Refutación de El derecho al trabajo de 1848 Nota del autor
Decía el señor Thiers[i],en el seno de la Comisión sobre enseñanza elemental de 1849: Quiero hacer omnipotente la influencia del clero, porque cuento con él para difundir esa sana filosofía que enseña al hombre que está aquí abajo a sufrir, y no esa otra que, por el contrario, le dice: ¡Disfruta!
El señor Thiers[ii] expresaba así la moral de la clase burguesa, de la que él encarnaba el egoísmo feroz y la estupidez. La burguesía, en su lucha contra la nobleza apoyada por el clero, enarboló la bandera del librepensamiento y del ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de apariencia, y hoy la vemos haciendo todo lo posible por apoyar en la religión su supremacía económica y política.
Durante los siglos xv y xvi, la burguesía había abrazado alegremente el paganismo y glorificaba la carne y sus pasiones, algo que el cristianismo reprobaba.
Sin embargo, hoy que nada entre riquezas y placeres, reniega de las doctrinas de sus pensadores, los Rabelais, los Diderot, y predica la abstinencia para los asalariados. La moral capitalista, mezquina parodia de la cristiana, castiga con un solemne anatema la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus goces y sus pasiones, y en condenarlo al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni misericordia.
Los socialistas revolucionarios deben, por consiguiente, retomar la lucha mantenida en su tiempo por los filósofos y los panfletistas de la burguesía; deben asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo; extirpar de la mente de «la clase llamada a la acción» los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben espetar a la cara de todos los hipócritas de la moral, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que en la sociedad comunista que nosotros fundaremos —pacíficamente si es posible; si no violentamente— las pasiones humanas tendrán rienda suelta, ya que «todas son buenas por naturaleza; sólo debemos evitar su mal uso y su exceso»,[iii] y esto último sólo se evitará con el contrapunto mutuo de las pasiones y con el desarrollo armónico del organismo humano, puesto que —dice el doctor Beddoe— «sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo físico llega también al más alto grado de energía y vigor moral».[iv] Ésa era también la opinión del gran naturalista Charles Darwin[v].
La refutación de El derecho al trabajo, que reedito con algunas notas adicionales, apareció en L’Egalité, semanario de 1880, serie segunda.
Paul Lafargue, Prisión de Saint-Pélagie, 1883
A nuevo aire, nueva canción
Si disminuyendo las horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas para la producción social, obligando a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada así de su tarea de consumidora universal, se apresurará a licenciar a esa turba de soldados, magistrados, rufianes, proxenetas, etc., que ha sacado del trabajo útil para que la ayuden a consumir y derrochar.
El mercado del trabajo estará entonces desbordante, y habrá necesidad de imponer una ley de hierro para prohibirlo: será imposible encontrar ocupación para esta multitud humana, más numerosa que los piojos en el bosque y hasta ahora improductiva. Y después habrá que pensar en todos los que proveían sus necesidades y sus gustos fútiles y dispendiosos.
Cuando no haya más lacayos ni generales que condecorar, ni prostitutas libres ni casadas que cubrir con encajes, ni cañones que horadar, ni palacios que construir, será preciso imponer leyes severas a los obreros y obreras de la pasamanería, del encaje, del hierro y de la construcción, saludables ejercicios de remo y danza para la conservación de su salud y el perfeccionamiento de la raza.[vi]
En el momento en que los productos europeos se consuman donde se fabrican y no se envíen a la otra punta del mundo, los marineros, los mozos de cordel, los recadistas, los cocheros deberán empezar a sentarse y a aprender a estar de brazos cruzados. Los felices habitantes de la Polinesia podrán entregarse entonces al amor libre, sin temer las iras de la Venus civilizada ni los sermones de la moral europea.
Más aún. Para encontrar trabajo suficiente a todos los improductivos de la sociedad actual, y lograr que el utillaje industrial se desarrolle indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus inclinaciones a la abstinencia y desarrollar indefinidamente sus capacidades consumidoras. En vez de comer una o dos onzas de carne dura al día, cuando las come, deberá comer jugosos beefsteaks de una o dos libras, y en lugar de beber modestamente malos vinos, más católicos que el papa, beberá a grandes sorbos bordeaux y bourgogne, sin bautizo industrial, y dejará el agua para las bestias.
Los proletarios han dado en la extraña idea de querer imponer a los capitalistas diez horas de fundición o de refinería; éste es el gran error, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Será necesario prohibir, y no imponer, el trabajo.
A los Rothschild, a los Say,[vii] les será permitido presentar las pruebas de haber sido holgazanes durante toda su vida, y si, a pesar del entrenamiento general para el trabajo, ellos persisten en vivir como verdaderos holgazanes, serán anotados y recibirán cada mañana una moneda de veinte francos para sus caprichos.
Las discordias sociales desaparecerán. Los capitalistas y los rentistas serán los primeros en aliarse al partido popular, una vez convencidos de que, lejos de hacerles daño, se quiere, por el contrario, liberarlos del trabajo de sobreconsumo y de derroche a que han estado sujetos desde su nacimiento.
En cuanto a los burgueses, incapaces de probar sus títulos de holgazanería, se los dejará seguir sus instintos. Hay suficientes ocupaciones desagradables para colocarlos. Dufaure, por ejemplo, limpiaría las letrinas públicas; Galliffet[viii] mataría a los cerdos y los caballos roñosos; los miembros de la Comisión de gracias, enviados a Poissy,[ix] marcarían el ganado en los mataderos públicos, y los senadores podrían servir de enterradores en las ceremonias fúnebres.
Para los demás, se buscarían oficios al alcance de sus inteligencias. Lorgeril[x] y Broglie[xi] taponarían las botellas de champagne, pero se les pondría de antemano un bozal para evitar que se embriagasen. Ferry,[xii] Freycinet[xiii] y Tirard[xiv] destruirían las chinches y los demás insectos de los ministerios y de otros albergues públicos. No obstante, se deberá poner fuera del alcance de los burgueses el dinero público para evitar que sigan ejerciendo ciertas costumbres adquiridas.
Pero dura y terrible será la venganza sobre los moralistas que han pervertido la naturaleza humana; sobre los mojigatos, los farsantes, los hipócritas y
...otras sectas de individuos que han hecho uso de máscaras y disfraces para engañar al mundo. Han dado a entender al pueblo que sólo viven para ayunos y maceraciones de la sensualidad, desde la contemplación y la devoción, para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad: pero nos han dado por el culo. ¡Bien sabe Dios! et Curios simulant sed Bacchanalia vivunt.[xv]
Podéis leerlo en grandes letras de falso brillo, en sus rojos hocicos y sus desmesurados vientres cuando se perfuman con azufre.[xvi] En los días de las grandes fiestas populares, cuando, en vez de engullir polvo, como en los 15 de agosto y los 14 de julio de la burguesía, los comunistas y colectivistas se sacien de perfumes, de suculentos jamones y generosos vasos de vino, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los clérigos de frac y de sotana de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagandistas del malthusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo, todos ellos, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán en el hambre junto a las mujeres galas y las mesas cargadas de carne, de frutas y flores, y morirán de sed junto a grandes toneles desbordantes de vino. Los abogados y los legisladores sufrirán la misma pena.
En nuestro régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales permanentemente. Es éste un trabajo adecuado a nuestros legisladores, quienes, organizados en cuadrillas, irán por las ferias y los villorrios dando representaciones legislativas.
Los generales, con sus botas de jinete, el pecho cruzado de cordones y escarapelas, y cubierto de cruces de la legión de honor, irán por las calles reclutando a gente para el espectáculo. Gambetta y Cassagnac,[xvii] su compadre, se encargarán de la charlatanería inicial. Cassagnac, en traje de matamoros, girando los ojos, torciendo el bigote, escupiendo estopa en llamas, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre, y desaparecerá por un agujero apenas se le enseñe el retrato de Lullier;[xviii] Gambetta discurrirá sobre política extranjera, sobre la pequeña Grecia, que a la vez que lo adoctrina, daría fuego a toda Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia, que se burla de él con el revoltijo que promete hacer con Prusia, y que desea heridas y chichones al oeste de Europa para hacer su labor en el este, y ahogar así el nihilismo en el interior de su país; sobre Bismark, cuya bondad le ha permitido pronunciarse sobre la amnistía..., y después, desnudando su gran panza pintada con tres colores, le tocará llamada y enumerará los deliciosos animalitos, las aves hortelanas, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem, que han engullido para fomentar la agricultura y contentar a los electores de Belleville.
En la barraca comenzará la Farsa electoral. Delante de los electores cabeza-de-serrín y orejas de burro, los candidatos burgueses, vestidos de payasos y cubiertos de programas electorales de múltiples promesas, ejecutarán la danza de las libertades políticas y hablarán, con lágrimas en los ojos, de las miserias del pueblo y, con voz sonora, de las miserias de la patria. Y los electores cabeza-de-serrín rebuznarán a coro, fuerte y sostenido: ¡hiaaa, hiaaa!
Acto seguido, empezará la función: El robo de los bienes de la nación.
La Francia capitalista, esa enorme hembra de cara vellosa y cabeza calva, deformada como una vaca, de carnes flojas, hinchadas y descoloridas, con los ojos apagados, se recuesta sobre un sofá de terciopelo. A sus pies, el capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con máscara de mono, devora mecánicamente hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire; la banca, con el hocico de garduña, el cuerpo de hiena y las manos de arpía, le roba rápidamente las perras chicas. Hordas de miserables proletarios, descarnados y andrajosos, escoltados por gendarmes que llevan la espada desenvainada, empujados por las furias que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la Francia capitalista montones de mercancías de todas clases, toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois,[xix] con los calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro de cuentas entre los dientes, se planta a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia. Apenas han dejado los fardos, los obreros son arrojados a culatazos y bayonetazos, y se abren las puertas a los industriales, comerciantes y banqueros, quienes se precipitan sobre los objetos de valor, engullendo géneros de algodón, sacos de trigo, lingotes de oro y vaciando toneles de vino. No pudiendo tragar más, sucios, asquerosos, se hunden en sus despojos y en sus vómitos... Finalmente, estalla el temporal: la tierra se sacude y se abre; la Fatalidad histórica surge. Con pie de hierro aplasta las cabezas de los que hipan, titubean, caen y ya no pueden huir, y con su larga mano abate a la Francia capitalista, aturdida y que suda de miedo.
Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los Derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo... Pero ¿cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista una resolución viril?
¡Como Cristo, la doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres, los niños del proletariado suben arrastrándose desde hace un siglo por el duro calvario del dolor; desde hace un siglo, el trabajo forzoso rompe sus huesos, destruye sus carnes y atenaza sus nervios; desde hace un siglo, el hombre desgarra sus vísceras y alucinan sus cerebros! ¡Oh, Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!
Apéndice
Nuestros moralistas son gente muy modesta. Si bien han inventado el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, satisfacer la mente y mantener el buen funcionamiento de los riñones y de otros órganos; quieren experimentar con las masas populares, in anima vili, antes de aplicarlo a los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de
explicar y autorizar.
Pero ¿por qué, filósofos de pacotilla, atormentáis tanto vuestro cerebro para elucubrar una moral cuya práctica no osáis aconsejar a vuestros patronos? ¿Queréis ver ridiculizado y deshonrado ese dogma del trabajo, por el cual os mostráis tan orgullosos? Consultad la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y legisladores.
Yo no podría afirmar ―dice el padre de la historia, Heródoto― que los griegos hayan recibido de los egipcios el desprecio al trabajo, por cuanto encuentro establecido el mismo desprecio entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes; en una palabra, porque en la mayoría de los bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas y también sus hijos son considerados como los últimos de los ciudadanos... Todos los griegos han sido educados en este principio, particularmente los lacedemonios.[xx] En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles, que no debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los cuales descendían. Debiendo tener todo su tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal por los intereses de la República, encargaban todo trabajo a los esclavos. Lo mismo sucedía en Lacedemonia, donde a las mujeres les estaba prohibido hilar y tejer, so pena de quedarse derogada su nobleza[xxi].
Los romanos sólo conocían dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas. Todos los ciudadanos vivían de derecho a expensas del Tesoro, sin poder ser obligados a proveer su subsistencia con ninguna de las sordidae artes, como designaban ellos a los oficios, que estaban reservados únicamente para los esclavos. Cuando Bruto, el antiguo, quiso levantar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino, el tirano, de haber convertido a libres ciudadanos en artesanos y albañiles.[xxii]
Los filósofos antiguos se disputaban el origen de las ideas, pero estaban de acuerdo cuando se trataba de aborrecer el trabajo. La naturaleza ―escribe Platón en su utopía social, en su República modelo― no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo Estado de los derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se degrada con los negocios comerciales debe ser castigado por este delito. Si está convicto, será condenado a un año de prisión, y la pena será doblada cada vez que reincida.[xxiii]
En su obra El económico, Jenofonte escribe:
Las personas que se dan a los trabajos manuales nunca son elevadas a cargos públicos, y con razón. Condenados casi siempre a estar sentados todo el día y a soportar, algunos, un fuego continuo, no pueden menos que tener el cuerpo alterado, y es bien difícil que el espíritu no se resienta.[xxiv]
¿Qué puede salir de honorable de un negocio? ―exclama Cicerón―. ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado... Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero, se vende y se pone a nivel de los esclavos.[xxv]
Proletarios embrutecidos por el dogma del trabajo, ¿escucháis el lenguaje de estos filósofos, que se os oculta con un cuidado especial? Un ciudadano que da su trabajo por dinero se degrada al nivel de los esclavos; comete un crimen que merece años de prisión.
La tartufería cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a esos filósofos de las repúblicas antiguas, quienes, discurriendo como hombres libres, hablaban ingenuamente de su pensamiento.
Platón y Aristóteles, esos pensadores gigantes, a quienes nuestros filósofos de moda, los Cousin, los Caro, los Simón, etc., apenas les llegan al tobillo apoyándose sobre la punta de los pies, querían que los ciudadanos de sus repúblicas ideales viviesen en el mayor ocio, ya que, como decía Jenofonte:
El trabajo ocupa todo el tiempo y no queda nada de él para la República y los amigos.[xxvi]
Según Plutarco, el gran título de Licurgo ―el más sabio de los hombres― a la admiración de la posteridad era el haber concedido ocios a los ciudadanos de la República, prohibiéndoles toda clase de oficios.[xxvii]
Pero ―responderán los Bastiat,[xxviii] los Dupanloup,[xxix] los Beaulieu, y todos los moralistas cristiano-capitalistas― esos pensadores, esos filósofos preconizaban la esclavitud.
Muy cierto, pero ¿podía ser de otra manera, dadas las condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas: el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir las leyes del Estado y a velar por su defensa. Los oficios eran entonces demasiado primitivos y groseros para poder cumplir, ejercitándolos, con su propia misión de soldado y ciudadano.
Para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y los legisladores antiguos toleraban a los esclavos en sus repúblicas heroicas. Pero los moralistas y economistas del capitalismo ¿no preconizan el asalariado, la esclavitud moderna? Y ¿a quiénes otorga ocios la esclavitud capitalista? A los Rothschild, a los Schneider, a las madame Boucicaut,[xxx] inútiles y nocivos, esclavos de sus vicios y de sus criados.
«El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Aristóteles y de Pitágoras», se ha escrito desdeñosamente y, sin embargo, Aristóteles pensaba que «si todo instrumento pudiera ejecutar por sí solo su propia función, moviéndose por sí mismo, como las cabezas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, que se dedicaban espontáneamente a su trabajo sagrado; si, por ejemplo, los husos de los tejedores tejieran por sí solos, ni el maestro tendría necesidad de ayudantes ni el patrono, de esclavos». El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, miembros de acero, infatigables, y de fecundidad maravillosa, inagotable, cumplen dócilmente y por sí mismas su trabajo sagrado y, a pesar de esto, el genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del asalariado, la peor de las esclavitudes.
Aún no han alcanzado a comprender que la máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad.
[i] Cito al señor Thiers no por su mérito científico, cuya nulidad sólo es comparable con su bajeza, sino porque esta pulga, que ha vivido en las costuras de todos los gobiernos, es la encarnación de la burguesía moderna. (N. del A.) [ii] Louis-Adolphe Thiers (1797-1877). Historiador y estadista francés. Figura clave en la Monarquía de Julio (1830-1848). Fue ministro del Interior (1832 y 1834), presidente del Gobierno (1836 y 1840), presidente de la República (1871-1873), y verdugo de la Comuna de París. En 1871 firmó los preliminares de paz en Versalles, poniéndose fin así a la guerra franco-prusiana, tras la rendición de Francia. Partidario de una «república conservadora», se vio obligado a abandonar la presidencia de la República en 1873, ante la resistencia que su política encontró en la Asamblea Nacional. [iii] René Descartes: Les Passions de l’âme. (N. del A.) [iv] Doctor Beddoe: Memoirs of the Anthropological Society. (N. del A.) [v] Charles Darwin: Descent of man. (N. del A.) [vi] Podríamos considerar este capítulo como una oda celebratoria, en la que el autor, embriagado por la música maquinal que nos salvará del martirio del trabajo asalariado, da rienda suelta a su imaginación. Su analogía con el remo y la danza son ejemplos rápidos del cuidado del cuerpo, sin ver en éste templo alguno de culto. No obstante, en este pasaje es donde reproduce más clichés moralizantes, a saber, en el disciplinamiento de los cuerpos, la naturalización de los roles, la estereotipación de las profesiones. No falta el catequismo de la antiprostitución y el perfeccionamiento de la raza (eugenesia), como amenaza disgénica. En la actualidad, quizá resulta más evidente cuando hablamos de higienismo social, racial, étnico, religioso, por opción sexual, etc. Bajo la excusa de la potencial liberación de la humanidad, el sueño ha acabado siendo demasiadas veces sinónimo de control social y totalitarismo, cuando no de filofascismo y exterminio. [vii] Jean-Baptiste-Léon Say (1826-1896). Ministro de Finanzas de varios gobiernos de la Tercera República y enemigo contumaz del pensamiento socialista, al que combatió en Jean-Baptiste-Léon Say (1826-1896). Ministro de Finanzas de varios gobiernos de la Tercera República y enemigo contumaz del pensamiento socialista, al que combatió en varias de sus obras. Lafargue se refiere a la saga Say, industriales, economistas y políticos. El abuelo de Léon Say es el autor de la ley clásica de Say o «ley de los mercados», que indica que no puede haber demanda sin oferta [viii] Gaston Alexandre Auguste de Galliffet (1830-1909). General de caballería hecho prisionero en Sedan por las tropas alemanas. Tras su liberación llegó a ser presidente del Comité del Arma de Caballería y gobernador militar de París [ix] Prisión central de Poissy. (N. del A.) [x] Lorgeril (linaje). Familia de la nobleza francesa, conocida desde finales del siglo xiv por la antigua casa señorial de Lorgeril. Pensamos que Lafargue se refiere a Hippolyte-Louis Lorgeril (1811-1888), diputado legitimista y clerical durante la Tercera República. Fue director de El Imparcial en 1842 y senador por la Bretaña en 1875. [xi] Jacques-Victor-Albert de Broglie (1821-1901). Hijo de familia nobiliaria y dirigente de la oposición monárquica contra la política republicana de Thiers. Tras conseguir su caída, formó gobierno en 1873, y fue de nuevo presidente del Consejo en 1877. [xii] Jules Ferry (1832-1893). Abogado y político francés; fue ministro de Instrucción Pública en la Tercera República y consiguió la aprobación de una ley que establecía el carácter obligatorio, laico y gratuito, de la enseñanza primaria (1882). Presidente del Consejo al año siguiente, defendió y promovió la expansión colonial francesa. [xiii] Charles Louis de Saulces de Freycinet (1828-1923). Ingeniero y político, fue colaborador de Léon Gambetta y organizador de la Defensa Nacional al comienzo de la Tercera República. Posteriormente se convirtió en ministro y fue presidente del Consejo en varias ocasiones [xiv] Pierre-Emmanuel Tirard (1827-1893). Político que desempeñó diversos puestos durante la Tercera República; había sido alcalde del Segundo Distrito de París en 1870, y fue después diputado, ministro en varias ocasiones y presidente del Consejo en 1887 [xv] «Aparentan ser Curios y viven como en las bacanales», Juvenal. (N. del A.) [xvi] Pantagruel, libro II, cap. LXXIV. (N. del A.) [xvii]Paul de Cassagnac (1843-1904). Hijo de Bernard Granier de Cassagnac (bonapartista y diputado durante el Segundo Imperio y la Tercera República), fue, a su vez, diputado en el período republicano [xviii]Charles-Ernest Lullier (1838-1891). Militar nombrado general en jefe de las tropas de la Comuna. Detenido y condenado a muerte, tras la derrota de ésta, le fue conmutada la pena por la de trabajos a perpetuidad. En 1880 se benefició de la amnistía. En 1868, Lullie había abofeteado a Paul de Cassagnac, indignado por sus convicciones antirrepublicanas. Cassagnac, pese a la ofensa, se negó a batirse en duelo (lo que explica la alusión de Lafargue). Este párrafo, suprimido en la versión castellana de 1929, junto con las alusiones anteriores a Dufaure, Galliffet, etc., representa la sátira más violenta escrita por Lafargue de los personajes políticos de la Tercera República francesa. [xix] Amédée-Jérôme Langlois (1819-1902). Discípulo y albacea de Proudhon, fue elegido diputado en 1871 y se mantuvo al margen de la actividad de la Comuna, sin apoyarla abiertamente [xx] Heródoto: Tomo II, traducción Larcher, 1786. (N. del A.) [xxi] Biot: De l’abolition de l’esclavage ancien en Occident, 1840. (N. del A.) [xxii] Tito Livio: Libro I. (N. del A.) [xxiii] Platón: República, libro V. (N. del A.) [xxiv] Jenofonte: El económico, IV y VI [xxv] Cicerón: De los deberes, Título II, cap. XLII. (N. del A.) [xxvi] Jenofonte, ob. cit. [xxvii] Plutarco: Vida de Licurgo; Platón: La República, V, y Las leyes, III; Aristóteles: Política, II y VII. (N. del A.) [xxviii] Claude Frédéric Bastiat (1801-1850). Economista y político, defensor ardiente del librecambismo y crítico riguroso del proteccionismo y del socialismo. Murió dejando incompleta su obra principal, Armonías económicas. [xxix] Félix-Antoine-Philibert Dupanloup (1802-1878). Obispo de Orleans y miembro de la Academia Francesa, fue, durante el Segundo Imperio, defensor de la libertad de enseñanza, jefe de fila de los católicos liberales, y diputado y senador en la Tercera República [xxx] Madame Boucicaut, nombre de soltera Marguerite Guérin (1816-1887), esposa de Jacques Aristide Boucicaut, propietario del Bon Marché y famoso por su preocupación por el bienestar de sus empleados. Tras la muerte de Aristide, madame Boucicaut mantuvo la dirección del negocio y continuó las obras filantrópicas de su marido. Fundó el Hospital Boucicaut de París. Como en otras ocasiones, Lafargue dirige sus ataques a los burgueses más conocidos por su paternalismo, para señalar las diferencias de clase que los separan del proletariado.
Fuente:
Primera publicación en 1880 en el diario L'Egalité, luego en 1883 como folleto.
Traducción del francés: Meritxell Martínez. Primera edición en Virus: marzo de 2016, a partir de la de Anagal, la máquina textual deseante (2008).
Trabajo de selección Verónica Scardamaglia.
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