¿Con qué tiemblan los analistas? / gonzalo sanguinetti
- Revista Adynata

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Actualizado: hace 15 minutos
El artículo masculino plural "los" que figura en el título no es incidental, ni es por desatención de la gramática patriarcal que dota al género masculino con la vocación de lo universal. Es una apelación decidida al conjunto masculino de varones cis-heteronormados que trabajan en espacios clínicos desde las coordenadas del psicoanálisis, y decimos escuchar.
Un psicoanálisis no ocurre sino a partir de la puesta en acto de una desistencia ética.
Un acto de renuncia a lo que el poder nos concede en esa relación sin condición más que gozar de lo concedido.
Para ser concedido el poder exige ser ejercido, y exige ser ejercido para perpetuarse en sus efectos. Y exige especialmente a quienes gozan de las concesiones de su investidura. La subordinación a esa exigencia -impercibida en su imperatividad- suele sentirse como lo más propio de sí.
La posibilidad de un psicoanálisis, entonces, comenzaría con una declinación de sí.
Pero en el caso de analistas varones cis-heternormados ¿en qué consistiría una tal declinación de sí? ¿sobre qué nodos de una economía libidinal ordenada bajo el régimen epistémico, afectivo y político sensible de la heterosexualidad, operaría una tal declinación de sí?
Para quienes trabajamos en espacios clínicos desde la práctica del psicoanálisis, nos corresponde pensar la inscripción específica que el principio de abstinencia comporta para varones cis-heteronormados. Especialmente por haber sido instruidos para habitar regímenes sensibles conformados en la matriz afectiva de una educación sentimental que nos preparó específicamente para afirmarnos a través de las más variadas formas de aprovechamiento y abuso de las vulnerabilidades.
Esas formas de aprovechamiento, usufructo y abuso, operan como actos de confección de un aciago privilegio masculino: la denegación de la vulnerabilidad constitutiva de lo vivo. De una continuidad viviente de la que no estamos eximidos, por mucho que el ejercicio de dañarla nos convenza de una apartada indemnidad. Los dolores infligidos allí serán sentidos aquí, no hay más que un extenso e irreductible aquí estremecido y estremecible.
Una de las indiscutibles eficacias que el patriarcado comparte con el colonialismo, el capitalismo, el racismo, el cuerdismo, consiste en convencer de la existencia de un allí que no afecta al aquí. De un aquí desafectado del allí.
Indemnidad, inmunidad, impermeabilidad nombran tropos del asunto central que ocupa a masculinidades cis-heteronormadas: su impenetrabilidad. Una de las formas en que se siente un dolor, entre otros afectos, es penetrando el cuerpo. Porosidad, permeabilidad, pasibilidad, penetrabilidad, vulnerabilidad, delinean tropos para pensar sensibilidades como paisajes compuestos entre pasajes, transmisiones, impregnaciones, rocíos, infiltraciones, absorciones, y exudaciones afectivas.
Pensar la inscripción específica que el principio de abstinencia comporta para quienes ocupamos el polo dominante de poder en la estructura patriarcal quizás suponga un ejercicio desafiliatorio de los goces de someter, dominar, apropiar, humillar, explotar y abusar de la indefensión, mediante los que la fraternidad patriarcal nos promete el placer y la protección de una pertenencia exclusiva para quienes la perpetúen.
Desafiliación del paradigma afectivo de una virilidad falocrática cimentada en una fantasía de indemnidad: una fuerza invulnerable a otras fuerzas, una fuerza capaz de someter a todas las fuerzas. Dicho de otro modo: el goce de vulnerar a la fuerza una vulnerabilidad para afirmarse invulnerable.
Abstenerse de gozar del poder de dañar que las estructuras de violencia patriarcal y su economía de la crueldad reservan para nosotros: varones, blancos, cis y heteronormados, llamados a encarnar la razón de la fuerza conquistadora como único modo de relación con el mundo.
Frente a un estado de indefensión, la razón patriarcal que nos habita, enseña a aprovecharnos.
Aunque sepamos que el poder de dañar no se encuentra exclusivamente reservado para “nosotros”, no se trata de situar un monopolio del daño ejercido por la figura de ese “nosotros”, sino de pensar cómo percibimos nuestra participación en el abuso como estado de sensibilidad[i], ¿qué percibimos de nuestra participación? ¿Y qué impercibimos? ¿Podemos sentir nuestra participación?
Quizás convenga invertir el sentido de la pregunta “¿cómo es que un varón heteronormado incurre en prácticas de abuso?” y tomarla por el filo, preguntarnos: ¿cómo es que no lo hace? ¿qué posibilita que no lo haga? ¿qué intercesiones hacen precipitar desvíos? ¿qué nos lleva a incumplir y traicionar la pertenencia a la razón patriarcal? ¿Qué posibilita un abandono de la satisfacción en el dominio, el sometimiento, la explotación de una vulnerabilidad? ¿Cómo dislocamos la erotización del dañar?
¿Cómo ocurre que, ante el daño, haya quienes se inclinan hacia la reparación y quienes se inclinan hacia la perpetuación del daño?
Si potencias crueles (o bien, patriarcales) nos habitan, crueldades, abusos, explotaciones, ultrajes, no son cualidades personales, ni anomalías o desvíos psicopatológicos, ni esencias del mal ajenas al bien. Conforman verosímiles históricos del poder de dañar, a disposición en cada ocasión de la vida en común de un varón heteronormado.
Una interrogación ética específica para varones cis-heteronormados practicantes de una escucha clínica orientada por el psicoanálisis, supone atender cómo merodean, en qué lugares acechan, en qué momentos llaman, cautivan, seducen, persuaden, y en qué radicaría la fuerza incantatoria de esas potencias.
¿Cómo ocurre que un cuerpo se incline hacia el encanto de las eróticas de la debilidad antes que a la embriaguez gozosa de la fuerza? ¿Por qué varones heteronormados tienen tan a mano golpes y humillaciones, y tan lejos las caricias y las lágrimas?
Entre los infinitivos que participan de la clínica, escuchar constituye un infinitivo indispensable para la composición de un estar clínico.
En algún punto, escuchar, ¿consistiría en desistir, rehusar, abdicar, prescindir y traicionar lo que las hablas patriarcales que nos han constituido piden de “nosotros”?
¿Supondría decidir un exilio que no se ostenta? ¿o el desgarro de un despertenecimiento del que no se alardea, que no se presume? Como una efracción de sí sin altisonancias, de la que emana una intemperie que nos desposee radicalmente del ámbito de lo propio.
Si para denotar la irreductible alteridad que constituye a vivientes que hablan, el psicoanálisis utiliza figuras como la "división subjetiva" o la "castración del sujeto", que aluden a una metafórica del filo que corta, la punta que tajea, el cuchillo que desgarra, el acero que mutila (tan solidarias con la narrativa del guerrero que Úrsula K. Le Guin problematiza y desanda), la figura de la efracción orienta hacia la ruptura de un espacio o de las medidas de seguridad que lo mantienen cerrado sobre sí. Entre las imaginaciones de una metafórica de la efracción, encontramos el momento de florescencia de las plantas o la eclosión de la crisálida que marcan un punto de quiebre en la transmutación de lo viviente.
Pero el gesto desertor no podría conformar un nuevo capital libidinal desde el cual competir en el mercado de acumulación de reconocimientos, en tanto nos reintroduciría en la economía libidinal patriarcal. Desertar de sí no para ‘contar mi historia de deserción’ o dar talleres de cómo desertar, sino para empezar a escuchar lo que tiembla -y hace temblar- tras el extravío de la lengua. Tal vez desertar de sí para poder temblar.
Natalia Ortiz Maldonado (2025) piensa la deserción como “un desplazamiento político y lingüístico, pero también epistémico, psíquico y afectivo. (…) hacia un lugar donde hablar y pensar son, en el mejor de los casos, tentativos, inciertos, no-autorizados”. Y agrega: “quienes desertan lo hacen porque ya no pueden seguir viviendo allí desde donde parten”.
¿Cómo ocurriría que varones cis-heternormados ya no puedan seguir viviendo bajo las coordenadas del territorio patriarcal?
Temblar la escucha, como una práctica del ir dándose a la intemperie imperceptible y delicadamente, ir dejándose llevar distraídamente, a la manera de Juan L. Ortiz, como "vagas orillas de silencio inclinado / o los oídos de la misma noche / abiertos a qué hálito de flor y de agua juntos?".
Sin experiencia del exilio, errancia, orfandad, desasimiento, intemperie, extranjería ¿cómo nos encontraríamos con el dolor? Sin disponernos al encuentro con lo doliente ¿qué haríamos en un espacio clínico?
Anne Dufourmantelle (2019) piensa en esa línea el pasaje del psicoanálisis por una vida cuando escribe “La necesidad del psicoanálisis es primeramente la de una ruptura íntima. Es aceptar el sentimiento de ser huérfano en todo idioma”.
Varones heteronormados ¿qué sentirán ante esa transverberación poética? ¿sentirán alguna transverberación poética? Vidas de varones heteronormados ¿admitirían el pasaje por un sentimiento de ser huérfano en todo idioma? ¿podrían querer no tener nada para decir? ¿gustar de no tener nada para decir? ¿sentir la dicha de enmudecer y asistir a lo impronunciable?
¿Qué pasaría si probamos nombrar así la regla de abstinencia: como pasaje por un sentimiento de orfandad en todo idioma?
En ese sentido, escuchar quizás suponga un modo de estar en duelo. Sin estar en duelo acaso no se haga lugar una escucha. Dejarse habitar por un estar en duelo implica, en sí mismo, una traición a la inconmovilidad patriarcal. Traición al principio de indemnidad sobre el que se erige la impasibilidad de las estructuras patriarcales.
En la lectura donde aventura trayectorias de advenimiento del duelo, Freud (1917) señala que allí donde comenzaría el dolor, más bien se suele hallar una "comprensible renuencia [al retiro libidinal ante la ausencia de lo perdido] ; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal". Si la economía libidinal patriarcal reserva posiciones libidinales que proveen exenciones del dolor (a través del poder de dañar) a varones heteronormados, el abandono de esas posiciones presupone el pasaje por alguna instancia de duelo.
Para la constitución de una escucha clínica es precisa la constitución de un doliente. Una conmovilidad al dolor. O tal vez mejor: la constitución de una condolencia.
El oído es un sentido vibratorio, escuchar quiere decir -muy precisamente- temblar. Y aún, escuchar no es reducible al sentido auditivo. Si escuchar consiste en afinar la susceptibilidad sensible al más tenue estremecimiento emitido por una vibración, necesitamos pensar que se escucha desde una corporalidad. Incluso, a veces, escuchar hace aparecer zonas y modos del cuerpo inauditas antes de escuchar.
Advenimos a la existencia después de algún llamado. Nos preceden llamados. Audibles e inaudibles. No advenimos del mismo modo cuando oímos el llamado de un amor, que cuando oímos el llamado del miedo, que cuando respondemos al llamado del rencor o de la vergüenza. Hay modos de aparición de los cuerpos determinados por los modos en que son llamados, por las intrigas afectivas que nos llaman como voces flotantes de tiempos históricos.
Una pregunta que mantiene el pulso de la clínica: ¿a qué llamados responden las solicitaciones afectadas que llamamos vidas?
No parece posible escuchar sin experiencia del temblor. Pero, ¿con qué temblamos los varones cis-heteronormados? ¿Qué apertura a un estar-estremecido soportan los regímenes sensibles que habitamos?
De los modos en que la experiencia de temblar nos acontece y constituye, Derrida (2004) resalta la irrevocable pasividad a la que nos conmina un temblor, escribe: “el temblor, si es que existe, excede todo ‘hay que’, toda decisión voluntaria y organizada, todo deber bajo la forma de la ética, del derecho y de la política. La experiencia del temblor es siempre la de una pasividad absoluta, absolutamente expuesta, absolutamente vulnerable, pasiva ante un pasado irreversible, así como ante un porvenir imprevisible”.
No hay quien que tiemble, hay ruina del quien en el temblor. Temblar ocurre como experiencia de una radical desposesión de sí. Hay escombros de sí tras el paso de un temblor.
Darse-a-temblar supone una pasibilidad ante lo existente, que la vida que vivimos sea susceptible de conmoción ante lo que acontece. Quizás donde no temblamos, cada vez que nos afirmamos en algo para evitar temblar, consentimos, perpetuamos, infligimos modos de dañar impercibidos.
Simone Weil (1947) escribió una orientación preciosa para estar en la clínica, para estar en la vida: "No ejercer todo el poder de que se dispone es soportar el vacío."
Soportar el vacío como prescindencias de querer-ser, querer-tener, querer-sobresalir, querer-figurar, querer-importar, querer-interesar, querer-renombre, querer-valer, querer-ocupar lugar, en una palabra: soportar privarse de algo. Soportar el vacío de una modesta apostasía, desinteresada de las formas de consistencia fálico-patriarcales.
Pero también como deseo de querer-estar dando lugar, querer-estar dando el estar, querer-darse como un lugar, querer-estar dándose como lugar de manifestación para lo desconocido.
Para Weil, lo que acontece en esa disponibilidad otorgada por la concesión de quien se da para que lo inadvenido exista, merece llevar el nombre de gracia.
Cuando traza las diferencias entre el gesto elemental del filósofo occidental (saber la verdad de las cosas para tenerlas bajo dominio) y el gesto del poeta, María Zambrano (1940) plantea que la función poeta no consiste en nada más que concesión. No se afana en “ser-hombre”, “ser-humano”, “ser-algo”, no interesa ser, sólo darse como entera concesión, como gesto de hospitalidad incondicional abierta a lo inconcebible.
Al pensar en una hospitalidad sin condiciones, Derrida (1997) escribe sin coartadas: un acto de hospitalidad incondicional no sería sino una vulnerabilidad expuesta y asumida. En Derrida, hospitalidad designa uno de los nombres del temblor, la poesía y el duelo.
En esta constelación, escuchar podría suceder como estado de gracia desencarnado de la razón patriarcal, que da lugar a encarnaciones de lo herido por la historia dominante de quienes rechazan temblar.
Pero si temblar “excede todo ‘hay que’, toda decisión voluntaria y organizada, todo deber bajo la forma de la ética, del derecho y de la política” ¿cómo temblar?
No se trata sólo de enunciar una ética y denunciar sus faltas (aunque haya que), sino de escucharse temblar, temblarse escuchar como práctica que abre un cuerpo.[ii]
[i] Agradezco profundamente a v. Nicolás Koralsky el regalo de este sintagma, incisión de una abertura delicadísima que abrió el texto a horizontes de sentido insospechados. Pero no sólo de un sintagma, sino de una lectura que supo abrir la escritura y hacerla temblar, con una agudeza amorosa inusitadas.




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