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  • Foto del escritorRevista Adynata

Destellos / Alejandro Kaufman

El presente libro surge de la calamidad 2019 y durante todavía su transcurso. A fines de ese año se inició el porvenir aciago que nos mantiene en cautividad, mientras leemos las páginas que siguen y escribimos las que acompañan a los Destellos. Designación, destellos, de aquello que titila entre sombras, emerge de la oscuridad y ofrece una dirección hacia dónde ir en incertidumbre. ¿No necesitaremos nuevos conceptos?¿Algo así como una teoría de la indigencia? Más que nueva normalidad y “convivir con el virus”, una incipiente indigencia. No solo por cómo se distribuyó aun más injustamente la riqueza y las estadísticas señalaron un empobrecimiento general, sino porque aquello que para el mundo fue una ínfima dislocación ultramicroscópica -hasta conveniente para buena parte del propio mundo- para la especie humana resultó en algo para lo que no tenemos palabras.

¿Qué es no tener palabras? Saber algo que no sabemos cómo decir. Sabernos ante una presencia innominada y silente. Es uno de los rostros de lo que llamamos catástrofe. Entre sus pliegues habita una cotidianidad dotada de los rasgos de lo impensado, una normalidad recurrente, día a día, solo sustentada en lo que la corporeidad tiene como ley: sobrevivir. Cuando sobrevivir se convierte en una meta excluyente porque no hay otra que pueda considerarse sin tal condición esencial, volvemos, si es que eso fuera un retorno, o más bien, nos despojamos de nuestras pertenencias, como quien en el trance de ahogarse en las aguas intenta desprenderse de su indumentaria. En tal situación de supervivencia toda pertenencia que no sea el solo cuerpo es una sentencia. De ahí que cuando nos acercamos a la muerte se nos adhiere la desnudez como inminencia de una verdad, la de que solo en el aliento que ritma la existencia con el límite con que nuestros pulmones devoran la atmósfera reside esa verdad. Es por ello que las prácticas sapienciales recurren a situarnos en la respiración, concreción del límite con que cada inhalación desmiente a las desmesuras con que nuestras ilusiones nos engañan y referencia decisiva, la respiración, para definirnos con vida o sin vida hasta que desde hace unos dos o tres siglos comenzó la saga que ahora encuentra su culminación. Desde hace tan poco liquidamos el aliento como signo de la vida y lo sustituimos por artificios que nos la mantienen de modo ilimitado. Tal la demasía que la calamidad vino a enmudecer.

Indigencia entonces del mundo que habíamos elevado en estos últimos dos o tres siglos (número que puede variar según los hitos elegidos: nos inquieta ahora el concepto, no su periodización discutible) y que en este último año y medio entró en colisión con algo no menos banal que un gran trozo desprendido de hielo, un corpúsculo reproductible en cuerpos que comparten una fuente aérea. En un mundo donde no ha quedado ángulo por transitar, la fuente aérea es el mundo todo, y no hay afuera.

Indigencia de la cultura, designada antes como malestar; pero para mal estar hay que tener algo que discutir y calificar, y la indigencia en cambio designa la desnudez, la desposesión de todo aquello que se daba por sentado. Se daba por sentado respirar, la gratuidad del aire, la autonomía corporal, el lazo social. Que nos causemos la muerte recíprocamente sin enterarnos siquiera designa una pugna peculiar. Que una civilización orgullosa de emprender abordajes a Marte sea humillada por tan poca cosa... Y que la interconexión de todas partes con todas partes, no solo como suceso técnico, sino como deseo de hollar todas las superficies, aspirar todos los climas, degustar todas las comidas, y sonreír ante todos los crepúsculos se haya convertido, como en la pesadilla más inimaginable, en un veredicto sin fin y sin remedio para millones de almas.

Pero si mentamos una nueva pobreza es por muchas otras razones, excedentes de estas líneas. Una de ellas, no menos decisiva de la indigencia de la cultura, reside en el colapso civilizatorio que transitamos. La llamada cultura reposaba su exterioridad solidaria con un mundo no exento de desastres, infortunios con los que limitaba la propia exterioridad que la hacía posible. Una conjunción operosa se había trazado entre horrores y cultura. Inflexiones que auguraban mundos infames eran refutadas, como dice la autora en una de sus entradas, por otras voces que hilaban la continuidad de las interlocuciones. Algo así sucederá seguramente en un futuro no lejano, ciertos como estamos de que la calamidad, de un modo u otro, con una resolución más o menos gravosa, concluirá en algún momento, y lo penoso aquí señalado será olvidado de las tantas maneras en que tienen lugar los olvidos, tal vez saturando hasta el agotamiento todas las superficies de inscripción con palabras vanas o plenas -al menos algunas, quizás-.

Indigencia es algo sobradamente dotada de palabras vanas, que es lo que les sucede a las palabras cuando no se pueden pronunciar con serenidad frente a la muerte. Finalmente palabras plenas, poéticas, como las de este libro, son aquellas que se saben, y nos hacen saber que se saben, en el umbral.

Haber atribuido a las palabras un estatuto ineludible de barbarie como éxito de los acontecimientos del horror necesitó la voz que refutara la literalidad del enunciado y los invistiera de carnadura radical mediante su escritura. Celan es quien restituye en la barbarie al lenguaje de su plenitud, y es por ello que solo puede manifestarse a contracorriente, como una nueva lengua. En la sucesión de la catástrofe, la lengua que al poema compete es la lengua del silencio y la fragilidad, la que da testimonio de la pérdida, y de una esperanza “que no es para nosotros”, pero que sin tal testimonio ni aun sería concebible para un futuro. Ante las soberbias que destruyen todo a su paso: en espera de la palabra que salva, no importa dónde ni cómo se inscriba.

Los acontecimientos del horror, como los naufragios y los estragos, destituyen las superficies de inscripción que el poder determina para el registro. Así desde que existe la escritura, vicaria de la corporeidad, largamente debatida. Sea la piedra, el bronce, o aun el papel y demás medios de conservación de la palabra escrita en la larga era de la escritura -no tan larga en comparación con el inasible tiempo de la oralidad precedente- se ausentan en la adversidad y se escribe sobre cualquier superficie y con cualquier tinta con tal de dar el salto entre corporeidades en esas situaciones condenadas o limítrofes.

En tiempos de superficies fotónicas, los nuestros, inscribirnos en pantallas con palabras no vanas puede ser un intento de supervivencia de la lengua a contramano. Algunas plumas lo intentan dentro de la llamada cultura que desfallece a manos del hiperobjeto corona. Sin pretensiones sublimes, solo en estado de vigilia, prevenidas frente al estupor en cuyo pliegue la desolación digital se prende a nuestras neuronas para dejarlas exangües. Que en tales circunstancias, semejantes superficies de inscripción hayan albergado las palabras que este libro redime de su origen, es un acontecimiento de supervivencia que nos llena de esperanzas en la íntima intemperie1.


Fuente: Kaufman, Alejandro. "Prólogo" en Ortiz Maldonado, Natalia. Destellos. Cielo invertido ediciones. Córdoba, 2021.


Sigurdur Gudmundsson 1978 'Composition' fotografía de performance.


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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