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Devenir niebla: sobre la hipótesis cibernética de Tiqqun

“¡Es el panóptico! / Secuestrando mentes endebles; / ayer con un Falcon verde / hoy con un canal y un server”. Estas rimas, ligeras y contundentes, le escucho cantar a un rapero que aprecio mucho, Orión XL. Hoy el panóptico se vende como participativo, comunitario, interactivo y dinámico. Tal vez no hay nadie en el puesto de vigilancia; entonces, como escribió Mark Fisher, “actuamos todo el tiempo como si nos estuvieran mirando”: policías de nosotros mismos, la autoridad internalizada. Por encima de todo, pareciera que no hay de qué inquietarse, es decir: que la tierra, la salud y los afectos no están en riesgo. Que la digitalización de todos los aspectos de la vida es parte del “curso natural de la historia” y, por lo tanto, “inevitable” y aceptable. Que la Red y los dispositivos no corroen nuestra capacidad de atención, concentración, contemplación y lectura. Que no somos más que números y variables de información, información genética, de consumo, hábitos. Que Facebook, Google, Apple o Amazon son corporaciones inocentes, horizontales, casi nada opresivas, representantes transparentes del humanismo liberador de este siglo preocupado por nuestra comunicación, progreso y futuro. Pero ya sabemos que “Google es más poderoso que lo que la Iglesia nunca fue”, como nos recuerda Julian Assange (y ya sabemos quién es y en qué situación se encuentra).

 

En este sentido, la recomendable editorial Hekht de Buenos Aires (“plataforma de experimentación textual y editorial”) publicó en 2016 La hipótesis cibernética del colectivo anónimo francés Tiqqun, entre otras publicaciones. Si bien La hipótesis cibernética fue originalmente una publicación del número 2 de la revista francesa en el año 2001 (seguramente un poco antes de la disolución del no-grupo), el texto resulta, todavía, vivo y fecundo y, sobre todo, en los devenires siniestros de la pandemia y el estado de excepción, en donde como dice Julian Coupat –uno de los pocos nombres conocidos vinculados a Tiqqun–:

 

Hemos visto, bajo el pretexto imparable de la pandemia, que aparece la coherencia de las partes hasta entonces desarticuladas de los planes imperiales: geolocalización, reconocimiento facial, Linky, exceso de drones, prohibición de pagos en efectivo, Internet de las cosas, generalización de los sensores y la producción de rastreo, arresto domiciliario digital, privatización exasperada, economías masivas mediante el teletrabajo, el teleconsumo, la teleconferencia, la teleeducación, la teleconsulta, la televigilancia y, por último, la telelicencia.

 

Entonces, hablando y volviendo propiamente a la hipótesis cibernética, para Tiqqun, en principio, la cibernética, “la ciencia de gobernar”, implicó desde su origen (hace 70 años con Norbert Weiner a la cabeza y que surgió como una ciencia bélica) un proyecto de racionalización extremo, ilimitado, con deseo intermitente de control total y absoluto. Se trata de una “máquina de guerra abstracta y global” en la que el acto y la ciencia de gobernar, por lo tanto, no es más que la gestión “racional” de todas las actividades humanas. Gobernar constituye la coordinación racional de los flujos de información, comunicación y decisiones que circulan en el cuerpo social; estamos hablando de una logística tecnológica del mundo que organiza los flujos, asegura conexiones y pretende, incluso, hasta reducir la entropía. Estamos, entonces, ante una “antropotécnica”, como se dijo hace décadas, en la cual el humano y la biosfera no importan si siguen presentes, lo necesario es que el humano sea “el soporte viviente de la idea técnica”. Es, también, el capitalismo cibernético: fundado en una manía por detectar, minimizar y suprimir todo desvío, inseguridad, incertidumbre, inconmensurabilidad latente. El objetivo es anticiparse a cualquier amenaza, fallo, accidente, pánico y revuelta como, por ejemplo, vemos en Minority report (2004) el relato de Philip Dick y película de Steven Spielberg en donde la policía se anticipa al crimen y abundan los dispositivos de reconocimiento facial, autos que se manejan solos, publicidad personalizada y hologramas, todo un escenario hipertecnologizado no muy distante de nuestro presente. El objetivo de gobernar es administrar y gestionar la información borrando cualquier atisbo de incertidumbre y anonimato, haciendo predecible el acontecimiento, inmovilizando y aislando los cuerpos.

 

Parece que ya no se trata de regular lo imprevisto, los posibles pánicos o amenazas mediante el despojo y exclusión social; parece que con que alimentemos el orden cibernético al entregar (cada día en la temporalidad 24/7) voluntariamente nuestros datos a las corporaciones, con que nos remodelemos en seres hiperconectados, mejoremos el algoritmo y mercantilicemos nuestros afectos y vida cotidiana ya es suficiente. Porque para colmo, fue necesario que hayamos empobrecido y estandarizado la experiencia humana, que nos encontramos en una pesadilla asfixiante rebalsada de pantallas, imágenes e información para que, finalmente, añoremos y busquemos un contraste un fin de semana: por ejemplo, una visita snob por el bosque y unos días de desconexión como una posible “experiencia sensible con lo Real”. Por eso tal vez no asistimos tanto a una expulsión del “otro”, a una exclusión de la alteridad, sino precisamente a su imposibilidad. De ahí que Tiqqun a la pregunta ¿Qué es el Otro? diga: “‘Otro mundo posible’ responde Deleuze. El otro encarna esta posibilidad que tiene el mundo de no ser, o de ser otro”.

 

El poder cibernético, el capitalismo tecnológico y los gurúes tecnófilos y su charlatanería transhumanista consideran que absolutamente todo tiene que ser un dato capaz de ser gestionado, registrado y controlado (así como para todo tiene que haber un dispositivo y todo tiene que ser fotografiado y expuesto en Internet como objeto de consumo estético y desechable). Por eso, Tiqqun es claro en esto: la hipótesis cibernética no representa solo el paradigma, “la imagen del mundo” que naturalizamos sino, sobre todo, una técnica de gobierno refinada que incluye –a la vez que la suplanta y supera– a la hipótesis liberal. Como nueva técnica de gobierno asocia e integra, efectivamente, tanto a la disciplina como la policía, la biopolítica como la ingeniería, la publicidad y el espectáculo en el ejercicio, cada vez más siniestro y sofisticado, de la dominación y el gobierno de lo viviente. De esta manera, se concibe “todos los comportamientos físicos, biológicos, sociales como integralmente programados y programables”. “La cibernética es el pensamiento policial del Imperio […] La cibernética es la guerra declarada a todo lo que vive y a todo lo que dura”, afirman, con tenacidad y potencia, en la última página del primer capítulo.

 

La cibernética, entonces, como el pensamiento policial del Imperio y como aquella ciencia que está detrás de la robotización, automatización y digitalización de la existencia. La cibernética como aquello que pretende hacerse cargo de la existencia y lo existente. Y con afán de totalidad: registrar, controlar, vigilar y regular lo viviente y sus derivas y desplazamientos:

 

De lo que hablamos es de una segunda cibernética donde ya no hay una hipótesis de laboratorio, sino una experimentación social. Su objetivo es construir una sociedad animal estabilizada que (entre las termitas, las hormigas, las abejas) tiene como presupuesto natural de su funcionamiento automático la negación del individuo […]. La cibernética es el proyecto de la recreación del mundo mediante el bucle infinito de estos dos momentos: la representación que separa, la comunicación que vincula; la primera dando la muerte, la segunda imitando a la vida.

 

En este punto, cualquiera se puede preguntar cuál es la propuesta y las estrategias posibles ante este paradigma que, como diría Fisher, “borra el horizonte de lo pensable” e impide cualquier alternativa desactivando la memoria colectiva, debilitando la imaginación y volviendo el presente cada vez más apocalíptico y empobrecedor. Tiqqun desarrolla varias estrategias pero no lo hace pedagógicamente. No se trata de responder el ¿Qué hacer? de Lenin. No hay panfleto ni ideología: no quieren convencer ni educar y justamente ahí radica la belleza de su filosofía, de estos textos que nos vuelven cómplices y amigos. Lo hacen, digamos, poéticamente. A través de la insinuación y la sugerencia. Apuestan por devenir ingobernables, por oponer otros ritmos, por construir zonas de opacidad que cada individualidad y colectivo tendrá que configurar y reinventar.

 

Devenir niebla: opacos

al poder cibernético, irrepresentables

a la maquinaria binaria de transparencia y sentido,

ilegibles para sus códigos, imprevisibles

ante los dispositivos de control y vigilancia algorítmica y digital.

Experimentación, fluctuaciones, intensificaciones de formas-de-vida.

Borrarse, devenir nómadas, atacar la identidad, la identificación.

Difuminar las líneas fijas de la razón

y que el suelo enfríe el aire.

“Es la incertidumbre la que nos seduce,

todo se vuelve maravilloso en la bruma” (Dostoievski).

 

Devenir niebla: porque “la niebla hace posible la revuelta. […] la niebla es una respuesta al imperativo de claridad, de transparencia, que es la primer huella del poder imperial en los cuerpos”. O como escribe Pablo Rodríguez en el extrálogo:

 

Contra la circulación de mensajes, la interferencia (que es la forma cibernética del desvío) o directamente la “vacuola de no-comunicación” de Deleuze. Contra esta duplicidad esquizo de la extrema paranoia y la extrema visibilidad deseada en las sociedades de control, más opacidad y más intensidad. Contra la ganancia de tiempo vía la circulación, la generación de un espesor de tiempo presente aliado de lo invisible.

 

Para esto, hay que comenzar, por un lado, diferenciando y prestando atención a lo que huye a la racionalidad fría y el tiempo “real” del capitalismo cibernético y su “odio a la duración”: la intensidad y potencia de los cuerpos y sus encuentros, el poema y las palabras errantes, el cuidado de los afectos y la sensibilidad, la apuesta atinada por la lentitud y la pausa, el sabotaje, el anonimato y la desconexión, la temporalidad que implica toda duración. Por otro, buscando inspiración en los más diversos campos y artes para subvertirlo: el ritmo del free jazz, la interferencia de Burroughs, el caos fecundo de Ilya Prigogine, el pánico y el ritmo según Elias Canetti, la guerrilla difusa de Lawrence de Arabia, la revuelta invisible de Alexander Trocchi, la línea de fuga de Deleuze y Guattari, la niebla narrada por Boris Vian…

 

Esto es, en pocas e insuficientes palabras, algo de lo que nos advierte y comparte Tiqqun en once capítulos y poco más de cien páginas. Un texto para leer con detenimiento y disección, lleno de epígrafes seductores como joyitas al comenzar cada capítulo. Un texto vital para todo pensamiento crítico y combativo. Porque si hay textos necesarios y urgentes que potencien y aviven las fuerzas refractarias y los fuegos insurreccionales actuales esos son los de Tiqqun y el Comité Invisible; dignos de ser compartidos, leídos y releídos, puestos a circular, debatir, contagiar. Acá va, entonces, un intento modesto de invitación a esa aventura, desafío y desvío errante; tal vez como tentativa e invocación de contagio y presencia de esa rebelión, ese gas, ese vapor y niebla inidentificable de lo viviente.

 

Devenir opaco como la niebla es reconocer que uno no representa nada, que uno no es identificable, es asumir el carácter intotalizable del cuerpo físico así como del cuerpo político, es abrirse a posibles desconocidos. Es resistir con todas las fuerzas a cualquier lucha por el reconocimiento.

 

André


Nick Brandt. Harriet y la gente en la niebla. 2020. Impresión de pigmentos de archivo. 71.1 × 94.5 cm

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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