Vivimos en la Argentina una situación completamente inédita. Lo que está pasando no tiene antecedente alguno en este país. Y de nada serviría utilizar categorías que fueron válidas en el pasado para tratar de entender algo que es, insisto, completamente nuevo. Tenemos que admitir que casi nada de lo que aprendimos resulta útil en este momento. Y ahora estoy hablando concretamente de los presuntos saberes de ciertos sectores de izquierda en torno a estas importantes cuestiones. Esos sectores pretenden ahora una inverosímil “toma del poder” y, en ese afán, pretenden quebrar el movimiento asambleario como ya lo hicieron con el movimiento piquetero. Debo decir que ese comportamiento no me extraña en absoluto. Porque esa misma izquierda que viene de fracaso en fracaso aproxima tanto el horizonte que termina confundiéndolo con la realidad. Sigue apegada a un esquematismo ilusorio. No digo que sus objetivos finales sean malos. Sólo cabría decir que estas políticas, por las razones que fueran, nunca conformaron una gran fuerza social. Ellos no entendieron nuestra realidad y se revelaron ineficaces. La historia, una vez más, tomó a la izquierda por sorpresa. Pero ahora intenta proyectar sobre lo nuevo un esquema antiguo que no se corresponde con lo que está pasando. La realidad de hoy resulta mucho más compleja que la descripta por Carlos Marx porque el futuro nunca puede ser pensado en sus detalles. Eso no quiere decir que tengamos que renunciar a los fundamentos de la crítica marxista al capitalismo o al legítimo anhelo de alcanzar una vida más humana y solidaria. Pero hay que tener presente que aún este capitalismo falaz y asesino que tenemos exhibe una enorme y asombrosa capacidad de recreación. Su poder de control y de penetración insidiosa en lo subjetivo como para implantar allí sus propios deseos destructivos es notable.
La clase media
Sobre el tema del rol que están jugando hoy los sectores medios se pueden decir muchas cosas. Es obvio que la clase media fue cómplice de todo lo que pasó. Esos sectores gozaban porque había teléfonos bonitos, celulares, trenes de la costa y shoppings. O porque el uno a uno les permitía comprarse un autito a plazos. Y mientras, como haciéndose los distraídos, aceptaban la entrega escandalosa del petróleo y los ferrocarriles, entre otras empresas nacionales. Pero también lo hicieron los obreros. Yo creo que la desilusión actual de la clase media es tanto mayor en la medida que contrasta con la gran fantasía que se armó en su cabeza cuando podía aprovechar el derrame. Pero nada de todo eso niega la fuerza de protesta social que hoy exhiben esos sectores venidos a menos y ya no tan medios. Francamente no creo que vuelvan a ver sus dólares. Y eso los coloca objetivamente frente al espejo de los saqueos y los piqueteros. Leen allí su propio futuro no tan distante. Quiero decir que, si algún sector menos politizado de esta clase media sueña con que puede salvarse solo, la mayoría comienza dolorosamente a pensar y entiende que su destino depende ahora de una alianza con los de más abajo. Casi la única certidumbre que queda como enseñanza es que aquí nadie se salva solo. Ni la clase media ni los obreros ni los piqueteros. O todos juntos o nadie. Las categorías de la izquierda aseguraban que los cambios revolucionarios vendrían de los obreros. Marx decía que la clase obrera no tenía nada que perder, salvo sus cadenas. Era por esencia una clase revolucionaria. Pero, al menos aquí, los obreros sí tienen algo muy importante que perder, y eso es el trabajo. Mejor, entonces, mirar para el lado de los piqueteros que, ellos sí, son los únicos que no tienen nada que perder, salvo sus propias vidas.
Miedo al caos
El caos es un desorden insoluble que no encuentra en sí mismo la posibilidad del orden: es un desorden infinito. Por el contrario, lo que yo veo en las asambleas es una multiplicidad heterogénea que busca un orden nuevo en los lazos sociales y se orienta hacia objetivos comunes. La categoría de caos, siempre agitada por la derecha, encubre la complejidad creadora de un movimiento que los excede. Los vecinos, con sus cacerolas, dicen que esto no va más y que este sistema no los representa. Lo que pasa es que también las asambleas atraviesan por un momento ilusorio. Pero de ahí, esperamos, va a nacer algo fructífero. Nada es seguro, pero todo es posible. Lo de las asambleas es un proceso que vuelve a incorporar lo colectivo en cada miembro antes separado de la sociedad y podría permitir la creación de una nueva fuerza. Es cierto que por momentos en la calle faltan las palabras, que a veces sólo hay ruido y vidrios rotos. Pero en las asambleas semanales se debate, se elaboran proyectos y se está pensando colectivamente en qué país queremos. Por ahora, es cierto, hacen ruido como para que el gobierno sepa que existen. Y lamentablemente el gobierno de Duhalde, que no nos representa, ejerce desde lejos un poder indiferente a los reclamos que, sin embargo, todavía no llegó al extremo límite de la entrega. Eso llegaría de la mano de la dolarización. En tal caso la Argentina desaparecería como nación y se reduciría a una colonia. Sistema en crisis Escucho ahora que algunos grupos proponen, a modo de solución de momento, derrumbar ya mismo al gobierno de Eduardo Duhalde. Pero debo decir que no se trata de un hombre. Es un sistema lo que está en crisis terminal. Duhalde, en última instancia, es la imagen espejada de Menem en un nuevo momento histórico. Vayamos un poco hacia atrás para entender esto. La dictadura de Videla llegó, en 1976, para poner fin a la democracia mediante el terror. Ese fue el primer movimiento. Paralelamente, prolongando el plan de Martínez de Hoz, el régimen genocida militar encontró su forma acabada en la figura despreciable de un Menem que vendió el país y creó las condiciones de un genocidio recurriendo a los medios de la economía para lograrlo. Expropió todas las riquezas nacionales, destruyó nuestra industria, pero produjo al principio cierto derrame hacia los costados. Esto hizo que algunos participaran ilusoriamente de un festín al que no habían sido invitados. Pero una vez concretada esa expropiación ya no quedó nada. Ese primer ciclo se cierra con el gobierno de Fernando De la Rúa. Se produce entonces un segundo movimiento. Al proceso expropiador le sucede el momento actual, mal llamado productivista, donde se nos quiere hacer creer que, con el trabajo, a falta de otra cosa, podríamos resurgir como nación. Antes había un juego de reemplazo entre dictadura y democracia. Ahora nos quieren hacer creer que al período expropiador menemista le sucede, como opuesto, el productivismo duhaldista. Tuvimos primero una democracia aterrorizada y ahora pasamos a una economía aterrorizada. Me cuesta creer, con todo, en el posible advenimiento de una nueva dictadura militar. Yo no lo creo. Pueden venir sí las fuerzas policiales, parapoliciales y de gendarmería a reprimir. La amenaza en tal sentido es clara. Pero una salida militar no es salida porque, esta vez, no hay nada que ofrecer a cambio. Pienso además que en la medida que la gente esté en la calle la represión será menos factible. Para decirlo más claramente: si la gente se resiste, el país no funciona.
¿Asambleas al poder?
Pero no toda la gente está en la calle. Eso es evidente y preocupante. Hay una mayoría silenciosa que no sólo no está en la calle, sino que no se pronuncia. Y la verdad es que no sabemos qué va a pasar con ella. Sería muy bueno, por eso mismo, que el accionar de las asambleas se irradiara en un sentido amplio e inclusivo. Hoy necesitamos una gran convergencia de voluntades, pero cuidando que el extremo piramidal de ese movimiento no se desgaje nunca de la base. Lo importante es que entre todos estamos tratando de crear un poder nuevo y determinar cuáles son los principios y objetivos comunes. La complejidad de un país como el nuestro hace impensable por ahora el gobierno directo por asambleas. Lo cual no quiere decir que haya que volver a recrear las formas de representación antiguas. No se puede ignorar la existencia de las instituciones: se las puede orientar para otros fines. Un banco puede funcionar mal pero no puede ser ignorado o destruido. Lo mismo digo del Parlamento, la universidad, los hospitales, el Pami o el Anses. Son todas estructuras muy complejas, antiguas y necesarias. Lo que no es para nada imposible es excluir completamente a todos aquellos que se han apoderado de esas instituciones y que fueron comprados y corrompidos por el capital. En vez del clásico “que se vayan todos” yo preferiría decir que los hagamos salir a todos. Que se vayan todos parece por momentos una invocación religiosa. A mí me suena como oh Dios, yo te invoco o decir, desde el más puro deseo, ojalá que lluevan gotas de oro. Para sostener esa idea se hace necesario algún puente o tránsito hacia la realidad impura. No hay salidas puras. Estamos asistiendo a un momento sin nombre, de creación espontánea, dirigido a defender algo fundamental que nos fue escamoteado. No nos apuremos a ponerle nombre o a categorizarlo. Debemos transitar un largo camino como para dar sustento material al deseo colectivo. ¿Será capaz la gente de transformar el que se vayan en un cómo hacemos para irlos? Ese es para mí el gran desafío del momento.
*Texto publicado en marzo del 2002 en la Revista Campo Grupal Año 4 N° 32, director Román Mazzilli. Buenos Aires.
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