Caligrafía nómade XXX / Patricia Mercado
- Revista Adynata
- 3 ago
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En la plaza no había nadie.
Del otro lado de la calle, en el puesto sanitario, Matías escuchaba la radio mientras tomaba unos mates .
Le tocaba la guardia. El médico que mandaría este mes la ciudad no llegaba hasta el martes.
Quedaba él, enfermero del puesto desde hacía un año, a cargo.
En ese letargo, entre el sabor de la yerba y cierto vaho a desinfectante, escuchó el chirrido de la puerta de entrada.
La puerta parecía quejarse de la vida que le daban.
Se asomó y desde esa habitación chiquita, a la que pomposamente llamaban consultorio, acaso por la camilla que la ocupaba, vió la cara de doña Clara.
Con la renguera a cuestas se acercó hasta él y dijo con voz afligida: dame algo que duele, duele mucho.
La vieja venía mal hacía un par de años.
Si hasta la habían llevado a la ciudad para hacerle estudios.
Cáncer dijeron, y enumeraron los tratamientos de rigor.
Algunos, bah. Los que tenía a disposición el hospital provincial.
Ella no quiso saber nada de aquello y se volvió a su casa en la camioneta de Hugo una semana después.
Su casita de madera atajaba apenas el viento de la estepa.
Su marido había muerto hacía mucho y los hijos estaban en Buenos Aires.
Quedó sola con sus rosas blancas y la visión de los cerros desde el patio.
Duele mucho, volvió a decir.
Matías buscó, sereno, en el cajón donde guardaban muestras de medicamentos que los médicos traían a veces.
Fue hasta la cocina y sirvió un vaso de agua. Le alcanzó a doña Clara el vaso y la pastilla de Ibuprofeno.
Descanse doña, dijo con voz grave.
La vieja tomó aquello con parsimonia y se quedó un rato con él escuchando la radio.
La muerte se tomaba su tiempo.
Del otro lado de la calle, en medio de la plaza clavada en lo alto del mástil, la bandera argentina flameaba.

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