Sentido Perfecto
Entramos en el dolor como quien entra
en un paisaje hermoso:
de repente algo que no esperábamos
nos quita la respiración, nos hace detenernos
y mirar. Pero ni la mirada más atenta
entiende lo que simplemente existe,
lo que no nos incluye,
no espera nada de nosotros, no quiere
nuestra conmoción, nuestra presencia. Sigue ahí
cuando nos vamos, sigue intacto aunque a nosotros
nos haya modificado para siempre. Me pedías
que te desprendiera del dolor
del mismo modo que un chamán espanta
de cuerpo enfermo del mal que lo consume
y limpia lo que está contaminado, los restos
de ponzoña, la marca que ha dejado
la vida al meterse en la sangre el primer día, insidiosa
e irremediable como la picadura de una serpiente
en un cuerpo dormido. Pero yo no podía, no puedo,
más que darte un antídoto
que dura poco tiempo, incapaz de curarte: el contacto
de la piel sobre la piel, la pobre
y poderosa experiencia humana de tocarnos.
todo se irá. No habrá señales que confirmen
que alguna vez nos hemos encontrado,
no dejaremos pruebas ni del terror,
ni del amor que nos unió, de esos dos lazos
que fueron como el agua dentro del agua:
indiscernibles. No habrá
ojos que recuerden los colores ni sabremos
contar cómo era el ruido de una rama
balanceándose al viento, no quedará
dentro nuestro ni una traza
del olor del frío, esa mezcla de hojas muertas
y de escarcha, ni podremos recuperar
el gusto de las moras estallándonos
en la boca. Pero aun cuando ya no haya nada,
habrá una memoria en el tacto que nos traerá
todo de nuevo, como si n unca lo hubiéramos perdido:
el momento en que alguien nos atravesó,
flexible y certero como la flecha
desprendida de un arco, y nos hizo saber que somos
una materia que pasa y que a veces,
antes de irse, recibe la gracia
de ser lastimada de un modo que la vuelve mortal
y la salva.
La venganza
Hay quienes se dedican a romper y hay quienes reparan,
me decías. A veces las cosas son así de simples. En el medio,
todos los matices, incluso uno
que desconcierta: quien sólo conoce el daño,
alguna vez, aunque sea por error, repara. Y viceversa.
Me hablaste de un médico, en un lugar
remoto del África, al que llaman el arregla-mujeres: su tarea
es remendar a las mujeres violadas. Reconstruye los tejidos,
une, cose, con una extraña y femenina
paciencia, los cuerpos deshechos.
La mayoría de las mujeres es llevada a él varias veces
en sus vidas, algunas vuelven
llevando a sus hijas. Son un trofeo de guerra y mutilarlas
es parte del privilegio
del guerrero, la demostración de fuerza del vencedor
hacia el vencido. ¿Cómo detener la rueda
que lleva del dolor hacia el dolor, la misma
que conocemos desde que sentimos la primera
punzada de injusticia, la que nos hace desear la mutilación
y la muerte de quien mata y mutila? ¿Cómo se hace
para ser quien cura lo que la propia peste y la ajena
contaminan? ¿Cómo esquivar el ramalazo
de odio que, como un viento que se levanta de repente,
nos convierte en lo mismo
que combatimos? Yo no sé la respuesta y hay preguntas
que producen en el pecho un estallido: dejan un cráter,
un extenso territorio vacío donde puede crecer
un tallo pequeñísimo después de muchos días
o puede no crecer nada, nunca, más que el brote
de una violencia infinita, que no va a detenerse
en su objeto, que va a irradiar hasta que lastime
incluso a quien ya ha sido víctima
de una violencia parecida. Habría que empezar de nuevo,
aprender a tocar las cosas, las personas
como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto
de apropiación, de la creciente codicia,
¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía,
de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo
sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución
sea posible? Que sea posible sin embargo, pido,
apenas eso: no causar más dolor que el que ya existe,
ante todo no dañar, como decían
los primeros médicos de la tribu.
Nazareno Cruz y el lobo
Alguna vez, sentados alrededor de un fuego, nos hemos contado
las historias que amábamos. Las que fueron repetidas
tantas veces que hemos terminado
por creerlas. No son verdaderas ni falsas, y en última instancia
no importaría: todos estamos hechos de historias
inventadas. Si no las tuviéramos, el cuerpo se nos difuminaría
hasta borrarse, liviano e insignificante
como las cenizas deshaciéndose en el aire. Las personas,
a diferencia de los árboles o los animales, tenemos
que juntarnos para poder ser reales, reunidos parecemos
más que sombras, parecemos ciertos, parece que duraremos
mucho más que el lapso pequeñísimo que de verdad duramos. ¿Cómo
seres tan frágiles y necesitados podemos ser capaces
de causar tanto daño? Quizás se trate de eso justamente:
la necesidad de dejar marca, de hincar las garras en el mundo
y dejarlo lastimado para que algo quede y no desaparezcamos
como si nunca hubiéramos estado. Yo he sido tantas veces
el lobo que arranca el corazón de la presa y se lo lleva
entre las fauces, he despertado un dolor insoportable
donde antes había calma
y ni el aullido del animal desollado ha podido
detener en mí la furia de la caza, la sangre que se revuelve,
regocijada, ante el sufrimiento ajeno. ¿Y qué pasó
con lo que más amaba? También fue alcanzado
por mi dentellada. Porque
¿cómo se cuida de esa ferocidad a quien se ama?
¿de qué manera se evita que la violencia lo alcance,
si la violencia es un rayo que una vez suelto andará por el mundo
buscando el blanco, y no elegirá: será elegido por un cuerpo
cualquiera, el imán que lo atraiga sin conciencia de estar
atrayendo hacia sí el fuego y la desgracia? Ah, si ese lobo
que somos se saciara alguna vez, si la codicia tuviera
un término, un lugar de llegada, si pudiéramos juntarnos
con la manada y descansar de la rabia, del hambre
que no cesa, del tormento de tener colmillos y garras,
si hubiera una esperanza, una sola, de dejar
de lastimar y lastimarnos, yo la dejaría a tus pies,
para que hicieras con ella, mi esperanza,
lo que quisieras: la tomaras en tus manos,
la rechazaras, la dejaras crecer
o marchitarse. La maldición de quien no puede amar
es que está solo, y quien está solo hace
lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,
por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién
puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados
como predadores, si no sabemos más que defender
el territorio? Tiene que haber un modo, hay que inventar
una historia que nos salve. La historia
que asegure que, a la hora del terror, siempre alguien
vendrá a rescatarnos y no nos dejará
lamer la sangre envenenada de la herida, la que enferma
de odio y empuja a la venganza. Tiene que haber un modo
de curarnos. Un modo de que no nos desgarremos por torpeza
y descuido cada vez que intentemos acercarnos
los unos a los otros para darnos
algo distinto a lo que hemos recibido, algo
que no puede destruir ni ser destruido:
qué tremendamente hermoso
sería si pudiéramos
desprendernos de este cuerpo malherido
que siente al mundo y a los demás como rivales
en una tarea agotadora, interminable: tener
un pecho que respire, una boca que trague, es decir,
sobrevivir para nadie, para nada.
Fuente: Masin, Claudia (2018) Lo intacto. Hilos Editora. Bs. As.
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