En “El desacuerdo”[i], la política es interrogada a partir de lo que usted llama el “reparto de lo sensible”. ¿Esta expresión es a sus ojos lo que brinda la clave de la unión entre prácticas estéticas y prácticas políticas?
Llamo reparto de lo sensible ese sistema de evidencias sensibles que al mismo tiempo hace visible la existencia de un común y los recortes que allí definen los lugares y las partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija entonces, al mismo tiempo, un común repartido y partes exclusivas. Esta repartición de partes y de lugares se funda en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la manera misma en que un común se ofrece a la participación y donde los unos y los otros tienen parte en este reparto. El ciudadano, dice Aristóteles, es aquel que tiene parte en el hecho de gobernar y de ser gobernado. Pero otra forma de reparto precede a este tener parte: aquel que determina a los que tienen parte en él. El animal hablante, dice Aristóteles, es un animal político. Pero el esclavo, si es que comprende el lenguaje, no lo “posee”. Los artesanos, dice Platón, no pueden ocuparse de esas cosas comunes porque no tienen el tiempo para dedicarse a otra cosa que no sea su trabajo. No pueden estar en otro sitio porque el trabajo no espera. El reparto de lo sensible hace ver quién puede tener parte en lo común en función de lo que hace, del tiempo y del espacio en los cuales esta actividad se ejerce. Tener tal o cual “ocupación” define competencias o incompetencias respecto a lo común. Eso define el hecho de ser o no visible en un espacio común, dotado de una palabra común, etcétera. Hay entonces, en la base de la política, una “estética” que no tiene nada que ver con esta “estetización de la política”, propia de la “época de las masas”, de la cual habla Benjamin. Esta estética no puede ser comprendida en el sentido de una captación perversa de la política por una voluntad de arte, por el pensamiento del pueblo como obra de arte. Si nos apegamos a la analogía, podemos entenderla en un sentido kantiano —eventualmente revisitado por Foucault—, como el sistema de formas a priori que determinan lo que se da a sentir. Es un recorte de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido, que define a la vez el lugar y la problemática de la política como forma de experiencia. La política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo.
Es a partir de esta estética primera que podemos plantear la cuestión de las “prácticas estéticas”, en el sentido en que nosotros la entendemos, es decir, formas de visibilidad de las prácticas del arte, del lugar que ellas ocupan y de lo que “hacen” a la mirada de lo común. Las prácticas artísticas son “maneras de hacer” que intervienen en la distribución general de las maneras de hacer y en sus relaciones con maneras de ser y formas de visibilidad. Antes de fundarse en el contenido inmoral de las fábulas, la proscripción platónica de los poetas se basa en la imposibilidad de hacer dos cosas al mismo tiempo. El problema de la ficción es primero un problema de distribución de lugares. Desde el punto de vista platónico, la escena del teatro, que es a la vez el espacio de una actividad pública y el lugar de exhibición de los “fantasmas”, confunde el reparto de identidades, actividades y espacios. Sucede lo mismo con la escritura: yéndose a la derecha y a la izquierda, sin saber a quién hay o no hay que hablar, la escritura destruye toda base legítima de circulación de la palabra, de la relación entre los efectos de la palabra y las posiciones de los cuerpos en el espacio común. Platón desprende así dos grandes modelos, dos grandes formas de existencia y de efectividad sensible de la palabra, el teatro y la escritura —que serán también formas de estructuración para el régimen de las artes en general. Ahora bien, estas formas se revelan de entrada comprometidas con un cierto régimen de la política, un régimen de indeterminación de identidades, de deslegitimación de posiciones de palabra, de desregulación de repartos del espacio y el tiempo. Este régimen estético de la política es propiamente el de la democracia, el régimen de la asamblea de artesanos, de las leyes escritas intangibles y de la institución teatral. Al teatro y a la escritura, Platón opone una tercera forma, una buena forma del arte, la forma coreográfica de la comunidad que canta y danza su propia unidad. En suma, Platón desprende tres maneras cuyas prácticas de la palabra y del cuerpo proponen figuras de comunidad. Está la superficie de los signos mudos: superficie de signos que son, dice Platón, como pinturas. Y está el espacio del movimiento de los cuerpos que se divide él mismo en dos modelos antagónicos. Por un lado, está, el movimiento de los simulacros de la escena, ofrecido a las identificaciones del público. Por el otro, el movimiento auténtico, el movimiento propio de los cuerpos comunitarios.
La superficie de signos “pintados”, el desdoblamiento del teatro, el ritmo del coro danzante: ahí tenemos las tres formas de reparto de lo sensible que estructuran la manera en que las artes pueden ser percibidas y pensadas como artes y como formas de inscripción del sentido de la comunidad. Estas formas definen la manera en que las obras o performances “hacen política”, cualesquiera sean, por otra parte, las intenciones que ahí rigen, los modos de inserción social de los artistas o la manera en que las formas artísticas reflejan las estructuras o los movimientos sociales. Cuando aparecen Madame Bovary o La educación sentimental, estas obras son inmediatamente percibidas como “la democracia en literatura”, a pesar de la postura aristocrática y el conformismo político de Flaubert. Incluso su rechazo de confiar a la literatura mensaje alguno es considerado como un testimonio de igualdad democrática. Es demócrata, dicen sus adversarios, por su toma de partido de pintar en vez de instruir. Esta igualdad de indiferencia es la consecuencia de una toma de partido poética. La igualdad de todos los sujetos es la negación de toda relación de necesidad entre una forma y un contenido determinados. Pero esta indiferencia, ¿qué es en definitiva sino la igualdad misma de todo lo que adviene sobre una página de escritura, disponible para toda mirada? Esta igualdad destruye todas las jerarquías de la representación e instituye también la comunidad de los lectores como comunidad sin legitimidad, comunidad dibujada por la sola circulación aleatoria de la letra.
Hay así una politicidad sensible atribuida de entrada a grandes formas de reparto estético como el teatro, la página o el coro. Esas “políticas” siguen su propia lógica y vuelven a proponer sus servicios en épocas y contextos muy diferentes. Pensemos en cómo estos paradigmas han funcionado en el nudo arte/ política a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pensemos por ejemplo en el rol asumido por el paradigma de la página en sus diferentes formas, que exceden la materialidad de la hoja escrita: existe la democracia novelesca, la democracia indiferente de la escritura tal como la simbolizan la novela y su público. Pero existe también la cultura tipográfica e iconográfica, ese entrelazamiento de poderes de la letra y de la imagen, que ha jugado un rol tan importante en el Renacimiento y que las viñetas, [culs-de-lampe] e innovaciones diversas de la tipografía romántica han despertado. Este modelo perturba las reglas de correspondencia a distancia entre lo decible y lo visible, propias de la lógica representativa. Confunde también el reparto entre las obras de arte puro y las decoraciones del arte aplicado. Es por esto que ha jugado un papel tan importante —y generalmente subestimado— en el trastocamiento del paradigma representativo y en sus implicaciones políticas. Pienso particularmente en su papel en el movimiento Arts and Crafts y en todos sus derivados (Artes decorativas, Bauhaus, constructivismo) donde se definió una idea del mobiliario —en sentido amplio— de la nueva comunidad, que ha inspirado también una idea nueva de la superficie pictórica como superficie de escritura común.
El discurso modernista presenta la revolución pictórica abstracta como el descubrimiento por parte de la pintura de su “medium” propio: la superficie bidimensional. La revocación de la ilusión perspectivista de la tercera dimensión devolvería a la pintura el dominio de su superficie propia. Pero precisamente esa superficie no tiene nada de propio. Una “superficie” no es una simple composición geométrica de líneas. Es una forma de reparto de lo sensible. Escritura y pintura eran para Platón superficies equivalentes de signos mudos, privados del soplo que anima y transporta la palabra viviente. Lo plano, en esta lógica, no se opone a lo profundo, en el sentido tridimensional. Se opone a lo “vivo”. Es el acto de la palabra “viva”, conducida por el locutor hacia el destinatario adecuado, que se opone a la superficie muda de los signos pintados. Y la adopción de la tercera dimensión por parte de la pintura fue también una respuesta a ese reparto. La reproducción de la profundidad óptica ha estado vinculada al privilegio de la historia. Ella participó, en la época del Renacimiento, en la valorización de la pintura, en la afirmación de su capacidad de captar un acto de palabra viva, el momento decisivo de una acción y un significado. La poética clásica de la representación quiso, contra el rebajamiento platónico de la mimesis, dotar de una vida a lo “plano” de la palabra o del “cuadro”, de una profundidad específica, como manifestación de una acción, expresión de una interioridad o transmisión de una significación. Instauró entre palabra y pintura, entre lo decible y lo visible, una relación de correspondencia a distancia, en la que se concede a la “imitación” su espacio específico.
Es esta relación la que está en cuestión en la pretendida distinción de lo bidimensional y lo tridimensional como “propios” de tal o cual arte. Es entonces en lo plano de la página, en el cambio de función de las “imágenes” de la literatura o en el cambio del discurso sobre el cuadro, pero también en los trazos de la tipografía, del afiche y las artes decorativas, que se prepara en buena parte la “revolución anti-rrepresentativa” de la pintura. Esta pintura, tan mal denominada abstracta y supuestamente devuelta a su medium propio, forma parte de una visión de conjunto de un nuevo hombre alojado en nuevos edificios, rodeado de objetos diferentes. Su planicie está ligada a la de la página, del afiche o de la tapicería. Ésta es la de una interfase. Y su “pureza” anti-rrepresentativa se inscribe en un contexto de entrelazamiento del arte puro y del arte aplicado, que le da de entrada una significación política. No es la fiebre revolucionaria que lo rodea la que hace al mismo tiempo de Malevitch el autor de Cuadrado negro sobre fondo blanco y el cantor revolucionario de las “nuevas formas de vida”. Y no es ningún ideal teatral del hombre nuevo lo que sella la alianza momentánea entre políticas y artistas revolucionarios. Es primero en la interfase creada entre “soportes” diferentes, en los lazos tejidos entre el poema y su tipografía o su ilustración, entre el teatro y sus diseñadores y afichistas, entre el objeto decorativo y el poema, donde se forma esta “novedad” que va a ligar al artista que suprime la figuración y al revolucionario que inventa la vida nueva. Esta interfase es política en tanto que revoca la doble política inherente a la lógica representativa. Por una parte, ésta separaba el mundo de las imitaciones del arte y el mundo de los intereses vitales y de las grandezas político-sociales. Por otra, su organización jerárquica —y particularmente el primado de la palabra/acción viva sobre la imagen pintada— constituía una analogía respecto al orden político-social. Con el triunfo de la página novelesca sobre la escena teatral, el entrelazamiento igualitario de las imágenes y los signos sobre la superficie pictórica o tipográfica, la promoción del arte de los artesanos al gran arte y la pretensión nueva de introducir el arte en el decorado de cualquier vida, es todo un recorte ordenado de la experiencia sensible que se zozobra.
De manera que lo “plano” de la superficie de los signos pintados, esta forma de reparto igualitario de lo sensible estigmatizado por Platón, interviene al mismo tiempo como principio de revolución “formal” de un arte y principio de re-partición político de la experiencia común. Podríamos, del mismo modo, reflexionar sobre las otras grandes formas, la del coro y la del teatro que he mencionado, y otras. Una historia de la política estética, entendida en este sentido, debe tomar en cuenta la manera en que estas grandes formas se oponen o se entremezclan. Pienso, por ejemplo, en la manera en la cual este paradigma de la superficie de signos/formas se opuso o se mezcló al paradigma teatral de la presencia —y a las diversas formas que este paradigma pudo él mismo tomar, de la figuración simbolista de la leyenda colectiva al coro en acto de los hombres nuevos-. La política se juega ahí como relación entre la escena y la sala, significación del cuerpo del actor, juegos de la proximidad o de la distancia. Las prosas críticas de Mallarmé ponen ejemplarmente en escena el juego de referencias cruzadas, oposiciones o asimilaciones entre estas formas, desde el teatro íntimo de la página o la coreografía caligráfica hasta el nuevo “oficio” del concierto.
Por una parte, entonces, estas formas aparecen como portadoras de figuras de comunidad iguales a sí mismas en contextos muy diferentes. Pero, inversamente, ellas son susceptibles de ser asignadas a paradigmas políticos contradictorios. Tomemos el ejemplo de la escena trágica. Para Platón, ella es portadora del síndrome democrático y al mismo tiempo de la potencia de la ilusión. Al aislar la mimesis en su espacio propio, y al circunscribir la tragedia en una lógica de los géneros, Aristóteles redefine, incluso si no es su propósito, su politicidad. Y, en el sistema trágico de la representación, la escena trágica será la escena de visibilidad de un mundo en orden, gobernado por la jerarquía de sujetos y por la adaptación de situaciones y maneras de hablar de esta jerarquía. El paradigma democrático se habrá vuelto un paradigma monárquico. Pensemos también en la larga y contradictoria historia de la retórica y del modelo del “buen orador”. A lo largo de la época monárquica, la elocuencia democrática demosteniana significó una excelencia de la palabra, ella misma planteada como el atributo imaginario del poder supremo, pero también siempre disponible para retomar su función democrática, al prestar sus formas canónicas y sus imágenes consagradas a la aparición transgresora en la escena pública de locutores no autorizados. Pensemos incluso en los destinos contradictorios del modelo coreográfico. Trabajos recientes han recordado las vicisitudes de la escritura del movimiento elaborado por Laban en un contexto de liberación de los cuerpos y convertido en el modelo de las grandes demostraciones nazis, antes de encontrar, en el contexto contestatario del arte performativo, una nueva virginidad subversiva. La explicación benjaminiana por medio de la estetización fatal de la política en “la era de las masas “quizá olvida el antiquísimo vínculo entre el unanimismo ciudadano y la exaltación del libre movimiento de los cuerpos. En la polis hostil al teatro y a la ley escrita, Platón recomendaba mecer sin tregua a los niños de pecho.
He citado estas tres formas a causa de su identificación conceptual platónica y de su constancia histórica. Evidentemente, no definen la totalidad de las maneras en que las figuras de comunidad se encuentran estéticamente bosquejadas. Lo importante es que es en este nivel, el del recorte sensible de lo común de la comunidad, de las formas de su visibilidad y de su disposición, que se plantea la cuestión de la relación estética/política. Es a partir de ahí que podemos pensar las intervenciones políticas de artistas, desde las formas literarias románticas del desciframiento de la sociedad hasta los modos contemporáneos de la performance y la instalación, pasando por la poética simbolista del sueño o la supresión dadaísta o constructivista del arte. A partir de ahí pueden ponerse en tela de juicio numerosas historias imaginarias de la “modernidad” artística y de los vanos debates sobre la autonomía del arte o su sumisión política. Las artes no prestan nunca a las empresas de la dominación o de la emancipación más que lo que ellas pueden prestarles, es decir, simplemente, lo que tienen en común con ellas: posiciones y movimientos de cuerpos, funciones de la palabra, reparticiones de lo visible y lo invisible. Y la autonomía de la que ellas pueden gozar o la subversión que pueden atribuirse, descansan sobre la misma base.
Fuente: Ranciére, J. (2009) “Del reparto de lo sensible y de las relaciones que establece entre política y estética. En El reparto de lo sensible. Estética y política. LOM ediciones. Santiago de Chile.
[i] “El desacuerdo” (“La Mésentente”). Rancière. Nueva Visión, 1996.
Commentaires