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  • Foto del escritorRevista Adynata

La humanidad que pensamos ser / Ailton Krenak

Actualizado: 3 oct 2022

Tal vez estemos muy apegados a una idea de ser humano y a un tipo de existencia. Si desestabilizamos ese padrón tal vez nuestra mente sufra una especie de ruptura, como si cayéramos en un abismo. ¿Quién dice que no podemos caer? ¿Quién dice que no caímos ya? Hubo un tiempo en el que el planeta que llamamos Tierra tenía sus continentes unidos en una gran Pangea. Si mirásemos desde allá arriba del cielo sacaríamos una foto completamente diferente del globo. Quién sabe si, cuando el astronauta Iuri Gagárin dijo “la Tierra es azul”, no hizo un retrato ideal de aquel momento para esa humanidad que pensamos ser. Él miró con nuestros ojos y vio lo que queríamos ver. Existen muchas cosas que se aproximan más a aquello que pretendemos ver de lo que se podría constatar si unimos las dos imágenes: aquello que pensás y aquello que tenés. Si ya hubo otras configuraciones de la Tierra, inclusive sin los seres humanos por aquí, por que nos apegamos tanto a este retrato que nos incluye? El Antropoceno tiene un sentido incisivo sobre nuestra existencia, nuestra experiencia común, la idea sobre qué es humano. Nuestro apego a una idea fija de paisaje de la Tierra y la humanidad es la marca más profunda del Antropoceno. Esta configuración es más que una ideología, es una construcción del imaginario colectivo -varias generaciones se suceden, camadas de deseos, proyecciones, visiones, períodos enteros de ciclos de vida ancestrales que fuimos retocando hasta llegar a la imagen con la cual nos sentimos identificados. Es como si hubiéramos hecho un photoshop en la memoria colectiva planetaria, entre la tripulación y la nave, donde la nave se pega al organismo de la tripulación y hasta parece algo indisociable. Es como congelar una memoria confortable, agradable de nosotros mismo, como por ejemplo, mamando en los brazos de nuestra madre: una madre abundante, próspera, amorosa, cariñosa, alimentándonos para siempre. Un día se mueve y saca su pecho de nuestra boca. Babeamos, miramos alrededor, reclamamos porque no estamos viendo el pecho de nuestra madre, no vemos aquel organismo materno alimentando nuestras ganas de vivir, y comenzamos a entristecernos, a creer que ese no es el mejor de los mundos, que el mundo está acabando y que caeremos en algún lugar. Pero no caeremos en ningún lugar y quizás lo que nuestra madre hizo fue girarse para tomar un poco de sol, pero como estamos tan acostumbrados sólo queremos mamar.


El fin del mundo tal vez sea una breve interrupción de un estado de placer extasiado que no queremos perder. Parece como si todos los artificios buscados por nuestros ancestros y por nosotros mismos tienen que ver con esta sensación. Cuando esto se transfiere a mercaderías, objetos, a cosas externas, se materializa aquello desarrollado por la técnica, en el aparato que se fue superponiendo a la Madre Tierra. Todas las antiguas historias llaman a la Madre Tierra, Pacha Mama, Gaia. Una diosa perfecta e infinita, fluidez de gracia, belleza y abundancia. Si observamos la imagen de la diosa griega de la prosperidad, esta tiene un cuenco del cual vierte riquezas sobre el mundo, infinito. En otras tradiciones como la china, la india, las americanas, en todas las culturas más antiguas, la referencia es la de una proveedora maternal. No tiene nada que ver con la imagen masculina del padre. Siempre que irrumpe la imagen del padre en estos paisajes es para depredar, detonar y dominar.


El malestar que la ciencia moderna, las tecnologías, los movimientos que surgieron de aquello conocido como la “revolución de las masas”, todo esto no quedó localizado en una región, sino que abarcó al planeta entero al punto de, en el siglo XX, tener situaciones como la de la Guerra Fría, donde había por un lado un muro, una parte de la humanidad, y por el otro, y con mucha tensión, la otra parte lista para apretar el gatillo. No hay fin del mundo más inminente que cuando se tiene un mundo dividido en dos por un muro, ambos intentando adivinar lo que el otro está haciendo. Eso es un abismo, una ruptura. Entonces habría que preguntarse: ¿Por qué tanto miedo a una ruptura si no hacemos otra cosa que no sea caer?


Ya caímos en diferentes escalas y en diferentes lugares del mundo, pero tenemos mucho miedo de lo que sucederá cuando caigamos. Sentimos inseguridad, una paranoia de la caída porque las otras posibilidades que se abren exigen detonar esta casa heredada, que cargamos confortables y con el mejor de los estilos, pero pasamos la mayor parte del tiempo muriendo de miedo. Entonces, tal vez lo que tenemos que hacer es descubrir un paracaídas. No eliminar la caída, sino inventar y fabricar millones de paracaídas coloridos, divertidos, e inclusive agradables. Ya que lo que realmente nos gusta es disfrutar, vivir plácidamente aquí en la Tierra, entonces paremos de despistar a nuestra vocación y, en vez de inventar otras parábolas, rindámonos a esta principal, que no se eluda con el aparato de las técnicas. En verdad, las ciencias viven subyugadas por eso que es la técnica.


Hace mucho que no existe alguien que piense con la libertad de lo que aprendimos a denominar cientista. Acabaron los cientistas. Toda persona capaz de traer una innovación a los procesos ya conocidos, es capturada por la máquina de hacer cosas, de la mercancía. Antes de que esta persona pueda construir, en cualquier sentido, y abrir una ventana de respiro para nuestra ansiedad de perder el seno de nuestra madre, llega un aparato artificial para cansarnos un poco más. Es como si todos los descubrimientos estuvieran condicionados y por eso desconfiamos de ellos, como si todos fueran un engaño. Sabemos que los descubrimientos en el ámbito de la ciencia, las curas para todo, son una falacia. Los laboratorios planean con anticipación la publicación de sus descubrimientos en función de los mercados que ellos mismos configuran, con el único propósito de hacer que la rueda continúe girando. No es una rueda que abre otros horizontes y se codea con otros mundos en un sentido placentero, sino con otros mundos que solo reproducen nuestra experiencia de pérdida de libertad, de aquello que podemos llamar de inocencia, en el sentido de se ser simplemente bueno, sin ningún objetivo. Gozar sin ningún objetivo. Mamar sin miedo, sin culpa, sin ningún objetivo. Vivimos en un mundo donde hay que explicar por qué estás mamando. Se transformó en una fábrica de consumir inocencia y es reforzada cada vez más para que todo lugar sea habitado por ella.


¿Dónde se proyectan los paracaídas? Desde aquel lugar donde son posibles las visiones y los sueños. Un otro lugar donde podemos habitar más allá de esta tierra dura: el lugar del sueño. No me refiero al sueño de la siesta ni aquel banal “estoy soñando con mi próximo empleo, con mi próximo auto”, sino aquel que es una experiencia trascendental en la cual el capullo del hombre explota, se abre para otras visiones de la vida ilimitada. Tal vez sea otra manera de nombrar a la naturaleza. Pero no es nombrada porque solo conseguimos nombrar a aquello que experimentamos. El sueño como experiencia de personas iniciadas en una tradición para soñar. Así como quien va a la escuela para aprender una práctica, un contenido, una meditación, un baile, puede ser iniciado en la intuición para seguir, para avanzar en el espacio del sueño. Algunos chamanes o magos habitan esos lugares o tienen ingresos. Son lugares con conexión al mundo que dividimos; no es un mundo paralelo aunque tiene una potencia diferente.


Cuando a veces me dicen de imaginar otro mundo posible, es en el sentido de reordenar las relaciones y los espacios, de nuevos entendimientos sobre cómo podemos relacionarnos con aquello que llamamos naturaleza, como si nosotros no fuéramos naturaleza. En verdad, están invocando nuevas formas para viejos modos humanos de coexistir con aquella metáfora de la naturaleza que ellos mismos crearon para consumo propio. Todos los otros humanos que no son nosotros están fuera, y podemos comerlos, golpearlos, quebrarlos, despacharlos para otro lugar del espacio. El estado del mundo donde vivimos hoy es exactamente el mismo que nuestros antepasados recientes nos encomendaron.


La verdad es que vivimos reclamando, pero esto fue encomendado, llegó empaquetado y con una nota: “Después de abrir no hay cambio”. Hace doscientos, trescientos años ansiaron por este mundo. Mucha gente decepcionada pensando: “Pero, ¿es este el mundo que nos dejaron?” ¿Cuál es el mundo que están embalando para dejarle a las futuras generaciones? Ok, se habla de otro mundo, pero ¿ya le preguntaste a las futuras generaciones si el mundo que estás dejando es aquel que ellas quieren? La mayoría de nosotros no estará aquí cuando llegue el paquete. Quién lo recibirá serán nuestros nietos, bisnietos, tal vez nuestros hijos ya viejos. Si cada uno de nosotros piensa en un mundo serán trillones de mundos, y las entregas serán realizadas en varios lugares. ¿Qué mundo o qué servicio de entrega estás pidiendo? Hay algo de insano cuando nos reunimos para repudiar al mundo que acabamos de recibir, en un paquete encomendado por nuestros antecesores; hay algo de arrogancia cuando sugerimos que, de haber sido nosotros, lo hubiéramos hecho mejor.


Deberíamos entender a la naturaleza como una inmensa multitud de formas, incluyendo cada pieza nuestra, que somos parte del todo: 70% de agua y muchos otros materiales. Creamos aquella abstracción de unidad, el hombre como medida de las cosas, y salimos por ahí atropellando todo, con un convencimiento general hasta que todos acepten que existe una humanidad con la cual se identifican, actuando en el mundo a nuestra disposición, tomando lo que querramos. Este contacto con otra posibilidad implica escuchar, sentir, oler, inspirar, expirar aquellas camadas de aquello que quedó afuera nuestro como “naturaleza” pero que por algún motivo aún se confunde con ella. Hay algo en esas camadas que es casi humano: una camada identificada por nosotros mismos que está desapareciendo, está siendo exterminada de la interfase de humanos muy-humanos. Los casi-humanos son millones de personas que insisten en quedarse fuera del baile de la civilización, de la técnica y el control del planeta. Y por danzar una coreografía extraña son retirados de escena, por epidemias, pobreza, hambre, violencia dirigida.


Ya que pretendemos mirar hacia el Antropoceno como el evento que puso en contacto mundos capturados para aquel núcleo preexistente de civilizados -en el ciclo de las navegaciones, cuando salieron rumbo a Asia, África y América-, es importante recordar que gran parte de esos mundos desapareció sin que fuera pensada una acción para eliminar aquellos pueblos. El simple contagio del encuentro entre humanos de aquí y de allá hizo que esa parte de la población desapareciera por un fenómeno que luego se llamó epidemia, la muerte de miles y miles de seres. Un sujeto que salía de Europa y desembarcaba en una playa tropical dejaba un rastro de muerte por donde pasaba. El individuo no sabía que era una peste ambulante, una guerra bacteriológica en movimiento, un fin del mundo; tampoco lo sabían las víctimas que eran contaminadas. Para los pueblos que recibieron esa visita y murieron, el fin del mundo fue en el siglo XVI. No estoy quitando responsabilidad a la gravedad de toda la máquina que movió conquistas coloniales, estoy llamando la atención para el hecho de que muchos eventos que sucedieron fueron parte del desastre de aquel momento. Así como estamos hoy viviendo el desastre de nuestro tiempo, al cual algunas selectas personas llaman de Antropoceno, la gran mayoría lo llama caos social, desgobierno general, pérdida de calidad en lo cotidiano, en las relaciones. Todos fuimos lanzados a este abismo.


Fuente: Texto elaborado a partir de la entrevista con Ailton Krenak, conducida por Rita Natálio y Pedro Neves Marques en Lisboa, en mayo del 2017, con transcripción y edición de Marta Lança.

Publicada en Ideas para postergar el fin del mundo editada por Colectivo Siesta (2019). Traducción y coordinación Carolina Pierro.

Publicado originalmente bajo el título “Ideias para adiar o fim do mundo”, Ed. Schwarcz S.A. Companhia das Letras.



Isabel Tello. Grabado en linóleo - Gráfica para Semillitas Zapatistas impreso en papel hecho a mano por La Ceiba Gráfica Ac


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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