Está construido como un atleta, pero es frágil e impredecible. Siempre hace su entrada dando un portazo a la puerta doble que da al gran salón.
Cuando se celebra allí la reunión de los viernes (de la que cree o más bien elige ser excluido), acostumbra a hacer este gesto con el que señala su presencia. Las puertas se cierran de golpe, así que ahí está.
El gran salón con una decoración aristocrática, altos ventanales que realzan los majestuosos árboles del parque, una gran chimenea donde arden troncos de un metro veinte, un parqué claro, bien encerado y una enorme mesa ovalada. Jean Oury se sienta para la reunión semanal de bienvenida; a su lado estaba el presidente de la reunión, un papel que se ha convertido en un ritual para él a lo largo de los años.
Como el escenario está preparado, el joven entra con su forma estruendosa, pero aquel día fue peor que cualquier otro. Tartamudeaba, balbuceaba, asolado por una gran ira.
Silencio, la asamblea se paraliza, nadie se mueve, ¡nadie tiene nada que agregar! Cunde como un respeto consternado ante tanta violencia. Permanecemos apacibles, sabemos que esas vociferaciones expresan, especialmente, sufrimiento.
En dos rápidas zancadas, se coloca frente a la mesa, agitando un puño amenazante hacia el presidente, que está en medio de la narración de un viaje en canoa. De su puño a la cara del otro, sólo los separa la mesa.
Entonces su médico se acerca por detrás, le rodea los hombros con el brazo izquierdo y con la mano derecha bien abierta le envuelve suavemente el puño amenazante. "¡Pero si está celoso!" le dice con una sonrisa.
¡Paf! ¡Directo al grano, justo en la diana!
La asamblea rompe en carcajadas, pero no para burlarse, sino por alivio. Lo apreciamos porque lo conocemos. Desconcertado, el chico aprueba, sonríe a su vez y baja el brazo. La amenaza se desliza.
Una sola palabra, pero exacta, de una precisión perfecta, para drenar la hiel de la angustia y aliviar al paciente. Jean Oury palmea el banco en signo de invitación: "Dale, vení a sentarte y a contarnos tu última salida", le propone con gentileza. Inmediatamente el joven toma la posición anhelada y cuenta la última salida al campo en la que participó.
Calmó la vehemencia, aplacó la fulminación, descartó el peligro. ¡Así proceden los antibombas en campos minados!
Fuente: “Una palabra sola, no un discurso", 2006. En El castillo de quienes buscan sentidos. La vida cotidiana en la clínica psiquiátrica de La Borde. Traducción del francés de Juan Zavala, Cielo Invertido Ediciones, 2022
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