De chica, el alma se me separó del cuerpo. El alma,
o como se quiera llamar a ese aguijón
que se lleva clavado en el pecho y va soltando en la sangre
el deseo de vivir como una medicina
más fuerte que cualquier virus. Se dice que el miedo,
un miedo lo suficientemente intenso puede dejar
al cuerpo solo, y el cuerpo solo no comprende
qué cosa debe hacer consigo, cómo andar por el mundo
sin perderse. Para curarse hay que volver al punto
de partida, al lugar, al tiempo en que se produjo el accidente,
el golpe, la marea de palabras o de actos que impactaron
contra una y la vaciaron por dentro, dejándola así: una caña seca
donde ni los insectos buscan refugio
o alimento. La sangre, dicen, se vuelve agua, un líquido
que no tiene el poder para mantener al corazón en movimiento
y que bombea y bombea pero ya no es
la droga potente que atraviesa
el circuito de las venas sino el fluido espeso,
quieto de una ciénaga donde crecen las alimañas
y un dolor ciego se asienta. El accidente
puede ser cualquiera, a veces
es el choque inevitable entre dos cuerpos:
el día en que caíste sobre mí no pude
retroceder ni defenderme,
conocí el pavor de las criaturas que se enfrentan
a un enemigo muy
superior a sus fuerzas. Entonces no sabía, ahora sé
que perdido por perdido,
es el canto del miedo el que vence al miedo,
el que lo vuelve inofensivo, una serpiente
a la que se le exprime el veneno
de los colmillos. Para que el alma entre
de nuevo en el cuerpo hay que empujarla
con la pobre, cobarde fuerza de los débiles,
como si el mundo fuera fácil de mover
de su eje, como si pudieran detenerse sus leyes,
revertirlas, como si recuperar el alma
que te arrebataron tan temprano
fuera posible.
Fuente: El cuerpo (2020) Ed. Portaculturas
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