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  • Foto del escritorRevista Adynata

Lo intacto (selección) / Claudia Masin


Sentido Perfecto

Entramos en el dolor como quien entra

en un paisaje hermoso:

de repente algo que no esperábamos

nos quita la respiración, nos hace detenernos

y mirar. Pero ni la mirada más atenta

entiende lo que simplemente existe,

lo que no nos incluye,

no espera nada de nosotros, no quiere

nuestra conmoción, nuestra presencia. Sigue ahí

cuando nos vamos, sigue intacto aunque a nosotros

nos haya modificado para siempre. Me pedías

que te desprendiera del dolor

del mismo modo que un chamán espanta

de cuerpo enfermo del mal que lo consume

y limpia lo que está contaminado, los restos

de ponzoña, la marca que ha dejado

la vida al meterse en la sangre el primer día, insidiosa

e irremediable como la picadura de una serpiente

en un cuerpo dormido. Pero yo no podía, no puedo,

más que darte un antídoto

que dura poco tiempo, incapaz de curarte: el contacto

de la piel sobre la piel, la pobre

y poderosa experiencia humana de tocarnos.

todo se irá. No habrá señales que confirmen

que alguna vez nos hemos encontrado,

no dejaremos pruebas ni del terror,

ni del amor que nos unió, de esos dos lazos

que fueron como el agua dentro del agua:

indiscernibles. No habrá

ojos que recuerden los colores ni sabremos

contar cómo era el ruido de una rama

balanceándose al viento, no quedará

dentro nuestro ni una traza

del olor del frío, esa mezcla de hojas muertas

y de escarcha, ni podremos recuperar

el gusto de las moras estallándonos

en la boca. Pero aun cuando ya no haya nada,

habrá una memoria en el tacto que nos traerá

todo de nuevo, como si n unca lo hubiéramos perdido:

el momento en que alguien nos atravesó,

flexible y certero como la flecha

desprendida de un arco, y nos hizo saber que somos

una materia que pasa y que a veces,

antes de irse, recibe la gracia

de ser lastimada de un modo que la vuelve mortal

y la salva.


La venganza


Hay quienes se dedican a romper y hay quienes reparan,

me decías. A veces las cosas son así de simples. En el medio,

todos los matices, incluso uno

que desconcierta: quien sólo conoce el daño,

alguna vez, aunque sea por error, repara. Y viceversa.

Me hablaste de un médico, en un lugar

remoto del África, al que llaman el arregla-mujeres: su tarea

es remendar a las mujeres violadas. Reconstruye los tejidos,

une, cose, con una extraña y femenina

paciencia, los cuerpos deshechos.

La mayoría de las mujeres es llevada a él varias veces

en sus vidas, algunas vuelven

llevando a sus hijas. Son un trofeo de guerra y mutilarlas

es parte del privilegio

del guerrero, la demostración de fuerza del vencedor

hacia el vencido. ¿Cómo detener la rueda

que lleva del dolor hacia el dolor, la misma

que conocemos desde que sentimos la primera

punzada de injusticia, la que nos hace desear la mutilación

y la muerte de quien mata y mutila? ¿Cómo se hace

para ser quien cura lo que la propia peste y la ajena

contaminan? ¿Cómo esquivar el ramalazo

de odio que, como un viento que se levanta de repente,

nos convierte en lo mismo

que combatimos? Yo no sé la respuesta y hay preguntas

que producen en el pecho un estallido: dejan un cráter,

un extenso territorio vacío donde puede crecer

un tallo pequeñísimo después de muchos días

o puede no crecer nada, nunca, más que el brote

de una violencia infinita, que no va a detenerse

en su objeto, que va a irradiar hasta que lastime

incluso a quien ya ha sido víctima

de una violencia parecida. Habría que empezar de nuevo,

aprender a tocar las cosas, las personas

como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto

de apropiación, de la creciente codicia,

¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía,

de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo

sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución

sea posible? Que sea posible sin embargo, pido,

apenas eso: no causar más dolor que el que ya existe,

ante todo no dañar, como decían

los primeros médicos de la tribu.


Nazareno Cruz y el lobo

Alguna vez, sentados alrededor de un fuego, nos hemos contado

las historias que amábamos. Las que fueron repetidas

tantas veces que hemos terminado

por creerlas. No son verdaderas ni falsas, y en última instancia

no importaría: todos estamos hechos de historias

inventadas. Si no las tuviéramos, el cuerpo se nos difuminaría

hasta borrarse, liviano e insignificante

como las cenizas deshaciéndose en el aire. Las personas,

a diferencia de los árboles o los animales, tenemos

que juntarnos para poder ser reales, reunidos parecemos

más que sombras, parecemos ciertos, parece que duraremos

mucho más que el lapso pequeñísimo que de verdad duramos. ¿Cómo

seres tan frágiles y necesitados podemos ser capaces

de causar tanto daño? Quizás se trate de eso justamente:

la necesidad de dejar marca, de hincar las garras en el mundo

y dejarlo lastimado para que algo quede y no desaparezcamos

como si nunca hubiéramos estado. Yo he sido tantas veces

el lobo que arranca el corazón de la presa y se lo lleva

entre las fauces, he despertado un dolor insoportable

donde antes había calma

y ni el aullido del animal desollado ha podido

detener en mí la furia de la caza, la sangre que se revuelve,

regocijada, ante el sufrimiento ajeno. ¿Y qué pasó

con lo que más amaba? También fue alcanzado

por mi dentellada. Porque

¿cómo se cuida de esa ferocidad a quien se ama?

¿de qué manera se evita que la violencia lo alcance,

si la violencia es un rayo que una vez suelto andará por el mundo

buscando el blanco, y no elegirá: será elegido por un cuerpo

cualquiera, el imán que lo atraiga sin conciencia de estar

atrayendo hacia sí el fuego y la desgracia? Ah, si ese lobo

que somos se saciara alguna vez, si la codicia tuviera

un término, un lugar de llegada, si pudiéramos juntarnos

con la manada y descansar de la rabia, del hambre

que no cesa, del tormento de tener colmillos y garras,

si hubiera una esperanza, una sola, de dejar

de lastimar y lastimarnos, yo la dejaría a tus pies,

para que hicieras con ella, mi esperanza,

lo que quisieras: la tomaras en tus manos,

la rechazaras, la dejaras crecer

o marchitarse. La maldición de quien no puede amar

es que está solo, y quien está solo hace

lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,

por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién

puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados

como predadores, si no sabemos más que defender

el territorio? Tiene que haber un modo, hay que inventar

una historia que nos salve. La historia

que asegure que, a la hora del terror, siempre alguien

vendrá a rescatarnos y no nos dejará

lamer la sangre envenenada de la herida, la que enferma

de odio y empuja a la venganza. Tiene que haber un modo

de curarnos. Un modo de que no nos desgarremos por torpeza

y descuido cada vez que intentemos acercarnos

los unos a los otros para darnos

algo distinto a lo que hemos recibido, algo

que no puede destruir ni ser destruido:

qué tremendamente hermoso

sería si pudiéramos

desprendernos de este cuerpo malherido

que siente al mundo y a los demás como rivales

en una tarea agotadora, interminable: tener

un pecho que respire, una boca que trague, es decir,

sobrevivir para nadie, para nada.



Fuente: Masin, Claudia (2018) Lo intacto. Hilos Editora. Bs. As.



Josef Winkler S/T 2012 Pintura en acrílico y otros. 19,7 ancho x 23,6 alto x 1,6 profundidad

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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