. Cada tanto traía del sótano joyitas que tenía reservadas para ocasiones únicas. Transformaba la sugerencia en una ceremonia de iniciación. Detrás de unos lentes redondos le brillaban los ojos de entusiasmo. Leía embriagado en voz alta fragmentos del libro elegido. Daba ganas de leer sólo para revivir ese momento maravilloso. En esa pequeña cueva de libros, Aquiles oficiaba lecturas célibes. Lecturas sueltas, libres de compromisos editoriales, desamarradas de las modas culturales, indiferentes a los cánones universitarios, autónomas de los compromisos militantes. Daba a leer extravagancias de la historia.
A leer no se enseña. Tal vez se trasmite la soledad que se necesita para reconocer lo que nos conmueve.
39.
Ismaíl Kadaré (1971) en su novela Crónica de piedra narra su infancia en una Albania invadida por el fascismo italiano y las tropas nazis. Cuenta, en esos días, su encuentro con la lectura. El librero del pueblo le había prometido un libro. Le enseñó cómo identificar el nombre de quien lo escribió y el título que le puso para orientar a quienes lo quisieran leer. Tras buscar un rato, elige uno que cree hablaba de magia. El librero lo desalienta: “No vas a entender nada de Jung y además no está escrito en albanés. Busca otro”. Al rato vuelve decidido: “Finalmente encontré uno en cuyas primeras páginas leí las palabras espíritu, brujas, asesino primero e incluso asesino segundo. Mira, me llevo éste, le dije sin mirar siquiera el título, ¿Macbeth? Es fuerte para ti. Quiero éste. Llévatelo, dijo, pero no lo pierdas”. Y así por primera vez entró un libro en su casa.
40.
Arlt (1926), en El juguete rabioso, sitúa la lectura como privilegio. Escribe: “Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo: –Silvio, es necesario que trabajes. Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté”. Arlt sabe que la lectura tiene relación con el tiempo. Pero, no a la manera de Proust como búsqueda estética vivencial de un tiempo perdido, sino como un tiempo robado a la obligación de trabajar. Un tiempo de clase.
41.
Erich Fromm (1980) cuenta una anécdota de su bisabuelo. Todo el día se pasaba estudiando el Talmud en la tienda en la que trabajaba y de la que vivía. Cuando llegaba un cliente levantaba la vista del libro con fastidio y preguntaba, ¿qué… no hay otra tienda? La pasión por leer se imponía al negocio.
42.
Si no gravitaran los libros sagrados, los manuales de instrucciones, las literaturas de autoayuda, los diarios y revistas de empresas del poder, los folletos turísticos, los anuncios de publicidad y las incalculables selecciones algorítmicas; tal vez leer compondría una afición anticapitalista.
43.
Los libros nos llegan por la escuela, o como regalos, o como recomendaciones, o como compras intuitivas. A Nicolás Rosa (1992) le gustaba decir que si una biblioteca no se hereda, la otra manera de conseguirla consiste en robarla. Sabemos que una herencia puede recibirse como una suerte o como una desgracia. Por su parte, robar libros para leerlos (no para acumularlos) compone un delito del deseo que nos hace dudar si merece castigo, aplauso o contrariedad moral. Este último sentimiento, si consideramos las desventuras de quienes se empeñan en sostener tiendas de libros.
44.
Editorial Cactus edita en 2023 [Risas] Fuera de contexto, una antología de fragmentos de clases de Deleuze en Vincennes entre 1959 y 1987. El título alude al hecho de que, en las desgrabaciones, se repite una anotación teatral [risas]. Los primeros fragmentos están reunidos con el título [cómo leer]. Allí se escucha la fórmula de Deleuze para la lectura: sólo leer aquello que se ama, encontrar la escritura que nos enamore. Dice: “Yo abogo por relaciones moleculares con los autores que leen. Encuentren lo que les gusta. (…) Leer es eso: encontrar vuestras propias moléculas. Están en los libros. Vuestras moléculas están en los libros. Es preciso que encuentren esos libros. Nada es más triste, en los jóvenes en principio dotados, que envejecer sin haber encontrado los libros que verdaderamente hubieran amado. (…) No encontrar los libros que uno ama nos vuelve amargos. (…) Es preciso que solo tengan relación con lo que aman”.
Deleuze, en otro momento, bromea que la lectura de Spinoza puede darnos respuestas sobre las cosas que nos pasan. Dice: “Sería muy bueno saber la Ética de memoria. ¡Apréndanla de memoria! [risas] Aprender Kant de memoria no tiene ningún sentido, no sirve de nada. Aprender Spinoza de memoria sirve para la vida. En cada situación, ustedes se pueden preguntar: ‘¿A qué proposición remite esto?’. Siempre hay una respuesta en Spinoza”.
Una cosa una escritura con dolor y otra el regodeo en el dolor. Las risas de Deleuze se ofrecen como antídotos de ese goce. Dice: “(…) la gran literatura es la cosa más divertida del mundo, y es por eso que escribir es una alegría. Quiero decir que escribir es siempre literalmente una manera de reír. Y entonces lo que hace la diferencia entre los lectores es que, por una parte, hay quienes no saben esta verdad elemental. Entonces, como suele decirse, ‘se toman todo en serio’ [risas]. Eso es una catástrofe. Produce a los que lloran leyendo a Beckett o a Kafka [risas]”.
45.
A los cuerpos leyentes les pasan cosas. Esas cosas que les pasan se nombran de muchas maneras. Horacio González (1998) en un artículo que se llama El ensayo como lectura de curación, a propósito de un comentario de Lacan que dice que la lectura de Hamlet nos hace revolcarnos por el suelo, retoma una observación de Martínez Estrada sobre una lectura con miedo. No una lectura mecánica y escolar, sino una lectura viva. Una lectura que se estremece, se convulsiona, se sobresalta. Una lectura crispada que pasa por el cuerpo.
46.
Hay lecturas que buscan secretos entre líneas. Leo Strauss (1952), en La persecución y el arte de la escritura, piensa cómo, en circunstancias de censuras y acechanzas, se esconden ideas en los textos. El arte de las escrituras blindadas y defendidas. Escrituras esotéricas y, a la vez, exotéricas. Esotéricas, en tanto, que diseminan pistas entre líneas que sólo lecturas aliadas puedan descifrar y exotéricas, en tanto, están destinadas a burlar controles de poderes, autoridades, instituciones inquisidoras, servicios de inteligencia.
A veces leer nos pone en peligro. Hay muchas maneras de forrar libros. Se trata de una práctica para proteger las tapas o para resguardar la privacidad de lo que se está leyendo. En tiempos del terror de estado, se conoció la lectura como disimulación. Se forraban los libros por miedo. No se ocultaban preferencias ni se resguardaban intimidades, se procuraba preservar la vida. Aunque, al cabo, andar con un libro forrado resultaba sospechoso.
47.
Dashiell Hammett, el autor del Halcón Maltés, compadece en un juicio el 26 de marzo de 1953 como presunto autor pro comunista. Tras un largo interrogatorio, McCarthey pregunta a Hammett: “Si usted se propusiera luchar contra el comunismo, ¿qué libros prohibiría?”. El escritor, que hasta el momento se mantenía en silencio amparado en la constitución norteamericana, ya no se contuvo: “Bueno, si estuviera luchando contra el comunismo, yo pienso que prohibiría todos los libros”. Entonces, el senador McCarthey, ante esa evidencia que lo delataba, dijo “Muchas gracias, ha terminado el interrogatorio”.
48.
En diferentes entrevistas, Piglia narra una anécdota que le sirve para reírse de la escena mítica de la primera lectura. La historia resta solemnidad al acto de leer, a la vez que pone a la vista la lectura como arma de seducción. Cuenta: “La peste fue el primer libro que leí con conciencia, digamos, literaria. Tengo muy clara la escena. Porque íbamos caminando por la calle y enfrente había un muro, y tengo esa imagen muy nítida porque entonces ella me hace la pregunta. Teníamos quince, dieciséis años. Yo cursaba el secundario y no estaba interesado mayormente en la cultura, jugaba al billar, qué sé yo, pero estaba esta chica que venía de una familia anarquista y era abanderada y tenía esa tradición cultural de los anarquistas. Íbamos caminando por esa calle cuando ella me preguntó qué estaba leyendo. Yo no estaba leyendo nada, pero recordé un libro que había visto expuesto en una librería y dije su título. Era La peste, de Camus. Pero entonces ella me lo pide prestado. Ese día lo compré, lo leí esa noche, lo arruiné un poco para que pareciese usado y se lo presté”.
49.
Una bella historia sobre la lectura concierne a la primera traducción del Quijote de Cervantes al chino mandarín. La hizo, en 1922, Lin Shu que no hablaba castellano ni ninguna otra lengua occidental. La novela en chino se llama Historia del caballero encantado. Para suplir su falta de conocimiento de idiomas, Lin se respaldaba en ayudantes que le contaban lo que habían leído. El mismo se explica así: “No conozco lenguas occidentales, ello me obliga a tener junto a mí a dos o tres caballeros del ámbito de la traducción que me cuentan con la boca las palabras [escritas]. Mis oídos las reciben y mi mano los sigue. Cuando cesan sus voces, el pincel se detiene. En un día, con cuatro horas de trabajo consigo escribir seis mil caracteres”. Para hacer la traslación del libro de Cervantes contó con un ayudante que había leído una versión del libro en lengua inglesa. Así, su oído escuchaba las aventuras de “la triste figura” en mandarín coloquial y las vertía al mandarín clásico. El Quijote de Lin Shu se presenta como un caballero más romántico que extraviado. Un sabio y modesto guerrero que domina las artes marciales. Sancho de escudero se convierte en discípulo. Y Rocinante reluce como un corcel vigoroso, veloz y orgulloso y no como un viejo caballo flaco y cansado. Se lee en el Quijote de Cervantes: “Píntola en mi imaginación como la deseo”. Se lee en el Quijote de Lin Shu: “En realidad todo es inventado”.
50.
Escribimos imitando a quienes leemos. Con el tiempo nos damos cuenta qué cosas nos gustan y qué cosas no. Al final, comenzamos a escribir sólo lo que nos da ganas de leer. En ese momento, ya no interesa si imitamos. Sólo importa que la cosa nos guste.
51.
Cuando se lee un libro siempre quedan cosas sin entender, restos que se escurren sin que los lleguemos a sospechar. Pero eso no importa: solo cuenta saber que la vida sigue ahí dando que pensar. Según César Aira, John Cage tenía una manera sencilla para saber qué le gustaba leer y qué no: le gustaba lo que no entendía. Observación que completaba con esta cita de Proust: “Los libros que amamos parecen escritos en una lengua extranjera”. En ese mismo sentido, Horacio González (2017) escribe a propósito de la lectura de Lezama Lima: “O se lo entiende o se lo lee”.
52.
Cuando nos preguntamos hacia dónde va un texto o de qué se trata o qué quiere decir, estamos en problemas. Ese momento provoca desinterés, nos hace sentir mal o nos invita a seguir sin entender. A veces, depende de la confianza que nos inspire la letra.
53.
Leer no equivale a interpretar. Leer supone navegar la ilegibilidad, la indecisión, el silencio. Leer supone saber la decepción de no entender. Y, también, correr el riesgo de saber lo que no se quiere entender. Octave Mannoni (1962) cuenta que la madre de Rimbaud inquieta después de leer Una temporada en el infierno, quiso saber qué quería decir Arthur en ese escabroso libro. A lo que su hijo respondió: “Quiere decir literalmente lo que dice y en todos los sentidos”.
Leer literalmente y en todos los sentidos compone la sabiduría íntima del darse a la lectura. En Cartas del vidente, Rimbaud (1871) proponía leer la vida como visión, pero no en el sentido de adivinar el futuro, sino en el del desarreglo de los sentidos. Una disposición a sentir más allá de lo reglado.
En los preludios de la acción de pensar, entonces, tenemos: leyentes, navegantes, intérpretes, videntes.
54.
En Pequeños tratados 1, Pascal Quignard (2004) escribe: “El libro es un pedazo de silencio en las manos del lector. Quien escribe calla. Quien lee no rompe el silencio”. Uno de los grandes desafíos de leer consiste en llegar a habitar ese silencio. Pero, ¿cómo se habita un silencio? Una escritura fragmentaria, ¿ayuda a habitarlo? La inconclusión, ¿lo repone? La irrupción de una repentina emoción, ¿posibilita sentirlo entre las manos? Silencios en la lectura tocan lo irrepresentable.
55.
James Joyce en una carta del 4 de abril de 1905 a su hermano Stanislaus, hablando del Ulises, dice: “Ya he terminado otro capítulo y ahora voy por el veinte. Ésta es una obra terrible: no sé cómo tengo paciencia de escribirla. ¿Crees que la gente tendrá paciencia de leerla?”. El escritor irlandés pregunta algo que no se podía responder entonces y tampoco ahora: ¿quiénes tendrán paciencia para leer las más de seiscientas páginas que tardó siete años en escribir? Pero la paciencia que solicita no equivale a tolerancia o condescendencia con una novela extensa. Esa paciencia quiere decir tiempo. ¿Habrá un porvenir de lecturas sin prisas, de lecturas sustraídas a los relojes, de lecturas en las que la vida pase sin que nos demos cuenta?
56.
En ocasiones, se sigue leyendo esperando saber el final. Tal vez eso ocurre en las novelas policiales o románticas. O cuando se leen obras completas de alguien para asegurarse un conocimiento. Pero, ¿por qué se leen poéticas o ensayísticas que carecen de desenlaces, conclusiones, cierres? Algunos textos prometen sorpresas más adelante para que no se los abandone. Tal vez esa percepción tuvo Macedonio Fernández que comienza a escribir en 1925 su Museo de la novela de la Eterna compuesta de prólogos que anuncian una narración que nunca comienza.
57.
En el mejor de los casos el yo se fatiga y se encoge leyendo. Virginia Woolf en una carta a Ethel Smyth, del 29 de julio de 1934, cuenta que después de leer muchas horas seguidas se siente abatida. Explica que eso le sucede por leer como ella lee: vaciándose de suficiencia, de arrogancia, de embriaguez de sí. Escribe: “Hoy, como si fuera una mariposa cuyas alas se hubiesen arrugado hasta la extenuación, empiezo a reabrirlas, a batirlas y a planear a través del aire. No he leído tantas horas seguidas desde hace no sé cuantos meses. A veces pienso que el cielo debe ser una continua e inagotable lectura. Es un arrebato impalpable, como un trance que me atrapaba cuando era niña y que vuelve una y otra vez con una violencia que me deja agotada. ¿He dicho que estaba volando? ¿Por qué entonces estoy tan baja de ánimo? Porque, querida Ethel, leer consiste en eliminar completamente el propio ego, y es el ego el que se pone erecto, igual que otra parte del cuerpo cuyo nombre no me atrevo a decir”. Después del trance de la lectura reposa en una rama como una mariposa exhausta. Pero ese abatimiento no corresponde a su pasión leyente, sino al ego que no sabe ni puede volar, que se resiste a devenir crisálida.
58.
Henri trabaja de cajero en un banco. Un personaje amable y soñador que lleva lentes grandes con mucho aumento. Vive apasionado por la lectura. Su jefe le dice que le pagan para atender clientes y no para leer. Le prohíbe que use, en su horario de almuerzo, la bóveda para leer. Le advierte “o se dedica a trabajar y olvida la lectura o pronto estará en el banco de una plaza leyendo los anuncios de empleos”. Henri vive un infierno. Su esposa tampoco lo deja leer en su casa: le saca el periódico de las manos, le esconde las revistas, le tacha y le arranca las páginas de los libros. Al día siguiente en el horario de almuerzo, a pesar de la restricción de su jefe, se escabulle y se refugia en la bóveda para leer. El titular del diario alerta sobre el peligro de una bomba que podría causar una destrucción total. En ese momento, tras un terrible estallido en el que explota su reloj, se desvanece. Al despertar, confundido abre la puerta de la bóveda. Asiste a la devastación del mundo. No hay sobrevivientes. Se desespera. Cuando está a punto de quitarse la vida, descubre las ruinas de una biblioteca pública. Encuentra miles de libros intactos. Los libros que siempre quiso. Piensa que, por fin, tendrá tiempo para leer. En eso, tropieza. Se le caen los lentes, se rompen los cristales. Entonces, otra vez solo, se vuelve un fragmento más entre las ruinas. Al fin, suficiente tiempo, octavo episodio de una serie que se conoció en Argentina con el nombre de La dimensión desconocida, se emite por primera vez el 20 de noviembre de 1959. Presenta la lectura como obsesión contraria a los bancos y a los matrimonios. Y, a la vez, como quimera evasiva en tiempos de la destrucción del planeta. Pocos años antes, en agosto de 1945, Estados Unidos había lanzado bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
Darse a la lectura no puede significar sólo darse al placer o a la evasión. Leer quiere decir, también, probar otras maneras de leer. Decidir con quienes pensar la vida y con quienes salvarla.
59.
Nietzsche (1882) en el parágrafo 366 de Die fröhliche Wissenschaft, una obra traducida al castellano como La ciencia jovial o La gaya ciencia y alguna vez como El alegre saber, escribe: “No formamos parte de esos que sólo llegan a pensar entre libros, sólo estimulados por libros: estamos habituados a pensar al aire libre, andando, saltando, ascendiendo, bailando, y donde más nos gusta hacerlo es en montañas solitarias o justo al lado del mar o, incluso allí donde los caminos se repliegan y vuelven ensimismados. Nuestras primeras preguntas sobre el valor de un libro, una persona o una música rezan así: ¿sabe andar?, o, mejor aún, ¿sabe bailar?”.
60.
Sabemos la atracción o fascinación que ejerce la creencia en una palabra revelada. Sabemos lecturas de libros sagrados. Darse a la lectura no quiere decir darse al acatamiento que organiza, sostiene, establece, qué pensar. Darse a la lectura supone darse a una soledad que baila con otras soledades. Soledad como extraña niebla o como un súbito despertar en el que todavía tenemos imágenes insólitas y dolorosas de un sueño.
61.
En Para leer el capital de Louis Althusser y Étienne Balibar publicado en Francia en 1967 se esboza una teoría de la lectura que reúne marxismo con psicoanálisis. En uno de los textos del libro solo firmado por Althusser se distingue una lectura literal de otra sintomática. Se plantea la necesidad de una lectura no inmediata ni ingenua. Una lectura que vuelva perceptibles lagunas, blancos, ausencias, omisiones, de un texto. Una lectura de lo velado en una página. Una lectura asomada al umbral de lo que se abre. Una lectura de superficie, pero no superficial. Una lectura de lo que late sin estar a la vista. Escribe: “una lectura en la que el discurso de Marx no es más que lo no-dicho de su silencio”. Una lectura que sondea lo que el texto dice sin saber. Sin embargo, no se trata de oponer lo literal a lo sintomático, sino de saber el inconsciente como vapor de agua que humedece la letra.
62.
Ricardo Piglia (2005) recuerda la figura el detective como el gran lector. Menciona La carta robada de Poe como relato que ilustra una teoría de la lectura. El mismo escrito que le sirvió a Lacan para pensar, entre otras cosas, al inconsciente estructurado como un lenguaje. Giorgio Colli (1977), refiriéndose el nacimiento de la filosofía, a propósito del pensamiento de Heráclito, llama phatos de lo oculto a la tendencia (muy arraigada en la razón europea) a considerar como fundamento último del mundo algo escondido. Leer no se reduce a descubrir, ni a investigar, ni a des-ocultar. Leer se propone leer, como le decía Rimbaud a su madre, literalmente y en todos los sentidos. Pensar no equivale a descifrar. Desciframientos pretenden resolver enigmas. Pensamientos recorren misterios que no terminan. Desciframientos conciben problemas finitos. Pensamientos avanzan hacia lo abierto, evitando la luz cegadora de lo infinito.
63.
Saberes clínicos advienen por el súbito encuentro entre la urgencia de pensar algo que duele y una hoja escrita por alguien que sintió algo cercano a ese dolor. En diferentes ocasiones, Nietzsche piensa la lectura como bálsamo que reconcilia el alma con el cuerpo. En el prólogo a la segunda edición de La gaya ciencia, llegando a Génova en 1886, Nietzsche agradece su curación. Se declara recuperado de la tiranía del dolor. Celebra la lectura como convalecencia alegre, como calmante, como medicamento de sanación.
Algunas lecturas detectan páginas escritas y pensadas desde el dolor. No se trata de exhibiciones trágicas ni dramáticas, sino de páginas que saben el dolor, sin necesidad de mostrarlo. No se trata de dolores puros ni santos, sino de dolores mezclados con cosas de la vida. Dolores se presentan de muchas maneras. En algunas escrituras con comicidad y con silencios; en otras con información e ingenio; en otras con soledad, juego, indocilidad.
64.
Saberes clínicos no se alcanzan sólo con lecturas, pero sin lecturas no se tienen. Saberes clínicos sobrevienen como trances. Momentos que conjugan deseos, dolores, pensamientos. Estremecimientos que practican deslecturas de lo sabido. A veces, la acción de desleer importa más que la de leer. Desleer supone leer por primera vez lo ya leído. Leer escrutando lo leído con un oído por aparecer. Escribe Juan L. Ortiz: “Todas las cosas decían algo, querían decir algo. Había que tener el oído atento u otro oído fino, muy fino, que debía aparecer”.
65.
Saberes clínicos solicitan lecturas. Las solicitan como memorias del estar ahí. Las solicitan como conversación sobre cómo escuchamos, cómo pensamos, cómo decimos. Las solicitan como moradas del ansia de pensar. Las solicitan como lugares de confidencias. Las solicitan para contar leyendo que algo salió mal o que algo provocó daño. Las solicitan para admitir que estamos sintiendo desinterés, que no tenemos nada que decir o que sólo decimos algo para constatar que seguimos ahí. Las solicitan para habitar desvelos, vigilias de pensamientos que no llegan. Muchas veces se necesita leer para salir del marasmo o como se llamen apagones o vacíos que nos duelen.
66.
Blanchot (1959) escribe un artículo sobre Mallarmé, que titula El libro que vendrá. Tal vez inspirado en la idea soñada por el poeta de un libro total. No podemos imaginar una lectura por venir. Pero de alguna forma sabemos que eso que llamamos porvenir se nos presentará como otra forma de leer. Y otra forma de leer como otra forma de sentir y pensar la vida. Así lo percibe Borges (1951) en Nota sobre (hacia) Bernard Shaw. Escribe: “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000”.
67.
Leyentes del vuelo de las aves, de las huellas en la arena, de la dirección de los vientos, de las estrellas y otros astros, de las cenizas que dejan los fuegos; y, sin embargo, apenas deletreamos unas pocas cosas sobre las vidas que vivimos. Conversaciones clínicas, se dijo, no se asemejan a ninguna otra conversación. Se trata de conversaciones llenas de malicias. Tal vez la malicia más pertinaz resida en la interpretación. El psicoanálisis inventó una sorpresiva hermenéutica de la conversación. Una hermenéutica mensajera y alada, caprichosa y disparatada, tormentosa y atormentada, silenciosa e incisiva. Inventó la conversación como lectura de páginas borroneadas, mezcladas, ausentes, perdidas, de un libro que no se termina de componer ni descomponer.
Derrida (1977) pensó el psicoanálisis como escena de la escritura. Se podría pensar, en ese mismo sentido, como escena de lectura. Como inminencia alfabética. Como deletreo que no alcanza a discernir una palabra que sigue. Como lectura profanadora de historias establecidas. Como detección de páginas en blanco, de páginas arrancadas, de páginas ajadas por el paso del tiempo, la acción de la humedad, el estupor. Se podría pensar el psicoanálisis como escena de reescritura o como escena de lectura de páginas todavía no escritas. La clínica como escena de lectura se presenta de diferentes maneras. Una, de pronto, levantar la vista de la conversación: escuchar lo que se está diciendo. Leyentes moran en el aullido y en el silencio de las palabras.
68.
Conversaciones clínicas tientan lecturas por venir. Lecturas por venir no necesitan pensarse como nuevas. No interesa la novedad. Por venir supone lecturas inesperadas. A veces se trata de lecturas despistadas, ingenuas, extrañadas, impertinentes. Lecturas por venir que interrogan lo sabido, que sacuden lo no sabido en lo sabido, que desleen lo tantas veces leído. Deslecturas se presentan como momentos de invidencia. Lo venidero se espera, pero no se ve venir. No se ve venir lo que daña ni lo que contenta y acaricia la vida.
69.
Hay lecturas que no sabemos cuándo comienzan ni cuándo terminan. Borges (1975) piensa El libro de arena como un volumen infinito. Un texto inabarcable, ilimitado, inagotable. Tan insondable que, si de pronto se llegara a ver una ilustración, luego esa misma imagen no se podrá verse otra vez. Las páginas llevan números insólitos. Se llama el Libro de Arena “porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin”.
70.
¿Cómo decir lecturas que se encuentran con algo que no se puede borrar ni se puede leer? ¿Cómo decir lecturas que se chocan con lo indeleble e ilegible, a la vez? A veces no se lee o se lee sin leer. O se lee hojeando un libro de cientos de páginas tentando al azar, a la suerte, al hallazgo. O se lee flotando por sobre lo leído, en estado de distracción o dejándose llevar por otras cosas o errando fuera de los límites de una página. O se lee deteniéndose en algo mínimo o en una frase rara, disonante, atrayente, enigmática, marginal. O se lee en forma dispersiva tentando o propiciando desvíos. O se lee saltando, de piedra en piedra, lugares comunes. Lecturas que no leen como se espera ¿desleen? Harold Bloom (1975) emplea la expresión misreading que suele traducirse como deslectura. No como mala lectura o mala interpretación, sino como lectura desviada.
71.
Una de las primeras narrativas de resistencia feminista de la historia se relaciona con el libro Las mil y una noches. Sherezade, entre un relato que termina y otro que comienza, aplaza la muerte y preserva el devenir inesperado de la vida.
Hipatia de Alejandría sufre el primer lectofemicidio de la historia. La asesinan por mujer. Por mujer lectora. Por maestra lectora en filosofía, matemáticas, astronomía. Nace a mediados del siglo IV en una de las ciudades más importantes de la cultura de ese tiempo. Hija del director del Museo de Alejandría que albergó los restos de la Biblioteca de Alejandría. Se le atribuye esta idea: “Defiende tu derecho a pensar, porque incluso pensar en forma errónea es mejor que no pensar”.
Christine de Pizan escribe, a comienzos del siglo XV, La ciudad de las damas, la primera utopía de un modo de habitar feminista. Una ciudad sólo para mujeres de cualquier condición social. Un proyecto que polemiza con el modelo de la República de Platón o La ciudad de Dios de san Agustín. Una comarca que sirva de refugio contra prejuicios y violencias de los hombres. Una comunidad de lectoras.
La palabra quechua quipu se traduce como nudo o anudar. Hace referencia a un conjunto de cuerdas y lanas de colores que no sólo configuraban un sistema numérico, sino también narraciones de una antigua civilización. Los quipus componían libros con una escritura alfanumérica. Un encordado para el reencuentro con lo acontecido. María Pía López (2021), en su libro Quipu, nudos para una narración feminista, recupera la idea de tejido como potencia textual de voces acalladas y doblegadas. Lecturas de relatos cosidos y bordados, lecturas que tiran de un hilo destejiendo memorias, lecturas que hacen conexiones, lecturas gozosas e insurgentes.
72.
¿Soledades burbujean sumergidas en un momento en común? Lecturas en voz alta, ¿intensifican lo que cada cual sentiría leyendo por su cuenta? Afectaciones, ¿se mezclan con otras afectaciones? Una escucha con otras escuchas, ¿acentúa lo escuchado? Una audición, ¿se enrarece con la concurrencia simultánea de muchas audiciones disímiles?
En noviembre del 2003, en uno de los congresos de Madres, se ideó una intervención de lectura ininterrumpida que duró doce horas. Se llamó: “Sin fantasía, es mucho el dolor”. Un verso robado a Macedonio Fernández. La acción contaba con diez cómplices muñidos de textos para ocupar lugares o huecos cada vez que hiciera falta. La lectura no tenía que decaer, ni pausarse, ni agotarse. Se invitaron amistades para que también vinieran a leer. Además se armó un cronograma de lecturas discrepantes e insumisas en diferentes horarios. Cuando quienes participaban en el congreso se asomaban a la sala por amistad, curiosidad o porque les había atraído la convocatoria, en la puerta se les entregaba un impreso con el nombre de la intervención y una descripción del procedimiento. Al costado de la entrada, en una enorme caja con alas, se ofrecían libros, páginas sueltas, diarios, revistas, panfletos, publicidades, folletos, manuales de instrucciones para arreglar lavarropas. En el escenario había una mesa con tres sillas siempre ocupadas por leyentes. Cuando la persona sentada en el extremo izquierdo terminaba de leer decía, mientras se levantaba, “Dejo aquí estas palabras” y depositaba el texto que había leído sobre la mesa. Entonces, ingresaba otra persona por la derecha y las otras dos se corrían una silla dejándole lugar. Cualquiera podía participar. Si en ese momento no tenían nada escrito para leer, podían improvisar algo en un papel o tomar alguna página de la caja de lecturas o recoger algo ya leído que había quedado en la mesa de lectura. Con las horas, el escenario se iba llenando con libros y hojas sueltas, con diarios y revistas, con fotocopias y escritos improvisados en hojas de cuadernos o agendas. La sala por ratos estaba casi vacía, pero de tanto en tanto se llenaba. En un momento, Hebe visitó la instalación. Enseguida quiso participar. Cuando se desocupó una silla subió al escenario. No esperó su turno. Avisó que iba a decir algo que tenía grabado en el alma. Dijo: “Hubo un tiempo en el que yo leía, pero no sabía leer. Aprendí a leer luchando, aprendí a leer leyendo lo que leían las vidas que tanto queríamos. Aprendí a leer para no dejar de luchar nunca”. Se levantó y se retiró por la izquierda como había ingresado.
Un poco antes de las 20 el salón estaba repleto. Muchas personas querían leer. Mientras todavía estaba leyendo alguien en el escenario, se repartieron los textos ya leídos durante la jornada. Se pidió que los mostraran con una mano en alto. Entonces, se invitó a que cada cual leyera a viva voz, casi gritando, la página que le tocó, durante un minuto. Una lectura coral superpuesta de todas las voces a la vez con diferentes textos. Durante ese minuto no se podía dejar de leer. Si el texto terminaba antes, se comenzaba de nuevo. Se alentaba a que se levantara la voz más y más. Quienes estaban en la plaza intentaron volver a entrar para ver qué estaba pasando. Al terminar el minuto, se gritó y se aplaudió. Esa noche del mes de noviembre se sintió cálida.
El entusiasmo continuó. Se propuso hacer una intervención similar en la Facultad de Psicología de UBA. La idea consistía en una sesión de lecturas ininterrumpidas de bibliografías que circulaban en la carrera. Salvo en cuatro intervalos de una hora en los que se abriría la invitación a lo que venga. Se convocó al Centro de Estudiantes, a las agrupaciones estudiantiles, a todas las aulas. Se pegaron carteles en los baños, en los pasillos, en los bares, en las paradas de los colectivos. Se programó para el primer viernes de diciembre del 2003 entre las 20 y las 8 de la mañana del sábado. No se autorizó. En ese momento, se proyectó hacer la acción el día en que se tomara la Facultad.
73.
Leer equivale a beber un canto. A beberlo con los ojos, como quien saborea una voz íntima, dedicada, sin premuras. El tecomate consiste en una calabaza con cintura estrecha a la que se le hace un pequeño corte en el extremo superior. Se le extraen las semillas y se deja secar. Suele utilizarse para cargar agua fresca, para fabricar instrumentos musicales, para guardar y transportar medicinas. Humberto Ak’abal (1952), poeta que escribe tanto en castellano como en lengua maya k’iche’, tiene en el libro Kamoyoyik, publicado en 2002, un texto que se titula “El curandero” que dice así: “El abuelo estaba enfermo. / Subimos montes / y cruzamos valles / fuimos en busca del curandero. / El señor Tzun / era un viejecito alegre. / Tomó un tecomate / y cantó dentro de él… / –Llévenselo y que beba el canto. / El abuelo puso el tecomate / junto a sus oídos / y poco a poco cambió su rostro, / al día siguiente comenzó a cantar / y después hasta bailaba”.
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