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  • Foto del escritorRevista Adynata

Elogio del balbuceo* / Natalia Ortiz Maldonado


La sensibilidad es la capacidad de los seres humanos de comunicar

cualquier cosa que no se pueda decir en palabras.

Es la disponibilidad de los cuerpos a las caricias, a la compasión entendida como percepción compartida Franco Berardi.La sublevación

Estas son palabras sobre palabras. Palabras escritas sobre palabras que primero fueron dichas, luego fueron escritas, después fueron traducidas, luego corregidas, leídas más tarde. La legitimidad de estos sonidos y de aquellos que operan como su excusa (un libro, un pedido, un deseo) es dudosa. Si se escriben estas palabras es porque se sueña con poder hacer eco de una vibración, poder ecar, se sueña con que los dispositivos que nos hacen hablar no lo aplanen todo. Esta vez se escribe para poder hacer lugar a cierta vacilación, a cierta ambigüedad, a cierta inquietud, a cierto resplandor. Dónde es el acá de eso que llamamos Oury Jean Oury es una voz que habla de personas muy próximas que sufren, descarriladas, disociadas, en espera permanente, personas en sufrimiento. Lo colectivo es un libro donde algo (no Oury, sino algo) se pregunta qué es necesario para recibir y permanecer con quienes sufren, un espacio donde se dice gentileza, amabilidad, movimiento de los cuerpos,tanto como se dice institución, ministerio, habitación. Desde este tiempo propio, leemos Lo colectivo como una interpelación sobre el encuentro. Que esta pregunta exista, que se nos formule así esta pregunta, está indicando que el encuentro ya no es obvio (más allá de si realmente lo fue en algún momento). La política, la erótica, la ética, esas modulaciones del encuentro ya no son obvias. Será que estamos en la intemperie. Suena Tiqqun: dónde están las palabras, la casa, los antepasados, dónde los amores, dónde las amigas. No existen, mi niña. Hay que construirlo todo. Tenés que construir la lengua que habitarás, construir la casa donde no vivas sola, y encontrar las antepasadas que te hagan más libre. Y tenés que construir la educación sentimental con la que amarás de nuevo. Y todo esto lo edificarás sobre la hostilidad general. Ese es el punto donde comienza eso a lo que llamamos Oury y eso a lo que llamamos colectivo. Hay una exhortación permanente a nuestros cuerpos para que lo puedan todo, para consumirlo todo, para ser consumidos, para que puedan intercambiarlo todo y ser intercambiados, para que sean fuertes, deseantes, felices. Ahí es donde no saber lo que puede un cuerpo, se hace mantra, cliché de intercambio en el mercado de la carne, en el mercado afectivo digital. Y cuando Spinoza se hace mantra adquiere un tono hasta entonces insospechado: hay que saber lo que puede ese cuerpo. Hay que explorar qué se puede, hasta dónde, hay que hacer de la potencia un motor del consumo cibernético. El poder nos está mandando a experimentar. Oury está ante el dolor de los demás, donde los cuerpos no pueden, sin metáforas. Está ante ese dolor, contra ese dolor, decidido a hacer algo con ese dolor, con ese dolor a centímetros de su rostro. Allí se se cuece lo colectivo y no en la exhortación vacía a poderlo todo. Esa es su intensidad y lo que nos desestabiliza, si aceptamos la tormenta que su viaje propone. Lo colectivo es un territorio que permite una emergencia, que permite que haya “simplemente vida”. Una vida que no sea ahogada por los tramos represivos del formulario, del reglamento, pero tampoco por el lenguaje. Lo colectivo es el humus, el terreno fértil de un espacio del decir, pero el decir no es hablar, no es lo dicho, es un balbuceo, una disrupción, un brote. Lo que lo colectivo no es: una decisión institucional que pueda pensarse como un llenar de gente un aula, una sala, una librería. Ahora vamos a decir algo. No es un grupo cualquiera ni es la mera inmediatez, no es una fiesta cualquiera. Lo colectivo no es visible, pero tampoco equivale al inconsciente, es una subyacencia que no subyace, que no está abajo (la noche en el medio del día de Macedonio). Está más del lado de quien percibe y aloja la importancia de la panadería de enfrente, de un sillón donde sentirse cobijada, de una escucha, del efecto que puede tener –para una subjetividad en la intemperie- saber que existe el sillón, la panadería, ese escuchar. Lo colectivo puede hacer que un cuerpo agitado se calme, que alguien con esquizofrenia se suba a una bicicleta, lo colectivo repara. Se abre un espacio para que algo se diga, inclusive si ese algo es un silencio (un lugar donde realmente se pueda estar a gusto, dice el buen Oury), y cobija la voluta de polvo, la hierba trémula que balbucea su existencia. Doble fragilidad: de lo colectivo y de lo que brota.

Sobre la fragilidad de lo colectivo Leer a Oury (ya desgrabado, ya editado, ya texto) es leer a quien se esfuerza por ralentizar un proceso hasta el punto de casi deshacerlo. Oury no quiere definir lo colectivo porque definir es precisamente aquello que lo colectivo no es: un sistema fijo, un conjunto normado, la exclusión de lo que se mueve y muta, es decir: una muerte. Lo colectivo (como experiencia de discurso, como experiencia sensible, como experiencia material) necesita la constelación abierta, requiere asumir la imposibilidad de definición, la ausencia de policía (¿de veras podemos o queremos vivir sin policía?). La construcción de lo colectivo implica un trabajo enorme, desmesurado, casi demencial. Hay un montaje de un dispositivo que no tiene nada de espontáneo, nada de alegre dejar ser; dejarse fluir es dejar que se hagan las instituciones que nos performan, es zambullirse en algo que Oury llama Necrópolis, la ciudad de la muerte en vida, nuestra ciudad,nuestros Espectáculos de la alegría y el encuentro automatizado donde nada pasa. Para que algo pase (como pasaje erótico, político, ético) es necesario que se produzcan ciertas condiciones de emergencia, ciertos cuidados, para que quizá algo pase. Frágiles andamiajes que hay que rehacer constantemente para que se sostengan. Crear fragilidad, que no es un sinónimo de producir frágilmente, sino casi lo contrario. Dice la leyenda que Oury tenía una grilla en la que era imprescindible inscribirse aunque nadie controlara si se respetaban las tareas con las que cada quien se había comprometido. Para poder existir se recomienda ir contra la corriente pues hay toda una línea de muerte en los automatismos, en la captura semiótica del bioalgoritmo, en la corriente de la vida administrada. Eventos, reuniones, ritualizaciones proto-laborales donde se simula que algo pasa. La necrópolis se yergue además a partir de lo que consideramos obvio, cada vez que se da por sabida alguna cosa, cada vez que se hace identidad, punto fijo, institución, esa es la corriente contra la que es recomendable ir. Remontar un río con el cuerpo. Si dejamos suceder las cosas, sucede el poder, se efectúan sus dispositivos. Los discursos del “dejarse fluir” y sus muy sonrientes emisarios tendrían que habernos alertado desde hace tiempo. Cuando lo colectivo no está ocurre la tecnocracia, la competencia, el exitismo, el mercado subjetivo, la contabilidad sobre todas las palabras y todas las cosas, el imperio del like, la soledad nueva que aún no tiene nombre. Es necesaria una vigilia. De la misma manera en que Stengers y Pignarre señalan la necesidad de “prestar atención” al filamento de las prácticas, a la emergencia de lo que resiste y brota, Oury dice la vigilia, atención a lo que ocurre, organismo en alertidad, presto a la recepción. En el I Ching, el segundo hexagrama, K’un, Lo receptivo, dice lo que es pasivo, pero pasivo no es inane, no es un abandono, es un estar presente, estar y permanecer estando, apertura. Se trata de un trabajo enorme e imperceptible. Estar disponibles para lo que surja de manera tal que ese estar sea una invitación. En el I Ching, el segundo hexagrama es la potencialidad total de la materia. En su último escrito, Ante el dolor de los demás, Susan Sontag se pregunta qué es eso que hacemos ante el dolor de los demás. Citando a Virginia Woolf señala: “No condolerse con estas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago, carnicería semejante: para Woolf ésas serían las reacciones de un monstruo moral. Y afirma (Woolf): no somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente, realmente presente, esa realidad” No siempre ni todo el tiempo ni solas. Más bien como las anguilas que recorren el océano en millones guiadas por las estrellas, evitando las redes, los desagües cloacales de las ciudades. Las anguilas que atraviesan el Mar de los Sargazos, ese mar que no tiene costas, ni plancton, ese mar del que se dice que es un desierto de agua.

Sobre la fragililidad de lo que brota Ese algo que se dice, es balbuceo. No se trata la antesala de otra cosa, ni de esperar que el sonido-hilacha se fortalezca y se haga grito, discurso, texto. Su entidad, su modo de existencia es lo frágil; y en el abrazo a esa fragilidad, en el sostenerlo frágil como frágil, radica la potencia. El balbuceo está en las antípodas del slogan, del hashtag, de lo repetido mil veces, de la performatividad del poder. En un pasaje del libro un colega de Oury intenta hacer hashtag, como la industria publicitaria aconseja, elige palabras con mucha carga expresiva, palabras de afección y dice: lo colectivo hace que Eros colonice la pulsión de muerte.


Colonizar la muerte, enorme poder de hashtag. Y entonces Oury, el buen curandero, le contesta con paciencia: ojalá fuese tan fácil como una consigna, pero no lo es. Nada de grandilocuencia. Si hay una hierba que crece es necesaria toda nuestra atención, comprometernos radicalmente con ella. Oury dice, como un Levinas incandescido: de por vida. Un maestro zen solía decir: Ocupate incluso de la hoja de hierba de tal modo que manifieste el cuerpo de Buda. Esto, a su vez, permite que el Buda se manifieste a través de la hoja. Y donde se dice Buda bien puede decirse vida, potencia, mundo radiante, singularidad, diferencia... Decir algo es balbuceo cuando las palabras han sido despegadas del cuerpo. Cuando los cuerpos se encuentran, no hablan. Y allí nosotras encontramos sin buscarlo el nudo del problema contemporáneo de la relación erótica, pero también de la relación política y de la relación social. Cómo reensamblar experiencias que tienden a dislocarse. Biopolítica, hipergramática, gubernamentalidad del algoritmo, hipervelocidad, hiperexpresividad. Muchas veces lo que está quebrado, aquello que hay que reparar, es el “sentimiento continuo de existir”, y entonces lo colectivo funciona como lugar al que volver (una mujer regresa a Oury décadas más tarde y al verlo, se calma), siempre y cuando haya quienes construyan esos andamiajes frágiles una y otra vez como quien construye un templo para Buda o el nido para un colibrí. En ese punto es donde Oury se vuele intolerable para nuestra episteme porque es ahí donde dice compromiso vital. Si suena potente de inmediato, si es hashtagueable, si no da rodeos, si puede comprenderse más allá del territorio donde ha sido dicho, si cualquiera puede decirlo, si jingle, si branding auditivo, se está lejos de la fragilidad del balbuceo. La estetización del espectáculo desvía la energía erótica del cuerpo hacia los signos, señala Berardi. Si la sensibilidad es la habilidad para comprender lo tácito, aquello que las palabras no pueden decir y sin embargo habita la experiencia de los cuerpos, el balbuceo es a la afectividad como el relámpago al rayo, la brillante marca de una presencia. Si alguna cosa puede decirse, si se expresa algo cercano a la experiencia sensible, si es un sonido enlazado con una experiencia que no es del lenguaje, cómo no titubear. La gramática del balbuceo no es la de Insta-Gram. Para acercarse a ella es posible pensar en la poesía aunque sea necesario olvidar el paralelismo una vez que ha sido formulado (la estetización, evitarla siempre). Los sonidos de una niña que juega en el patio, el relato de quien sobrevivió al horror, la lengua de lxs amantes. No se trata de poner o de sacar una letra sino de destrozar la estructura misma del lenguaje para seguirlo hablando, para que sea soportable hablar. Los conectores no conectan, los vertebradores no vertebran nada. Ante la instagramática: el titubeo, el amor, lo inexacto siempre.



*Título original: Elogio del balbuco. O del modo en que puede decirse algo sobre Jean Oury y lo colectivo. Este texto fue escrito originalmente para la presentación del texto Lo colectivo de Jean Oury en Buenos Aires (marzo de 2019) y luego, con mínimas modificaciones se incluyó en la publicación "Hoja de contacto. De refugios e intemperies", nro 2, ciudad de Córdoba, 2019. Ed. Cielo Invertido.

Bibliografía:

Berardi, F. (2017). Fenomenología del fin. Caja Negra, Buenos Aires.

Dogen, E. (2013). Shobogenzo, Sirio, Málaga.

Oury, J. (2018). Lo colectivo. El seminario de SainteAnne, xoroi edicions.

Sontag, S. (2003). Ante el dolor de los demás, Alfaguara, Madrid.

Stengers, I. yPignarre, P. (2018). La brujería capitalista. Hekht, BuenosAires.

Tiqqun(2009).“Y la guerra apenas ha comenzado” en El llamamiento y otros fogonazos, Acuarela, Madrid, pp. 11-22. Lévinas,E.(1991).Ética e infinito. Machado, Madrid.




Shota Suzuki - "La alimentación de la ciudad" - Escultura Oro de 18 quilates (de minas urbanas), cobre, pátina, macbook

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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