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Filotropía (3° entrega) / Gonzalo Sanguinetti

Actualizado: 8 feb

Este artículo constituye un trabajo parcial destinado a la confección de la Tesis de Maestría completa del autor



Filotropía: Una poética dolida de hospitalidad en Juan L. Ortiz



Logos filosófico: el exilio de la piel


Y un silencio con índices de criaturas extrañas

a las que nuestra misma respiración temía herir…

Juan L. Ortiz


María Zambrano (1939) navega los efectos de la decisión platónica en un momento histórico donde el exilio y la extranjería testimonian el resto esquirlado de uno de los ejercicios de exterminio de la diferencia que anunciaban la capacidad destructiva del proyecto humano de modernidad durante el siglo XX. 1939 marca el final de la Guerra Civil Española y el fusilamiento de la Segunda República Española; aquella disputa entre políticas de apertura a otros modos de vida en común y políticas de clausura y asesinato de la alteridad y la diferencia, disputa que aún se extiende en el tiempo que vivimos, en la lengua que hablamos. En ese devenir extranjera a la que la fuerza el exilio, Zambrano ensaya que entre pensamiento y poesía hay una tensión no resuelta, en rigor, una oposición decidida y signada por la violencia y la hostilidad. Vuelve sobre la condenación platónica de la poesía, como el lugar en el que se puede asistir al vigor de la lucha entre estas dos formas de la palabra. El triunfo, lo sabemos y lo atestiguamos, ha sido para el logos filosófico, inaugurando así

“en el mundo de Occidente la vida azarosa y como al margen de la ley, de la poesía, su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos extraviado, su locura creciente, su maldición. Desde que el pensamiento consumó su ‘toma de poder’, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía.”

Esta persistencia histórica de la poesía exiliada a la errancia, la extranjería, la otredad, la marginalidad, la noche, la inviste con distintos nombres de la alteridad. Nombres que quedarán del otro lado de una frontera permanente y recelosamente custodiada para conservar el orden de las jerarquías impuestas por la República. La condenación de la poesía en manos del filósofo articula a la filosofía con el Estado, la polis, el monopolio de la verdad, la razón, la justicia, el ser, lo propio, lo uno y el bien; mientras que la poesía quedará asociada a la ignominia: el exilio, la ficción, la mentira, lo falso, los simulacros, lo que no-es, la nada, la alteridad, el afuera, la extranjería, en suma: lo otro. Acaso una exclusión fundante de la metafísica occidental se da entre filosofía-comunidad y poesía-extranjería. Este es un punto crucial en que la poesía queda situada como lo otro de la filosofía, y a partir del cual articular filosofía con hostilidad y poesía con hospitalidad.[1]


El atravesamiento, la marca, la herida que esta experiencia de la expulsión deja en la memoria de la poesía y en la poesía como memoria, la sitúa precisamente como una lengua posible para el dolor, una lengua sensible los dolores inmemoriales que perviven desoídos, y cuya solicitud de asilo es inaudible por la institución misma del logos como sensorium de la metafísica del Ser. Por eso la invocación urgente del espectro poético como elemento deconstructivo para poder pensar de otro modo que el de la violencia que funda al logos. Zambrano sitúa este paso de manera conmovedora: “Lo más irrenunciable para la poesía es el dolor y el sentimiento; por eso la poesía mantiene la memoria de nuestras desgracias”.

Al ocuparse de la oposición afirmada por Platón, entre poeta y filósofo, Zambrano se pregunta cuál es la diferencia que implica cada posición en su relación con la cosa, con el puro haber existencia de lo viviente. Tanto filosofía como poesía tienen un punto de partida en común: el impacto sensible, el pasmo primero ante la conmoción del haber de la existencia que estremece los sentidos, la diferencia radicará en lo que sucede después de ese primer momento de pasmo[2], Zambrano señala que la Filosofía se arranca del pasmo a través de la violencia, se arranca violentamente de la sensación para lanzarse a otra cosa, a buscar lo que no se da de la cosa, lo que no regala su presencia, la verdad inmutable de la cosa, su esencia, su idea pura y perenne, no su simulacro perecedero: “la vida, las cosas, serían exprimidas de una manera implacable; casi cruel. El pasmo primero será convertido en persistente interrogación; la inquisición del intelecto ha comenzado su propio martirio y también el de la vida.” Ante la conmoción producida por el toque de lo sensible, la filosofía procura arrancarse de ese estado de temblor efectuando un contragolpe de dominio que somete lo existente y neutraliza su potencia conmovedora. Hay aquí una declaración de guerra contra lo sensible para establecer quién queda sometido a quién, se pone en juego una disputa entre vivir como vivientes en exposición inclausurable a la vida sensible o vivir como soberanos que someten lo vivo para inmunizarse de la exposición a la vida sensible. Desde entonces la palabra filosófica carga con esta impronta bélica frente a lo que conmociona los sentidos y hace titilar a las palabras, haciendo del acto de pensamiento un ejercicio de dominio. De allí que Zambrano llame a la filosofía un “éxtasis fracasado por un desgarro”.


Esta posición de la filosofía instituida desde Platón, parece el principio de una deriva que Susan Buck-Morss (2005) señala en Kant a propósito de cómo en sus consideraciones sobre lo sublime se articulan estética, política y guerra. Buck-Morss acentúa que lo que Kant propone es un enfrentamiento con la naturaleza, específicamente en lo que lo existente tiene de abrumador, de temible, de inabarcable, de amenazante, de incalculable, de indeterminable, de demasía sensible que hace fulgurar la vulnerabilidad humana. Las imágenes que invoca Kant son acantilados escarpados, volcanes furiosos, bramidos de un mar temible: modos de existencia de lo vivo indoblegables en su potencia y cuyo efecto sensible inmediato es la certidumbre de vulnerabilidad. El afecto en juego en estas vivencias es el miedo dictado por los sentidos frente a tal despliegue de fuerzas y tal fragilidad de lo humano[3]. Entonces Kant sugiere que podríamos experimentarlas con un criterio más sensato, si las contemplamos desde un lugar seguro -y aquí el punto clave de la inversión- por medio del cual es la naturaleza la pequeña y es nuestra superioridad la inmensa. Buck-Morss recuerda que el modelo de dignidad, respeto, virilidad, para Kant, es el guerrero en tanto es la apoteosis de una vida que, mediante al uso de la fuerza, se ha inmunizado a las sensaciones de temor, vulnerabilidad, terror, angustia, dolor que le proporcionarían los sentidos, y añade “El sujeto trascendental de Kant se purga de los sentidos que hacen peligrar la autonomía no sólo por que inevitablemente lo enredan en el mundo, sino también porque, específicamente, vuelven pasivo (‘tierno’ en palabras de Kant ) en vez de activo (‘valeroso’), susceptible, como ‘los voluptuosos del Oriente’, a la simpatía y a las lágrimas” .


Se trata aquí de un doble movimiento: invertir la inexorable relación de exposición a lo sensible y someterlo a la fuerza desafectada de la razón; al tiempo que se resignifican la exposición, la vulnerabilidad, la afectabilidad, la sensibilidad como debilidades que sería preciso suprimir por ser capaces de doblegar la fuerza, conmover la firmeza del Ser como soberano que domina sobre todo lo existente. No sólo por dar a ver que hay fuerzas ingobernables a las que estamos en infinita exposición sin reparo alguno, sino también porque cualquier vida tocada por los estremecimientos de lo vivo podría devenir capaz de asistir al inconmensurable daño que infligen la virilidad, la fuerza y el dominio como modos de relación con lo vivo.


Devenir sensible a lo sensible restituiría el dolor del mundo en la percepción del mundo. Ese mismo movimiento rompería la lengua, la desquiciaría al desarreglar el circuito de sentido del lenguaje. No es casual que Kant burle y desestime en el mismo renglón a las lágrimas y a las simpatías[4], que siempre remiten a algún duelo, y un duelo nunca es privado, individual, propio, sino una común afección de lo viviente: el elogio del guerrero como modelo epistémico, ético y político que se impone a través de la fuerza, es una celebración de quien puede dar-muerte sin llorarla, de quien da la muerte para extirparse de la muerte, de quien puede dar muerte sin temblar ante la muerte, ante el sacrificio, ante el común dolor que brota de toda muerte. De allí que la acrobacia teórica en Platón, Kant, Descartes, postule la relación con lo sensible en términos de una guerra para constatar quién somete a quién: o sometemos lo sensible o convivimos en exposición al indecidible e inminente acontecimiento que desatan las variaciones de lo sensible sobre lo vivo. Para el logos filosófico se trata de una disputa por el orden y la gobernabilidad de lo vivo. Pero lo sensible no ocurre como soberano que impone su dominio sobre lo existente, sino como circunstancia mínima en la que ocurre lo viviente, ajena a la invención del dominio, apoyada sobre la gratuidad sin fin de lo vivo. Desgarrándose del pasmo sensible y arrancándose de la poesía, la palabra filosófica se ha aproximado tanto a la guerra que casi no se distingue de un dispositivo sacrificial, de un performativo de la indolencia, de una política de la crueldad, de una economía del dolor.


¿Qué sucede con la poesía de cara al estremecimiento de lo vivo? Frente al instante del pasmo, la poesía procura un modo de relación con lo sensible que se distingue, tanto por su declarada abstención en el ejercicio de la violencia filosófica, como por la dignidad que la voz poética intenta restituir a todo aquello que el filósofo desprecia y arroja al ostracismo de la nada:

“El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo. Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en este todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna. (…) La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la completísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás. Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro. El poeta no teme a la nada”


No se trata, para la poesía, de una propuesta de ontologización de la nada, ni de construir una nueva totalidad superadora que incluya todo aquello que la filosofía arroja al no-ser, sino de deshacer el doloroso trazo del régimen opositivo ser/no-ser para dar paso a los matices impercibidos bajo el signo de la nada. Este punto decisivo que Zambrano ubica en la operación de Platón, coincide con la manera en que Bifo (2018) sitúa la diferencia entre sensibilidad y pensamiento:

“La sensibilidad es la facultad singular que permite una proyección de lo real. Como tal, es morfogenética y crea formas continuamente (…) Si el pensamiento tiende hacia la captura conceptual del mundo, la sensibilidad lo acaricia y le da forma sin interrumpir su devenir.”


De aquí es posible decantar, también, una diferencialidad táctil, una diferencia de tacto, una diferencia en el modo de aproximación de la mano, una diferencia radical entre el gesto de la mano filosófica y el de la mano poética: la palabra filosófica piensa, ese pensamiento moviliza la mano, esa mano procura capturar lo tocado fijándolo a un concepto; se trata en este movimiento de un gesto de apropiación y dominación, las manos se ciernen y se cierran con fuerza para inmovilizar lo tocado, para fijar allí una inalterable razón de ser de lo tocado. La mano filosófica reniega de la sensación, se deshace de lo que el con-tacto sugiere, y procura exprimir (Zambrano no elige cualquier verbo, la mano está cruelmente presente) un sentido de lo tocado como su verdad trascendente. He aquí una mano violenta que oculta su rastro, mano que busca entender a través del matar, que para saber interrumpe el despliegue de lo vivo, que da-muerte a lo vivo para someterlo a objeto de explotación.


¿Y qué del tacto poético? Buscando a tientas que pueda advenir lo que ha sido impedido de ser, lo que no puede advenir a causa de no coincidir con las exigencias del logos para que algo sea, la palabra poética se ensaya como caricia en procura de que, a través de la delicadeza del roce, sea posibilitado el acontecimiento de las formas mínimas, frágiles, invisibles, temblorosas, ínfimas, fantasmales, infinitamente vulnerables sin que el nombrarlas, sin que el rozarlas[5] lastime irreparablemente esos devenires. Frente a la fragilidad de lo sensible, pudiendo ejecutar cualquier acción, la poesía decide el modo de relación del acariciar: un gesto que se ubica en el límite mismo del con-tacto, tocando sin tocar. Advertida de que el modo de nombrar-tocar podría resultar demasiado dañino ya, para lo nombrado-tocado, la poesía balbucea caricias, su gesto es el de un interminable temblor estremecido por dos asedios: extender en la lengua el plano donde las formas mínimas de lo sensible encuentren acogida, procurando al mismo tiempo, que esa extensión no impida, en su formulación, otros devenires aún inmanifestados. Más afín a la hospitalidad del silencio que a la hostilidad de la designación.


La caricia como gestura de la poesía recuerda el modo en que Derrida piensa la hospitalidad incondicional como fantología que interroga la contundencia metafísica del binarismo vida-presencia y muerte-ausencia. Frente a la ontología de la presencia cómo única modalidad de lo vivo, que separa la vida de la muerte, una fantología de la espectralidad para dar acogida a la-vida-de-la-muerte, en tanto apertura permanente e incondicional a la irrupción de lo extraño, lo indeterminado, lo ininteligible, lo indesignable que no se sabe que vendrá y no obstante lo cual, la exigencia primera es la responsabilidad. Pues hay hospitalidad sin condiciones allí donde la visitación se anticipa a cualquier invitación. Hospitalidad de antemano abierta a la irrupción de lo radicalmente otro, escribe Derrida: de antemano, antes de la mano, antes de que llegue la mano, antes de que toque la mano: el entretiempo de la caricia[6].


Para pensar hospitalidades con lo viviente, otros modos de advenir de lo viviente y modos de hacer vivir lo viviente, es imprescindible la impresencia espectral de los fantasmas operando como exigencia ético-política, ya en la lengua en la que formulamos lo político, que “reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido”. [7] Lo doliente desquicia la lengua y desquicia el tiempo. De allí que ni el logos como ordenamiento de la lengua, ni la cronología como ordenamiento del tiempo puedan otra cosa que excluir lo doliente para afirmarse.


No casualmente, y lo oiremos más adelante, Derrida hace de lo poético la condición de posibilidad para un acto de hospitalidad incondicional. Mano abierta y temblorosa la de la palabra poética, aminorando su velocidad hacia un movimiento mínimo que extienda el plano sensible para que lo más imperceptiblemente leve, lo infrasensible, tenga un lugar donde residir durante el tiempo de su duración, pudiendo ser esa duración la de apenas un suspiro invisible, la de una sutileza en el matiz con que se anuncia la coloratura de un crepúsculo.


Juan L. Ortiz hace poesía ese acariciar lo indescifrable de la hospitalidad incondicional, mientras habla con el río Paraná:

Y se podría hablar de ti,

intimando, aún por años, con las figuraciones que reviste, diríase,

aquí y allá, la corriente

de tu ser?

Oh, no…

No se podría, me parece,

tocarte todavía

así…


Cómo,

entonces, cómo,

asumir tu duración sin probabilidad de disminuir

tu tiempo, tal vez, de dios?


¿No es acaso esta pregunta la que podría formular una lengua que buscara hacerse asilo para lo vivo dolorido, para lo infrasensible, lo inmanifestado, lo invisible, lo indecible? ¿No es acaso esta manera de la pregunta, la lengua en desvelo de una hospitalidad incondicional? ¿Cómo asumir una duración, sin que esa asunción suponga la disminución del tiempo al forzarlo en algún régimen de inteligibilidad? ¿Cómo dar de existir sin que ese mismo movimiento ponga en peligro lo que adviene a la existencia?


Pero hay un paso más en el que es preciso acompañar a Zambrano. A la violencia inherente al gesto filosófico de Platón que procura someter lo sensible al gobierno de la razón, se añade una correlación profunda entre angustia y sistema, entre angustia y metafísica en tanto construcción de un sistema conceptual como totalidad universal y trascendente capaz de abarcarlo todo. Zambrano sugiere que la angustia parece la raíz originaria de la metafísica, tras la disyunción entre ser/no ser, el anhelo de ser se transforma en una necesidad que debe ser afirmada y reafirmada permanentemente, esto pone en movimiento un ansia de absoluto que no se colma sino de absoluto. Planteado el ser en términos absolutos, el no-ser, la nada, la muerte, el duelo, el dolor como lo otro del ser, lo otro que no es traducible al logos del ser, que no es doblegable por el logos, que pone en marcha una revuelta sensible ingobernable para el logos, restituyen la angustia al pensamiento. Angustia de lo perecedero, lo impermanente, de lo vulnerable, del estremecido desconcierto de existir, que habría querido ser suprimida por el golpe de violencia filosófica que forzó una razón de ser a cada cosa como principio de calculabilidad que garantice la durabilidad de una jerarquía existencial invariable en el tiempo, y cuyo gobierno quedaría en manos de quienes se distinguen por poseer la fuerza de la razón. Esa angustia exiliada al otro lado de la frontera del ser (así como fue exiliada la poesía de la república Platónica), no es conjurable de una vez y para siempre, Zambrano sugiere que el sistema está allí para custodiar la irretornabilidad de la angustia, es decir, para que el pensamiento no sienta la angustia, para que no sea tocado por la angustia, para que pensamiento y sensibilidad permanezcan disyuntos.


"Como si el sistema fuese la forma de la angustia al querer salir de sí, la forma que adopta un pensamiento angustiado al querer afirmarse y establecerse sobre todo. Último y decisivo esfuerzo de un ser náufrago en la nada que sólo cuenta consigo. Y como no ha tenido nada a qué agarrarse, como solamente consigo mismo contaba, se dedicó a construir, a edificar algo cerrado, absoluto, resistente. El sistema es lo único que ofrece seguridad al angustiado, castillo de razones, muralla cerrada de pensamientos invulnerables frente al vacío. "


En este sentido la palabra filosófica, tal como la hemos situado, obraría reactivamente, como un sistema de defensa y conjura cuyo enemigo inmortal es lo sensible; en estas coordenadas, el logos como lengua dominante en que hablan el ser, la razón y la verdad, en tanto sentido del mundo, consistiría precisamente en no sentir, consistiría en consagrarse como una política invulnerable a los sentidos, en consagrar lo político como racionalidad insensible a lo dolorido: la comunidad invulnerable.


El logos filosófico habla lastimando de sentido lo existente para doblegar la angustia que provocan la indesignabilidad de lo viviente y la impronunciabilidad de lo sensible: se niega a considerar la autonomía de los modos de existencia de lo sensible, respecto de la razón humana. La lengua que se habla en esta comunidad invulnerable se realiza buscando el sentido, haciendo del sentido el sentido que domina los sentidos; un sentido no sentido, cuya garantía de veracidad, de razonabilidad, de fiabilidad es exactamente su insensibilidad a lo sentido. Para que el logos tenga y haga sentido, debe inmunizarse a los sentidos. Si, junto a Bifo (2018) llamamos sensibilidad a la facultad que le permite al organismo procesar signos y estímulos semióticos que no pueden ser verbalizados o codificados verbalmente; a la facultad que decodifica la intensidad (como lo que escapa a la dimensión extensiva del lenguaje verbal); y a la habilidad para comprender lo tácito, diríamos que el logos filosófico se afirma como insensibilidad, al desestimar todo acontecimiento no verbalizable, intraducible al sentido; y de allí podríamos preguntarnos si, entonces, el logos filosófico no es acaso una forma de anestesia; si el sentido no constituye ya la piel anestesiada de los sentidos con los que podríamos percibir el dolor que inflige la forma en la que hablamos y vivimos.


Aludimos aquí al modo en que Buck-Morss desarrolla el efecto tecnológico de la modernidad que consiste en transformar el sistema sinestésico en anestésico, invirtiendo paradojalmente su función. Si bien lo ubica específicamente durante la modernidad técnica del siglo XX, nos apoyamos sobre esta hipótesis, como lo hicimos con Bifo[8], para pensar que la operación metafísica que consiste en poner al logos como fundamento y principio de organización de lo existente, puede efectuar una operación muy cercana sobre la capacidad sensible de los sensoriums que se apoyan en las palabras para transcurrir entre lo viviente.[9] Conviene recordar en este punto que de cara a la crisis moderna en las posibilidades de sentir, Buck-Morss conjetura que sería preciso devolver la capacidad de oír, restaurar la perceptibilidad.


Advertido de la incapacidad de las lenguas occidentales[10] para percibir lo vivo dolorido, Juan L. Ortiz restaura con materia poética, el cuerpo sensible de la lengua:


hagamos un silencio como el de las orillas oscuras

para escuchar esta voz innumerable y tenue.


seamos vagas orillas de silencio inclinado

o los oídos de la misma noche

abiertos a qué halito de flor y de agua juntos?


¿No constituye ya, la lengua de los sistemas metafísicos, una mutación sensible que no ha cesado de arrancar la piel de la lengua?[11]



[1]George Steiner (2012) señala que la polémica platónica entre filosofía y poesía, se reedita en repeticiones que varían a lo largo de la historia: “El ideal platónico moldea las acusaciones de Rousseau contra los teatros. Está implícito en la interpretación de Freud de la poesía como un sueño diurno infantil que debe ser superado por el acceso adulto, cognitivo, al conocimiento positivo y al ‘principio de realidad’. De consecuencias todavía más graves es la draconiana percepción de Platón según la cual el arte y la literatura no censurados, la musicalidad indisciplinada son intrínsecamente anárquicos, debilitan los deberes pedagógicos, la coherencia ideológica y la gobernanza del Estado. Esta convicción ha generado numerosos programas de ‹‹control de pensamiento›› y censura, ya sea inquisitorial, puritana, jacobina, fascista, leninista.”

[2] “Si el pensamiento nació de la admiración solamente, no se explica con facilidad que fuera tan prontamente a plasmarse en forma de filosofía sistemática. La admiración que nos produce la generosa existencia de la vida en torno nuestro no permite tan rápido desprendimiento de las múltiples maravillas que la suscitan. Y al igual que la vida, esa admiración es infinita, insaciable y no quiere decretar su propia muerte.” (Zambrano 1939)

[3]No deja de componer una curiosidad el hecho de que la exclusiva selección de Kant no aluda a ninguna otra de las innumerables vivencias en las que “la naturaleza” provoca belleza, serenidad, melancolía, nostalgia, gratitud con las variaciones a través de las que lo sensible encanta la existencia. Algo que, por otro lado, constituye la materia incandescente conque Juan L. Ortiz fragua su escritura poética a orillas del Paraná (y que despunta en primer plano en las artes estéticas orientales de quienes Kant se burla por “voluptuosos”). Antes de que eso que llama naturaleza dé miedo, Kant parece asustado desde antes. Una pregunta se dibuja: ¿Cómo es que sólo puede sentir miedo, y de cara al miedo sólo puede pensar en ser más temible que el miedo? ¿Qué teme perder Kant ante la experiencia de la fragilidad? ¿No es nuevamente, a través de Kant, la filosofía queriendo separar la vida de la muerte, matar a la muerte en tanto estado en duelo del vivir?

[4]Recordemos que pathos (padecimiento, afección, dolencia, sufrimiento) es una de las raíces que conforman simpatía. Interesa recuperar aquí la simpatía, antes que como cualidad agradable de alguien, como cualidad elemental de la materia sensible en tanto afección de una cosa a través de la afección de otra. Es decir, el momento en que se deshacen las ficciones fronterizas entre las cosas. Imposibilidad de aislarse de la sensación que pone a cimbrar en común a toda materia viviente. Hay que preguntarse en este punto, ¿a qué tipo de proyecto político le resulta necesario el desprecio por las simpatías entre lo viviente?

[5]A diferencia del tocar que busca el contacto, la tangibilidad, el toque, la prueba de existencia de lo tocado, el roce ocurre como un sobrevuelo, lo que allí toca es una inminencia entre superficies, un tacto hecho con la consistencia de un soplo. El roce tienta una erótica de las superficies, la distancia mínima afectante en la que tocan sin tocarse.

[6]Pero la hospitalidad -escribe Derrida- pura o incondicional no consiste en una invitación («yo te invito, yo te acojo en mi casa con la condición de que tú te adaptes a las leyes y normas de mi territorio, según mi lengua, mi tradición, mi memoria», etc.). La hospitalidad pura e incondicional, la hospitalidad misma se abre, está de antemano abierta, a cualquiera que no sea esperado ni esté invitado, a cualquiera que llegue como visitor absolutamente extraño, no identificable e imprevisible al llegar, un enteramente otro. Llamemos a esta hospitalidad de visitación y no de invitación.”

[7] Derrida, J. (1995) “Exordio” en Espectros de Marx. Ed. Trotta.

[8]Bifo (2018) conjetura la piel como “el punto de contacto, la interfaz sensitiva entre el yo consciente y la emisión infinita de signos. Es el estrato donde ese orden se rompe, se abre y se crea, a lo largo de las coordenadas del placer y el dolor (…) La piel está formada por el tacto, las caricias, el sufrimiento y las cicatrices. La infoesfera configura los sensores que crean las constelaciones de mundos que habitan en ella. La epidermis es una memoria de caricias y cicatrices, la interfaz de lo social, y su sensibilidad es la que sufre con mayor intensidad la mutación en curso.

[9] “Se le ordena al sistema sinestésico que detenga los estímulos tecnológicos para proteger al cuerpo del trauma de accidente y a la psique del shock perceptual. Como resultado, el sistema invierte su rol. Su objetivo es adormecer el organismo, retardar los sentidos, reprimir la memoria: el sistema cognitivo de lo sinestésico ha devenido un sistema anestésico. En esta situación de "crisis en la percepción", ya no se trata de educar al oído no refinado para que escuche música, sino de devolverle la capacidad de oír. Ya no se trata de entrenar al ojo para la contemplación de la belleza, sino de restaurar la ‘perceptibilidad’”. (Buck-Morss, 2005)

[10]Juanele solía comentar a las amistades una impresión: las lenguas occidentales parecen creadas para dar órdenes.

[11]“Las metáforas absolutas traslucen, para el ojo históricamente adiestrado, las certezas, las conjeturas, las valoraciones fundamentales y sustentadoras que regulan actitudes, expectativas, acciones y omisiones, aspiraciones e ilusiones, intereses e indiferencias de una época” (Blumenberg, 2003)


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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