top of page
  • Foto del escritorRevista Adynata

Gladis Cáceres. Esbozo de una vida viva 2: Domingo Cáceres, papá / Oriana Seccia

Cuando cae la tarde, recortada sobre un horizonte de claridad apenas disminuida, se asoma una figura cansada. Flaco, me figuro su silueta como la de Wenceslao, el personaje de El limonero real. Lo anteceden tres perros igual de flacos pero enérgicos que de tanto en tanto chumban, anunciando el retorno de Domingo tras un arduo día de trabajo; sus manos aún tienen las espinas de la cosecha del algodón, pero no las sienten, ya son una prótesis de un cuerpo que en el trabajo se consume. Y en la bebida: en ese perderse donde ya no sé sabe quién toma a quién.

Gladis habla con un amor intachable de su papá. Lo recuerda volviendo de la estancia, de la cosecha del algodón, trayendo consigo tatú, iguana, chancho jabalí y moro para comer. Al horno el tatú es una delicia, parece ser. De chica, ella se adelantaba a esa llegada: tenía el fuego encendido para recibirlo con unos mates, y también la parrilla preparada para cocinarle las iguanas vuelta y vuelta. Primero comerían los perros, porque ellos eran los que trabajaban, decía su padre, “y tenía razón”, afirmará Gladis ya mucho después, en un ahora que hace tiempo que no cuenta con esa presencia, que tiró hasta los 63 años de vida.

Gladis adora a su papá. La inflexión de su voz cambia al evocarlo, y ello es bastante recurrente: aún hoy parecería que para ella es un ejemplo. Incluso en lo malo, Gladis perdona a su papá que, ante todo, aparece como alguien que se rompió el lomo toda su vida. También o quizá como modo de hacer tolerable esa explotación que se hacía pasar por trabajoera “un tipo muy tomador”. Qué era exactamente lo que tomaba su padre cuando el vino se deslizaba por su garganta es difícil de saber. Una justicia malograda, una bronca por la vida dañada lo tomaban cuando tomaba, que era cuando no trabajaba. Durante los fines de semana, “no veía el sol”. En esos días se ponía a recordar qué habían hecho sus hijos en la semana, y les daba cinto a todos por igual. A veces, alguno intentaba encontrar una razón para aquellos golpes proferidos, algún mérito que justificara que esa mano se descargase sobre su lomo, ¿por qué a mí, si yo no hice nada?: “Porque cuando le pego a uno ustedes se matan de risa, entonces les pego a todos y ya está”, recuerda Gladis, sin bronca.

Sucedía, de tanto en tanto, que la pequeña Gladis se enteraba de que su padre “estaba tirado por tal parte”, y ella iba y lo buscaba, lo lavaba con agua de un bidón, y lo levantaba para arrancar de nuevo para la casa. Estos recuerdos, incluso en su tristeza, son modos de traer de vuelta ese “amor de adentro”, con el que Gladis interpreta su amor de hija a padre: “Yo veía cómo venía mi papá de su trabajo. No era que venía así... ¡no! Venía re cansado. Porque vos imaginate que tenés que hombrear capaz que 20, 30 carros de algodón, capaz que eran 6 obreros. Vos tenés que bajar todo ese algodón del carro, llevar al pilón, pesar, de ahí sacar todo de ese pilón, después sacar todo del galpón ¡No era cualquier cosa! ¡Estamos hablando de bolsas de 80 kilos, 100 kilos! Y todo eso a mí se me venía a la cabeza; todo lo que él hacía en el día”.

Todo ese fardo de trabajo no redundaba, de ningún modo, en un sustento que ofreciera a Gladis y sus hermanos la posibilidad de tener una niñez sin trabajo. Ya a los seis años, entre otras labores, ella trabajaba de niñera de la tía Paula, para quien cocinaba y hacía los quehaceres de la casa antes de partir a la escuela. Y eso no era un trabajo fácil: no por los pocos años de Gladis, sino por la tía Paula misma, que empezó a enloquecer. Una locura incomprendida, y espero que se me perdone la redundancia cercana a la tautología que acabo de enunciar: la locura es el nombre uno de los nombrespara lo incomprensible, para lo que no hay marco, para lo cual todas las figuras del exceso y la desmesura se prestan y no alcanzan: un ruido persistente en el sentido. Sin embargo, allí donde los “profesionales de la salud” no están para ofrecer su dique ante ella ¿a quién protege ese muro del diagnóstico que precede al encierro?, presurosos, los servidores de la comunidad, los pobladores mismos, se alistan a brindar soluciones. Uno quiso curar a la tía Paula metiéndola adentro de un tanque, para aplacar su furia; uno de sus hermanos la ató a un quebracho rojo para amansarla como a los caballos.

Es que la tía Paula era peligrosa. Gladis recuerda que un día, durante la cosecha, había ido con Mercedes, una amiga, a tomar agua al pozo de la tía, que no tardó en aparecer. Machete en mano, corrió directo a Gladis: “hija de puta”, la increpó. Gladis, que sabía qué significaba el fulgor del machete, salió disparada para intentar cruzar un alambrado de seis 6 hilos, que sin dudas protege a la propiedad, pero no a un cuerpo desnudo en peligro, revelando así, en un instante, la conjunción de elementos que habilita el peligro máximo: la propiedad, sus límites privados, pone en juego lo que posibilita cualquier experiencia: la vida. En ese momento, dos claridades: la del filo del machete, y la de los hechos: “mi tía me quería matar”. A Gladis le quedó una cicatriz de aquella persecución, pero fue la tía Paula quien salió más malherida: en su carrera asesina se cayó y se lastimó con el machete. La ambulancia la llevó a Sáenz Peña donde, años más tarde, muy joven, moriría en el hospital. Gladis, al elaborar su recuerdo, tiene un diagnóstico de la locura de su tía: “mi tía se enfermó de soledad”. Con su esposo casi ausente del hogar, Paula le cantaba a la calabaza paraguaya, y hablaba idiomas que Gladis no podía comprender. Pero su diagnóstico no le brinda reposo: tiene que haber algo más; algo le tienen que haber hecho. Un mal difuso, algo que Gladis no tardaría en vivir en carne propia, le pasó a Paula: le habían quitado a sus hijos, que solo de grandes volvieron a su lado. “En ese pueblo es muy común adueñarse de los hijos de los demás”, dice Gladis como advertencia, frunciendo el ceño.

¡Y a Gladis la habían mandado a trabajar a su casa! En su locura aún no tan galopante, mientras Gladis limpiaba y también la cuidaba de algún modo ¿con seis años?, la tía hablaba sola, y algún que otro bife le propinaba. Gladis recuerda los golpes no solo de Paula: los nombra, no los esconde, pero su lenguaje no se detiene en las escenas, en el dolor de la piel (el dolor: ¿límite de toda palabra o terreno que se busca domeñar con ellas cual sables, estocadas precisas para inmovilizarlo con la etérea palabra “golpe”; ¿“golpe” protege?).

Ese mismo día, Domingo volvió en pedo. Se guiaban por la luna para saber la hora, y serían eso de las tres y media de la madrugada cuando escuchó que Irma, su mamá, le cuenta lo ocurrido y le dice que ella no quiere ir más a trabajar. Gladis aún hoy escucha a su papá decir: “Sí, que no vaya más si le pega”. Pero Domingo no estaba durante los días para hacer cumplir su voluntad y la mamá, siempre en el hogar, la mandó igual. Este relato será uno de los miles donde Domingo aparezca en contrapunto con Irma: luz y sombras en el recuerdo de Gladis. Nada parece opacar su brillo. A eso de las cinco de la mañana, antes de que se fuera a trabajar a la cosecha, Gladis le preparaba unos mates y, en su ausencia, le lavaba la ropa en la represa.

Es que Domingo los quería, y se los hacía sentir, sobre todo a ella, la preferida declarada: la única de todas las hermanas que tuvo un festejo a sus quince años. Aún resuenan las palabras de Domingo a través de Gladis, que dice que ella quería estar con su familia y punto, pero que él le había dicho: “«vos sos mi hija y yo te voy a hacer los quince». Y mi papá trajo una vaquilla de campo de cumpleaños e invitó a todo el mundo, y de repente yo tenía cumpleaños”. Pidieron un vestido prestado y armaron un baile de festejo en el patio de la carnicería del pueblo, donde fueron todos, incluso algunos “gringos” para los que ellos trabajaban, uno de los cuales la sacó a bailar; uno que para Gladis será “El Gringo”.

Quizá por este cariño Gladis aún recuerda, bastante incólumes e incuestionadas, las verdades que le supo trasmitir su papá. Hasta hace dos años atrás, Gladis mantuvo casi a rajatabla la prohibición paterna de no tomar las bebidas frías, que rezaba: “eso mata los nervios de los dientes, y yo te digo porque a mí me dijo un indígena”. También se remonta a su fuente la creencia en el Lobizón, esa “persona que se transforma en perro”, y que cuando le pasa por debajo de las piernas a un hombre lo transforma en lobizón y, a cambio, se transforma él mismo en persona. “Y nosotros nos cuidábamos”, me cuenta riendo, y acordándose inmediatamente de su perro, Tito, que es bravo y “torea”: le aúlla a las sirenas de los bomberos.

Entre sudor y copas, una vida dura y de pocas posesiones vivió Domingo Cáceres. Durante la dictadura lo golpearon y detuvieron tres días por no tener documento, y no solo a él le revolvieron toda la casa, llevándose alguna que otra pertenencia, con la excusa de obtener alguna información del Loco Vallejo, un ladrón rural. Advertido sobre esos modos de requisa, Domingo se había ocupado de sustraer dos tesoros del violento “interrogar” de los gendarmes, enterrando aquellas preciadas posesiones: sus cuchillos y una edición del Martín Fierro, cuyas letras mantenían una significación encriptada para Domingo, pero no así sus dibujos, que sabía apreciar junto a sus hijos.


*Fragmentos del libro Gladis Cáceres. Esbozo de una vida viva (Tocoymevoy Ediciones, 2019)


IRANA DOUER Grabado (puntaseca) intervenido 25 x 20 cm 2011

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page