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  • Foto del escritorRevista Adynata

Muerto el perro, muerta la rabia / Griselda (Grillo) Cugliati

Día uno


Llegamos al pabellón. Los muchachos están en asamblea. Habla una sola persona. Es una mujer robusta, de unos sesenta años. Tiene la voz carraspeada. Quizás por el cigarrillo, quizás por haber gritado mucho. Es “la jefa”. Todos la miran. Algunos con timidez, algunos con bronca o vergüenza. La mayoría con miedo.

Llegamos en el momento justo en que está interpelando (a los gritos) a uno de los muchachos.

Mujer- ¡Usted es un perro rabioso Gómez! ¡Un perro rabioso! ¡Le falta morder el piso! ¡Usted muerde Gómez!

Muchacho- Yo… Yo no quería… Usted… Usted me dijo… Yo…

Mujer- (cada vez más histriónica, casi poseída) ¡Usted me tiró con una silla! ¡Es un animal! ¡Dejó de ser persona! ¡Vamos! ¡Muerda Gómez! ¡Muerda el piso acá mismo en frente de todos! ¡Muerda!

Muchacho- Yo… Yo no quería… Es que… Yo necesito ver a mi hermana. Y también cambiarme de pabellón.

Mujer- (Ríe cínicamente) ¿Cambiarse de qué? Noooo Gómez… A tu hermana la quisiste ahorcar… ¿No te acordás?

Muchacho- ¿Cómo? ¿Cómo voy a querer ahorcar a mi hermana?

Mujer- Estaba borracho Gómez. Borracho y vaya a saber que más… ¡A usted no lo quieren en ningún lado! ¡Nadie lo quiere Gómez! ¡Ni su hermana! ¡NADIE! ¡Usted se va a quedar acá por mucho tiempo, animal! ¡Me tiraste con esa silla! ¡Menos mal que me corrí porque si no!… ¡Perro rabioso! ¡Rabioso!

El resto de los muchachos está en un silencio casi sepulcral. No vuela una mosca. Y eso que la colonia está llena de moscas.

Yo miro a mi compañera, ella también me mira. Nos decimos con la mirada. Pensamos parecido. Estamos presenciando un abuso. Todos los que estamos ahí estamos presenciando un abuso.

Nos miramos. Y callamos. Porque sabemos, que esta es una práctica habitual en el pabellón y en general en la institución, es decir, en el manicomio. Callamos porque es nuestro primer día de taller y porque sabemos que si confrontamos en ese momento, corremos el riesgo de ganarnos el odio de “la jefa” y que nos quiera volar de un plumazo antes de haber llegado. Y eso no puede pasar ahora. Porque nos quedaríamos sin pabellón, los muchachos se quedarían sin taller y no sería posible inaugurar un nuevo espacio de existencia.

Callamos. Por ahora. Pero ambas sabemos. Por la lógica misma de nuestra existencia en el hospital (o sea en el manicomio) que tarde o temprano confrontaremos con ella.


Día dos


Volvemos al pabellón. Los muchachos nuevamente en asamblea. En el centro, la jefa aún teñida por la intensidad furiosa del día uno. Un silencio cortado invade el ambiente.

Matilde le comunica que trae con sigo la crónica que escribió durante la asamblea pasada.

Mujer-¡Oh! ¡Mirá qué bueno! Acá eso no lo hacemos.

Matilde- Nosotros sí. Siempre intentamos escribir la crónica de las asambleas y reuniones, para generar un registro, de lo que se dice, y se va construyendo colectivamente en espacios que habitamos en común. Es bueno poder leernos y mirarnos en nuestra propia práctica. Pensar y reflexionar colectivamente nuestras intervenciones, y las de todos.

Silencio. La jefa callada. Los muchachos murmuran. Se genera una dispersión rara. Parece que algunos vacilan entre irse o quedarse, desconcertados.

Matilde se para y convoca a oír la crónica. Los muchachos deciden quedarse. Pienso que debe ser la primera vez que toman una decisión digamos democrática. Se lee cada palabra dicha: Ahorcaste a tu hermana. Tu hermana no te quiere. Yo quiero. Necesito. Cambiarme de pabellón. Y así.

Finaliza la crónica. La jefa tiene una cara rara, poco vista, casi de desconcierto. Se produce un silencio que dura un siglo. Hasta que uno de los muchachos empieza a aplaudir tímidamente. Otro se suma. Y otro. Hasta que el pabellón se ensordece de aplausos. De sonrisas. De miradas que se encuentran en una complicidad digna.

Nos quedamos reunidos. La jefa se va. Suele suceder, (dicen las lenguas del pabellón) que cuando se va la jefa todos se retiran del lugar. Pero esta vez, todos se quedan. Intento tomar fuerzas para continuar. O más bien intento tomar coraje. Me levanto y comienzo. Los miro y alzando la voz (porque a veces hay que hacerse escuchar, sin perder la ternura) les lanzo a todos una caricia circular, envuelta en la pregunta: ¿Cómo están? ¿Empezamos el taller?

Las cabezas asienten con intriga. No saben lo que va a pasar. Nosotras tampoco lo sabemos. Pero si sabemos que vamos a dejar mucho ahí. A vencer o morir. A callar o a existir.

Nos ponemos en ronda. Nos miramos. Nos reconocemos.

-Ahora vamos a jugar.

-¿A jugar?

-Sí. A jugar. Un juego divertido pero muy serio. ¡Ojo al piojo...!

Risas cómplices, miradas que se encuentran, manos que se encuentran. Soledades que se acarician.

Veo que Gómez rodea y rodea. Lo percibo. Me doy vuelta. Apoyo mi mano sobre su hombro. Le pregunto: ¿viene Gómez? ¿Tiene ganas de jugar?

Gómez me mira no muy convencido. Se acerca. Me dice que si con la cabeza.

-¡Bien! ¡Qué alegría!- Le digo.

Gómez se suma a la ronda y comienza el juego. Risas, roces, carcajadas, silbidos, saltos, palmas. Es la primera vez que veo su sonrisa.

En un giro sorpresivo se acerca y muy muy bajito me susurra al oído:- Yo… Yo nunca quise ahorcar a mi hermana.

-Está bien Gómez. Está bien. Tranquilo. Ya va a haber tiempo para hablar de eso. Ahora estamos en el juego. Ahora jugamos.

Gracias- responde Gómez- muchas gracias.


El sueño


Esa noche Gómez se acostó pero no podía dormirse. Quizás pensando en el juego… Quizás pensando en su hermana o en la jefa. Cuando logró dormirse soñó. Hacía tanto que no soñaba…

Soñó que era un perro. Un perro grande y rabioso. Y que lo único que podía curar la rabia era una caricia. Esa que nunca tuvo, esa que nunca fue para él. Soñó que corría entre los arboles queriendo huir. Queriendo morder.

Soñó con su hermana y con sus hijos, que no lo reconocían, porque él se había convertido en perro.

Soñó que uno de sus hijos lo miraba. Casi no podía reconocerlo, pues ya tenía unos cuantos años encima. Los años que el mismo había pasado en el hospital, o sea en la institución, es decir, en el manicomio.

Pero uno de sus hijos lo miraba. Primero con desconfianza. Tal vez sea por la espuma, que surge de mi gran boca putrefacta- pensó el perro- . Pero los ojos del niño fueron abriendo sus cuencas y transformándose en una mirada tierna.

– ¡Mamá, mamá! ¡Mirá quién vino! ¡Un vagabundo! – Gómez (o sea el perro) lo miró absorto. El niño extendió su mano flaquita.

-¡No lo toques! Gritó la madre desde la ventana de la cocina ¡Puede estar enfermo! ¡Puede tener rabia! ¡Y la rabia no se cura con nada!

El niño se paralizó. Pero el deseo de acariciar ese frenesí pudo más. Puso su mano sobre la cabeza y la acarició suavemente. Con una ternura que solo los niños conocen.

Y despertó. Se tocó tratando de constatar si seguía soñando o ya estaba despierto.


Francisco de Goya, Perro semi-enterrado / Perro semi-hundido 1823 Técnica: Fresco (131x79 cm)

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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