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  • Foto del escritorRevista Adynata

Una voz propia en la universidad / Germán Prósperi

Actualizado: 17 sept 2020

El presente texto se compone de extractos de una charla virtual que Germán Prósperi dio el 20 de agosto de 2020, titulada “El tábano y el parricida. La importancia de matar al Padre en la práctica filosófica”, organizada por estudiantes de la Comisión de Filosofía de la Universidad Nacional de la Plata.


Yo diría que hay dos grandes momentos cuando uno hace una carrera universitaria, o al menos eso me pasó a mí. Creo que hay un primer momento que es como un deslumbramiento, un enamoramiento. Entrás a la carrera y te encontrás con un montón de autores y autoras, te deslumbrás, te enamorás. Hay un enamoramiento con la escritura o el pensamiento de ciertos autores y autoras con las cuales conectás, como pasa con las personas. Y esa conexión es fundamentalmente afectiva al inicio. Eso para mí tiene que ser así, está buenísimo que sea así, que nos relacionemos afectivamente con el pensamiento y con la filosofía y con los autores y las autoras. Porque, si no está eso, si no está esa conexión afectiva, no pasa nada. Que haya una conexión afectiva significa que, cada vez que pensamos filosóficamente, la vida misma, nuestra vida, está puesta en juego. Es comprometerse en un sentido visceral con el pensamiento. A muchos y muchas nos habrá ocurrido: empezás una carrera y te deslumbrás, conocés un montón de autores, temas y pensamientos de los cuales te enamorás. Es algo muy extraño, casi misterioso. ¿Por qué conectás con ciertas escrituras y pensamientos y no con otros? ¿Por qué te conmueven de un modo que otros no? Pero sucede eso, es muy curioso. Yo me lo explico apelando a un fenómeno de acústica. Quienes hacen música seguro lo conocen. Te ponés a tocar la guitarra o el piano y de repente tocás una nota –en general las notas más graves– y entonces vibra, por ejemplo, la chapa del calefactor. Eso se llama vibración por simpatía. Tocás una nota y vibra el calefactor, pero tocás la nota de al lado y no vibra, o al menos no lo hace con la misma intensidad. Es decir, vibra en esa frecuencia y no en otra. A mí me parece que con los textos y los autores pasa algo similar. Leés un texto, un poema o lo que fuere, y hay como una frecuencia en el texto, en ese pensamiento, que hace que algo en uno mismo vibre también. Se genera como esa simpatía casi inexplicable. Cuando eso sucede, es que se ha establecido una suerte de nexo, de gancho deseante. Y entonces hay que darle para adelante. Uno se pone a estudiar a ese autor, y es fantástico que así sea. Estamos deslumbrados: son autores que admiramos. Nos dedicamos mucho tiempo a estudiarlos. Es como el momento en que uno firma un pacto. Hay algo fáustico allí: firmás un pacto con el demonio. Le permitís de algún modo a ese autor o a esa autora de la cual te has enamorado que te posea: le das tu alma para que te conduzca y te muestre un mundo posible. Es como un pacto tácito, y está buenísimo.

Ahora bien, me parece que llega un punto en donde la misma filosofía nos exige dar otro paso más. Y ese segundo paso es el que nos muestra, creo yo, la figura del extranjero, este personaje del diálogo platónico.[1] ¿Cuál es ese paso? Para seguir con nuestra imagen, digamos que es la ruptura del pacto, el parricidio. Me parece que es necesario, para responder a la exigencia de la filosofía, que el pacto que hemos firmado con ese autor sea roto. Sobre todo con los autores y autoras a quienes más amamos. Es necesario que en determinado momento sea destruido ese pacto, que, si antes le habíamos dado la mano al Padre para que nos acompañe y nos muestre un mundo posible, podamos, llegado el momento, soltar esa mano. Este segundo paso es importante que suceda, me parece a mí. Como si la última cláusula del contrato estableciera, en verdad, su autodestrucción. Si se trata verdaderamente de un pacto amoroso y filosófico, entonces ese pacto contempla que se rompa; contempla que el autor sea traicionado. Pero lo interesante es que esa traición es uno de los mayores gestos de amor hacia el autor. ¿Por qué lo traiciono? Y, lo traiciono porque lo amo. No es que amo tanto los contenidos de su pensamiento, lo que amo fundamentalmente es la relación que el autor tiene con el pensamiento. Por supuesto que se aman siempre los pensamientos, hay autores y autoras cuyas ideas amo profundamente. Lo mejor que nos puede pasar a quienes intentamos pensar alguna cosa es que venga alguien y nos diga “no, no estoy de acuerdo con esto” y nos refute. Eso significa que el pensamiento está siendo tomado en serio. Es muy exigente la filosofía en ese sentido. Nos exige ponernos en juego todo el tiempo en el pensamiento. Matar al Padre, asumir un nombre propio, es correr un riesgo. Es arriesgado, como saltar al vacío, porque no está más esa instancia, esa figura en la cual nos podíamos escudar. “Si yo estoy explicando lo que dice X, el Padre, y surge alguna crítica, bueno, esa crítica habrá que dirigírsela al Padre”. Si, en cambio, uno asume un nombre propio, el error lo cometés vos.

Hay un salto, entonces, y me parece muy importante fomentarlo. A mí me interesa mucho potenciar este segundo momento, la ruptura del pacto. Uno podría preguntarse por qué es tan difícil esto, y podría haber muchas explicaciones, de índole psicológica, sociológica… Lo cierto es que hay un temor muy difundido en la institución universitaria –recordemos, pública y gratuita, de la cual yo formo parte y admiro un montón– que es una especie de temor a equivocarse o a cometer un error. Es una locura eso. No se puede pensar con todo eso; asumir un nombre propio implica cometer errores. Creo que se juega algo del orden de lo existencial, cercano a la ética existencialista. Hablar en nombre propio significa asumir la angustia y la incertidumbre de que ya no hay un otro paterno en el que podés escudarte.

Me da la sensación de que a veces la propia institución universitaria fomenta este primer momento, el momento del deslumbramiento, del enamoramiento con los autores. Y esto es fundamental que suceda, como dije. Pero, de algún modo, no veo con tanta frecuencia que se fomente el segundo momento, el momento parricida. No sé por qué y tampoco tengo la respuesta para esto. A mí, y estimo que también a todos aquellos que nos dedicamos a la filosofía, me interesaría más formar parricidas que profesionales; me interesaría más formar traidores que especialistas. Porque me parece que le hacen más justicia a la filosofía en cuanto tal, responden a esa exigencia, a ese llamado del pensamiento a ponerse en juego. En la música o en la poesía también pasa eso, una suerte de lucha y de riesgo. En el caso de la literatura, por ejemplo, hay como un cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Hay una lucha con el lenguaje, un intento por encontrar lo que sería la propia voz, el modo singular de decir algo. Hay un discurso de Leonard Cohen, cuando recibe un premio de poesía, en el que dice: “la lectura de los poemas de García Lorca me permitió encontrar mi propia voz”. Hay una búsqueda, y no importa tanto si después se encuentra o no esa voz. Lo importante es la búsqueda. Lo mismo en la pintura. El amarillo de Van Gogh: se le ha ido la vida persiguiendo ese amarillo que, al final, lo va a volver loco. Los riesgos son extremos en un punto, pero de eso se trata.

Existe esa famosa pregunta de Kant, ¿qué significa orientarse en el pensamiento? A mi juicio, hay como tres momentos. Primero, cuando firmamos ese pacto fáustico y le damos la mano al Padre para que nos lleve y nos muestre un camino posible. Un segundo momento, el momento del parricidio, cuando matamos al Padre y nos desorientamos. Luego habría, creo yo, un tercer momento, cuando volvemos a orientarnos pero ahora hablando en nombre propio.

Desde luego que no se piensa en la soledad, el pensamiento es siempre un diálogo, y el nombre propio es siempre un colectivo. Un colectivo y un pueblo: antes de que pueda decir yo, siempre hay un pueblo que ha permitido que el yo exista y que pueda autonombrarse. Siempre es un otro el que dice “yo” en mí. La voz nos muestra que no estamos cerrados, que no somos individuos autónomos. Estamos abiertos en una relación inevitable: la voz es aire que ingresa en nosotros. Cada vez que inspiramos es el mundo el que penetra en nuestras profundidades y, cuando surge, produce a veces un sentido, se transforma en palabras. Es como una escultura del aire, hablar es esculpir el aire.

El momento parricida implica un paso de irreverencia que es importante que suceda. Al menos a mí, que doy clases de filosofía, me parece importante fomentar ese espíritu irreverente. Ese riesgo de equivocarse, de decir una estupidez. Considero mucho más valioso y potente el error de un filósofo que la meticulosidad de un especialista. Lejos. Ese riesgo custodia lo que es el espíritu mismo de la filosofía y del pensamiento.

[1] Se refiere al personaje del Extranjero en el Sofista, el diálogo de Platón. Allí, para dar lugar al pensamiento, es necesario en un momento dado ir en contra de Parménides, contradecir al gran Padre de la filosofía. Se introduce, entonces, la figura del parricidio.

Fotografía / Obra: "Dr. Faustus" de Emilio García Wehbi y Maricel Álvarez. Gabriel Morales. emiliogarciawehbi.com.ar/ Agosto 2013

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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