Una espesura atrapa cada frase que tantea las imposibilidades del otro para convencerlo. Palabra va, palabra viene. No hay agresividad, ni violencia, ni arrogancias. Sí, se hace presente el ímpetu, la tenacidad, la astucia y la resistencia. Un hervidero del pensamiento precede al habla para que la palabra llegue justa, intacta y plena a la subjetividad del otro. Por momentos se logra.
Tenés que quedarte internada porque no estás bien.
Me quiero ir a mi casa, porque acá me siento mal.
Si bien, el decirle a alguien “estar bien”, es una manera de ejercer un poder apelando a la normalidad biomédica, existe un esfuerzo clínico y de cuidado permanente para no caer en la lógica de la enfermedad o del trastorno haciendo aparecer de alguna manera esas figuras que Foucault denominó “los hombres infames” o “los anormales”; como aquellas vidas que, al chocar con el poder médico, porque sencillamente son denunciados como “extraños” por sus vecinos o familiares, merecen ser internadas-encerradas. Acá el sentido viene de la mano de preservar la vida, no de confinar una acumulación de signos y síntomas.
Cuando esto no sucede existe un poder que genera una desigualdad. De esa manera el poder habita en el espacio intermedio estableciendo una relación desigual, de sometimiento, desnivelada con el otro.
En esta situación existe una demora intencionada y premeditada, que permite llegar al otro. Hay inspiración de convencimiento en cada poder en juego en esa relación desde las maneras de convencer al otro, reconociéndolo como otro. Ella tira frases que llegan al hueso de la alteridad del otro: acá me siento mal. El otro intenta correrse de la respuesta especular, para bucear en un discurso que no lo retenga en la culpa ni lo lleve a la normalización: Tenés que quedarte internada.
Es un contrapunto que vislumbra impotencias de ambos lados cuando el otro dice no. Esa negación hace temblar el intento de persuadir. Es una puñalada a la certeza del otro que busca denodadamente poder torcer la situación para su lado.
Impotencias que intentan permanentemente no caer en la omnipotencia. Existe un impoder1 que baja el velo de la hegemonía cuando las acciones buscan evadir procedimientos medicalizadores o dispositivos de bioseguridad.
La palabra es decir y decirse. Es una condición humana. Con la palabra nombramos y al nombrar (nos) damos cuenta, hacemos cosas, rememoramos y anticipamos; con ella se hace posible la circularidad pasado-presente-futuro, que termina siendo ineludible para poder pensar una estrategia a seguir.
Ustedes me tienen encerrada. No me dejan ir a mi casa.
Pero ¿te acordás por qué viniste al hospital? ¿Cómo estabas hace dos días?
Hay ahí un oficio que no retrocede ante ese abismo sostenido por una mirada que busca dominar la escena y se incomoda ante una nueva pregunta: ¿Cómo estabas hace dos días? Abriendo ahí la posibilidad de que pueda poner en palabras algo de lo que le estaba pasando, cuando su padre derriba la puerta de su casa para socorrerla porque hacía varios días que no se sabía nada de ella. Enmudece y mira fijo. Busca provocativamente esa otra mirada. Por momentos parece que intenta jugar al juego de quien pestañea primero, pierde. Mantener la impronta de la conversación es la idea. Conversación que por momentos no tiene palabras, pero tiene desaires, muecas, desplantes, atisbos de reciprocidad, movimientos imperceptibles que transforman la escena. Conversación que establece un límite hospitalario para gestarla.
Marcelo Percia2 nos dice que muchas veces no se puede, no se quiere, no se sabe, estar en proximidad de una historia que duele. Ese no poder, no saber, incluso no querer, se consiente como imposibilidad.
Pero precisamente ese impedimento tiene el oficio que la impotencia de la razón científico-técnica no tiene. Y ella sabe que no es lo mismo no estar ahí, dando la resistencia que la disponibilidad asume. Y se queda ahí, tal vez para dar cuenta de sí como una política de la insistencia de lo que está viviendo, de lo que no quiere para ella, de lo que le indigna. Y se queda ahí éticamente en ese borde, pudiendo tranquilamente descerrajar los desafíos que muchas veces propone la locura ante la incitación de la normalización. No rompe nada más que una respuesta, no se fuga nada más que para salirse de una pregunta, no se excita nada más que ante un pedido de límite.
Por momentos el desafío de sostener una conversación se hace insoportable, la armonía no existe, la conflictividad es intensa, no aparece un acuerdo, la empatía se hace inalcanzable. Pero siempre hay un momento en donde la disputa merma, entonces desde ambos lados llega una tregua. Ceden en las discrepancias buscando un respiro aliviador. Se acuesta. Se tapa. Gira su cuerpo dando la espalda y se duerme.
Cuando ella ha podido conciliar el sueño y parece que se tranquiliza la situación desde ese lado, alguien ajeno a la escena llega cumpliendo férrea y mecánicamente con la rutina procedimental de la institución: control de signos vitales. Se despierta enojada, sale tambaleante al pasillo buscando libertad y respuestas ante lo que no se ha cumplido. Acompañamos ese momento tratando de que no se haga daño y no se deje atrapar por los designios estigmatizantes de la institución. Siente el límite. Esta vez no se queja. Se sienta en el suelo del pasillo de la sala de clínica, y apoya su espalda en la puerta de una habitación.
Alguien tiernamente busca acercarse y no es rechazado. Se agacha, encuentra su mirada y habla. Habla palabras inaudibles, susurros que movilizan, micropalabras que porfían una posibilidad. Se agarra la cabeza con sus dos manos y se queda así un instante, tal vez pensando el paso a seguir. De repente otro ofrece sus manos para levantarla. Deja que la levanten, pero pone sus condiciones.
Vamos a caminar un ratito hasta el bar y tomamos una coca.
No quiero ir hasta el bar, pero vamos a caminar.
Condiciones que permiten seguir avanzando en la estrategia de sostener la internación por unos días. Y día a día valorar.
Deja que una mano toque su hombro casi imperceptiblemente. Se deja llevar, pero siempre sabiendo el camino. Un atisbo de confianza empieza a emerger.
Una voz pregunta si las coordenadas de la cartografía están bien. Ella asiente con la cabeza, y sólo camina al lado de esos pasos que van marcado un camino que no está definido y eso la entusiasma. Vamos a ciegas con los ojos abiertos.
Llegamos a un lugar que no es la meta, sino la posibilidad de pensar otro lugar. Maneras de movernos en la imposibilidad de encontrarnos.
Vamos hilvanando indicios que nos acerquen una palabra.
¿Vivís sola?
No, con mis gatos.
¿Y cómo se llaman?
Una sonrisa, hasta ahora desconocida, desbarata a ese semblante pétreo aflojando la escena. Tengo 19. ¿Querés que te diga el nombre de todos?
¿Y todos tienen nombre?
Sí, claro.
Y aparece un intercambio de miradas más mirables. Y aparecen otras frases más hablables. Y aparece una mística que va empalabrando sucesos que hacen acaecer una conversación que nos permite seguir andando por ese lustroso pasillo de la sala de espera de planta baja del hospital buscando diagnóstico por imágenes.
Ternuras que se cobijan en hospitalidades que acompañan sufrimientos. Suavidades que se deslizan entre cuerpos que no se resisten a su serenidad. Dulzuras que buscan acaramelar un encuentro de cortesías. En fin, sensibilidades insurgentes que desafían modalidades de acompañamiento y cuidado.
1 Percia, Violeta (2018) El módulo Artaud en el cuerpo simbólico de la poesía argentina: las escrituras de Pizarnik, Fijman y Perlongher. Revista de literaturas modernas VOL. 48, Nº 1 ISSN 0556-6134.
El módulo Artaud tiene su nervio en una imposibilidad de escritura inserta en la experiencia de un vacío o despojamiento de palabra, al que Artaud se había referido como un impoder, que lo obliga a reconsiderar las relaciones entre el cuerpo poético, el cuerpo del dolor y el cuerpo del éxtasis.
2 Percia, Marcelo (2021) https://www.revistaadynata.com/post/sesiones-en-el-naufragio-26-un-común-impoder---marcelo-percia
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