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  • Foto del escritorRevista Adynata

La estética (fake) del negacionismo / Paul B. Preciado

Esa dimensión reactiva es claramente visible en la semiología visual utilizada por los seguidores de Trump durante el asalto. La estética neofascista de los asaltantes negacionistas combina ruinas de historia colonial, referencias surrealistas, ritos apocalípticos y los nuevos accesorios tribales del capitalismo cibernético: telefonía móvil, conexión a internet y redes sociales a los que se aplican las técnicas del cut-up electrónico preconizadas por William S. Burroughs. Pero quizás lo más llamativo es que el nuevo fascismo reproduce toda la gama de significantes y de estilos vestimentarios del fascismo histórico mezclados con símbolos que responden directamente a los movimientos afroamericano, feminista, indigenista y queer bajo la forma de un gran collage performativo, combinando diversos elementos que provienen de épocas y de culturas diametralmente opuestas. El asalto al Capitolio es un caleidoscopio de gorras rojas y de cazadoras de cuero, de camisas de leñador, de tatuajes nórdicos, de vestimentas completamente militares estilo «Tormenta del Desierto» con la inscripción Oath Keepers («Guardianes de la Promesa») en el pecho y caros conjuntos de parcas North Face y botas de montana, de cascos de montar en bicicleta multicolores y de chalecos antibalas paramilitares. En simbología animal, dominan las imágenes de lobos, y sobre todo del águila, emblema americano. Cromáticamente, prevalecen el rojo, el azul y el blanco, las banderas estadounidenses y confederadas, sobre un fondo general de tela de camuflaje. Los Proud Boys de corte de pelo hipster y barba han destronado la histórica cabeza rapada skin. Se trata de una muchedumbre mayoritariamente masculina (independientemente de cuál sea su sexo), pero en la que no faltan figuras femeninas defensoras del naturalismo de género y de la heterosexualidad normativa. Entre las numerosas banderas es posible distinguir una que representa la ideología binaria heterosexual, inventada directamente en respuesta a la bandera trans: dos líneas, una rosa y otra azul, con los signos masculino y femenino enganchados. Definitivamente, esta no es una masa populista de clases obreras o pauperizadas, sino un estructurado bloque de activistas racistas, antifeministas, antiqueer y anti-trans de clase media y privilegiada. El periodista Brian Michael Jenkins de la RAND Corporation, un think tank de análisis estratégico que trabaja para el ejército americano, no duda en hacer referencia a la revolución feminista y sexual del 69 y, al comentar las imágenes del asalto, decreta: «Esto es el Woodstock de la derecha rabiosa.»


Estamos lejos de las estéticas de «la ley y el orden» de los años cincuenta o de los estilos de inspiración eclesiástica e inquisicionista del Ku Klux Klan. La estética de los asaltantes al Capitolio del siglo XXI es una fusión de signos que provienen de fuentes antagónicas y que de ningún modo pueden calificarse como «puros»: por una parte, los significantes heteróclitos de los relatos vikingos y nórdicos mezclados con la cacharrería del fascismo histórico del siglo XX, principalmente europeo, a los que hay que añadir, y esta es quizás la sorpresa, estrategias performativas típicamente feministas, afroamericanas o indígenas, que, frente a la opacidad habitual del cuerpo fascista militar o burocrático, ponen directamente el cuerpo desnudo en escena.

El teórico inglés Dick Hebdige nos ha enseñado a entender el «estilo» como la inscripción estética en el cuerpo de las tensiones políticas entre grupos dominantes y grupos subalternos: ciertos objetos se elevan a estatuto de iconos y se emplean como un manifiesto o como una blasfemia, hasta se convierten en signos públicos de una identidad proscrita. [1] La dificultad para calificar el estilo fake-fascista específicamente trumpista (y sus emulaciones francesas zemmurianas, o las españolistas de Vox) se debe a que los neosupremacistas blancos son al mismo tiempo representantes de una subcultura proscrita que, sin embargo, sigue siendo dominante. Aunque la política del cuerpo del fascismo (virilisino, exaltación del cuerpo nacional, propaganda de la violación, ideología racial, deseo de exterminio de los judíos, xenofobia, islamofobia, heterosexualismo misógino, misoginia, odio a los homosexuales y a las personas trans...) parece estar proscrita en la cultura dominante contemporánea, las formas institucionalizadas de racismo, de antisemitismo, de islamofobia, de xenofobia, de misoginia, de transfobia y de homofobia son compartidas de modo transversal por los grupos neofascistas y por la cultura dominante. Por tanto, no se trata de grupos que reivindican un pensamiento minoritario, sino de colectivos que ponen al descubierto los fundamentos petrosexorraciales de las democracias occidentales y que, frente al presente cambio de paradigma, luchan por su reinscripción mediática e institucional en las nuevas formas de gobierno.

El cuerpo que condensa con más fuerza performativa todos estos significantes es el de Jake Angeli, actor y líder del movimiento conspiracionista QAnon. Angeli entra hasta el corazón del Capitolio con un megáfono en una mano y una lanza sobre la que ha colocado una bandera estadounidense en la otra, lleva guantes negros, zapatos sucios y un misterioso pantalón de pijama marrón sin cinturón que parece destinado a caerse en cualquier momento. Aunque Angeli pretenda hacer alarde de una estudiada performance de la masculinidad supremacista hetero blanca, su teatralización de la acción corporal se parece más a una caricatura macho-fake de las Femen, o a la de artistas antirracistas o indigenistas como Guillermo Gómez Pena o nuestro querido y lamentablemente fallecido Beau Dick. Eso es quizás lo que tiene ser un chamán - fake de extrema derecha digital: Q-Shaman ha remplazado las flores en el pelo de las Femen y las máscaras ceremoniales de Beau Dick por una cornamenta y una piel animal más próxima de los colectivos procaza. Como las Femen, Angeli exhibe su torso desnudo: la escritura de eslóganes feministas ha sido sustituida por tatuajes de símbolos que provienen del paganismo pop nórdico precristiano y de las tradiciones del fascismo europeo: un yggdrasil, el árbol de la vida en las tradiciones nórdicas, un martillo de Thor y un valknut, un montan de triángulos enredados, símbolo del padre de Thor, otro dios nórdico; todos ellos símbolos de poder destructor, pero también de fecundidad viril en las tradiciones indoeuropeas paganas. El único signo «auténticamente» estadounidense es la pintura nacional-tribal de la bandera sobre el rostro. La piel (blanca, masculina, tatuada, pintada) es el mensaje.


Quizás por esas referencias contradictorias, las cuentas de las redes sociales pro-Trump, como la de la portavoz republicana Sarah Palin, el abogado Lin Wood (ahora restringido en Twitter por incitar a la violencia) o el representante de la extrema derecha de Florida Matt Gaetz, se apresuraron a decir que Jake Angeli era la prueba de que la «manifestación» (así es como llamaban al golpe) del Capitolio había sido infiltrada por activistas antifascistas. Declaraciones contra las que Angeli reaccionó inmediatamente: «Soy un soldado de Qanon y digital. Mi nombre es Jake y me manifesté con la policía y luché contra BLM y Antifa en PHX.»

La performance de Angeli, sin duda la imagen más fotografiada y difundida del asalto al Capitolio, ha dejado al descubierto las políticas del cuerpo de los neofascismos petrosexorraciales. Los supremacistas blancos tienen envidia del feminismo y de las tradiciones negras e indígenas americanas. Antes, cuando hablábamos de feminismo decíamos «lo privado es político». Ahora es necesario entender que ese eslogan feminista es también crucial para los movimientos antitransicionistas: el cuerpo blanco masculino hetero- sexual también es (violentamente) político y va a luchar por mantener su estatus de soberanía.


En un contexto semióticamente saturado, las mascarillas han acentuado la teatralidad de los últimos acontecimientos, funcionando como una suerte de accesorio identificatorio que permite reconocer a los bandos enfrentados. El desenmascaramiento de los asaltantes trumpistas no es solo una posición respecto a las norinas en vigor de prevención de contagio vírico, sino que denota una política del cuerpo y del género, una concepción de la comunidad y de la inmunidad, y en último término funciona como una afirmación de autonomía y virilidad, independientemente del género del desenmascarado. Las armas de fuego y no las máscaras son las técnicas de protección de la inmunidad en el neofascismo: es necesario protegerse del otro femenino, homosexual, trans, judío, musulmán o no blanco (aquel cuerpo extranjero que es visto como una amenaza para la pureza de la comunidad heteroblanca), no del virus.

El rechazo de la máscara en casi todos los seguidores de Trump y de los atacantes del Capitolio es una muestra más de la relación entre cuerpo y soberanía en las políticas petrosexorraciales. «La mascarilla representa la sumisión», le dijo un seguidor de Trump a la periodista Brie Anna Frank hace unos meses. «Llevar mascarilla es ponerse una mordaza, mostrar debilidad, sobre todo para los hombres.» La soberanía del cuerpo hetero blanco se define por el uso sin restricciones de la boca, la mano y el pene, y de las prótesis de la masculinidad; las armas de fuego y las tecnologías cibernéticas. Los neopatriarcalistas y neocolonialistas no pueden cubrir la piel blanca, como no pueden, tampoco, negociar, ni llegar a acuerdos consensuales acerca de la emisión y circulación de sus flujos corporales (la saliva, el semen) y subjetivos (la palabra). De nuevo, aquí, la piel es el mensaje.

Del mismo modo que ni Trump ni sus seguidores pueden aceptar haber perdido las elecciones, los neofascistas fake no pueden aceptar un no por respuesta a un avance sexual, ni aceptan llevar condón o mascarilla, porque cualquiera de estas restricciones supondría una reducción de su soberanía blanca y masculina y una caída en lo que ellos entienden como el fango de la feminidad, de la infancia, de la homosexualidad, de los pueblos semitas y de las «razas» inferiores.

Pocos días después del golpe, Judith Butler analizó la imposibilidad de Trump y de sus seguidores para aceptar la cesión de poder a Biden como el síntoma del rechazo masculinista a hacer el duelo no simplemente de la derrota en las elecciones de 2021, sino, de modo más general, del fin de la supremacía blanca en Estados Unidos. [2] En Male Fantasies, Klaus Theweleit explicaba como los perdedores de las guerras nacionalistas alemanas de principios del siglo XX que no pudieron hacer el duelo de la derrota fueron los que constituyeron el núcleo de las fuerzas no solo militares sino civiles que llevaron a Hitler al poder, e integraron después las cúpulas de las SS y las SA y pusieron en marcha la extermina industrial de judíos, gitanos, homosexuales, enfermos mentales, discapacitados y comunistas. La misma imposibilidad para aceptar la derrota (al mismo tiempo epistémica y política, colonial y patriarcal) puede ser el germen del futuro fascismo americano. [3]

El golpe digital


Si algo caracteriza a las estéticas que las derechas neonacionalistas han adoptado durante los últimos años es (quizás para estar a la altura del reto epistémico) la hipérbole. No basta con sostener algo, es preciso amplificarlo, exagerarlo y dotarlo de las cualidades de lo extraordinario con el fin de suscitar la adhesión del receptor. Desde un punto de vista filosófico, la ventaja de ese estilo corporal y discursivo hiperbólico que ha caracterizado las intervenciones de Trump y de sus seguidores es que permite evidenciar la mutación de las tecnologías de gobierno desde un régimen disciplinario petrosexorracial capitalista hacia nuevas formas de control cibernético y farmacopornográfico, incluso cuando se trata de dar un golpe de Estado (o de detenerlo).


En términos del uso performativo del cuerpo en el espacio publico y de su difusión a través de las tecnologías de la información, el asalto al Capitolio fue un happening tecnopatriarcocolonial diseñado para producir imágenes posteables en las redes sociales. Frente a los golpes de Estado tradicionales llevados a cabo directamente por los aparatos represivos del Estado u otras instancias de gobierno (la policía, la Armada, una parte del ejecutivo, etc.) y retransmitidos por órganos de comunicación relativamente centralizados (radio o televisión), el asalto al Capitolio fue el primer golpe de Estado de la generación internet. Por una parte, el golpe no fue llevado a cabo por generales de la Armada, sino por «soldados digitales» (como se define el propio Angeli): youtubers y tuiteros con millones de seguidores. Por otra, tenía como objetivo no tanto la toma del gobierno como la fabricación de una imagen, de un meme, de un videoclip de TikTok de una proeza fallida filmada en vertical (asaltar el Capitolio entendido como lanzar al aire la masa de una pizza y ver como se estrella contra el suelo), que pudiera ser digitalmente compartido sin pasar por las restricciones de los medios de comunicación dominantes. El golpe podría haber sido una cadena de videos de acciones increíbles de un grupo de usuarios de internet en el monumental decorado del Capitolio que, como si se tratara de videos de gatos haciendo gimnasia, activados por un algoritmo, se van reproduciendo en bucle.

Esta dimensión selfie del golpe de Estado explica por que los asaltantes al Capitolio no dan un paso sin filmarse con sus teléfonos móviles. Todo es teatralmente rústico, pero al mismo tiempo visual y semióticamente efectivo. Fuera, los asaltantes instalan un precario patíbulo de madera con una soga para ahorcar como un decorado «photo op» con el que poder hacerse fotos con el Capitolio de fondo. Una vez dentro del edificio del Congreso, el activista de extrema derecha proarmas Richard Barnett se sienta en el despacho de Nancy Pelosi y se hace un selfie con las piernas cruzadas encima de la mesa. Frente a la conciencia performativa de algunos de los participantes, llama la atención la inexperiencia de otros: algunos de los asaltantes se pasean filmándose por los pasillos y las salas del Capitolio con la divertida expresión de alguien que aprovecha una furtiva visita al interior del Congreso para hacer explotar los likes de su Instagram, olvidando quizás que están filmando y difundiendo las que serón después las pruebas y evidencias de sus futuros juicios. Otros, vestidos con infantiles gorros azules y rojos se fotografían llevándose estrados parlamentarios de cincuenta kilos de peso como souvenirs del golpe, como si el Parlamento fuera Disneylandia y hubieran ganado un peluche democrático gigante. Mientras tanto, Tim Gionet, activista neonazi, asegura la retransmisión en directo durante veintisiete minutes desde el Capitolio. Si todo el mandate de Trump consistió en la producción de fake news, el golpe con el que acabó su mandate fue también un fake coup, es decir, un golpe de teatro fabricado única y exclusivamente para ser difundido a través de las redes sociales y en internet -lo que no resta eficacia política ni repercusiones posteriores.

Intuitment

El cambio de paradigma que está teniendo lugar se manifiesta no solo por el choque entre el régimen de verdad petrosexorracial y los nuevos saberes desautorizados feministas, antirracistas, queer, trans, no binarios y ecologistas, sino también por el cambio de los procedimientos sociales a través de los que la verdad se fabrica y se difunde. La ruptura epistémica en curso se caracteriza porque el mercado, internet, las redes sociales (es decir, tanto cualquier usuario de internet como las corporaciones más sofisticadas del capitalismo cibernético contemporáneo), la inteligencia artificial... se afirman como los nuevos aparatos de verificación del régimen de verdad en el que estamos entrando: aquellos que pueden hoy establecer la diferencia entre lo verdadero y lo falso. Y lo hacen al mismo tiempo del modo más rizomático y horizontal, de la forma más espontánea y caótica, y en el marco cibernético más jerárquico, vigilado y controlado que existe, determinado por los algoritmos que rigen las aplicaciones en las plataformas móviles (Facebook, Twitter, Instagram, TikTok, pero también Telegram, Parler, MeWe, etc.), y todo ello en beneficio del gran capital.


Quizás el mejor ejemplo del protagonismo que tienen estos dispositivos digitales en la transición entre distintos regímenes de verdad sea la utilización de las redes sociales durante el mandato de Trump, así como en la organización y la transmisión del asalto al Capitolio, durante el periodo de resistencia a la cesión del poder y en la investidura de Biden.


Twitter no es simplemente un medio de comunicación, sino un aparato de verificación capaz de «fabricar la verdad» y una potente tecnología de gobierno. Por eso, el auténtico impeachment a Trump fue su «intuitment»: 2G- la reducción de la potestad del presidente a través de la cancelación del acceso a sus cuentas de Facebook, Twitter y Google el 8 de enero de 2021. En un régimen de verdad en el que las redes sociales se han erigido en técnicas de fabricación de saber, la destitución no puede ser sino digital. Del mismo modo que se había de fuerzas paramilitares para designar las milicias que se arrogan el uso de la violencia, podríamos hablar de «fuerzas paragubernamentales digitales» para designar el control y la restricción de la potestad que ejercen las redes sociales. Una vez que la cuenta Twitter de Trump fue bloqueada tras el asalto, su potestad se vio completamente limitada. La presidenta del «antiguo» Parlamento de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, advirtió que si el impeachment no fuera posible habría que impedir no solo que Trump pudiera seguir tuiteando, sino también que pudiera tener acceso al botón nuclear. Así quedaron patentes las dos técnicas fundamentales de gobierno (y las dos formas de potestad) del presidente norteamericano: la digital y la militar, la cibernética y la necropolítica. En 2022, cuando Elon Musk había de la compra de Twitter, lo primero que evoca es el derecho a devolver a Trump la posibilidad de utilizar su cuenta. A mediados de 2022, tanto la compra de Twitter como el retorno de Trump a la plataforma siguen en suspenso.


La revolución (y la contrarrevolución) en curso, tanto cuando se trata de la difusión de imágenes de violencia policial, de declaraciones de Me Too o Me Too Gay, Me Too Incest, etc., como cuando se trata de las teorías conspiracionistas o del asalto al Capitolio, confronta dos tecnologías de gobierno: de un lado, la cámara de video del teléfono móvil, y del otro, la policía nacional; de un lado, Facebook e Instagram, y del otro, el Parlamento y los procedimientos «democráticos» de voto, representación y recuento proporcional; de un lado, Twitter, y del otro, los juzgados. De un lado, internet, y del otro, las instituciones tradicionales disciplinarias. No se trata de que una de ellas sea más verdadera que otra: son dos tecnologías sociales y políticas completas con sus formas específicas de enunciación, de subjetivamente y de verificación. Por el momento se trata de tecnologías antagonistas, pero no creo hacer ciencia ficción si afirmo que en el futuro ambas tecnologías están llamadas a hibridarse hasta producir un parlamento digital. Pronto un Estado- nación será una red social, y un Parlamento, una aplicación compartida por un conjunto de «usuarios» que serán considerados (o no) como «ciudadanos» y «soldados» digitales. Es en el seno de esta transición donde se juega la revolución transfeminista, antirracista y ecologista contemporánea, pero también el proyecto de reforma petrosexorracial.


[1] Véase Dick Hebdige. Subadtura. El significado del estilo. trad. de Carlos Roche Suárez. Paidós. Barcelona. 2004.

[2] Judith Butler, «Why Donald Trump Will Never Admit Defeat». The Guardian, 20 de enero 2021.

[3] Klaus Theweleit, Male Fanfasies, I. Women, Ftoods. Bodies, History: y Male Fantasies. 2: Male Bodies. Psychoanalyzing the White Terror, trad. de Stephen Conway, con Erica Carter y Chris Tumer. University of Minnesota Press. Minneapolis. 1987 y 1989.



Fuente: Dysphoria mundis Editorial Anagrama (2022)


Berndnaut Smilde. De la Serie Nimbus. Instalación. 2021

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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