Darse al estar ahí / Marcelo Percia
- Revista Adynata
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1.
El enunciado estar ahí no alude a un lugar sino a una disponibilidad.
Darse al estar ahí expresa la redundancia del don: dar dándose al estar.
2.
No todas las lenguas distinguen el verbo ser del verbo estar.
Lecturas del psicoanálisis en castellano podrían beneficiarse de ello.
Imaginar clínicas que, por momentos, puedan despertenecerse del yo soy para darse al estar.
Despertenecerse, desasirse, desaferrarse de la idea de ser, para estar ahí como intemperie a la espera de otra intemperie.
Cuando angustias, confusiones, aturdimientos, no dan tregua, no se puede estar o se está sin estar en una soledad tapiada.
Sabemos vidas embrolladas, enmarañadas, revueltas: se trata de estar ahí sin saber qué hacer con el enredo. Dando una presencia anonadada que sigue el curso de una palabra o el rastro espumoso de un silencio.
Estar ahí en estado de afectación y en estado de escucha. Afectación no como empatía, sino como dolencia desorientada. Escucha no como jactancia de una función, sino como agitación y pudor ante las confidencias de las palabras.
Cada cual necesita saber el enredo en el que vive: enredo como trama que atrapa y cautiva.
3.
La frase verbal estar ahí no designa, en este caso, cercanía en un espacio, sino vicisitud de la aflicción, de la avidez, de la confianza, del deseo, de la presencia.
Los infinitivos escuchar, pensar, cuidar, componen formas de estar ahí: estar escuchando, estar pensando, estar cuidando.
Alguna vez se aprovechó la paronimia entre estar ahí y estar ¡ay! para pensar el albur de la presencia en las aulas. La presencia no expresada como adverbio de lugar, sino como inmersión en la interjección del dolor. La interjección también del temor, de la tristeza, del placer.
Lo mismo en la clínica: no alude sólo de un espacio, sino -también y sobre todo-de un entrevero de afectaciones. Un estado doliente. No inteligente. Ni impasible ni anestesiado por conocimientos protocolizados.
Un estado de recepción embargada, atenta, conmovida. Un estado, a la vez, prevenido de seducciones, fascinaciones, exhibiciones. Y regodeos más o menos secretos.
4.
El estar ahí acontece o no. No se sabe de antemano. Más que de una conducta depende de un deseo.
Tal vez casi todo resida en dar lugar a esta vacilación: si en este momento se me concediera el don de elegir en dónde y con quiénes estar, ¿elegiría estar aquí?

5.
¿Estás ahí?
La pregunta que se hace cuando alguien calla por teléfono.
La pregunta que gira la cabeza hacia atrás en el diván del psicoanálisis.
La pregunta entre amantes que presienten la ausencia.
La pregunta que sabe que la presencia no está dada por el sólo hecho de estar presentes.
La pregunta que pide, que inquiere, que sondea, el misterio de la presencia.
6.
¿Estás ahí? ¡Si estás ahí, danos una señal!
La pregunta que se hace en las sesiones de espiritismo. La señal sutil de un alma que llega como susurro que estremece, como soplo que apaga una vela, como chirrido de una puerta, como súbito roce en la piel.
Cuenta Tarkovski que en una sesión de espiritismo convocó a Borís Pasternak, el escritor ruso perseguido por el estalinismo que tanto admiraba, para preguntarle si llegaría a hacer cine en tiempos de censuras y burocracias miserables.
Desde el más allá, la voz de Pasternak, muerto pocos años antes, llegó con la respuesta: Sí, harás siete películas. ¿Sólo siete?, inquirió descorazonado Tarkovski. ¡Sí, sólo siete! -reafirmó el autor que había tenido que rechazar el premio Nobel de literatura- ¡Sólo siete, pero buenas!
Andréi Tarkovski muere en 1986, veintiséis años después que Pasternak. Ese presagio lo acompañó como certidumbre en su vida.
Filmó sólo siete películas que dejaron una marca en la historia del cine.
7.
Por momentos, en sesiones clínicas, analistas -o como quieran que se llamen las sensibilidades escuchantes- ofician como médiums que establecen contacto entre voces escuchadas, voces olvidadas o no sabidas. Entre palabras excavadoras y palabras que levitan. Entre palabras y fantasmas. Entre palabras y silencios.
El espíritu de las palabras no reside en la significación: sobreviene como aleteo de un pájaro improbable en la conversación.
8.
Tal vez lo piense mejor Lacan (1953) cuando dice que, en un psicoanálisis, el lugar de médium concierne a la palabra que abre cursos más allá de ella misma.
9.
¿Se está ahí en el instante de la muerte? ¿Se está ahí como viviente que se va? ¿O sólo se está ahí como compañía o perplejidad ante quien deja de existir?
Si en este momento se me concediera el don de elegir dónde, cómo, cuándo y en qué compañía morir, ¿qué elegiría?, ¿morir de la mano de la vida?, ¿estar lo menos posible?, ¿que la muerte llegue sin que la sepa?
¿Hay un con quienes morir? ¿O la muerte se presenta sin con quiénes? ¿Supieron que iban a morir conducidos a las cámaras de gas? ¿Sospechaban que los iban a arrojar al mar cuando subían a los aviones militares? ¿Pensaban por quienes morir quienes tomaban pastillas de cianuro antes de la detención? ¿Huyen de la muerte yendo hacia la muerte quienes migran sin tener a dónde ir?
10.
Hay preguntas que no están hechas para que se las responda, sino para estar ahí: en estado de temblor, de vacilación, de demora. Incluso de estupor.
11.
Se conocen lugares inverosímiles para estar: estar en las nubes de Úbeda, estar en la luna de Valencia, estar en Babia, estar en Narnia. También otras como estar en un termo o estar en el horno.
Formas de decir estados de distracción, extravío, desconexión, ajenidad, aislamiento, despiste, fantasía, suspensión, ausencia. O, también, para decir situaciones complicadas, sin salida.
Hay diferentes modos de ausentarse. Una evasión puede servir para evitar un daño o aplazarlo. A veces, conviene darse a la fuga.
12.
Leónidas Lamborghini (2009) se detiene, una y otra vez, en un pasaje de la Divina Comedia que dice que quienes están en el limbo “viven en el deseo sin esperanza”.
Dante (1321) imagina el destino de las almas después de la muerte. Compone, según la imaginación europea medieval, el teatro del inframundo. Describe los paisajes fantasmales del infierno, del purgatorio, del paraíso. Cuenta cómo están en el infierno las existencias sentenciadas a sufrimientos sin fin, en el purgatorio las criaturas arrepentidas que tienen esperanzas, en el paraíso las almas puras e inocentes arropadas para siempre en la gracia de dios.
En el primer círculo del infierno, sin embargo, Dante localiza un lugar para quienes no tienen lugar: el limbo.
Morada de acogida para bondades excluidas del paraíso: infancias que murieron sin bautismo y espíritus paganos anteriores a los tiempos cristianos. En ese interregno habitan poetas como Homero y Ovidio, filósofos como Sócrates, héroes como Aquiles, sabios como Averroes.
Lamborghini piensa que el peor lugar del infierno reside en el limbo: estar ahí sin condena ni ilusión, sin penurias ni promesas, sin la desgracia de la culpa ni la gracia del edén. Estar en una suspensión sin desenlace. En una extensión sin arrugas. En un margen sin tragedia ni felicidad. En una estadía sin contratiempos ni conflictividad. En una flotación sin superficie ni gravedad. En una frontera frente a ninguna parte.
Para Lamborghini el limbo resulta desesperante. Dice que las almas condenadas ya están condenadas, que las arrepentidas todavía tienen esperanzas, que las del paraíso están salvadas; pero las del limbo: la nada.
Su razonamiento recuerda lo que escribe Faulkner (1939) casi al final de Las palmeras salvajes: “Entre la pena y la nada, elijo la pena”.
13.
Hay preguntas que están en el mundo para saber la vida.
Para saberla, así, sin respuestas.
Si se me concediera en este instante decidir dónde y con quiénes estar, ¿elegiría estar aquí? ¿Elegiría estar en este abrazo, en esta caricia, en esta mirada, en esta compañía, en esta fiesta, en esta risa, en esta despedida, en esta soledad, en este silencio?
Hay preguntas que no se hacen para tener que elegir entre opciones, sino para interrogar cómo estamos viviendo: ¿estamos en dónde queremos estar?, ¿estamos sin estar?, ¿estamos estando ahí?, ¿estamos en el dolor o en el infortunio?
¿Sabemos estar ahí sabiendo lo irreparable y, a la vez, el parpadeo de lo pasajero?
14.
Imaginemos a Nietzsche en Génova en enero de 1882. Expresa un deseo para el nuevo año. Un anhelo querido y sentido. Una decisión que acompañe sus días.
Evoquemos el libro cuarto de La ciencia jovial (Die fröhliche Wissenschaft) que comienza con un pasaje que lleva el número 276. Escribe: “Quiero aprender, cada vez más, a ver la belleza de las cosas. Me gustaría embellecer lo bello. No detenerme ni regocijarme en la fealdad de esas mismas cosas. El amor fati, ese será mi lema a partir de ahora”.
No importan sus palabras exactas. Conmueve su deseo. Saber las desdichas. Admitir fatalidades involuntarias. No negarlas. Tampoco detenerse en quejas y lamentos que empalagan.
Afirmar bellezas. Embellecer lo bello. No caer en la devoción al dolor ni añadir más sufrimiento a la aflicción.
Elegir estar ahí: soplando suavidades hacia no importa dónde.
15.
El primer verso de Endymion de John Keats (1821), quien vivió apenas veinticinco años, dice la magia de un momento perdurable: “Una cosa hermosa es una alegría para siempre”. (“A thing of beauty is a joy for ever”).
Un para siempre que detiene lo fugaz, que declara la permanencia de lo que huye o declina, que atesora el instante.
16.
Cuando se está ahí, en una común afectación, se celebra -lo sepamos o no- un para siempre.
Un para siempre no adverbial. Un para siempre como íntima fecundidad de lo común.
17.
La idea de eterno retorno lleva hasta el extremo la pregunta por el deseo de estar ahí.
En el apartado 341 de La ciencia jovial (que convendría traducirse como La ciencia feliz), se presenta la eternidad como interrogación descarnada del vivir.
Se lee: “¿Qué pasaría si un día o una noche se introdujera furtivamente un demonio en tu más solitaria soledad para decirte: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, deberás vivirla no sólo una, sino innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella? ¿Una vida en la que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido, todo lo que hay en ella de inefablemente pequeño y de grande, habrá de volver a ti? ¿Todo en el mismo orden e idéntica sucesión, aun esa araña, y ese claro de luna entre los árboles, y ese instante y yo mismo? Y al eterno reloj de arena de la existencia se lo dará vuelta una y otra vez y tú con él, ¡minúsculo grano de polvo en el polvo!’. ¿No te tirarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablara? O acaso vivirías un formidable instante en el que serías capaz de responder: ‘Tú eres un dios; nunca había oído cosas más divinas’. Si te dominara este pensamiento, te transformaría, convirtiéndote en otro diferente al que eres, hasta quizás torturarte. La pregunta decisiva en relación con todo y con cada cosa será esta: ‘¿Quieres que se repita tu vida una e innumerables veces más?’ ¡Esta decisión pesaría sobre tu obrar como la carga más pesada! Pero también, ¿qué feliz tendrías que ser contigo mismo y con la vida, para no desear nada más que esta confirmación definitiva y eterna?”.
Nietzsche tiene menos de cuarenta años cuando escribe este fragmento. Poco antes había dejado su cargo como profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea. Está enfermo. Busca sanarse en un lugar menos hostil, con el aire de Génova, con la alimentación, con largas caminatas. Concibe así lo que llamó el “pensamiento de los pensamientos” bajo la forma de una pregunta a hacerse, cada vez, ante todo lo que se propusiera realizar: ¿Elegirías este momento que estás viviendo, tal como está ocurriendo ahora, vivirlo así infinitas veces?
18.
La escena del eterno retorno ¿nos hace responsables de la vida que tenemos? ¿Cada instante vivido solicita una decisión? Instante no como mínima unidad de tiempo. Instante como fatalidad y como gracia.
Nietzsche sabe instantes funestos y enlutados. Y sabe instantes dichosos. Se propone cuidar de estos últimos. Agasajarlos.
19.
La idea de eterno retorno confronta y desafía al deseo con la eternidad: cada dolor y cada placer ¿tendrían que vivirse como si pudieran repetirse por siempre?
20.
Los dioses griegos condenaban a los héroes que se rebelaban con suplicios eternos.
Prometeo, Sísifo, Tántalo, Atlas, ¿desafiaron a los amos de los cielos a sabiendas de que recibirían castigos que no tendrían fin? ¿Aun así confirmarían sus acciones insumisas?
21.
Una decisión se vuelve decisión, ¿si la confrontamos con la eternidad?
Inmensa e inabarcable esa extensión inconmensurable. Demasiado tiempo ese tiempo sin horizontes. Una existencia carente de lo fugitivo, lo fugaz, lo pasajero, martiriza.
En la historia de los amores trágicos, uno de los que más conmueve lo protagonizan Paolo y Francesca, amantes retratados por Dante en la Divina Comedia. Castigados por adulterio, desenfreno, exceso de placer, amor indeclinable, a vagar sin rumbo por el infierno, azotados por una tormenta eterna.
Se conocen pinturas en las que sus figuras flotan en un abrazo, aproximando sus labios sin poder besarse o permaneciendo en un beso sin fin.
Dante representa el infierno como fatiga de los sentidos, como hastío de la sensualidad, como ahogo en la felicidad.
22.
¿Hace falta la prueba de la eternidad para decidir la vida?
Tal vez se trata de decidir, en cada momento, estar ahí presentes en estado de disponibilidad y recepción.
¿Decidir cómo estar en la vida y también decidir cómo estar en la muerte cuando sobrevenga?
¿El suicidio compone un modo de decidir la muerte o un modo de huir de una existencia insoportable?
23.
La idea de eterno retorno solicita que afirmemos la vida que estamos viviendo. Que decidamos, una y otra vez, los días y noches que habitamos. Esa afirmación o decisión componen la pesada carga. El peso bajo el que tiemblan las criaturas que hablan.
¿Hay anestesia, olvido, ausencia, que puedan aliviar esa carga o eximir de esa responsabilidad?
24.
¿Alguien sabe estar en el morir?
No se sabe la muerte. Se conoce la mortalidad, pero la muerte no se sabe. Acaso se la imagina. Todas las religiones lo hacen. O se la cuenta a las infancias como un estar en el cielo, o en una estrella, o en los recuerdos.
La vida tampoco se sabe, se la vive haciéndose.
Cada día.
25.
Hay muertes que se sienten como ráfagas de desamparo.
26.
After life (Después de la vida), una película del director japonés Hirokazu Kore-eda (1999), trata sobre la muerte como estadía eterna en un momento único.
Quienes acaban de morir se encuentran en una silenciosa sala de espera. De a poco comprenden que estarán allí durante tres días hasta elegir un momento. En eso consiste la muerte. Habitar para siempre un recuerdo. Fundirse en una callada escenografía cósmica.
Ángeles reciben y acompañan, a quienes acaban de llegar, hasta íntimas habitaciones en las que realizan la tarea de recordar.
Un hotel austero, un hospital sin enfermedad, una estación de trenes sin partidas.
Un mientras tanto la eternidad.
Con ayuda de entrevistas personales y viendo películas que registran -hasta el tedio- todos los momentos vividos, cada cual repasa su vida.
Evocaciones revuelven regocijos y desdichas. Visitan soledades y abrazos. Recorren, una a una, las ocasiones perdidas. Las citas malogradas. Los rechazos y los arrepentimientos.
Recuerdos despiertan y combustionan.
Pero, ¿cómo elegir un momento entre innumerables momentos? ¿Cómo bucear en el pasado emergiendo con una escena definitiva? ¿Cómo palpar en la piel de la memoria una plenitud única?
Ángeles asisten a quienes, así, están en la muerte. Tienen que seleccionar un episodio de sus largas o breves vidas.
Una muerte elige retratarse para siempre bailando con un hermoso vestido que tal vez alguna vez tuvo; otra, opta por una lluvia de flores de cerezo; otra, por el viento golpeando su cara durante un viaje en aeroplano; otra, por el momento de una declaración amorosa en el banco de una plaza; otra, por un reflejo de luces cálidas. Otra, no puede optar por nada.
En un estudio de filmación, un equipo de ángeles junto con cada protagonista realiza, con cada momento único, películas cortas. Con escenografías de cartón, planos en detalle, efectos especiales, actuaciones, luces, producen y componen lo vivido.
Por último, en una sala de cine, asisten a la proyección de esos momentos. Durante ese trance, cada cual entra en el instante elegido, desapareciendo para siempre.
Recién entonces se advierte que quienes siguen allí quedan en suspenso, como ángeles, hasta poder partir en una escena eterna.

27.
La vida transcurre entre decisiones e indecisiones.
Darse al estar ahí equivale a darse a la decisión de estar en donde se está.
Muchas veces no se decide estar en donde se está. Se está por estar: por inercia, azar o desidia.
A veces, por fatalidad: nos toca estar sin que podamos conocer los porqués que escapan a nuestras voluntades.
Entonces, también se trata de decidir cómo estar en dónde no decidimos estar.
28.
Estar ahí estar en la velocidad y en la lentitud. Sentir el vértigo de lo que se escabulle en todo presente. Estar ahí cuando fallan apoyos y sostenes. Estar ahí cuando lo que sostiene no sostiene. Estar ahí cuando todo se hunde en una ciénaga y cada cual intenta su rescate como el barón Munchausen tirando de su propia trenza hacia arriba.
Estar ahí sosteniendo lo que sostiene.
Estar ahí en el momento en el que “el suelo se ha caído de mis manos”, como supo decir Jacobo Fijman (1926).
Estar ahí en el derrumbe y en el naufragio. Estar ahí en la imposibilidad y en las paradojas del sostén. Sabiendo que no se necesita que nos sostengan, sino que nos ayuden a sostener el suelo sobre el que nos apoyamos.
Sostener lo que sostiene cuando dos manos solas no alcanzan.
29.
Mientras se está viviendo no se sabe lo que se está viviendo. Sin embargo, en momentos de peligro, se necesita actuar a pesar de ese no saber. Decidir de qué lado estar: con quienes sí y con quienes nunca.
Estoy con vos: con sólo tres palabras una vida no se siente tan sola.
30.
Darse al estar ahí trae consigo, también, habitar lo irremediable.
31.
Aquí, ahora, contigo como antes, allá y entonces con quien he perdido, ¿un relato pretérito de la transferencia freudiana?, ¿de la rememoración amorosa?, ¿de la nostalgia?, ¿del pasado gravitando sobre el presente?
De la transferencia se han dicho muchas cosas, pero casi todas coinciden en que concierne al amor. Acaso el amor a la clínica. Una ceremonia de afectaciones. La inclinación a cuidar pensando.
32.
El deseo de estar ahí compone una condición de la transferencia en el pensamiento de Jean Oury.
La transferencia como confluencia entre deseos que desean estar ahí.
Cuestión que retoma la misma pregunta que nos hicimos para la vida: Si en este momento se me presentara la oportunidad de elegir si estar aquí o en otro lugar ¿decidiría estar aquí?
Oury concibe un estar ahí que da lugar a que algo pase. Una disponibilidad que crea un espacio del decir. Una inclinación para que la palabra descanse, se reponga, se nutra, hasta que llegue su momento.
Dice en el seminario La decisión dictado en Sainte-Anne entre 1985 y 1986: “No se trata de ser. Ya no se trata de hablar. Lo decisorio sólo puede realizarse (…) como una suerte de presencia en el sentido preciso del término. Hace mucho tiempo señalé esta presencia que posibilita que algo se manifieste. No estar ahí para razonar, sino para crear un espacio de cuidados, como dice Winnicott o mejor Masud Kahn. Una suerte de terreno transitorio, un estado en barbecho donde pueda pasar algo…”.
Estar ahí y no en cualquier otro lado. Decisión que implica, según Oury, un compromiso: una ética de la transferencia.
Dice: “Lo que me interesa es la expresión responsabilidad por el otro. La responsabilidad por el otro es una de las raíces esenciales de lo que se llama ética, no moral, sino ética”.
Piensa el deseo de estar ahí como deseo que no espera nada, ni se complace. Concibe un estar ahí como arrojo vaciado de manías personales.
Dice: “Creo que con prudencia yo decía cierto deseo, pero no cualquier deseo. Claro, no hay que confundir al deseo con la demanda o el placer…”.
Tratándose del amor, de cualquier amor, conviene no olvidar que al deseo suelen crecerle raíces o extensiones parásitas que estrangulan otras vidas para alimentarse.
33.
Masud Khan (1989) percibe una forma íntima del darse al estar: la llama estar en barbecho.
Recuerda que la palabra fallow (que se traduce como barbecho) alude a la “tierra bien arada y rastrillada, pero no sembrada durante uno o varios años”. Un tiempo en que la tierra descansa, se recupera, respira.
Aclara que se refiere a una disposición del vivir que no implica inercia, indolencia, pereza, ociosidad, resistencia.
Piensa el estar en barbecho como estado transitorio, como inquietud despierta, como descanso receptivo, como liviandad sin tensiones, como retiro provisorio, como puesta a salvo de la finalidad, como silenciosa espera.
Advierte que corremos el riesgo de perder el derecho a ese modo de estar. Y que no se cuenta con ese tiempo en comunidades de miedo y hambre.
Masud Kahn agradece a Winnicott la posibilidad de alojar, en una situación analítica, la capacidad de estar así: en un calmo silencio, sin sentir necesitad de llenar la sesión o cumplir con la asociación libre.
34.
Tal vez un encuentro clínico necesite de una ejercitación, práctica o demora que dé lugar a la misma pregunta cada vez: ¿elijo estar en proximidad de una vida que transcurre viviéndose sin saberse del todo?
Ejercicio, práctica o demora de la pregunta que más importa.
35.
Wenders (con colaboración, en el guión, de Peter Handke) filma Bajo el cielo de Berlín (Der Himmel über Berlin), estrenada en 1987, también conocida en habla castellana como Las alas del deseo.
La historia de dos ángeles que fantasmean en Berlín tras la guerra, sólo visibles para infancias y otras criaturas de buen corazón. Figuras incorpóreas que sienten dolores y sufrimientos del mundo. Uno de ellos, enamorado de una joven trapecista, decide abandonar la eternidad por segundos de una caricia.
En una escena de la película el ángel escucha, en el subterráneo de Berlín, pensamientos de quienes están viajando en el vagón.
En medio del ajetreo, la cámara pasa de figura en figura. Primeros planos de rostros desgarrados, de manos que se retuercen nerviosas, de cuerpos adormecidos.
Accedemos a lo que cada personaje está pensando ahí, en esos instantes fugaces: “Quizás no tiene dinero para consultar a otro médico. Quizás la ayudaría. Hace cuatro años que no la veo y lleva dos enferma”. “¿Cuándo rezaremos, por fin, con nuestras palabras? No alcanzaremos la vida eterna, si no tenemos fe”. “Luego vienen las jovencitas, les llenan la cabeza de pájaros…”. “¿Por qué vivo? ¿Por qué vivo?”. “¿Cómo lo voy a pagar con una pensión tan insignificante?”. “Estás perdido, y todo esto todavía puede durar mucho. Tus padres te rechazan, tu mujer te ha traicionado. Tu mejor amigo está en otra ciudad. Tus hijos sólo se acuerdan de tu defecto del habla. Cada vez que me miro en el espejo me golpearía”.
Wenders amplifica la audición de pensamientos sin recepción. Nos sumerge en el fluir callado y vertiginoso de soledades ensimismadas que, en ese momento, están ahí.
36.
El Grupo Escombros -en agosto del 2002, en el bosque de la ciudad de La Plata- realiza una acción de arte público efímero llamada El bosque de los sueños pedidos.
Una propuesta, en tiempos aciagos, que convoca a habitantes de la ciudad que quisieran participar.
Cuelgan círculos y rectángulos de cartón pintados de blanco en los árboles para que la gente escriba los sueños que perdieron o les robaron.
La convocatoria decía: “… la lista de lo perdido es tan enorme y dolorosa, tan personal y a la vez tan común… tan inconmensurable que convocamos a contar lo perdido… Convocamos a quienes lo deseen sin excepción a encontrarnos para decirnos, sin miedo y sin vergüenza, cuál es el sueño que perdimos o que nos robaron”.
Una presencia anotó: Por un país que nos deje soñar. Otra, El futuro debe estar aquí y no en Europa. Otra, A mi sueño se lo devoró un lobo. Otra, Antes soñaba, ahora tomo pastillas. Otra, Soñé que desarmaba el mundo y que después no lo podía volver a armar.
37.
Se realiza en la Facultad de Psicología de la UBA la intervención “La a(u)las del deseo”.
Se ambienta el salón de clase como un bosque nocturno en el que afiches de dos metros de largo por uno de ancho cuelgan con grandes siluetas de árboles dibujados.
Se propone tratar de responder a una pregunta: “Si pudiera elegir ¿en dónde decidiría estar en este momento?”, cada cual puede escribir o dibujar algo en el interior del árbol o colgar una hoja de una de sus ramas.
Pero antes de esas anotaciones, se propician diferentes conversaciones entre quienes, de pronto, se encuentran deambulando por el espacio sin saber todavía qué escribir. Conversaciones entre dos o entre tres, en provisoria intimidad y confianza, como oportunidad de pensar en borrador. Maceración de ideas arrulladas por cercanías accidentales igualmente desconcertadas. “¡Qué loca la pregunta!, ¿no?”. Conversaciones mínimas que se interrumpen para recomenzarlas, una y otra vez, con otras presencias -igualmente- perdidas.
Mientras tanto se proyecta, en forma continua, la escena del vagón de la película de Wenders.
38.
Una inquietud escribió: Me gustaría estar en una isla del Caribe tomando un trago. Otra, Estaría contándole un cuento a mi hija para que se duerma. Otra, Elegiría estar estudiando para el parcial en lugar de estar acá perdiendo el tiempo. Otra, Con mis amigas comiendo pizza. Otra, Estaría aquí preguntándome con quiénes quiero la vida. Otra, Meditando en un convento en el Himalaya. Otra, Imaginando en una asamblea cómo cambiar el mundo. Otra, Explicándole a mi familia por qué estudio psicología. Otra, Estaría aquí compartiendo el sueño de estar aquí. Otra, Haciendo la lista de los lugares en los que no quiero estar. Otra, Sinceramente estaría durmiendo. Otra, Visitando a mi abuela que me cocina cuando voy. Otra, Sembrando bosques para que los sueños no se queden sin árboles.
39.
Tal vez, en muchos sentidos, el árbol de los deseos tenga que pensarse como un árbol con hojas en blanco.
40.
A veces se está ahí: ante lo inevitable, lo inapelable, lo que no se puede volver atrás.
“El arquero miraba cómo la pelota rodaba por encima de la línea...”.
Con este epígrafe comienza la novela Peter Handke (1970) La angustia del arquero ante el tiro penal.
Estar ahí en el momento preciso, viendo lo irreparable y consumado. Sintiendo felicidad o consternación ante el desastre. Dudando si lo que vemos está ocurriendo. Buscando confirmación a los costados.
Dicen que hay algo accidental y fortuito en un tiro penal. Cada cual está ahí con sus cábalas, conjuros, plegarias. Confiando en cálculos caprichosos, intuiciones, destrezas.
Se está ahí como se puede.
41.
Darse al estar ahí nos sitúa ¿en un ahora tironeado, inseguro, atormentado por lo que Heidegger llama un ahora todavía no y un ahora ya no? ¿Un ahora que siente temblar el piso que nos sostiene? ¿O un ahora como provisoria fuga o calmo fluir sin tiempo?
¿Cómo darse al estar sin la ansiedad del todavía no ni la pesadumbre del ya no?
Un ahora que respire hondo el presente, que se llene del aire del momento. Un ahora que suspire.
Un ahora que se esconda de pensamientos que lo asedian. Un ahora que juegue a que el tiempo lo encuentre. Un ahora sin apremios.
Un ahora como presente que se desenvuelve con lentitud, delicadeza, curiosidad.
42.
Estar ahí, pero no de cualquier manera. Sabemos que se puede estar ahí aferrados a una cuerda que ahoga.
Cuesta estar en tanto dolor. Estar en las guardias de los hospitales, en las salas de los barrios, en los centros comunitarios, en los manicomios que todavía no terminan.
Se necesita inventar modos de habitar en las orillas. No desistir. No ausentarse. No privarse de lo público. Orillar el estar ahí para no sufrir.
43.
La comedia clínica toma distancia con lo divino. No participa de las ideas de infierno, purgatorio, paraíso. Tampoco subscribe la idea de limbo que desespera a Lamborghini. Inventa una trama que suspende por un momento el tiempo. Una trama con final, pero sin desenlace. Una trama en la que se llora, se ríe, se espera a que algo pase. En los dos sentidos: que algo acontezca y que algo deje de doler.
44.
Estar ahí escuchándonos hablar sin esperar que eso conduzca a alguna parte. Escuchándonos hablar soltando las lianas que nos fijan y aseguran en territorios mínimos. Escuchándonos hasta perder el hilo. Hasta dar con una palabra, un recuerdo, un sentimiento. Algo que abrigue la soledad. Escuchándonos hasta caer en el silencio que siempre estuvo ahí.
45.
Darse al estar ahí remueve memorias de presencias y ausencias, de sostenes y sustentos del amor.
Un juego insiste en la historia de las infancias: ¿Dónde está? ¡Acá está!
Desaparecer y aparecer, cubrir y descubrir, esconder y encontrar, alejar y aproximar, hacer y deshacer: variaciones desde la inquietud a la calma, desde el desconcierto a la sorpresa, desde la oscuridad a la luz.
Pocas veces el estar ahí se da con tanta plenitud como en el jugar.
46.
Escenificar el dolor, repitiendo lo que hace doler, ¿qué le hace al dolor?
Freud (1920) describe, en Más allá del principio del placer, cómo su nieto de un año y medio, haciendo aparecer y desaparecer un carretel, representa el desasosiego por la ausencia de su madre y la alegría por su retorno.
47.
Estar ahí celebrando el momento.
Estar ahí porfiando la presencia.
Estar ahí obsequiando un ahora.
Estar ahí conjugando infinitivos en presente indicativo.
Sin una demora (sin un tiempo de meditación conversada) empalidece la exuberancia de la vida.
Se admite un habla distraída y apresurada, pero no una escucha desatenta.
48.
Ya se dijo: estar ahí no supone sólo estar en un lugar físico o escenario clínico. Estar ahí concierne a estar en las emociones que habitan la conversación: estar en el miedo, estar en una sensación que lleva cuarenta años intacta, estar en la confianza traicionada, estar en la omnipotencia amorosa, estar en la pobreza y destrucción que hacen llorar, estar en el pasmo frente a la ingratitud. Y así: estar en turbulencias de afectos que se dibujan y desdibujan cada vez que las palabras los tocan.
49.
Estar ahí preguntando en dónde quisiéramos estar; atendiendo pensamientos fugaces; observando sentimientos inexplicables, raros, fanáticos; imaginando cómo pudo suceder algo que sucedió o cómo podría suceder lo que no ocurrió; haciendo lugar a ideas disparatadas, graciosas, inocentes; escuchando el crujir de las hojas al caminar en otoño; tratando de grabar un sueño en la memoria; inquiriendo el por qué o el cómo ocurrió que perdiéramos las llaves, los documentos, un regalo valioso; entrando en la noche buscando descanso; diciendo quisiera vivir y morir en este lugar; implorando en la desesperación a un dios improbable; calculando cuántos años de vida restan todavía; declarando hoy tuve un mal día; aceptando que nunca conoceré el ciprés de Kashmar; mirando descaradamente lo que nos propusimos no mirar; intentando saber si nos enfermamos por haber hecho mal las cosas; sospechando que una desgracia puede estar protegiéndonos de una desdicha peor; inventariando miedos pasados, presentes, futuros; envidiando y admirando, y admirando y envidiando; retorciendo el trapo rejilla como si se tratara del cuello de alguien; concediendo que otra persona nos gusta demasiado; celebrando los días que llegan en la estación equivocada; sabiendo que estamos olvidando algo que, sin embargo, nos llama; doliéndonos por las muertes de quienes acompañaron nuestro tiempo.
Estar ahí haciendo gerundios con el vivir. Sabiendo la vida ocurriendo ahora.
50.
Estar ahí en una conversación erizada de antenas (aprovechando la expresión de Clarice Lispector).
Estar ahí detectando vibraciones que no se llegan a identificar.
Estar ahí no para nombrar afectos, sino para rodear de ternuras habladas sensaciones sin nombre.
51.
Llegó ese día a la asamblea con una horqueta. Dos ramas gruesas de un árbol que formaban un ángulo con forma de letra Y mayúscula. Al rato, alguien preguntó para qué le servían esas ramas. Contó de un antiguo método para hallar corrientes de aguas subterráneas. Una percepción especial que se conoce como radiestesia o rabdomancia. Aunque aclaró que prefería la palabra zahorí que provenía del árabe. Dijo que existían manantiales bajo tierra que nadie conocía. Pero aclaró que en sus estados zahorí no recibía señales de agua. Sólo captaba emanaciones penosas. Y que en el manicomio fluían ríos de tristeza. Entonces, una voz aprobó que trajera su horqueta detectora. Recordó que más de una voluntad incauta, que intentó estar ahí sin precauciones, se cayó en un pozo de aflicciones.
52.
No siempre sabemos estar ahí. A veces, dan ganas de estar en disipación. Esfumarse sin irse o permanecer en estado de vapor.
La disipación como exilio en lo desdibujado o fuera de foco.
53.
Si cuando no se está ahí, se extraña estar ahí: eso funciona como prueba de que se estuvo ahí.
54.
Después de estar ahí se suele volver a la sesión. Pero no -como se dice- de quien regresa a la escena del crimen. Se vuelve como si nos hubiéramos olvidado algo. Se vuelve con lentitud a la conversación. Se vuelve con más oídos. Se vuelve con una escucha rastreadora de pasadizos que no se siguieron.
¿Cómo ocurrió que no advirtiéramos, que no nos detuviéramos, que no preguntáramos, que no relacionáramos?
55.
A veces estar ahí creyendo que una palabra felizmente escuchada, o que una pregunta oportuna, o que un silencio sabio como respuesta, o que un deseo sin demandas; podrían liberar la vida, o destrabarla, o salvarla: no ayuda.
Pensar así no conviene a la vida, favorece sujeciones del amor o de las voluntades buenas.
56.
Conversaciones clínicas celebran la oportunidad de un estar haciendo.
Un estar haciendo la soledad, un estar haciendo la espera, un estar haciendo palabra por palabra la vida que no sabemos.
57.
El derecho a sólo estar se ha vuelto inconcebible. Cada segundo vivimos compelidos a lograr o cumplir con algo. Si no hacemos nada, que se valora como productivo, sentimos que estamos en falta. O, peor, esa desidia o ineptitud se nombra como dejarse estar.
58.
Rodolfo Kusch (1962) observa que en la cultura quechua, el estar se considera como un darse al momento. No controlar, ni dirigir, ni adueñarse. Confiar en el instante y dejarse fecundar por él. No emplearlo para hacerlo rendir.
Se pregunta por el secreto y la magia de un simple estar no más. Por la presencia que se da sin esperar nada a cambio. Por la posibilidad de estar en la vida andando en ella con los tiempos del maíz.
59.
En diferentes textos, Kusch sugiere un pasaje del dejarse estar como signo de abandono, a un dejarse estar como derecho y contento de existir.
¿Cómo ocurrió que abandonarse al solo estar o que el estar haciendo nada se consideren signos de dejadez?
60.
A veces, el desgano, el desánimo, el hastío, secan el momento.
No da gusto estar en un tiempo sin deseo.
61.
Una escucha clínica no reside en oír hablar, sino en asistir a la confidencia, muchas veces involuntaria, de una imprevista intimidad con la palabra.
Estar ahí: en lo súbito de un decir. En el de repente en el que una intención se amarra a un vocablo, a una expresión, a una tonalidad.
62.
Acontecen largos momentos en los que estamos ahí sin saber qué estamos haciendo ahí. (En ocasiones, preguntándonos si tendríamos que habernos dedicado a otra cosa).
Estancias clínicas insisten, sin embargo, en estar ahí.
Pero estar ahí, ¿cómo? Volviendo a pensar, cada vez, cómo estar.
63.
Estar ahí con curiosidad en tanto inquietud que cuida el decir y el escuchar.
Estar ahí con elegancia, no vistiendo bien, sino eligiendo el estar.
64.
“Tal vez me diga que usted me olvidó y que nada me queda sino este estar aquí roída por insectos engendrados por mi culpa”.
Comienza a analizarse a mediados de 1954. Tiene dieciocho años. Desde Villa Gesell, seis meses después, escribe una carta a León Ostrov.
Se asombra de estar viva. Tiene ganas de llorar y que él le pregunte ¿Por qué llora, Alejandra?
Está en un paraje desolado. Quizás con amigas. Se muere de miedo por las noches. Duda de si tiene motivos o si obra en ella una inmensa capacidad de temer. Escucha la voz penosa del mar. Quiere volver aunque tenga que viajar de pie. Percibe los médanos como monstruos de un planeta desconocido. Se pregunta si Ostrov diría que luche con el miedo o que vuelva.
Acaba de terminar de leer Cartas a Milena. Impresionada, piensa en las diferencias que hay entre Kafka y ella. Una cobardía volver, ¿pero para qué una temeridad inútil?
No le gusta la naturaleza. La contempla como obra de un demonio amargado.
Un viento atroz la consume. No la deja meditar ni imaginar nada. Necesita salvarse del viento. Escribe: “Usted, ¿no puede hacer algo para que el viento se tranquilice? ¿Por qué no le dice a los árboles que soy inocente? ¿Y al mar que no ruja? ¿Y a la noche que no complote con mi miedo?”.
A la hostigada por el viento, por los árboles, por las hormigas, por el mar, por la noche, por el olvido, ¿sólo le queda estar ahí?, ¿roída por insectos engendrados por la culpa?

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