top of page

¿Dónde vamos mañana? / Vinciane Despret

Foto del escritor: Revista AdynataRevista Adynata

«¿Dónde vamos mañana?»


¿Dónde van a ir mañana, o el día siguiente, o incluso la semana que viene, cuando hayan llegado a las últimas páginas de este libro? Quizá son de aquellos que tendrán esa experiencia sorprendente de ser tocados, contaminados, infectados por lo que lo anima. Podría haber escrito «por la aventura que lo anima», pero desconfío un poco de lo que esa palabra puede tener de exotismo épico o de guion previsible. Describiría mejor sin duda lo que nos propone Baptiste Morizot trayendo el bello término de iniciación. Es que ser iniciado, o convertirse en iniciado, evoca la idea de conocer algo nuevo o, con mayor precisión, de conocer un arte nuevo que autoriza ese conocer, y esa idea vuelve a conectar, a través de los siglos, con la experiencia de participar de los Misterios, según la cultivaban los paganismos antiguos.


Así, este libro se propone iniciarnos en un arte bien particular que podría definirse de manera lapidaria como el arte de hacer geopolítica rastreando invisibles. Por cierto, que dicho así podríamos espantarnos, y preguntarnos si es razonable haber encargado este prefacio a alguien que duda ante la palabra «aventura» pero no tiembla al mezclar «geopolítica» con «invisibles».

 

Formas de invisibilidad: «No se puede existir sin dejar huellas»


Sin embargo, no hay nada más concreto, más a ras del suelo y de la vida, que el proyecto de Baptiste Morizot. Es la propuesta más terrena que se pueda imaginar, literalmente, una propuesta que exige ponerse buen calzado y caminar, pero sobre todo, que lleva a reaprender a enfocar la vista en el suelo, a mirar la tierra, a leer los brotes, las hierbas retorcidas, los montes oscuros, a escrutar el barro que recoge marcas e impresiones y las rocas que no se dejan afectar, a inspeccionar los troncos a los que quedaron adheridos pelos, a auscultar los caminos en los que abundan los excrementos, aquí y no allá. Porque así es como los que llamamos animales, y la mayor parte del tiempo nos son invisibles, manifiestan su presencia. A veces deliberadamente, otras sin fijarse. Rastrear, en otras palabras, es aprender a detectar las huellas visibles de lo invisible o, incluso, es transformar algo de lo invisible en presencias.


Jean-Christophe Bailly nos lo había recordado: la forma propia de habitar su territorio, su «casa», para muchos animales, consiste en disimularse ante la mirada, «vivir, en efecto, es para cada animal atravesar lo visible ocultándose». Muchos de nosotros tuvimos la experiencia, podemos caminar por el bosque durante horas sin captar su presencia e incluso ignorar por completo su existencia. Imaginarnos ese mundo deshabitado, creernos solos. Claro, si no prestamos atención a los signos. Con que cambiemos un poco el modo de explorar los espacios, prestemos la atención adecuada, aprendamos las reglas que ordenan las huellas, estamos de pronto tras el rastro de invisibles, convertidos en lectores de signos. Cada huella atestigua una presencia, un «alguien estuvo ahí» que ahora habrá que conocer, sin forzosamente encontrárselo.

 

Geopolítica: «Rastrear es el arte de investigar sobre  el arte de habitar de los demás vivientes»


Y sin embargo tiene lugar un encuentro. Pero la palabra «encontrar» tiene aquí una significación un poco diferente de la que de inmediato nos viene a lamente, recibe una inflexión que le confiere, como verbo, un sentido incoativo, tal como lo tienen las formas verbales que indican un acción que solo se inicia; los gramáticos dicen que esos verbos peculiares indican el pasaje de nada a algo. Este tipo de encuentros que describe Baptiste Morizot se declina entonces en el régimen del esbozo: el rastreo tiene siempre que ver con el tiempo antes de un encuentro, un tiempo que en principio no va a parar de recomenzar (puesto que el tiempo de antes es el tiempo mismo del encuentro) y que no se dirige sino a lo que se oculta (el algo de los gramáticos puede convertirse de nuevo en nada).


Lo que hace perceptible la práctica del rastreo es también que seguir es caminar con. Caminar se convierte en un acto de mediación. Ni al lado, ni al mismo tiempo: sobre los pasos de otro que sigue su propio camino y cuyas huellas son además signos que cartografían sus deseos, incluido el deseo de escapar del rastreador si ha captado su presencia. «Caminar con», sin simultaneidad ni reciprocidad, destaca experiencias en las que uno se deja instruir por otro ser: dejarse guiar, aprender a sentir y pensar como otro (que, por su parte, como el lobo que se siente seguido, quizás está intentando pensar como quien sigue sus huellas, ya descubriremos su historia), desprenderse de su propia lógica para aprender otra, dejarse atravesar por deseos que no son los nuestros. Y, sobre todo, imaginar y pensar a partir de los signos dejados por el animal, allí donde lo conducen sus intenciones y sus hábitos, para no perderle la huella. Sobre todo, no perderla. Lo que nos enseña el arte del rastreo es a no perder aquello que no se posee.


Podemos entonces «encontrarnos» en el sentido de empezar a conocer, sin forzosamente estar al mismo tiempo en el mismo lugar: conocer algo nuevo. «Caminar con» en diferido y a distancia para dejarse instruir mejor. Llamar a la imaginación para seguir conectado con una realidad frágil. Aquello que la filósofa norteamericana Donna Haraway definió magníficamente como «intimidad sin proximidad».


Encontrar un animal por medio de signos implica entonces emplear un inventario de hábitos que trazan progresivamente una manera de vivir, una manera de ser, una manera de pensar, de desear, de ser afectado.

 

La forma de indagar que propone Baptiste Morizotseñala para empezar una mutación profunda en nuestras relaciones con los otros no humanos. Cada vez somos más quienes queremos vivir de otra manera con los animales, quienes soñamos con reanudar vínculos antiguos, retomar la conversación, por así decirlo. Pero ¿cómo? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué deberíamos aprender? ¿Cómo habitar con otros seres que nos son en su mayoría completamente extraños? Baptiste Morizot subrayaba al respecto, con cierta ironía, que desde la década de 1960 «buscamos vida inteligente en el universo, cuando existe bajo formas prodigiosas en la Tierra, entre nosotros, bajo nuestros ojos, pero en su discreta mudez». Lanzamos sondas y mensajes por todo el universo, y paseamos por el bosque haciendo tanto ruido como una manada de babuinos de juerga, lo cual no hace sino confirmar esa convicción extraña de que estamos solos en el mundo. Es tiempo de volver a la tierra.

 

Allí entra esta indagación. Como indagación geopolítica, se esfuerza en dar con medios para responder a la pregunta por cómo habitar juntos con los otros no humanos, ya no como un sueño bastante abstracto de regreso a la naturaleza, sino concretamente, prácticamente. Por cierto, que el rastreo reanuda las prácticas más antiguas de los cazadores; Baptiste Morizot no lo olvida, ni omite la etología que se inspiró en ellas y que nutre hoy su proyecto. Son artes de la atención. Ahora bien, a diferencia de aquellas, no se trata de conocer para apropiarse y, a diferencia de esta última, no se trata ya solamente de conocer por conocer, sino de «conocer para cohabitar en territorios compartidos. Lo que se trata de reactivar con el rastreo es la posibilidad de tejer lazos sociales con los otros no humanos.

 

«No cambiamos de metafísica más que cambiando de prácticas»


Rastrear, entonces, es el arte de ver lo invisible para disponer el cuadro de una auténtica geopolítica. Como decíamos, no hay anda sobrenatural en esos invisibles, incluso si cada descubrimiento tiene cierta magia, aquella del rastreo “que levanta los signos”. Pero tampoco hay nada de natural: justamente, no puede haber una  geopolítica seria que haga referencia a la Naturaleza. Porque el término “Naturaleza”, incluso cuando lo usamos en circunstancias tan anodinas como aquellas que nos hacen decir que “vamos a caminar por la naturaleza”, no tiene nada de inocente. Es, escribe Baptiste Morizot refiriéndose a Philippe Descola, “el índice de una civilización -agregará: poco amable- dedicada a explotar los territorios de manera masiva como si fueran materia inerte”. Y aunque decidiéramos romper con esa dimensión de la herencia para, por ejemplo, sostener nuestra voluntad de proteger la naturaleza, no escaparíamos a lo que ese término sigue cargando, a saber, la idea de que hay ante nosotros o alrededor de nosotros una naturaleza pasiva, en síntesis, el objeto de una acción, o bien un lugar de recreación o de regreso espiritual a las fuentes.


El proyecto de Morizot nos exige, pues, deshacer una metafísica que ha demostrado largamente sus daños y que no podemos esperar que se acomode a mejores intenciones. Lo primero que habría que rever es esta vieja idea de que nosotros los humanos seríamos los únicos animales políticos (ya debería inquietarnos el hecho de que cuando nos declaramos animales en general es para valernos de una cualidad que ratifica nuestro excepcionalismo). Es que los lobos lo son del mismo modo, ya que conocen el uso de reglas, los límites territoriales, formas de organizarse en el espacio, códigos de conducta y de prioridad. Y lo mismo ocurre con cantidad de animales sociales. Morizot, recupera para extenderla a otros vivientes -por ejemplo, los gusanos de la compostera, cuyos hábitos pueden asociarse a los nuestros-, la idea de que aquello que debemos reaprender son los lazos francamente sociales con ellos. El rastreo, como práctica geopolítica, se convierte entonces en el arte de hacer preguntas cotidianas, preguntas cuyas respuestas compondrán hábitos, de preparar alianzas o anticipar conflictos posibles, para intentar encontrarles una solución más civilizada, más diplomática: “¿Quién habita aquí? ¿cómo vive? ¿Cómo hace un territorio en este mundo? ¿En qué puntos su acción impacta mi vida, y viceversa? ¿Cuáles son nuestros puntos de fricción, nuestras alianzas posibles y las reglas de cohabitación a inventar para vivir en concordia?”

 

«Un desvío posible para volver a casa»


Acabo de evocar, siguiendo a Baptiste Morizot, la compostera y sus gusanos como sitio de intercambios sociales. Un sitio que exige al mismo tiempo un conocimiento fino de los hábitos, cierta atención, ciertas alianzas y ciertos compromisos. El ejemplo importa porque nos señala que convertirse en “rastreador”, “convertirse en diplomático” con los animales supone de hecho una transformación de las maneras de pensar, de leer signos y de establecer un acuerdo (en el doble sentido de reconocerlo y de convenirlo) de hábitos e intencionalidades. Rastrear puede tener que ver con lo lejano o con los bosques, pero no lo requiere.


Es que el rastreo, dice Morizot, es ante todo “un arte de volver a casa”. O, mejor, que es lo que quiere decir, es un arte para encontrarse en casa, pero una casa que no es la misma que antes, así como quien se encuentra finalmente allí se volvió también diferente.


Rastrear es aprender a  hallar un mundo habitable y más hospitalario en el que sentirse “en casa” ya no nos convierte en pequeños propietarios avaros y celosos (amos y poseedores de la naturaleza, como parecía tan evidente), sino en cohabitantes que se maravillan con la cualidad de la vida en presencia de otros seres.


Rastrear es enriquecer los hábitos. Es del orden del devenir, de la metamorfosis de sí: “activar los poderes de otro cuerpo”, según escribe el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, es encontrar en sí la curiosidad saltarina del cuervo, la manera de estar vivo del gusano -acaso incluso, como él, sentir la respiración por la piel-, la paciencia deseante del oso, o la abastecedora de la pantera, o también aquella otra bien distinta de los lobos padres ante un lobezno turbulento. Acceder, como dice Baptiste Morizot, “a los ofrecimientos propios de otro cuerpo”.


Pero, agrega, “todo ello es bien difícil de formular, hay que darle vueltas”.


En el muy bello libro en el que narra su larga amistad con una perra, Mélodie, el escritor de origen japonés Akira Mizubayashi evoca las dificultades de su lengua de adopción para describir la relación que lo une a su acompañante animal. Escribe: “La lengua francesa, que he abrazado y hecho mía a lo largo de un extenso aprendizaje, viene del tiempo de Descartes. Lleva consigo, en cierto sentido, la huella de ese corte fundamental a partir del cual se hace posibles colocar los vivientes no humanos en la categoría de máquinas a explotar. Es triste constatar que a partir de Descartes la lengua me nubla un poco [i]la visión cuando contemplo el mundo animal, tan proliferante, tan generoso, tan benevolente de Montaigne”.


Hemos heredado, pues, una lengua que en ciertos aspectos acentúa la tendencia a volver desanimado el mundo que nos rodea, lo cual atestigua el simple hecho de que, para no citar sino el ejemplo que destacaba Bruno Latour, dispongamos solo de las categorías de pasividad y actividad.


Narrar el rastreo, como lo hace Morizot, narrar los efectos de ese “volver a casa”, le exigió aprender a deshacerse de algunas palabras, a jugarle astucias a la sintaxis para dar cuenta de presencias o, con más precisión, de efectos de presencia, para evocar los afectos que atraviesan el cuerpo, la alegría, el deseo, la sorpresa, la incertidumbre, la paciencia, a veces el miedo, para tocar con la escritura de la indagación aquello que desborda esa escritura, como él mismo fue tocado en su transcurso. Le hizo falta retorcer la lengua de la filosofía, perder su familiaridad, forzar poéticamente la gramática, forjar términos en ocasiones, o desviar la significación (lo que en otra parte él mismo llamó salvajización semántica)[ii], porque ninguno de los heredados alcanzaba para nombrar el acontecimiento del encuentro o la gracia de su espera. Crear, en otras palabras, una poética del habitar, una poética experimental y al aire libre, de cuerpos plurales.


Más allá de todo lo que este libro nos enseña sobre lo que pueden los animales y lo que pueden los humanos que van a su encuentro, más allá de las propuestas políticas concretas e innovadoras para otro modo de habitar la tierra con otros, Morizot nos propone explorar no sólo los confines tan cercanos de nuestro mundo, sino también los límites mismos de nuestra lengua. Para nombrar el acontecimiento de la vida.


¿Dónde van a ir mañana? En realidad, desde las primeras palabras ya estarán en camino.

 


Fuente:

Morizot, Baptiste (2020) “Prefacio” en Tras el rastro animal. Editorial Isla Desierta. Buenos Aires.


[i]  Akira Mizubayashi (2013) Mélodie: Chronique d’une passion. París, Gallimard.

[ii] Baptiste Morizot (2016) Les Diplomates: Cohabiter avec les loups sur une autre carte du vivant. Marseille, Wildproject. P.149.



Patricia Traub - "Guardián con doce animales" - Óleo sobre tela - 121.9 × 188 cm
Patricia Traub - "Guardián con doce animales" - Óleo sobre tela - 121.9 × 188 cm

Comments


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page