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El mito revolucionario. 1ra parte / Jean Paul Sartre

Actualizado: 6 oct 2022

Los jóvenes de hoy no se sienten cómodos. No se reconocen ya el derecho de ser jóvenes, y se diría que la juventud, más que una edad de la vida, fuese un fenómeno de clase, una infancia indebidamente prolongada, un plazo de irresponsabilidad que se acordara a los hijos de papá, puesto que los obreros pasan sin transición de la adolescencia a la edad de hombre. Nuestro tiempo, que sigue a la liquidación de las burguesías europeas, liquida también ese período abstracto y metafísico, del que siempre se ha dicho: "Hay que pasar por él". Como avergonzados de su juventud, y de esa disponibilidad que en otros tiempos estaba de moda, la mayoría de mis antiguos alumnos se casó muy pronto, y son padres de familia antes de haber terminado sus estudios.

Aún reciben a fines de mes un cheque de su familia, pero como nos les basta deben dictar lecciones, traducir o hacer "suplencias". Son semi-trabajadores, comparables en cierto sentido a mujeres mantenidas y en otro a obreros a domicilio. No se toman tiempo (como hacíamos nosotros a su edad) para jugar con las ideas antes de adoptar una: son ciudadanos y padres, votan, tienen que definirse. Claro que no es un mal; después de todo, es conveniente que se los invite a elegir desde el primer momento: por o contra el hombre, por o contra las masas. Pero si toman el primer partido, comienzan las dificultades, porque se los convence de que deben despojarse de su subjetividad; pero como aún están dentro de ella, sólo se disponen a hacerlo por motivos que siguen siendo subjetivos; se consultan a sí mismos antes de lanzarse al agua, y en el acto la subjetividad asume para ellos una importancia tanto mayor cuanto que meditan con más seriedad abandonarla, y comprueban con irritación que su concepto de la objetividad es aún subjetivo.

Así se vuelven sobre sí mismos sin poder decidirse; y si lo hacen será con los ojos cerrados, de un salto, por impaciencia o por cansancio. Pero no por eso habrán terminado con las vacilaciones.

Ahora se les pide que elijan entre idealismo y materialismo: se les dice que no hay término medio y que si no es lo uno será lo otro. A la mayoría de ellos el materialismo les parece filosóficamente falso: no comprenden cómo la materia podría engendrar la idea de materia. Protestan, sin embargo, que rechazan el idealismo con todas sus fuerzas; saben que sirve de mito a las clases poseedoras, y que no es una filosofía rigurosa sino un pensamiento harto difuso, que tiene por función enmascarar la realidad o absorberla en la idea. “No importa”, se les responde, y si a ustedes les repugnan las astucias de los universitarios, serán víctimas de una ilusión más sutil, y tanto más peligrosa".

De este modo se sienten acorralados hasta en sus pensamientos, a los que se envenena de raíz; se sienten condenados a servir a su pesar una filosofía que detestan, o adoptar por disciplina una doctrina en la que no pueden creer. Han perdido la despreocupación propia de su edad sin adquirir la certeza de la edad madura; no están ya disponibles, y sin embargo no pueden alistarse; siguen a las puertas del comunismo sin atreverse a entrar ni a alejarse. No son culpables: no es culpa suya si aquellos mismos que dicen profesar la dialéctica hoy quieren obligarlos a elegir entre dos contrarios, y rechazan, con el nombre despectivo de "tercer partido", la síntesis que los abrazaría.

Como son profundamente sinceros, como desean el advenimiento del sistema socialista, y están dispuestos a servir a la Revolución con todas sus fuerzas, el único medio de ayudarlos consiste en que nos preguntemos, con ellos, si el materialismo y el mito de la objetividad son realmente exigidos por la causa de la Revolución, y si no hay un distanciamiento entre la acción del revolucionario y su ideología. He aquí, pues, que me vuelvo hacia el materialismo y trato una vez más de examinarlo.

Al parecer, su primer movimiento consiste en negar la existencia de Dios y la finalidad trascendente; el segundo, en reducir los movimientos del espíritu a los de la materia; el tercero, en eliminar la subjetividad, reduciendo el mundo con el hombre dentro a un sistema de objetos vinculados entre sí por relaciones universales. Deduzco de buena fe que es una doctrina metafísica y que los materialistas son metafísicos.


Pero en el acto se me detiene: yo me engaño; nada detestan como la metafísica; ni siquiera es seguro que se apiaden de la filosofía. El materialismo dialéctico, según Pierre Naville,i es "la expresión de un descubrimiento progresivo de las interacciones del mundo, descubrimiento que no es en modo alguno pasivo sino que implica la actividad del descubridor, del investigador y del luchador". Según Roger Garaudy,ii la primera actitud del materialismo consiste en negar que haya un saber legítimo fuera del saber científico. Y para Cécile Angrandiii no puede uno ser materialista si no rechaza antes cualquier especulación a priori.


Esas inventivas contra la metafísica son viejos conocidos nuestros: ya las encontrábamos en el siglo pasado bajo la pluma de los positivistas.

Pero éstos, más consecuentes, rehusaban pronunciarse sobre la existencia de Dios, porque tenían por inverificables todas las conjeturas que se pueden formar sobre ese punto; y habían renunciado una vez por todas a interrogarse sobre las relaciones del espíritu con el cuerpo, porque pensaban que no podemos conocer nada. Está claro, efectivamente, que el ateísmo de Naville o de Angrand no es "la expresión de un descubrimiento progresivo". Es una toma de posición, tajante y apriorística, sobre un problema que excede infinitamente a nuestro conocimiento. Esa posición es también la mía, pero yo no pensaba ser menos metafísico negándole a Dios su existencia que Leibnitz al acordársela. Y el materialista, que reprocha a los idealistas hacer metafísica cuando reducen la materia al espíritu, ¿por qué milagro se vería dispensado de hacer también metafísica cuando reduce el espíritu a la materia? La experiencia no se pronuncia en favor de su doctrina, como tampoco de la doctrina opuesta: se limita a poner en evidencia la estrecha conexión de lo fisiológico y de lo psíquico; y esa conexión puede ser interpretada en mil formas distintas. Cuando el materialista se siente seguro de sus principios, su seguridad no le puede venir sino de intuiciones o raciocinios a priori, o sea de esas mismas especulaciones que condena. Ahora comprendo que el materialismo es una metafísica disimulada bajo un positivismo; pero es una metafísica que se destruye a sí misma, porque socavando por principio la metafísica priva de fundamentos a sus propias afirmaciones.

A la vez, destruye también el positivismo bajo el que se ampara. Si los discípulos de Comte reducían el saber humano a los conocimientos científicos, era por modestia; contenían la razón en los límites estrechos de nuestra experiencia porque sólo allí se muestra eficaz. El triunfo de la ciencia era para ellos un hecho; pero un hecho humano; desde el punto de vista del hombre, y para el hombre, es verdad que la ciencia triunfa. No se preocupaban de preguntarse si el universo en sí soporta y garantiza el racionalismo científico, por la buena razón de que se verían obligados a salir de sí mismos, y de la humanidad, para comparar el universo tal como es a la representación que de él nos ofrece la ciencia, y tener sobre el hombre y sobre el mundo el punto de vista de Dios.


El materialista no es tan tímido: sale de la ciencia y de la subjetividad, sale de lo humano y se sustituye al Dios que él niega para contemplar el espectáculo del universo. Escribe tranquilamente: "La concepción materialista del mundo significa simplemente la concepción de la naturaleza tal como es, sin ningún elemento extraño".iv


En este texto sorprendente se trata, sin duda, de suprimir la subjetividad humana, ese "elemento extraño a la naturaleza". El materialista, al negar su subjetividad, piensa que la ha disipado. Pero el ardid se descubre fácilmente: para suprimir la subjetividad, el materialista se declara objeto, o sea materia de ciencia. Pero, una vez que ha suprimido la subjetividad en provecho del objeto, en lugar de verse como una cosa entre las cosas, sacudido por las resacas del universo físico, se convierte en mirada objetiva y pretende que contempla la naturaleza tal como es absolutamente. Hay un juego de palabras con la objetividad, que tan pronto significa la cualidad pasiva, del objeto que miramos, como el valor absoluto de una mirada despojada de debilidades subjetivas. Así el materialista, habiendo superado toda subjetividad y habiéndose asimilado a la pura verdad objetiva, se pasea en un mundo de objetos habitado por hombres-objetos. Y cuando vuelve de su viaje nos comunica lo que ha aprendido: "Todo lo que es racional es real", nos dice; "todo lo que es real es racional".

¿De dónde saca este optimismo racionalista? Comprendemos que un kantiano venga a hacernos declaraciones sobre la naturaleza, puesto que según él la razón constituye la experiencia. Pero el materialista no admite que el mundo sea producto de nuestra actividad constituyente; por el contrario, para él nosotros somos producto del universo. ¿Cómo sabremos, pues, que lo real es racional, si no lo hemos creado y si nosotros no reflejamos sino, por momentos, una ínfima parte de él?

El triunfo de la ciencia puede, en rigor, incitarnos a pensar que esta racionalidad es probable; pero puede tratarse de una racionalidad local, estadística; puede valer para cierta dimensión y desaparecer por debajo o por encima de ese límite. De lo que nos parece una inducción temeraria o, si se quiere, un postulado, el materialismo hace una certidumbre.

Para él no hay duda: la Razón está en el hombre y fuera del hombre. Y la gran revista del materialismo se llama tranquilamente La Pensée, "órgano del racionalismo moderno"... Sólo que, por un vuelco dialéctico que podía preverse, el racionalismo materialista se introduce en el irracionalismo y se destruye a sí mismo: si el hecho físico está condicionado rigurosamente por la biología, y el hecho biológico a su vez por el estado físico del mundo, admito que la conciencia humana pueda expresar el universo como un efecto expresa su causa, pero no como un pensamiento expresa su objeto. Una razón cautiva, gobernada desde fuera, gobernada por una cadena de causas ciegas, ¿cómo podría aún ser una razón? ¿Cómo podré creer en los principios de mis deducciones si sólo el acontecimiento exterior los ha depositado en mí, y si, como dice Hegel, "la razón es un hueso?" ¿Por qué azar los productos brutos de la naturaleza serían a un tiempo claves de la naturaleza? Véase, por otra parte, cómo habla Lenin de nuestra conciencia: "No es —dice— sino el reflejo del ser, en el mejor de los casos un reflejo aproximativamente exacto". ¿Pero quién decidirá si el caso presente, si el materialismo es "el mejor de los casos"? Habría que estar a un tiempo dentro y fuera para comparar. Y como no es posible, no tenemos ningún criterio de la validez del reflejo, salvo unos criterios internos y subjetivos: su correspondencia con otros reflejos, su claridad, su distinción, su permanencia. En suma, los criterios idealistas. Aun así, no determinarán más que una verdad para el hombre, y esa verdad, puesto que no está construida (como la que nos proponen los kantianos) sino que nos es impuesta, nunca será sino una fe sin fundamento y una costumbre. Dogmático cuando afirma que el universo produce el pensamiento, el materialismo pasa inmediatamente al escepticismo idealista. Proclama por un lado los derechos imprescriptibles de la Razón y por el otro los suprime. Destruye el positivismo por medio de un racionalismo dogmático, destruye al uno y al otro por la afirmación metafísica de que el hombre es un objeto material, destruye esa afirmación por la negación radical de toda metafísica. Subleva a la ciencia contra la metafísica y, sin saberlo, una metafísica contra la ciencia. No le quedan más que ruinas. ¿Cómo podría yo, pues, ser materialista? Se me responderá que no he comprendido, que confundo el materialismo ingenuo de Helvétius y de Holbach con el materialismo dialéctico.


Hay, se me dice, un movimiento dialéctico en la naturaleza misma, gracias al cual los contrarios, oponiéndose, se ven de pronto superados y reunidos en una síntesis nueva; y esta producción nueva "entra" a su vez en su contrario para fusionarse con él en otra síntesis.

Reconozco inmediatamente el movimiento propio de la dialéctica hegeliana, que se basa íntegramente en el dinamismo de las Ideas. Recuerdo cómo, en la filosofía de Hegel, una Idea llama a otra, cómo cada una produce su contrario, sé que el resorte de este inmenso movimiento es la atracción que ejercen el futuro sobre el presente, y el todo, si bien aún no exista, sobre sus partes. Ello es verdad tanto de las síntesis parciales como de la Totalidad absoluta que será por fin el Espíritu. El principio de esta dialéctica es, pues, que un todo gobierna sus partes; que una idea tiende por sí misma a completarse y enriquecerse; que la progresión de la conciencia no es lineal, como la que va de causa a efecto, sino sintética y pluridimensional, porque cada idea retiene en sí y se asimila la totalidad de las ideas anteriores; que la estructura del concepto no es la simple yuxtaposición de elementos invariables, que podrían en cierto caso asociarse a otros elementos para producir otras combinaciones, sino una organización cuya unidad es tal que sus estructuras secundarias no podrían ser consideradas aparte del todo, sin convertirse en "abstractas" y perder su naturaleza.

Aceptamos sin dificultad esta dialéctica cuando se trata de las ideas: las ideas son naturalmente sintéticas. Pero parece que Hegel la había puesto de revés, y que conviene en realidad a la materia. Y si ustedes preguntan de qué materia se trata, se les responderá que no hay dos, y que es la materia de que hablan los sabios. Pero lo que caracteriza a la materia es la inercia. Esto significa que es incapaz de producir nada por sí misma. Vehículo de movimientos y de energía, esos movimientos y esta energía le vienen siempre del exterior: ella los toma y los cede. El resorte de toda dialéctica es la idea de totalidad: los fenómenos en ella nunca son apariciones aisladas; cuando se producen simultáneamente es siempre en la unidad superior de un todo, y están trabados entre sí por relaciones internas, es decir que la presencia del uno modifica al otro en su naturaleza profunda.

Pero el universo de la ciencia es cuantitativo. Y la cantidad es justamente lo contrario de la unidad dialéctica. Sólo en apariencia una suma es una unidad. En realidad, los elementos que la componen no mantienen sino relaciones de contigüidad y de simultaneidad: están allí juntos, eso es todo. Una unidad numérica no está influida en modo alguno por la copresencia de otra unidad; sigue inerte y separada en medio del número que contribuye a formar. Y así debe ser para que podamos contar: porque si dos fenómenos se produjeran en una unión íntima y se modificaran recíprocamente, sería imposible decidir si tenemos que vérnoslas con dos términos separados o con uno solo. De esta suerte, como la materia científica representa, en alguna forma, la realización de la cantidad, la ciencia es, por sus inclinaciones profundas, sus principios y sus métodos, lo contrario de la dialéctica. Si habla de fuerzas que se aplican a un punto material, su primer cuidado es afirmar la independencia de esas fuerzas; cada una actúa como si fuera única. Si estudia la atracción que los cuerpos ejercen unos sobre otros, se preocupa de definirla como una relación estrictamente interna, es decir de reducirla a modificaciones en la dirección y velocidad de sus movimientos. Le ocurre, a veces, usar la palabra "síntesis", por ejemplo a propósito de combinaciones químicas. Pero nunca en el sentido hegeliano: las partículas que entran en combinación conservan sus propiedades; aunque un átomo de oxígeno se asocie con átomos de azufre y de hidrógeno para formar el ácido sulfúrico, o con hidrógeno solo para formar agua, sigue siendo idéntico a sí mismo, y ni el agua ni el ácido son unos verdaderos todos, que alteren y gobiernen sus componentes, sino simples resultantes pasivas: unos estados. Todo el esfuerzo de la biología consiste en reducir a procesos físico-químicos

las pretendidas síntesis vivientes. Y cuando Naville, que es materialista, siente necesidad de hacer una psicología científica, se dirige al "behaviourismo", que concibe las conductas humanas como sumas de reflejos condicionados. En el universo de la ciencia no encontramos nunca la totalidad orgánica: el instrumento del sabio es el análisis, su fin es reducir siempre lo complejo a lo simple, y la recomposición que opera luego no es más que una contra-prueba, mientras que el dialéctico, por principio, considera los complejos como irreductibles.

Engels pretende, es cierto, que "las ciencias de la naturaleza ... han probado que la naturaleza, en última instancia, procede dialécticamente y no metafísicamente, y que no se mueve en un círculo eternamente idéntico que se repetiría sin cesar, sino que participa de una historia real". Y cita el ejemplo de Darwin para apoyar su tesis: "Darwin ha infligido un rudo golpe a la concepción metafísica de la naturaleza, demostrando que el mundo orgánico entero... es el producto de un proceso de desarrollo que dura desde hace millones de años".vPero, ante todo, está claro que la noción de historia natural es absurda: la historia no se caracteriza por el cambio ni por la acción pura y simple del pasado; lo que la define es una reasunción intencional del pasado por el presente, de suerte que no puede haber sino una historia humana.

Luego, si bien Darwin ha demostrado que las especies derivan unas de otras, su tentativa de explicación es de orden mecánico y no dialéctico. Explica las diferencias individuales por la teoría de las pequeñas variaciones; y cada una de esas variaciones es, efecto, para él, no de un "proceso de desarrollo" sino del azar mecánico; estadísticamente, no es posible que en un grupo de individuos de la misma especie no existan algunos que predominen por la estatura, el peso, la fuerza o por algún detalle particular. En cuanto a la lucha por la vida, no podría producir una síntesis nueva por fusión de contrarios: tiene efectos estrictamente negativos, puesto que elimina definitivamente a los más débiles. Basta, para comprenderlo, comparar los resultados a la idea realmente dialéctica de la lucha de clases: en el último caso, efectivamente, el proletariado fundirá en sí a la clase burguesa en la unidad de una sociedad sin clases. Pero en la lucha por la vida los fuertes hacen desaparecer simple y llanamente a los débiles. Por lo demás, la ventaja de azar no se desarrolla; permanece inerte y se trasmite sin cambio por la herencia; es un estado, y no se modificará, por un dinamismo interno, para producir un grado de organización superior: simplemente, otra variación de azar vendrá a añadírsele exteriormente, y el proceso de eliminación se reproducirá, en forma mecánica.

¿Hemos de creer en la ligereza de Engels o en su mala fe? Para probar que la naturaleza tiene una historia, se vale de una hipótesis científica explícitamente destinada a reducir toda historia natural a una causalidad mecánica.

Pero acaso sea Engels más serio cuando habla de física. "En física — nos dice— todo cambio es un pasaje de la cantidad a la calidad, de la cantidad de movimiento, cualquiera sea su clase, inherente al cuerpo (?) o comunicado al cuerpo. La temperatura del agua es indiferente en estado líquido, pero, si aumentamos o disminuirnos la temperatura del agua llega un momento en que su estado de cohesión se modifica, y el agua se trasforma, sea en vapor, sea en hielo..." Pero aquí nos engaña con un juego de espejos. La investigación científica no se preocupa de mostrar el paso de la cantidad a la calidad; parte de la calidad sensible, concebida como una apariencia ilusoria y subjetiva, para hallar nuevamente tras ella la cantidad, concebida como la verdad del universo.

Engels concibe ingenuamente la temperatura como si se diera desde el principio como una cantidad pura. Pero, en realidad, aparece en primer término como una calidad: es ese estado de malestar o de satisfacción que nos hace abotonar más cuidadosamente nuestro sobretodo, o por el contrario despojarnos de él. El sabio ha reducido esa calidad sensible a una cantidad cuando estableció con sus colegas una convención: la de sustituir las informaciones vagas de nuestros sentidos por la medida de las dilataciones cúbicas de un líquido. La trasformación del agua en vapor es para él un fenómeno igualmente cuantitativo o, si se quiere, no existe para él sino como cantidad. Definirá el vapor por la presión, o bien por una teoría cinética que lo reducirá a cierto estado cuantitativo (posición, velocidad) de sus moléculas. Hay que optar, pues: o bien nos mantenemos en el terreno de la calidad sensible, y entonces el vapor es una cualidad, pero también lo es la temperatura, y no hacemos obra científica sino que asistimos a la acción de una cualidad sobre otra; o bien consideramos la temperatura como una cantidad. Pero entonces el paso del estado liquido al estado gaseoso se definirá científicamente como un cambio cuantitativo, es decir por una presión mensurable ejercida sobre un pistón, o por relaciones mensurables entre las moléculas.

Para el sabio, la cantidad engendra la cantidad; la ley es una fórmula cuantitativa y la ciencia no dispone de símbolo alguno para expresar la cualidad como tal. Lo que Engels pretende ofrecernos como una empresa de la ciencia es el puro y simple movimiento de su espíritu, que va del universo científico al del realismo ingenuo, y vuelve luego al mundo científico para dirigirse aún al de la sensación pura. Pero, por lo demás, aun cuando le dejáramos hacer, ¿en qué se parece ese zigzaguear del pensamiento a un proceso dialéctico? ¿Dónde se ve una progresión?


Admitamos que el cambio de temperatura, tomado como cuantitativo, produzca una trasformación cualitativa del agua: aquí tenemos el agua mudada en vapor. ¿Y luego? Ejercerá una presión sobre una válvula de escape, y la levantará; subirá por los aires, se enfriará, volverá a ser agua. ¿Dónde está la progresión? Yo veo un ciclo.

Es verdad que el agua ya no está contenida en el recipiente sino fuera, por las hierbas y la tierra, en forma de rocío. ¿Pero en nombre de qué metafísica veríamos en ese cambio de lugar un progreso?vi

Tal vez se quiera objetar que ciertas teorías modernas, como la de Einstein, son sintéticas. En su sistema, como es sabido, no hay ya elementos aislados: cada realidad se define en relación con el universo. Habría mucho por discutir sobre esto. Me limitaré a observar que no se trata de una síntesis, porque las relaciones que se pueden establecer entre las diversas estructuras de una síntesis son internas y cualitativas; en cambio, las relaciones que permiten, en las teorías de Einstein, definir una posición o una masa, siguen siendo cuantitativas y externas. Por otra parte, la cuestión no radica allí: trátese de Newton o de Arquímedes, de Laplace o de Einstein, el sabio no estudia la totalidad concreta, sino las condiciones generales y abstractas del universo.

No este acontecimiento que reabsorbe y funde en sí luz, calor, vida, y que se llama reverbero del sol a través del follaje un día de verano, sino la luz en general, los fenómenos caloríficos, las condiciones generales de la vida. No se trata nunca de examinar esta refracción a través de ese trozo de vidrio que tiene su historia y que, desde cierto punto de vista, se da como la síntesis concreta del universo, sino las condiciones de posibilidad de la refracción en general. La dialéctica es esencialmente, por el contrario, el juego de las nociones. Es sabido que, para Hegel, la noción organiza y funde los conceptos en la unidad orgánica y viviente de la realidad concreta. La Tierra, el Renacimiento, la Colonización en el siglo XIX, el Nazismo, son objeto de nociones; el ser, la luz, la energía, Son conceptos abstractos. El enriquecimiento dialéctico reside en el paso de lo abstracto a lo concreto, es decir de los conceptos elementales a nociones más y más ricas. El movimiento de la dialéctica, en ese sentido, es inverso al de la ciencia.

"Es verdad —me confesó un intelectual comunista—, ciencia y dialéctica tiran en direcciones opuestas. Pero es porque la ciencia expresa el punto de vista burgués, que es analítico. Nuestra dialéctica, en cambio, es el pensamiento mismo del proletariado". Me parece bien, aunque la ciencia soviética no parece diferir mucho, en sus métodos, de la ciencia de los estados burgueses. Pero en ese caso, ¿por qué los comunistas toman prestados a la ciencia argumentos y pruebas en que fundar su materialismo? El espíritu profundo de la ciencia es materialista, lo creo; pero, justamente, nos la califican de analítica y burguesa. De pronto, las posiciones se invierten y yo veo claramente dos clases en lucha: de un lado, la burguesía es materialista, su método de pensar es el análisis, su ideología es la ciencia; del otro, el proletariado es idealista, su método de pensar es la síntesis, su ideología es la dialéctica.

Y como hay lucha entre las clases debe haber incompatibilidad entre las ideologías. Pero no es así: parece que la dialéctica corona la ciencia y explota sus resultados; parece que la burguesía, usando del análisis y luego reduciendo lo superior a lo inferior, es idealista, mientras que el proletariado, que piensa por síntesis y que se conduce por el ideal revolucionario, es materialista, aun cuando afirme la irreductibilidad de una síntesis a sus elementos. ¿Quién puede comprender esto?

(Continúa en Adynata Noviembre)


i Las citas y alusiones, como ésta de Pierre Naville, corresponden a simples artículos de periódico puesto que el texto forma parte de la controversia periodística que por un momento enfrentó a los existencialistas con Action, Lettres Francaises, La Pensée, Nouvelle Critique, etc. Sartre atacaba a cierta literatura de divulgación que nos ha parecido justo recordar aquí, justamente por el carácter polémico de otros ensayos. Traducidos a nuestro idioma circulan profusamente: Cécile Angrand y Roger Garaudy: Curso Elemental de Filosofía (Lautaro, Buenos Aires, 1947); Georges Politzer: Principios Elementales de Filosofía (Lautaro, Buenos Aires, 1950) ; Henry Lefebvre: El Existencialismo (Lautaro, Buenos Aires, 1950) ; N. Gutterman y H. Lefebvre: Qué es la Dialéctica (América, México, 1939). Naturalmente, el autor no pretende refutar toda la literatura marxista; por lo demás, para conocer el pensamiento de Sartre sobre el marxismo es indispensable leer su trabajo Les communistes et la paix, publicado en Les Temps Modernes. (N. del T.)

ii C. Angrand-R. Garaudy: Cours de Philosophie.

iii Idem.

iv Karl Marx-Friedrich Engels: auvres completes: Ludwig Feuerbach, tomo XIV (pág. 651, edición rusa). Cito este texto por el uso que de él se hace hoy; pero me propongo probar en otra parte que Marx tenía una concepción mucho más profunda y mucho más-rica de la objetividad.

v Engels: M. E. Dühring bouleverse la science, t. I (p. 11), Edit. Costes, 1931.

vi Es inútil querer salir del paso hablando de cantidades intensivas. Bergson ha mostrado hace tiempo las confusiones y errores de ese mito de la cantidad intensiva, que perdió a los psicofísicos. La temperatura, tal como nosotros la sentimos, es una cualidad. No hace más calor que ayer, sino otro calor. Y, a la inversa, el grado, medido en función de la dilatación cúbica, es una cantidad pura y simple, a la que el vulgo sigue asociando una vaga idea de calidad sensible. Y la física moderna, lejos de conservar esta noción ambigua, reduce el calor a ciertos movimientos atómicos. ¿Dónde está, pues, la intensidad? Y la intensidad de un sonido, de una luz, ¿qué es sino una relación matemática? Fuente: Del libro Materialismo y revolución. Editorial Deucalion 1954 Buenos Aires. Traducción de Bernardo Guillén


Gérard Fromanger Le Rouge 1968 Serigrafia sobre papel 89 x 60 cm

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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