Hay un tiempo frente a una palabra, o muchas, no importa donde nada pasa. Una está detenida frente a una idea escrita y esa idea, a pesar de ser escrita, no tiene sentido. Es un momento de mucha intimidad, un tiempo de meditación. Eso que está allí con un cuerpo, ocupando un espacio, siendo ya parte de lo escrito busca nuestra comprensión. Entonces es mejor permanecer en ese lugar donde no se puede corregir ni mejorar, ni limpiar, ni escindir, pero tampoco puede borrarse esa frase sin sentido que es necesario volver a es¬cribir. Se vuelve a escribir y se libera una parte de su sentido y se vuelve a escribir o reescribir, se tacha y se escribe por encima y el sentido finalmente se manifiesta, como un espíritu, se anuncia con dos golpes para decir sí, un golpe para decir no. Ay, ese momento en que la escritora se encuentra con lo que ha nacido de esa lengua de la que somos aparentemente ignorantes. El sentido de lo incomprensible es huérfano. Una se entrega a esa pérdida tan sólo para no pensar en nada. También es la pérdida de la orientación, es estar en sueños un par de horas, comulgando con nuestras criaturas, haciendo de la inutilidad nuestra mejor aliada.
Y ante todo, es la pérdida de la noción de una misma, el cambio de piel, la juventud perdida de nuestra escritura. La escritura anulando a la escritura. La escritura pareciéndose a recibos de sueldo, a planillas llenadas por alguien que no nos conoce. La escritura como enemiga de sí misma pero también de nosotras, las escritoras, que somos al fin y al cabo la escritura.
Como son las actrices el cine y el teatro.
A veces releo escritos que van quedando en el fondo de la computadora, mails de hace muchos años, poemas dirigidos a amores que ya no existen y es imposible no notar una pérdida en el estilo. Y me atrevo a decir algo peligroso: extraño la escritura de ese estilo. Las falencias, los espacios borroneados, el entrar al terreno de la escritura sin saber nada y negarme a aprender nada. Abusar de los adjetivos, de los gerundios, decir obviedades, relamerse en la tristeza, hundirse en el dolor escrito y extraer de esa confusión unas horas más de vida. Un poco más de tiempo para seguir escribiendo.
Ya no escribo así, con esa voz joven que decía todo lo que quería con simpleza. Tal vez soy mejor corrigiendo, advierto algunos excesos, de un párrafo entero puedo exprimir apenas una oración, soy capaz de suavizar algunas violencias del lenguaje. Pero esa inocencia con la que decía cosas tan terribles de mis veinte años, de mis dieciocho años, la prostitución, el rechazo de las personas al verme caminar en la calle, todo eso, se perdió.
Hasta hoy, no sé si me sucedieron esas vidas para que las escriba o yo las sucedí para poder escribirlas.
Queda todavía una inocencia que sostiene al mundo pendiendo de un hilo:
Siempre es el deseo cada vez. Siempre es un deseo que se escribe. Un pedido de amor, en el sentido más estricto del término.
La gente que me lee, algunos amigos, algunos lectores desconocidos, a menudo me agradecen que convierta hechos aparentemente terribles de mi vida en literatura. Pero yo no creo que los hechos puedan convertirse en literatura. Se escriben, son hechos escritos. Pero son hechos. Quedan ahí, siempre disponibles para nuestros afanes de exorcismos, nuestras fiebres catárticas, pero no. Nada de eso. Escribir no salva del hecho.
Sobre lo que pasó se pueden escribir biblias eternas, que los viejos traumas no se superan. Por lo general, yo los refuerzo.
Pero la escritura también puede provocar unos movimientos maravillosos, tener consecuencias sobre la realidad de esas, que provocan una felicidad muy cierta, como algún novio que escribía notitas y me las dejaba pegadas en la heladera re¬cordándome tomar los medicamentos a tal hora y algún mensaje encriptado para que pensara en él. Bueno, de eso también está hecha la literatura. De querer ser amados.
Marguerite Duras dirá que la soledad es ne¬cesaria para la escritura, que todo escritor debe estar solo, construir su soledad. En este punto acuerdan muchos de los escritores que conozco. Afirman que la creación es un hecho solitario. Estamos solos frente a la escritura, frente al amor (¡qué solos estamos frente al amor!); frente a la belleza. Todo intento por transferir ese estado de soledad es lo que nos vuelve seres afectuosos y afectivos.
Sin embargo, una vez que la palabra llega, ya no me siento sola. Me siento sola con el pensamiento, en determinados rituales que llaman a la palabra. Pero luego comienzo a poblar las hojas de compañía. Traigo a mis ancestros, a mis her¬manos, a mis amigos, a todos los fantasmas que me extraen de la angustia. A veces traigo también a los muchos amantes con los que me he encon-trado en la noche, ojo con ojo, para amarnos y desaparecer. Entonces la soledad deja de ser tal.
También están los duendes, esos duendes de los que hablaba Lorca, ahí, acompañándonos, riéndose de nosotros o clavándonos más honda la espina para que lo escrito sea poderoso.
Existe una comunión, ¿Cómo negarla? Cómo no decir que junto a nosotros también están los que nos inspiran, los que nos ayudan, los maestros que escribieron antes que nosotros y que nosotros leemos buscando un bastón, un apoyo frente a lo inasible de escribir. Y están los lectores. No. No estoy sola cuando escribo. Alguien también corrige y comete los actos de puntuación. Sugiere con el rigor de una demanda descartar frases, párrafos enteros, adjetivos, idas y vueltas, dimes y diretes, la parte vulgar de la escritura. Un editor que no te deja sola en el proceso es parte de la compañía. Es parte de la amistad, de la comunión, de la bús¬queda del otro.
La soledad no es privilegio de poetas y escri¬tores, no se está más solo siendo escritor de lo que puede estarse en todos los actos de comunión de nuestra raza.
Algunas cosas en mi vida comienzan a ser después de ser escritas. Por ejemplo, el amor. Es increíble cómo el sistema es siempre el mismo. Puedo sentir cierta confusión o desazón respecto a un vínculo, entonces escribo y el amor se revela en las palabras y me doy cuenta que era de esa magnitud el estado de incertidumbre, tan pa¬recido al amor. Un deseo se dice más fácilmente de lo que se escribe. Escribir un deseo es un acto de confirmación.
Tengo pocos argumentos, pero puedo citarlos. Los contratos de venta, los acuerdos, las partidas de nacimiento, los matrimonios, los testamentos, todos son escritos. Cobran un valor al ser escritos y firmados. Por esa razón yo no quería editar mi primer libro de poemas. No quería dejar por escrito y fijado en papel algo de lo que posiblemente me arrepentiría. Algo a lo que las personas podrían volver cada vez. Como quien recurre al original de un contrato y dice: éste fue nuestro acuerdo, a esto me comprometí, a esto te comprometiste.
En el Corán se dice: “Está escrito”.
También se dice: “A las palabras se las lleva el viento”.
En ese sentido, creo que escribir se parece mucho a hacer una promesa.
Escribir supone un acto de constricción. Un detenimiento en el ritmo del mundo. Se razona para escribir. Así como el texto va detrás de la memoria, del mismo modo el razonamiento se encadena a la escritura. Como cuando se sueña y se tiene la impresión de que una voz antigua, nuestra, pero tan antigua que parece más sabia y ajena, nos quiere decir algo sobre nosotros mismos y entonces lo escribimos. Vamos con ese sueño escrito a nuestro psicoanalista, con ese sueño escrito inmediatamente después de ser soñado.
La crueldad de lo que se escribe nunca será alcanzada por la crueldad de lo que se dice. Sobre lo dicho no hay pruebas, más que la fe y la confianza. Sobre lo escrito no caben refutaciones.
Las excusas no se escriben.
Escribir implica una rebeldía porque escribir supone la reflexión. Y la reflexión es inadmisible en tiempos de producción. Conlleva una pausa, un volver a los recuerdos, volver a una misma.
Por supuesto que la espontaneidad es un pri¬vilegio de la palabra dicha. Lo que se escribe difí¬cilmente es espontáneo. Pero estamos hechos de pérdidas. Como escritora, a las cosas determinantes de mi mundo prefiero escribirlas. Para que sean, por ejemplo, el amor, la felicidad, la amargura, antes que decirlo, antes que gritarlas, primero las escribo. Es el poder profético de la escritura.
Estoy convencida del error Hay un error en lo que escribo. No puedo decir cuál es pero sé que está. El error se ha vuelto invisible a los ojos pero está. Es lo que me hace dudar de mi escritura. Es lo que me dice que nada está resuelto.
Ese error que se convirtió en estilo es lo que salva a lo que escribo de las miradas extranjeras, las miradas que nada saben, que intentan ponerle valor a la escritura de una persona. Que dicen: esto es poesía, esto no es poesía. Esto es mierda, esto no lo es. Esto se escribe dentro de este mo-vimiento. Esto no. Esta frase es mierda, otra vez.
Creo que no maduro mi escritura por el miedo que me causa ese juicio sobre algo tan ín¬timo que decido mostrar.
El mismo juicio que me atemoriza de mis pa¬dres. Porque al fin y al cabo, la literatura nunca ha dejado de ser el padre y la madre: Ocupada por esas dos presencias que fueron escritas una y otra vez hasta el cansancio. Son todo lo que fue fijado. Es monumental su presencia en la Eter atura.- Son como piedra caliza. El carácter de lo que se escribe, tan como ellos. Los más dañinos y los más capaces de dar amor.
Por momentos estoy irreconciliable como mi mamá, no me encuentro en nada, los espejos me agreden, siento que me falta todo, que soy la mujer más frágil y miserable del mundo, escribo en un pantano donde brotan mis más horribles criaturas. Lo que escribo se pone así, como mi mamá empastillada después de una pelea con su esposo, entregada a la miseria, a la falta de respeto sobre ella misma, a la falta.
Y por momentos siento la determinación de mi papá sobre el mundo que lo rodeaba. Y así como lo vi poner de pie los muros de su propia casa, yo también decido sobre la literatura. Decido cometer el error de escribir. Yerro, escribo mal, digo mal las cosas, conjugo mal, repito hasta el cansancio, abuso del pretérito pluscuamperfecto
y me enorgullezco de eso como se enorgullece mi papá de su ignorancia, de su falta de tacto, de su ignorancia total sobre los “buenos modales”.
Escribo así, tan alcohólicas son mis palabras como lo fue mi papá y tan desamparadas e insa¬ciables como lo fue mi mamá.
Por lo demás, la literatura no ha escrito ninguna solución a los daños de mi vida. Sólo imprimió una virtud en mí, un sentido poético con que mirar las cosas.
Mi papá y mi mamá son todo lo que he es alto en mi vida. Mí escritura es la tercera pieza de ese amor de mis padres que vino tan complicado al mundo. Desde siempre, desde que la clase de una familia es determinada por el sistema, se fabrican a nuestra medida esos amores destinados a doler. Porque así se escribió, así lo escribieron los poetas romanos y aún no podemos deshacernos de ello. Así, desde la muerte de mi abuela materna, muerta a manos de su esposo y la amante de su esposo, obligada a practicarse un aborto clandestino con un palo de perejil, muerta de fiebre, infectada por dentro de esa clase de pobreza donde el amor propio es aún más rechazado que el amor por los demás. Desde la muerte de mi abuelo paterno aplastado , por una cantera que se derrumbó sobre su cuerpo de minero, que terminó por caer como la violencia misma del cuerpo de mi abuelo, que castigó con tal crueldad a sus hijos, entre ellos a mi papá, ahí, ahí en ese nudo está la raíz de la escritura.
Sólo es eso: un rastreo del dolor a través de las palabras. Por supuesto que en esa. travesía aparece eventualmente la dicha, que viene a re¬cordarle a la escritura su verdadera naturaleza: la oposición. Siempre estaremos oponiéndonos en la escritura. Siempre tendremos un enemigo, una contracara. Siempre habrá algo, o alguien que oponga su naturaleza a la nuestra.
Fuente: El viaje inútil (2018) Ediciones La Uña Rota y DocumentA/Escénicas.

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