Variaciones sobre la caricia / Gonzalo Sanguinetti
- Revista Adynata
- 1 jul
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Actualizado: 2 jul
Entre las eróticas de lo común, reparar en un solo gesto: la caricia.
Demorarnos ahí, trazar variaciones en torno a la caricia.
I. Indicio poético
Quizás portemos una distinción -que no supone una separación ni una escisión respecto de lo viviente-, que consistiría en haber concebido la invención de las caricias: sucedemos en la vida habiendo adquirido el don de acariciar, transcurrimos entre lo vivo como un viviente que acaricia.
Ha sido muy difundida (y discutida por no haber podido ser precisado su origen) una respuesta que Margaret Mead, antropóloga y poeta, da en el transcurso de sus clases, cuando un alumno le pregunta cuál fue a su criterio, el primer signo de civilización. Mead no lo sitúa ni en el descubrimiento del fuego, ni la invención de la rueda, ni en la agricultura, ni en el lenguaje, ni en la economía. El signo inaugural lo encuentra en el primer fémur quebrado y soldado: el cuidado, la espera, la provisión de alimento y agua para quien no podía procurársela mientras sanaba indican, para Mead, el nacimiento de la vida como vida en común.
La promesa de lo común -no la civilización- habría comenzado con una donación de tiempo para atender un dolor. La disposición de una espera para cuidar lo herido. Una detención para reparar un daño.
La alusión a la respuesta de Mead no interesa como elemento probatorio de una presumible bondad natural, un altruismo innato que determinaría la esencia de lo humano: su fundamento originario. La hipótesis interesa como indicio poético que abre la posibilidad de otro pensamiento en torno a lo común.
Tampoco interesa la búsqueda por el origen fáctico de lo dicho -como si en eso radicara la potencia de una idea-, ni siquiera si lo dicho fue dicho, nos interesa más bien, la verosimilitud de una imaginación del pensamiento, es decir, el espectro de imaginaciones que se abren con el sólo hecho de su posibilidad, aunque no haya sido dicha aún.
En De la magia (1588), Giordano Bruno busca imágenes de pensamiento con las cuales sostener una intuición sobre la que se enhebra su obra (y que le costará la vida): la continuidad espiritual del universo. En procura de ello, relata la siguiente conjetura: "Se cuenta que un instrumento en piel de cordero, puesto en presencia de un tambor en piel de lobo, pierde su sonoridad (...): es que el espíritu que está en la piel del animal muerto es capaz de vencer y de someter al otro, en tanto que participa de la antipatía y del deseo de dominación que habitaban en los animales vivos." Y agrega: "No he verificado yo mismo si lo que se dice es exacto: pero esto no deja de aparecer verosímil, y razonable."
La hipótesis que arriesga Bruno, importa menos como entendimiento que como encantamiento. Importa que la ocurrencia da qué pensar. La idea de que las huellas impresas en la memoria afectiva de la materia, conservan resonancias sensibles vivas ante la presencia de lo que dejó esa huella, aún después de la muerte del animal, no sólo no es inverosímil, es conmovedora.
El indicio poético de Mead, ofrece un mito de origen otro, nos cuenta el principio de una historia. Menos una utopía que un (re)inicio, no un futuro prometedor sino un comienzo otro. Nos regala un principio, un comienzo oblicuo, un venir de otro lado. Nos regala un había una vez de otro mundo.
Un gesto que Úrsula K. Le Guin enseña en "Teoría de la ficción como red", para disputar el relato dominante que explica el origen de la cultura a partir del uso de objetos largos y duros para pinchar, atizar, punzar y matar. Siente no tener, ni querer tener nada que ver con la genealogía que impone esa narrativa. Conjetura que esa civilización teorizada por los hombres, pertenece a la imaginación civilizatoria propia de los hombres: parida del gusto por la posesión, el puñal, la penetración, la violación, el asesinato. El relato de los cazadores estructura la narrativa del héroe, lo que Le Guin no duda en llamar "relato del asesino".
Advirtiendo que el horizonte de ese relato, apunta a la desaparición misma de quienes cuentan, que la culminación de ese relato termina en el fin de la posibilidad de contar, escribe: "A veces, parece que este relato está tocando a su fin. Para que no se llegue a la situación de que ya no quede nadie contando relatos, algunos de nosotros aquí entre la avena brava, entre el maíz alienígena, creemos que es mejor empezar a contar otro relato, que quizás la gente pueda seguir desarrollando cuando el antiguo relato haya terminado. Quizás. El problema es que nos hemos permitido ser parte del relato asesino, y puede que su fin también sea el nuestro. Por eso es con cierta sensación de urgencia que busco la naturaleza, el sujeto, las palabras del otro relato, del nunca contado, del relato de la vida.
Es un relato extraño, no se nos da con facilidad, no se nos pone en la punta de la lengua con la misma facilidad con la que lo hace el relato asesino."
Le Guin deja una indicación clínica preciosa: no se nos da con facilidad imaginar el relato de la vida. El relato del asesino se aposenta en la lengua mediante los encantos seductores de la facilidad. Sería más fácil contarnos como quienes dan-la-muerte que imaginar relatos para la vida, para hacer vivir la vida -no la "nuestra"-, imaginar relatos para cuidar lo vivo.
En el ejercicio de imaginar un relato para otro nacimiento y otro porvenir de lo vivo, sugiere que el primer artefacto cultural probablemente fue algo que contenga, no que lacere, lastime o penetre, sino un recipiente, algo que funcione como contenedor para guardar lo recolectado. Y agrega algo que nos devuelve al relato de curación de Mead: "Diría incluso que la forma natural, correcta, adecuada de la novela quizás sea la de un saco, o una bolsa. Un libro contiene palabras. Las palabras contienen cosas. Portan significados. Una novela es un botiquín, que contiene cosas en una relación particular, poderosa, entre sí, y con nosotros."
Es difícil imaginar aquella escena de cuidado de una convalecencia herida, sin la invención de las caricias como un mientras tanto que apacigua el tiempo del dolor, hasta que encuentre alivio. Ese había una vez, sugiere que no vendríamos de la conquista, la fuerza y la guerra, sino de una convalecencia acariciada.
II. Caricia y fascismo
Hay una curiosa recurrencia entre caricia y fascismo que enhebra a Martín Baró, Fernando Ulloa y Jacques Lacan.
Ignacio Martín Baró, formado en psicología, filosofía, teología y literatura, docente e investigador universitario, y sacerdote jesuita nacido en España, se instala en El Salvador, tras un recorrido por Ecuador, Colombia, Frankfurt y Lovaina, como parte de su noviciado en "la Compañía de Jesús".
Es asesinado en 1989 junto a otros ocho sacerdotes, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en un operativo ejecutado por un batallón de las Fuerzas Armadas Salvadoreñas entrenadas e instruidas en la doctrina anti-comunista por la Escuela de las Américas.
En el tiempo que ejerce la docencia y la investigación en Universidades Centroamericanas, se dedica a interpelar los marcos teóricos de las psicologías y el psicoanálisis de su tiempo, tras constatar los límites de esas teorías, al momento de pensar las incidencias traumáticas inscriptas en el cuerpo y la memoria de lo común por el uso de la tortura, la desaparición, la represión y el cultivo del terror que introdujeron los terrorismos de estado que ocuparon Latinoamérica durante los años de vigencia del Plan Cóndor.
En la atmósfera de esas décadas de terror y exterminio como políticas de estado para erradicar imaginaciones alternativas a la totalización del capitalismo, Baró se detiene en la caricia, algo de ese gesto llama su atención, se dispone a pensarlo, le dedica un artículo breve que titula "Psicología de la Caricia" (1970). Allí anota "La caricia, en las manos, se reviste de trascendencia. (...) Palabra táctil hecha de sensaciones y silencios."
Ante la invención de formas inauditas de la crueldad, el horror y el espanto, piensa en la caricia, como algo capaz de desarticular el terror inducido en la piel, algo susceptible de deshacer la fatalidad irrigada entre los tejidos de un cuerpo.
Algo similar sucede en Ulloa, cuando trata de pensar la condición de posibilidad de la crueldad, como sustrato histórico del terrorismo de estado, a partir del "fracaso del primer amparo": la ternura. Pensémosla como un gesto de hospitalidad fundante de una común vulnerabilidad entre vivientes, que se compone de tres dones que mitigan el desamparo que nos constituye: abrigo frente a los rigores de la intemperie, alimento frente a los rigores del hambre y miramiento, que no es sino la consideración amorosa sobre una vida en estado de vulnerabilidad, de desamparo, de indefensión.
Ese inasible don que Ulloa llama miramiento amoroso -quizá el más enigmático-, puede pensarse como una comparecencia ante el llamado de lo frágil. Una suavidad herida que atiende la solicitud de lo vulnerable. Ulloa merodea el gesto de las caricias, pero no alcanza a nombrarlas.
¿Qué lugar tiene Lacan en esta historia?
En un fragmento del film "Una cita con Lacan", una analizante relata una intervención que no olvida del tiempo en que se atendía con Lacan. Había nacido en la Alemania de 1938, "años de horror, angustia, hambre y mentiras". En una de las primeras entrevistas pregunta a Lacan si es posible curarse de ese sufrimiento.
Un día le cuenta un sueño recurrente: "me despierto cada mañana las 5hs. Es a las 5hs que pasa la gestapo para llevarse a los judíos de sus casas." En ese momento Lacan se levanta de un golpe de su silla, atraviesa el espacio hasta llegar a ella, y le da una caricia "dulce, extremadamente dulce" en la mejilla. "Lo entendí como un gest-á-peau (en francés: gesto en la piel, una caricia), un gesto extraordinariamente tierno. Y esa sorpresa no disminuyó el dolor, pero hizo algo más, lo transformó... la prueba es que cada vez que lo cuento, aún puedo sentirlo en mi mejilla.”
Desde los efectos del fascismo en Latinoamérica, Argentina y Francia, Baró, Ulloa y Lacan se encuentran ante la perplejidad clínica de pensar cómo inscribir, en vidas ateridas por el terror, marcadas por la indecibilidad del horror, un desvío que (re)abra un porvenir para lo vivo. Frente a las huellas de lo atroz en cuerpos, memorias, afectos, pueblos transidos por el exterminio, algo los orienta hacia la caricia. ¿A qué responde esta extraña coincidencia? ¿Qué le hace una caricia a un cuerpo transido de terror? ¿En qué consiste una caricia?
III. Texturas poéticas
Una idea de Anne Dufourmantelle para pensar lo que inaugura el encuentro entre una caricia y lo acariciado: “Un encuentro no es un saber, no nos lo apropiamos, es una textura poética que se apodera del cuerpo.”
Así como un cuerpo puede devenir materia apoderada, modulada, reducida y enclaustrada por el terror, también resulta susceptible de apoderamiento por una textura poética. La caricia se despliega como gesto inaugural de un encuentro, un acontecimiento capaz de hacer de un cuerpo estaqueado en el terror, la materia erótica de una textura poética. Una incidencia capaz de desencadenar en un cuerpo, el albor de una erótica inaudita de la materia capaz de desafiliarlo del terror. Como textura poética, la caricia contiene la posibilidad de inscribirnos en la vía de un acontecimiento sin regreso.
A esta potencia incidental de un tacto poético que erotiza la materia, Dufourmantelle la piensa como un “riesgo radical, de la naturaleza de la alegría”: heridas de belleza que inauguran una “abertura psíquica a lo inaudito”. El tacto poético ínsito a la caricia, introduce una conmoción en la vida, inflige un traumatismo por deslumbramiento del que ya no nos repondremos.
En Lo intacto, Claudia Masin escribe sobre esa extraña herida : La hermosura es violenta. No te deja en paz / una vez que entra en tu cuerpo aunque quieras arrancártela, / dejar de verla, de tocarla, de recibirla, como una infección voraz / en cada célula. No es posible curarse de lo demasiado hermoso / porque la vida se le aferra y la vida es la más fuerte y terca costumbre que tenemos. Quiere volcarse sobre lo hermoso, / porque lo hermoso promete algo que sólo hemos conocido una vez, muy brevemente. Promete un regreso, / una vuelta. Promete un incendio que no queme / la casa desde sus cimientos, una casa / que no se cierre sobre nosotros / como una zarpa o una boca hambrienta, / un cuerpo cuya ferocidad descanse. Promete un tiempo / en que la ferocidad no sea la única manera de tocarnos / los unos a los otros y dejarnos una huella. Y quién / no quiere esa promesa.
El tacto poético de una caricia, introduce el horizonte abierto de una promesa, o la promesa como horizonte de lo abierto: el instante de suspensión de la ferocidad como modo único de tocarnos, una impugnación de la ferocidad como destino del tacto.
Un hiato que interrumpe la convicción fatídica de que no queda otra que dañar o sufrir el daño, matar o morir.
La caricia intercede sobre la trama desolada de desamparos aterrados, donde encuentra sustrato afectivo la querencia en el deseo cruel, que persuade con el postulado: matar para no morir, dañar para no doler.
Interfiriendo esa trama, la caricia obra como un punto de cesura en el continuum del terror; rotura que inaugura -o restituye- el principio poético de lo vivo.
IV. Una dicha de la desposesión de sí
Una caricia acontece, en la medida en que no permite a lo acariciado volver sobre sí-mismo, interrumpe el círculo cerrado de la mismidad, la clausura en lo idéntico-a-sí, no permite el retorno-a-sí de lo acariciado. Lo acariciado no queda intacto.
Una caricia nos inaugura como desvío de lo mismo, como una curiosa variedad del despertenecerse, una efracción de sí en manos de una alteración radical por la vía del tacto.
Si para denotar la irreductible alteridad que constituye a vivientes que hablan, el psicoanálisis utiliza figuras tales como la "división subjetiva" o la "castración del sujeto", que aluden a una metafórica del filo que corta, la punta que tajea, el cuchillo que desgarra, el acero que amputa (tan cercanas a la narrativa del guerrero que señala Le Guin), la figura de la efracción orienta hacia la ruptura de un espacio o de las medidas de seguridad que lo mantienen cerrado sobre sí. Entre las imaginaciones de una metafórica de la efracción, encontramos el momento de florescencia de las plantas o la eclosión de la crisálida que marcan un punto de quiebre en la transmutación de lo viviente.
Tras el paso de una caricia no volvemos adonde habíamos partido, ya no hay retorno posible a lo anterior. De esa interrupción, de esa discontinuidad, la caricia hace nacer algo inconcebido para la vida, abre el espacio de una indeterminación encantada.
En ese suceso, ocurre una dicha de la desposesión de sí, algo que dice la palabra éxtasis: un estado del alma enteramente embargada por un intenso sentimiento de alegría, dicha, gracia. La caricia ocurre como gracia del desprendimiento de sí.
Pero no es que la caricia busque precipitar ese acontecimiento en lo acariciado.
Emmanuel Lévinas (1979) escribió: “Lo que se acaricia no se toca. No es la suavidad, ni el calor de esta mano que se da en el contacto, lo que busca la caricia. La esencia de la caricia es que no sabe lo que busca, y ese ‘no saber’, ese desorden le es esencial” (…) “Es como un juego con algo que se escapa, un juego absoluto sin proyecto, ni plan, no con aquello que pueda devenir nuestro, y convertirse en nosotros mismos, sino con alguna otra cosa, siempre otra, siempre inaccesible, siempre por venir. La caricia es la espera de ese puro porvenir sin contenido”
No se trata sólo de que la caricia carece de télos, de búsqueda de finalidad, interés, retribución, beneficio, sino de que esa carencia constituye su condición. La intencionalidad anula el acariciar. Absteniéndose del saber, del poder que otorga el saber, del dominio que otorga el poder, como condición de su advenimiento, la caricia se realiza como potencia lúdica de lo indeterminado. En ese sentido, se difiere a sí misma, toca sin tocar, aplaza todo lo posible el instante de inteligibilidad que otorga el tocar, efectúa una dimensión lúdica del tacto.
Esa abstención ante el poder de dañar, esa invidencia decidida para impedirse ver y saber, que la inauguran, hacen de la caricia el principio de una ética. Lila Feldman advierte con justeza que es preciso un trabajo ético interminable para tratar con las "potencias crueles" que nos habitan. Así, crueldades, abusos, ultrajes, no son cualidades ni esencias del mal, ajenas al bien, son verosímiles históricos a disposición en cada ocasión de la vida en común.
Un trabajo ético supone atender cómo merodean, en qué lugares acechan, en qué momentos llaman, cautivan, seducen, persuaden, y en qué radicaría su fuerza incantatoria.
¿Cómo ocurre que un cuerpo se incline hacia el encanto de las eróticas de la debilidad antes que a la embriaguez de la fuerza?
V. Común dicha indefensa
Una singularidad de la caricia radica en que palpita como un fenómeno liminal, un litoral, un umbral de inminencia en el que se encuentran ternura y violencia, indefensión y fuerza, erotismo y terror. ¿De qué manera?
Si bien toca sin tocar, una caricia se dirige hacia un punto preciso: la indefensión. Una caricia no toca en otro lugar, no se dirige hacia otro lugar. Quizás ahí encontramos otra condición: la abertura a la indefensión.
Lo acariciable es tal si -y solo si- se abre a la indefensión. Sólo deviene acariciable lo que se da a la indefensión, de otro modo no hay posibilidad para la caricia, no hay pasibilidad a la caricia.
Quizás erotismo y fascismo sean dos respuestas antitéticas ante una evidencia de indefensión.
Si la caricia conlleva la capacidad de hacer desfallecer al fascismo es porque se ubica en el punto exacto en que nos encontramos ante la indefensión. Punto de decisión acerca de la indefensión, punto de inflexión y clinamen: sobre la indefensión se puede optar por dejar la marca de la crueldad (aprovecharse de ella, usufructuarla) o por la marca encantada de una caricia.
Así pensada, una caricia no es sino en después. No está nunca antes, no preexiste a lo acariciado, acontece como después de su decisión ante la indefensión. Sólo entonces sabemos si hubo caricia. La caricia y lo acariciado nacen del mismo instante.
Ante la indefensión, la caricia hace algo sin par: realiza la insólita maravilla de tornar en dicha la indefensión, nos dona una dicha de la indefensión. Eso que Juan L. Ortiz llamó el "gesto envolvente de una común dicha indefensa frente al sueño / o la muerte”.
Ese momento de encantamiento de la debilidad, suspende al mundo como destino de miedo, terror, asedio, hostilidad, hostigamiento; marca la suspensión del imperativo de fuerza para defenderse. En este punto, la susceptibilidad a la caricia requiere una claudicación, una desistencia, una rendición: un darse a la indefensión, sin ese movimiento la caricia no encuentra dónde acariciar.
La caricia precisa y posibilita sucumbir ante la incandescencia de una común dicha indefensa.
VI. Desasimientos de la fatalidad
Dufourmantelle retoma el asunto del encuentro para pensarlo como dos desconocimientos que, entreverados, componen la alquimia de un saber extraño capaz de desaquerenciar a una vida de la fatalidad: “Y el milagro es que, a veces, entre dos desconocimientos, se produzca un advenimiento. Un advenimiento que es del orden del amor (decimos transferencia, es más prudente), un advenimiento que es un encuentro. De este desconocimiento nace un saber extraño, que puede deshacer la fatalidad.”
Una caricia hace marca erótica en el cuerpo de la indefensión, signatura poética de una amorosidad capaz de desandar la fatalidad de habitar vulnerabilidades en estados de mundo emperrados en dañar.
Osvaldo Bossi, muy cerca de Lévinas, aconseja a dos amantes: “Acaricia su cuerpo / como si contuviera todo el porvenir”
Una caricia relumbra como refugio que está acá. Quizás una de las pocas cosas que está al alcance de las manos. Una iridiscencia capaz de hacer desfallecer el terror, una poética del tacto, una entre otras, eróticas de lo común.
Ese punto que la caricia acaricia, que toca sin tocar, es el lugar donde anidan los temblores: los del terror, los de la rabia, los del miedo, los del frío, los del desamparo, pero también los de las amistades, los de los placeres, los de los erotismos, los de las caricias, los de los besos, los de los amores, los de la risa, los de la promesa.
¿Con qué caricias podemos tocar puntos de temblor que irradien sobre el presente, eróticas de lo común?

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