Conflicto no es lo mismo que abuso / Laura Macaya y Belén Soto (Hamaca)
- Revista Adynata

- 3 sept
- 23 Min. de lectura
La vida está dura. Muches percibimos una gran carencia de ternura, de atención, de la posibilidad de escucha honesta entre unes y otres. Además, tenemos muchísimo miedo –y a muchísimas cosas, entre ellas, a estar equivocades. Es un contexto que complica enormemente la empatía y las fuerzas para convivir en diferencia –cuánto nos cuesta abordar y gestionar conflictos, ¿no?– Y la tendencia entonces es: aislamiento, soledad. Hay un diagnóstico más o menos extendido: tenemos dificultades para comunicarnos –deseos, límites, necesidades… Pero no terminamos de aprender cómo hacerlo. Esta disfuncionalidad comunicativa, la evitación de situaciones incómodas o una extraña fe en que podemos aguantar porque las cosas se resolverán solas –la realidad: que lo hará otre– termina, a menudo, convirtiéndose en una acumulación de malestar que crece y crece, hasta que un día reventamos.
En un contexto feminista de ciudadanía española y blanquitud identificamos la violencia sexual como uno de los mayores problemas sociales, a más visibilizar porque afecta a todas las subjetividades. Si hablamos de violencia sexual, un asunto claro es que es principalmente ejercida por hombres cis. Existe un tremendo malestar hacia la repetición de conductas agresivas y de abuso por parte de hombres cis y existe la necesidad acuciante de modificar conductas y roles culturalmente aprendidos para cambiar esta realidad. Sin embargo, ni todos los problemas aparecen en relaciones de pareja, ni todas las personas son cishetero. Respecto a lo que hemos ido identificando como distintos tipos de violencias sexuales de hombres cis a, principalmente, un amplio rango de personas reconocibles como mujeres, los feminismos, sea de manera autogestionada o sea mediante la relación con el Estado, han ido elaborando distintas tácticas de autodefensa y visibilización de la violencia. Algunas de ellas se vinculan a la justicia restaurativa, transformadora u otros tipos de procesos que sostienen la posibilidad de reconfigurarse a través de pedagogía, compromiso y toma de responsabilidad. Otras de ellas suponen venganzas, castigos, condenas: encarcelamiento, exclusión de una comunidad, escarnio público, represalia física o cultura de la cancelación, por ejemplo. Unas y otras, en una época de alta presencia en los entornos de comunicación virtual globalizada, generan estrategias de visibilización con mayor o menor éxito –views, seguidores, engagement…– convirtiéndose en referencias feministas de la respuesta a la agresión. Sea como sea, lo más abyecto imaginable es ser un agresor, un maltratador, un violador. Tenemos la imagen en la mente, todes tenemos mil historias que la alimentan. Es la mayor representación del mal, lo más monstruoso, lo peor.
Volvamos a un lugar más asumible, con el que nos podamos identificar, en el que no necesariamente hay hombres cis: tú, yo, tu amiga que siempre llega tarde, su hermano que explica cosas que ya sabemos, mi novie que no está cariñose, tu madre que es una pesada, el compañero de trabajo que ocupa el trozo de mesa que considero que me corresponde…
Cuando el malestar se nos ha hecho bola y reventamos, vomitamos todo el cabreo y no tenemos ningunas ganas de escuchar al otre sino de que se disculpe y se adapte a nuestras exigencias –o nos cabreará aún más y empezaremos a discutir con más insistencia–, suelen ocurrir varias cosas:
(1) el propio estado de malestar interpreta, desde un juicio ya cerrado sobre la maldad o irresponsabilidad del otre, cualquiera de sus acciones, modificando incluso la memoria de nuestra vivencia;
(2) estamos poco dispuestes a la negociación y a reconocer la complejidad de los relatos que se configuran más allá de une misme;
(3) nuestra posición es cada vez más firme e irrevocable, somos incapaces de que ninguna fuerza ajena a nosotres mismes nos haga cambiar de opinión sobre lo sucedido, sobre nuestra reacción o sobre la imagen que tenemos de nosotres mismes.
Constantemente, como los referentes de gestión de conflictos y abusos que tenemos sitúan claramente una víctima y un agresor –hacia la víctima desarrollamos empatía, consideración y protección, hacia el agresor desarrollamos miedo y exigencia de transformación–, nos identificamos como la víctima de la situación. Si así es, la otra persona se está comportando como nuestro agresor –y en función del daño percibido y cómo aumenta según se entorpece la resolución del conflicto, podrá tomar una identificación con el monstruo violador y/o maltrador. ¿Y cuáles son algunas de las tácticas más visibles en un contexto en el que el feminismo occidental va tomando mayor autoridad? Podemos revisarlas en el párrafo anterior.
Esta conversación toma su título del libro Conflict is not abuse de Sarah Schulman [1], un ensayo transescalar de perspectiva queer que expone cómo repetimos las mismas tácticas de evasión, rebose y sobredimensión del daño en conflictos que se dan tanto en un contexto micro –como una relación íntima– hasta en un contexto de geopolítica –como el genocidio palestino. Para Schulman, «en muchos niveles de interacción humana existe la oportunidad de confundir la incomodidad con la amenaza, la ansiedad interna con el peligro exterior y, a su vez, escalar en lugar de resolver». Y en otro momento afirma:
Debido a que no cambiaremos nuestras historias para integrar las razones conocidas de otras personas e iluminar las que les son desconocidas, no podemos resolver los conflictos de una manera productiva, equitativa y justa. Por eso nosotros (individuos, parejas, grupos de afinidad, familias, comunidades, naciones, pueblos) muchas veces pretendemos, creemos o afirmamos que el conflicto es, en cambio, abuso y por lo tanto merece castigo, es decir, que la sola diferencia de otra persona se tergiversa como un ataque que luego justifica nuestra crueldad y nos lleva a renunciar a la posibilidad de cambiar. En consecuencia, la resistencia a esa falsa acusación de abuso se ubica como justificación adicional de una crueldad aún mayor disfrazada de castigo, a través de la base ilógica de negarse a rendir cuentas y a reparar.
Nuestra intención con este texto es, entonces, introducir lo que identificamos como una puerta de aprendizaje para mejorar la manera en que afrontamos y gestionamos nuestros conflictos: el feminismo antipunitivista. Afortunadamente, cada día van apareciendo más contenidos en nuestras lenguas o situados en marcos legales no anglosajones, como es en nuestro caso el del Estado español. La mayoría de ellos abordan el antipunitivismo en relación al problema del feminismo identitario, las prisiones, la violencia hacia les trans o hacia les trabajadores sexuales. Nuestra conversación pretende, guiada por algunas de las propuestas del libro Conflict is not abuse de Sarah Schulman, hurgar en otra de las áreas clave a las que el punitivismo afecta y de las que aún no encontramos tantos referentes fuera del inglés:
las relaciones íntimas y la cultura de la cancelación. Con esta extensión escrita de la conversación que se dio oralmente durante el Dimarts de vídeo [Conflicto] no es lo mismo que [Abuso] [2], aprovechamos la oportunidad de enumerar algunos materiales ya producidos que amplían o complementan algunas de las preguntas que nos surgen al conversar.
PUNITIVISMO
Hamaca (H)
Vamos a empezar con otra cita de Sarah Schulman para introducir la primera pregunta:
No dicen «esto es lo que necesito, ¿vos que necesitás?». La negociación o el ajuste se consideran poco razonables. Los sujetos se vuelven inaccesibles. Curiosamente, este comportamiento, que describe las relaciones íntimas, es también una descripción precisa de cómo el Estado estadounidense trata a las mujeres pobres, y muestra de nuevo cómo las construcciones íntimas se convierten en dinámicas sociales. El dominio de las necesidades blancas, ricas y de los hombres sobre las de las mujeres pobres, inmigrantes y no blancas es una cualidad omnipresente del Estado.
Tal y como ahora funcionan las cosas, el Estado ostenta el poder de hacer justicia y de organizar la violencia policial. Desde un posicionamiento punitivista, utiliza este poder para poner soluciones a problemas sociales. En distintas ocasiones has hablado de cómo estas políticas no están funcionando sino que perjudican a personas de por sí especialmente vulnerables y estigmatizadas –migrantes, putas, pobres… Laura, ¿puedes introducirnos unas ideas principales sobre qué es el punitivismo y por qué no está funcionando?
Laura Macaya (LM)
De manera muy resumida, el punitivismo sería la tendencia a priorizar las estrategias de castigo para la resolución de problemáticas que suelen tener orígenes sociales y/o estructurales y que en su puesta en práctica suelen producir más problemas que beneficios. Cuando nos referimos a las estrategias punitivas normalmente hablamos de la intervención de la rama coercitiva del Estado a través de la intervención del derecho penal o sancionador, la persecución policial y la investigación judicial.
La priorización de los medios punitivos para resolver casi cualquier tipo de problemática o conflicto de tipo social, político y económico es una tendencia al alza en prácticamente todos los países europeos y en Estados Unidos, pero también en Latinoamérica –como vienen señalando desde hace años los feminismos en Argentina, México, Brasil, Ecuador, Costa Rica, etc.
Como comentábamos, las resoluciones punitivas comparten diversos problemas. En primer lugar, no sirven para acabar con los delitos porque no intervienen sobre sus causas. La criminología crítica y la criminología crítica feminista no ha dejado de destacar que no existe ninguna evidencia empírica de que la pena disuada de cometer delitos –cuando este sería uno de sus principales motivos legitimadores. No solo eso, sino que más bien la pena, el sistema penal, son criminógenos, es decir: producen más delito al dañar a las personas, sus lazos de afectos y de pertenencia, sus posibilidades de subsistencia fuera de los marcos delictivos, etc. En el caso de la violencia de género, por ejemplo, vemos cómo las diversas modificaciones penales que han aumentado los delitos, la penas y la vigilancia no han producido cambios significativos en cuanto a la disminución de la violencia de género. Sí que han producido, en cambio, un aumento de la visibilidad social de la misma, aunque con efectos perversos ya que la penalidad visibiliza los problemas de una forma determinada para justificar su propia intervención, de la que hablaremos más adelante.
Otro de los defectos más denunciados del punitivismo es la mala comprensión sobre las problemáticas que dice atender, cuya principal muestra sería su tendencia individualizadora al abordar problemas de corte social. En el caso de la violencia de género, para los marcos penales y de castigo, queda reducida a un problema entre hombres malos y mujeres buenas, borrando su base estructural y esencializando, a su vez, las atribuciones normativas patriarcales de la masculinidad y la feminidad. A través de esta tendencia individualizante se produce una particularización del riesgo que parece señalar que las causas de nuestras ansiedades y malestares tiene que ver con las conductas y ataques particulares de unas personas o grupos de personas que serán además marcadas con los sesgos clasistas y racistas de los actuales marcos neoliberales en los que se desarrollan las políticas punitivas.
Con ello, el Estado se exime de responsabilidad y se presenta como actor neutro en el conflicto, ocultando su connivencia con la violencia a través de legislaciones que favorecen el capitalismo, el racismo y el sexismo –así como la violencia del mismo Estado, que afecta y violenta la vida de muchas mujeres y personas disidentes en cuanto al género de forma mucho más acuciante que los ataques de personas particulares.
Nos vienen a decir que sí, que estamos ansiosas, estresadas, enfermas, pero que el origen de nuestros malestares no son las políticas que han precarizado nuestras vidas a extremos inimaginables y que han roto todos nuestros potenciales lazos comunitarios… «Están ustedes histéricas porque hay gente que las amenaza a la vuelta de cada esquina o de cualquier interlocución en Tinder… Bueno, y porque, en general, ustedes muy bien de la cabeza no están…»
De todo esto se deduce otro de los principales problemas del punitivismo y es que tiene un carácter altamente selectivo. El sistema penal no actúa de la misma forma sobre todas las poblaciones (barrios, territorios) y además castiga con penas más altas los delitos que más cometen las personas pobres. ¿Sabes este lema que hemos repetido en las manis contra la represión y las cárceles «¡Los ricos nunca entran, los pobres nunca salen!»? Pues a esto nos referimos. Y, de hecho, esto es cada vez más cierto puesto que no sólo aumentan delitos y penas, sino que, sobretodo, las personas pasan cada vez más tiempo en prisión o bajo vigilancia, debido a las dificultades para obtener grados abiertos y a las aplicaciones automáticas de medidas de seguridad –como la libertad vigilada para algunos delitos relacionados con la violencia sexual. De esta forma, el punitivismo reproduce el clasismo y el racismo de nuestras sociedades neoliberales y sirve para mantener bajo control y vigilancia a determinadas poblaciones.
Si hasta ahora estamos nombrando para lo que no sirve el punitivismo y el sistema penal, también podemos nombrar para qué sí que sirve. La amenaza de castigo sirve para mantener a las poblaciones más precarias y marginalizadas sumisas; o bien, al régimen del salario en contextos hiperexplotados; o bien, al sistema de protección social de las ayudas condicionadas que controlan los comportamientos a cambio de ayudas económicas irrisorias. Al criminalizar las actividades de subsistencia de las poblaciones pobres y rebeldes, se las empuja al cumplimiento y la docilidad dentro de los marcos que se les tienen reservados: la mano de obra subsidiaria o las masas de población inservible asistida, cada vez menos y peor, por el Estado. En este marco mismo se encuentran las víctimas de violencias de género pobres y marginalizadas, las cuales reciben ayudas condicionadas relacionadas a su estatuto de víctima, incluso en las leyes más progresistas. Estas ayudas condicionadas son el acicate para el control de su adecuación al papel de buenas víctimas, osea: buenas pobres, buenas madres, buenas mujeres, etc., elementos que sirven para criminalizar a aquellas que no se adecuen a los estándares blancos, burgueses, heteros, complacientes…
Se dice que el punitivismo, aunque tenga sus inconvenientes, sirve para proteger a las víctimas. Pero eso es radicalmente falso. El sistema penal no solo no las protege, sino que muchas veces las criminaliza, sobre todo si son mujeres racializadas, pobres, putas, trans o no normativas.
Además, genera una falsa expectativa de protección que vacía de poder colectivo y herramientas propias de autodefensa y supervivencia fuera del Estado. Y, por supuesto, el proceso penal revictimiza a las víctimas; las expone a situaciones de violencia porque su objetivo no es protegerlas ni reparar el daño, sino perseguir el delito y castigar al infractor.
Lamentablemente, algunos feminismos han colaborado en este aumento de la senda punitiva centrando su estrategia política en el aumento de penas y delitos para acabar con la violencia y los agravios que sufren las mujeres. Y también, han contribuido reproduciendo estas mismas estrategias en los contextos de las comunidades políticas o afectivas: imponiendo los escraches, los exilios, las expulsiones o las terapias supervisadas.
El punitivismo, además, no puede analizarse solamente desde su vertiente material, la aplicación de penas y su función distributiva de las poblaciones pobres. Es imprescindible atender también a su dimensión simbólica y cultural, a su capacidad de producir sentidos colectivos del bien y el mal social y subjetividades dóciles a partir de la dominación. Algunas personas, aún siendo críticas con el punitivismo, destacan la fuerza que tiene la ley penal para popularizar la idea de que la violencia de género está mal. Cierto es que la desaprobación que hace el código penal de una conducta tiene más fuerza social que cualquier otra intervención pública o política. Ahora bien, no estoy segura de que este fin justifique el dolor que causa el sistema penal a la mayoría de personas pobres y estigmatizadas, incluidas mujeres, y tampoco creo que la visibilización del problema que hace la penalidad sea del todo efectiva como bien estamos comprobando.
De hecho, creo que la cuestión radica en que, como dice Tamar Pitch, «en el punitivismo la solución construye el problema»[3]. Es decir, la penalidad visibiliza la violencia de género como mal social, pero no lo hace de cualquier forma sino presentándola como un tipo de problema con unas coordenadas concretas y unos protagonistas definidos, justificando su propia existencia y legitimando la propia intervención punitiva. Así, la existencia del sistema coercitivo estatal se configura necesaria para la preservación de las racionalidades neoliberales, produciendo una forma de entender la violencia de género, el fenómeno y sus protagonistas que es útil a los propios intereses de la punición.
Por poner un ejemplo de esta construcción de la violencia de género y sus víctimas que resulta útil para los intereses del sistema penal, podemos nombrar la actual tendencia a denominar a cualquier muestra de desigualdad, discriminación o reproducción del sexismo como violencia. Se está dando un uso extensivo del concepto de violencia que denomina como tal actos de baja intensidad –como una mirada o una insistencia– y comportamientos que ya ni siquiera consideraría como violencia –tal y como un chiste, un comentario sexista o las presiones corporales en torno a la belleza. Se hace un batiburrillo categórico que borra estrategias políticas mucho más útiles que aquellas que pretenden atender de la misma forma fenómenos de carácter e intensidad bien distintas. Esto hace aumentar de forma desmesurada las cifras de violencia, como bien apuntaron feministas históricas como Raquel Osborne[4] y, más recientemente, Catalina Trebisacce, al hablar de cómo esos dispositivos perfomáticos de verdad que son las cifras configuran una realidad percibida que justifica los «chous tanatocráticos»[5]: recordemos los lemas «Nos matan», «Es una guerra» o «Emergencia feminista» que favorecen el irracionalismo y el consevadurismo y, con ello, las explosiones punitivas.
Estas posturas de la emergencia que popularizan la idea de que la seguridad es la ausencia de ataques interpersonales mientras que muchas no pueden acceder a tener una vivienda o a que no les pidan los papeles cada vez que caminan por la calle, repliega a las mujeres al cumplimiento de los roles clásicos de la feminidad. La sobredimensión de la violencia y la emergencia que azuzan los miedos nos vuelven conservadoras y puritanas, y de ahí la idoneidad de estos discursos que, muchas veces desde el propio feminismo, construyen a las mujeres como esencialmente víctimas. En consecuencia, éstas son construidas –leídas y autopercibidas– también como irresponsables, temerosas de los encuentros sexuales, hipersusceptibles al daño o incapaces de establecer límites o negociaciones sexuales.
Todo ello, por supuesto, se complementa con la construcción de quien agrede como un monstruo insaciable, como alguien que sólo se mueve con fines de dominio y con quien no cabe reflexión ni entendimiento.
Esta forma de entender la violencia y a sus protagonistas funciona entonces produciendo género normativo, impidiendo la gestión comunitaria al ser monopolizada tanto su explicación como su atención por parte del Estado, y relegándonos a desarrollar políticas expresivas en las que nuestra misión, más que abordar las causas de la violencia, es la expresión emotivista e irracional del odio, la venganza y el malestar que nos produce el crimen y sus perpetradores.
Entonces: vemos cómo desde algunos feminismos se celebran los aumentos de penas, delitos y encarcelaciones y se renuevan confianzas perversas con el Estado al centrarse la política feminista en la producción legislativa de corte punitivo. Por otra parte: a veces, sin tener intención de ello ni reclamarlo directamente, se promueve el punitivismo contribuyendo a producir una subjetividad femenina y masculina que legitima la punición. Históricamente, los feminismos habían sido reticentes a incorporar al Estado y sus instituciones penales en la resolución de los agravios que se cometen contra las mujeres y personas disidentes. Los feminismos consideraban que el Estado producía y reproducía las violencias contra mujeres, niñes y personas disidentes, de la misma forma que se consideraba que sus instituciones vertebraban el poder patriarcal y promovían la cultura androcéntrica y heterocentrada. Lamentablemente, en los últimos años asistimos a una proliferación de relatos que legitiman la punición y el feminismo y sus reivindicaciones, en algunas de sus formulaciones, se están poniendo al servicio del mismo Estado.
Así, un feminismo antipunitivista será el que pueda atender las dos dimensiones del poder punitivo que he planteado: por una parte, la crítica al sistema penal y su necesaria abolición; por otra parte, a la cultura del castigo y sus subjetividades paradigmáticas. Como dice Clementine Morrigan, «no puedes gritar ‘el orgullo es una revuelta’ o ‘abajo los muros de las prisiones’ y después comportarte como una policía con tus compañerxs y amigxs» [6]. Y añadiría: ni con lxs desconocidas.
VIOLENCIA SEXUAL
(H)
Hace unas semanas escuché una conversación entre unas amigas bisexuales y amigos maricas en una terraza, cerca de mí. Compartían experiencias de primeras citas tinder –en momentos de intimidad sexual con hombres cis a los que no conocían de antes– en las que habían expresado que no querían hacer o recibir algo concreto pero los hombres lo habían hecho igualmente –por ejemplo: ahogarles agarrando sus cuellos, correrse en sus bocas. Todes estaban de acuerdo en que no dijeron nada después porque tenían miedo de qué más podría hacerles, si le confrontaban, una persona que había sido capaz de lo anterior. Incluso durmieron con esos hombres después del sexo y se despidieron a la mañana siguiente disimulando normalidad. Cuando publicamos el programa de Contra el fascismo, no olvidemos la belleza [7] citábamos a Blanca Arias:
Para construir una cultura del consentimiento es imprescindible entrenarnos en prestar atención. Si estuviésemos acostumbradas a percibir el detalle, especialmente los gestos (que son lo que tiene que ver con una comunicación más corporal e inmediata), no necesitaríamos hacer preguntas para tener sexo consentido porque el cuerpo que tenemos delante ya nos estaría comunicando con la mirada, con la respiración, con las manos, con la postura, si quiere o no estar en esa situación. Que necesitemos preguntarle a alguien si quiere o no follar con nosotres, al final, es fruto de una cultura de la violación que no habla el lenguaje de lo sutil.
Blanca estaba señalando la incapacidad de leer las señales del deseo –o su inexistencia– ajenos. Pero en los casos que estxs amigues contaban ocurren otras cosas: una persona pone su deseo en contra y por encima del de otra, esta otra se siente incapaz de defender sus necesidades.
(LM)
Éstos que escuchabas son actos de violencia y agresión. En un contexto coactivo vamos a sentirnos más vulnerables y coaccionadas, adquiriendo actitudes que en muchos casos empeoran y reproducen la violencia, así como la incapacidad de hacer caso a nuestros deseos por miedos producidos por la cultura del castigo. Son necesarios relatos disponibles en torno a la agresión sexual que sean más empoderadores para las propias víctimas, cosa que pasa también por evidenciar el carácter construido del estatus excepcional del sexo y de la jerarquización y significación de las partes del cuerpo de las mujeres.
(H)
El grupo de amigues continuó compartiendo experiencias. Una de las mujeres bisexuales contó que había quedado con un hombre cis para tener sexo. Antes de empezar, ella le expresó que le gustaba dominar.
Él le contestó que quería que le dominara. Follaron, durmieron, se despidieron con un beso. A las horas, ella recibió un mensaje: «siento que has abusado de mí». Al rato, otra de las mujeres contó otra historia: estaba en una fiesta, se dio unos besos con un chico y siguió bailando, después el chico insistió en retirarse y seguir besándose pero a ella no le apetecía, aunque no supo decirle que no. El chico le retiró del baile varias veces, ella le dio besos desganados y finalmente decidió irse a casa en una bomba de humo porque se sentía muy mal. Este segundo relato me recordó a otro exactamente igual de mi adolescencia, pero el final fue distinto: se fueron juntxs a casa, y al día siguiente ella me contó que estaba muy feliz, y tuvieron una relación durante años. Son casos que me recuerdan las discusiones sobre la ley del «sólo sí es sí»[8].
(LM)
Insisto en que creo que una de las cuestiones más problemáticas que ha popularizado la cultura del castigo a través de los feminismos es la extensión del concepto de violencia. A nivel de teoría feminista, algunas personas justifican esta extensividad relacionada con la necesidad de hacer entender el carácter estructural de la violencia de género, mostrando cómo los ataques de violencia física o sexual graves eran la punta del iceberg de un montón de otras micro-conductas que precedían o se producían en paralelo a estos ataques pero que compartían con ellos ser la expresión de un mismo sistema económico, social y simbólico patriarcal. Toda práctica apoyaba la existencia de las demás. Ahora bien, esto ha conllevado múltiples problemas interpretativos y efectos materiales en el momento en que la teoría feminista se ha puesto al servicio de subjetividades individualistas neoliberales, marcos de análisis identitarios y políticas de la impotencia y el resentimiento.
Lo que era un análisis macro y de estructura social ha pasado a servir como marco de análisis para las relaciones interpersonales y la evaluación de las conductas. Entonces, se cae en absurdos como el pensar que el que empieza insistiendo para invitarte a un cubata, acabará violándote en el baño –con esa lógica del delito en aumento si no se ataja de raíz, tan típica de las políticas de la derecha y la extrema derecha neoliberal [9]– y, con ello, atacando de forma desmesurada las muestras más bajas de machismo y, a la vez, estableciendo a quienes las ejercen/ejercemos como agresores –y, lo que es peor, a quienes la reciben como víctimas. Hoy en día puedes ser denominada como víctima de violencia machista por haber recibido un baboseo en un bar y eso, para algunas de nosotras, es vergonzoso y ridículo. ¿Qué tipo de feminidad acepta eso? ¿A quién le gusta ser esa víctima y por qué? ¿Qué mujeres con problemas más acuciantes van a ver eso como algo ridículo que sólo pueden permitirse algunas? ¿Qué personas van a preferir mostrarse hostiles, pegarle un empujón al baboso de turno y olvidarse, pudiendo incluso seguir compartiendo espacio, antes que ir a solicitar socorro a un protocolo que sobredimensione el conflicto y lo eternice? ¿Quién quiere dedicar tanto tiempo a sufrir y denunciar a un baboso? ¿Quién puede sostener la tolerancia cero al machismo? Lo termino encontrando ridículo…
En todo esto, la sexualidad y el sexo forzado está siendo uno de los principales argumentos: en el momento en que aparece la violencia sexual se despiertan todos los clichés y fantasmas esencialistas, incluso en las feministas que más críticas han sido con estas miradas. De nuevo aparecen los dolores ancestrales marcados en cuerpos femeninos, la herencia casi biológica del malestar y el miedo atávico, las interpretaciones esenciales y deterministas de la feminidad y la naturalización de los valores patriarcales de los cuerpos de las mujeres y su sexualidad. Por todo ello, las mujeres parece que desarrollan una especie de hipersusceptibilidad corporal-sexual en la cual su experiencia sexual debe consistir siempre en experiencias ideales.
Una muestra de ello es la tendencia actual de algunos feminismos que entienden que follar sin deseo puede constituir una forma de violencia sexual, dando por hecho que follar por deseo actualmente es algo ideal y olvidando que el deseo no es algo puro y que a veces podemos desear cosas terribles... Aún y así, aunque el deseo fuera el motivo ideal para mantener sexo, las mujeres podemos follar por motivos muy distintos al deseo sexual: podemos follar por dinero, por una raya, por calmar una situación tensa, por aprobar una asignatura, por sentirnos deseadas por otrxs... Esto puede ser o no ideal, pero desde luego visibiliza que muchas de nosotras tenemos concepciones muy distintas de nuestros cuerpos, nuestras vaginas, nuestros culos o nuestras pollas y eso es porque, como también ha dicho el feminismo, las ideas sacralizadas en cuanto a los cuerpos de las mujeres son construidas por un sistema de significados patriarcal.
Desafiar estos significados desencializa los relatos sacralizados que nos vuelven vulnerables, que nos impiden explorar, experimentar aún a riesgo de vivir una situación que nos resulte incómoda, desagradable.
En una entrevista no muy lejana, la psicoanalista argentina Alexandra Kohan decía: «follar con un boludo no es violencia»[10]. Y, efectivamente, follar con un tipo estúpido, descuidado, sin empatía no es en sí mismo violencia, lo que no significa que sea ideal. Lo que no significa que no deba hacerse nada. Como dice Blanca Arias, es importante pensar en cómo promover formas de relacionarnos –sobre todo en los hombres cis hetero– en las que se pueda leer el deseo porque nos importa: porque disfrutamos con que el deseo de la otra esté presente y porque nos importa más allá de nuestra propia satisfacción. Y por supuesto, nada impide ponerle las cosas claras o insultar a un boludo, sacarlo de tu casa o ponerle un límite. De hecho, hay que hacerlo, pero también hay que pensar en cómo podemos producir marcos en los que sea más difícil ser un imbécil. Y sobre todo, marcos en los que el miedo y el terror no nos inhabiliten a ello.
Las experiencias desagradables o no deseadas forman parte de la experiencia humana del sexo satisfactorio. Dice la tristemente desaparecida Dolores Juliano que para tener un encuentro sexual satisfactorio, a veces, tiene que haber muchos otros que no lo sean. Pero
esto es una cosa distinta a una agresión. Lamentablemente, algunos feminismos parece que quieren darnos a entender que las mujeres o tenemos sexo ideal-satisfactorio o tenemos violencia, perdiendo todos los matices y la complejidad que implica la sexualidad y que son tan necesarios experimentar para convertirse en adulta.
Salir del marco único de los ataques interpersonales ayudará a visibilizar el contexto coactivo en el que se desarrolla la sexualidad de las mujeres y devolver la responsabilidad estructural a las violencias. De hecho, en muchas ocasiones se denuncian como violencia sexual interpersonal situaciones que tienen más que ver con el marco opresivo en el que se desarrolla la sexualidad –de todo el mundo, pero especialmente de las mujeres– que con las acciones coactivas de la persona con la que nos relacionamos. Por ejemplo: tener sexo por motivos como no querer sentirse ridícula, por miedo a no cumplir las expectativas del otro e, incluso, por no saber rechazar las presiones de alguien insistente e incluso chantajista. Creo que no es muy favorable ni denominar estas situaciones como violencias ni denominar a la persona con las que tenemos sexo por estos motivos como agresora, incluso aunque ejerza una presión. En estos casos, esa persona puede no resultar empática,
ignorar los deseos de la otra y buscar solo su satisfacción. De esto a agredir hay una distancia.
Lo que me resulta importantísimo es visibilizar como los marcos en los que se desarrolla la sexualidad de las mujeres son opresivos debido al carácter patriarcal de todas las normas que la afectan. La sexualidad de las mujeres está mucho más expuesta a las incorrecciones, por exceso opor defecto puedes acarrear un estigma: si follas mucho, si follas poco,si follas con violencia o si follas solo por amor, si follas por el culo, si te gusta hacer mamadas o solo te gusta penetrar a mujeres o ser penetrada...
Por muchísimos motivos, las mujeres pueden sufrir el estigma puta y la vergüenza o humillación sexual. Desarrollarse en un contexto coactivo no debe confundirse con la coacción particular de la persona más o menos empática, sensible o machista con la que follamos. Ante esto, la solución es la promoción de sexualidades transgresoras, desafiantes y sí, también, la relativización de nuestros cuerpos, el vaciado de los significados de sacralidad y gravedad… Y la visibilización de esos dolores y daños colectivos desde significados estructurales, no particulares.
La falta de distinción en cuanto a la intensidad, la gravedad, la continuidad, la presencia de fuerza o violencia física, etc., condiciona nuestra experiencia y, además, justifica la intervención punitiva y magnifica nuestra sensación de peligro. Aumentar el terror de las mujeres en el sexo dificulta la libertad y el sentirse capaces de explorar, pero también de saber cuáles son tus límites y saber establecerlos.
Esto sirve igualmente en los casos en los que efectivamente sucede una agresión. En primer lugar, también en estos casos deben valorarse más elementos del contexto: decir que efectivamente se produce una agresión no implica que todo el encuentro haya sido violento, que sólo haya una forma de actuar ante la misma, que no se pueda hacer reflexionar más o menos razonablemente a la persona que la comete, que debamos quedar afectadas de por vida o incapacitadas para la interlocución y el diálogo, etc. La cultura del castigo que promueve las feminidades vulnerables y sexualmente susceptibles así como una concepción de la violencia sin matices, graduación, ni contexto, nos vuelve indefensas y reitera en la clásica asignación femenina del patriarcado de que las mujeres son débiles física y mentalmente y que, por tanto, no saben lo que quieren ni pueden activar mecanismos para conseguirlo –lugar que nos vuelve vulnerables y más expuestas a las violencias. Esto se materializa, por ejemplo, en la prohibición de la mediación de las leyes feministas contra la violencia de género y la violencia sexual, pero también, en los marcos activistas o de abordajes comunitarios en los que se ha popularizado la idea de que a una víctima NUNCA se la puede exponer a su agresor –idea que, en primer lugar, es falsa y, por supuesto, contraproducente para la propia víctima. En estas argumentaciones no se valora el grado, la continuidad, la tipología de la violencia ni la afectación en la víctima y, además, se parte de una idea de las víctimas-mujeres como personas inservibles para la interlocución. Destaca de estas posiciones, además, un nivel relevante de racismo y perspectiva única ya que, en muchos casos y comunidades, la negociación familiar es frecuente. Esto no quiere decir que esta se produzca de forma ideal: quiere decir que es posible y que si, como feministas, tuviéramos interés en resolver las situaciones de las mujeres y sus comunidades y no en demostrar al público lo enfadadas que estamos, quizás podríamos intervenir sobre este marco para pensar juntas formas de acompañamiento, indicadores, etc., para hacer mejor estos procesos.
Lo que más nos preocupa es que estas ideas son negativas principalmente para las propias mujeres y personas feminizadas porque producen mucho dolor. Determinadas formas de entender el sexo de las mujeres, su carácter excepcional y su sacralización están en el origen de las interpretaciones catastrofistas de la violación y la violencia sexual. La experiencia de la violencia sexual puede ser traumática, pero tenemos la obligación de producir otros relatos para interpretar la experiencia desde lugares en que la recuperación y reparación sean posibles y se favorezcan procesos más empoderadores y sanos. Estos pasan por visibilizar el carácter construido de los valores asignados a los cuerpos de las mujeres y a la jerarquía de sus partes, establecida en base a los intereses patriarcales, para poder reconocer las múltiples estrategias de resistencia y reinterpretación de la experiencia que pueden desarrollar las víctimas de violación sin estar encerradas en los relatos únicos de la victimización irresponsable y pasiva.
(…)
[1] Conflict is not abuse, libro de Sarah Schulman publicado en Canadá en 2016 por Arsenal Pulp Press. Traducido al español y publicado en Argentina por Paidós en 2023 como El conflicto no es abuso. Disponibles ambas versiones en PDF en Anna’s Archive.
[2] [Conflicto] no es lo mismo que [Abuso] fue una sesión programada por Hamaca que tuvo lugar el 14 de noviembre de 2023 en el Santa Mònica (Barcelona). Durante la sesión se proyectó El jurado (2012), de Virginia García del Pino y se mantuvo una conversación sobre feminismo antipunitivista con Laura Macaya.
[3] Tamar Pitch lo afirma en su artículo “Feminismo punitivo”, parte del libro Los feminismos en la encrucijada del punitivismo editado por Biblos en 2020 y coordinado por Deborah Daich y Cecilia Varela.
[4]Raquel Osborne tiene un texto del año 2008, De la “violencia” (de género) a las “cifras de la violencia”, en el que ya analiza los efectos perversos de la magnificación de la violencia de género y sus usos estratégicos por parte de algunas políticas feministas.
[5] Ideas que expone en “Los feminismos entre la política de cifras y la experiencia en violencia de género”, parte del libro ya citado Los feminismos en la encrucijada del punitivismo (2020).
[6] Clementine Morrigan es conocida por los textos de crítica a la cultura de la cancelación que difunde en su Instagram @clementinemorrigan
[7] Texto del programa (septiembre-diciembre 2023) consultable en www.hamacaonline.net/projects/contra-el-feixisme-no-oblidem-la-bellesa
[8] Ley 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual
[9] Recordemos las justificaciones de las políticas prohibicionistas de las drogas: «se empieza con un porro y se acaba en la heroína, por tanto vamos a atajarlo de raíz sobrepenando el pequeño menudeo y el consumo particular de drogas». Evidentemente podemos imaginar las consecuencias que tuvo y sobre qué personas se cebó.
[10] Lo hacía en una entrevista consultable en www.panamarevista.com/acostarse-con-un-boludo-no-es-violencia
Fuente: Extracto de “Conflicto no es lo mismo que abuso”. Proyecto de Laura Macaya y Hamaca. Texto: Laura Macaya y Belén Soto (Hamaca)
Esta publicación es la extensión de una conversación que se dio oralmente durante el Dimarts de vídeo [Conflicto] no es lo mismo que [Abuso] del 14 de noviembre de 2023 en el Santa Mònica (Barcelona) programada por Hamaca.
ISBN: 978-84-127332-0-4 Primera edición: La Escocesa, diciembre 2023.




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