La dificultad para dar cuenta de los elementos que componen la encrucijada argentina termina convirtiéndose –en nuestras intensidades mentales y café por medio– en la tentación cotidiana de encontrar cada quince minutos y sin mayor dificultad el enigma revelado de lo nacional que nos hace. Esto es, descifrar después de cualquier noticiero de estos días –con el resto de saliva que nos queda y haciendo que miramos la ventana cuando ya no miramos nada– los secretos increíbles y finales del ser argentino, desde una divagación reduccionista y apenada por el papelón de nosotros a los ojos del mundo.
Así es, se trata de autoorientarnos en un presente tenebroso, teniendo claro únicamente que nuestra inspiración se agiganta cuando nos topamos, de tanto en tanto, con el protagonismo de los descuajeringados “segmentos” de clase media. Representantes diversos de las clases medias sobre todo capitalinas, con su protesta y cacerolas en las calles del estío y diciendo al resto de la familia después de agarrar la champañera y un tenedor salgo y vuelvo, voy a voltear a un presidente, déjenme la cena arriba de la heladera. En ésa estamos. Digo, de pronto encontrarse no ya con Walter Benjamin o Michael Foucault sino persiguiendo el arcano cultural de tía Matilde.
Si uno hace historia de esta clase media, historia barata, que no cuesta mucho, gratis diría cuando tenemos el sueldo encanutado, podría argumentarse: una clase media que viene de un radiante y a la vez penumbroso viaje. Viene desde aquélla, su ingenua estación inaugural de los años 50, donde él se puso el sombrero y la corbata con alfiler, ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron casi virginales pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de Perón al grito de “no venimos por decreto ni nos pagan el boleto”. Cancioncilla tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide para entonar “ay, ay, ay, que lo aguante el Paraguay” sin ningún tipo de grosería ni mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de pantalla, pero nunca mi padre.
Después la clase volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que los morochos sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y censuras, y para dedicarse no sin cierto cansino asombro a departamentos en consorcio, Fiats en cuotas y palmitos con salsa golf y rosado. Recién a fines de los 60, principios de los 70 el gran estamento medio recibió la primera monografía fuerte a componer, de la cual culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en cambio en el jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando los hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la “nacionalización de las clases medias”, al grito en el comedor en L de “duro, duro, duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburu”.
Tamaña reivindicación de arrabaleros no estaba en los cálculos de la clase media blanca de abuelos migradores, pero nadie se arredró en la cabecera de las mesas –ni escurrió el cuerpo en la patriada, hay que admitirlo– aunque apenas entendiesen la metamorfosis de la nena que además copulaba en serie con novios maoístas, peronistas y con dudosos nuevos cristianos. La cuestión era la liberación de la patria frente a una vergonzosa dependencia al imperialismo, también tirarles flores desde los balcones de las avenidas a las columnas infinitas de la JP que gritaban “paredón”, y votar sin vacilaciones en marzo del ‘73 a ese candidato cuyo lema en los carteles decía: “ni olvido ni perdón, la sangre derramada no será negociada”.
Tiempo y silencio le costó a la clase volver a salir otra vez a la plaza después de esa canita al aire. Prefirió desde el ‘76 salir a Europa, a Miami, o a la frontera del norte misionero en largas columnas de autos compradores de TV a color, al grito desaforado en los embotellamientos de “Argentina, Argentina” tal vez porque también en colores habían sido los goles de Kempes. Sin duda se trataba ya de una mentalidad o imaginario de clase más bien desquiciada, pero no culpable del todo: en historiografía todas las conductas colectivas no tienen un psicoanalista sino la justificación de los contextos. Regresó a la plaza, emocionada y agradecida por no escuchar más sirenas policiales ni rumores sobre la casa de la esquina, para vociferarle presente con banderitas argentinas al beodo general de las Malvinas desde un resto patógeno del nacionalismo de los 60/70 guardados en alcanfor. Para pensar trascartón que los chicos, allá en el sur bélico, eran como los del exilio o los que seguían en cosas raras: era fatalidad, violencia, guerra, delirio, caminos ciegos de la multitud en la plaza que siempre le pusieron, a la clase, la piel de gallina emocionada. Dulce y patriota tilinga.
Es una clase, entendamos, que no descarta ni parte en dos nunca las aguas. Que los amontona, sin decidirse por ningún telos de la historia. Los acumula escondidos en el placard como cartas de otro novio, no del marido cuando joven. Coleccionista histérica y siempre arrepentida: así apuntan algunos sesudos que la estudiaron por años. En el ‘83 caminó las calles con los jóvenes de Peugeot y boinas blancas apostando por la vida radical frente a un peronismo cadavérico cadaverizador. Festejó, danzó, cantó, se olvidó de sí misma y sus años recientes. Más tarde mandó a los más jóvenes a las plazas de la memoria de la muerte, pero ya no pudo relatar su sencilla biografía como sucedía en los 50 y 60, sino sólo fugazmente, a retazos: ¿qué, cómo, cuándo, dónde estoy, estuve, no estaba, quién, ella, no, yo? ¿Hasta Ezeiza caminando, papá, y vos qué hiciste ese día abuela, y donde murió el tío?
Una última vez salió la ingrata con el gorro frigio, en absoluta dignidad y defensa de los valores señeros de una crónica tan patria como esquiva. Gritó, entonó, puteó como siempre, pero justo ese día empezaron a decirle canallescamente pura verdura: la casa está en orden, festejen tranquilos las Pascuas. Al otro día nadie confabuló, nadie se reunió a decidir, no se conoció un solo panfleto que resumiese el programa nacional clasemediero, pero lo cierto es que no volvió a vérsela junta, sobre el asfalto, por quince larguísimos años.
Ella es entonces como napas inclementes de ella misma. Como subsuelos abollados de sus gestos unos contra otros. Como recuerdos surcados por lombrices. Como una maroma amontonada de liberación nacional, Evita socialista, déme dos, plazo fijo, abajo Holanda, la tablita, el miedo, algunas locas de la plaza, piratas ingleses son argentinas, nos los representantes de la nación, democracia, aparición con vida, si se atreven incendiamos los cuarteles, están asaltando las góndolas, cerrá las celosías, espiá por la ranura, ¿qué pasa mi amor, son los cabezas otra vez? Como amasijo, un día finalmente le llegó el cansancio en el alma. Que es la venta del alma, dicho de otra forma.
Para colmo se moría la clase obrera, testigo de todo para el día del juicio final. Para colmo se vendió el país, el peronista Menem instrumentó la utopía y pesadilla: la convidó, la invitó, la enajenó, la cosificó según Marx, la subyugó “uno a uno”, remató una vieja nación coronada su sien, liquidó identidades, lenguaje, nombres, pequeñas tradiciones, recuerdos, ideología. Y tuvo en esa clase media uno de sus buenos soportes simbólicos, concretos y votantes, cuando la ilusionó de que no existían más ni peronistas ni gorilas, ni izquierdas ni derechas, ni arriba ni abajo, ni ricos ni pobres, ni primer ni tercer mundo. Cuando ya no existían tampoco políticos. Sino sólo la promesa de bancos siempre abiertos para cualquier hombre de bien. Y para que nada de eso se tocase, para que nada torciese el espejismo ni el rumbo, el hombre nada fue votado por la clase: Fernando.
Ahora vienen los sociólogos exitistas o agoreros de siempre. Intelectuales. Apuntan: clase media heroica en las calles anulando la dieta de los diputados de Formosa como salida histórica para toda América latina. Clase media corajuda, pueblo irredento de las cacerolas con las cabezas de los nueve delincuentes de la Corte adentro. Clase media volteadora a ollazo limpio de gobiernos impostores que parecían eternos. Clase media puta, nieta legítima de sus abuelos tanos y gallegos angurrientos de morlacos, dicen. La Argentina únicamente valió si te daba guita, después no existe: así dicen de la pobre clasecita, ahora a los alaridos frente a la Rosada y rodeada de temibles saqueadores casi en pelotas. Porque salió otra vez a la calle por fin. Acorralada. A corralito y lanza en mano esencialmente. Ahí anda embistiendo. El enemigo son los políticos. No, es la izquierda. No, los corruptos. No, es la petrolera. No, es el populismo y la demagogia. No, son los bancos. No, son las empresas privatizadas. No, es el liberalismo. No, son los gallegos imperialistas como en 1810. No, son los negros peronistas otra vez en la capital. Anda desorientada la pobre, pero soliviantada como nunca.
La propia historia que relato –antojadiza, falsa, liviana, inoportuna– devela el interesante claroscuro de la clase analizada. Sus extrañas medias tintas. Sus románticas luces y sombras espirituales. Sus insondables claros de luna. Sus materialistas intracontradicciones objetivas, diríamos allá por 1972 donde todo era salvable. Ahí está cenicienta y ramera con su fuerza y su talón de Aquiles. Llama a las revoluciones, pero un plazo fijo la embota como niña enamorada adentro de un granero. Ahora su lógica navega al compás de movileros descerebrados, cámaras amarillas de Crónica TV, al ritmo de su justa furia por dólares encarcelados, por su real hartazgo de una clase política que nada hizo cuando el país desapareció, sino que casi se fue con él.
A lo mejor algún día pueda volver a contar su biografía. Igual que antes, allá por los 50, cuando no había salido del patio de magnolias.
Fuente: Página 12, 13-1-02, Nicolás Casullo (2002)
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