Casilda Rodrigañez en El asalto al Hades sostiene que los cuerpos de los animales pluricelulares son una orquestación de música e instrumentos, de energía biosolidaria, una sinfonía de procesos y sensaciones que hoy ya no son intuiciones o emociones poéticas, sino bioquímica material cognoscible. Es decir, que los fluidos que emanan de todo lo vivo no son nada etéreo o sobrenatural, puesto que resulta materia totalmente identificada. Materia tan identificada como la oxitocina que emana de las criaturas humanas para convertir el bienestar propio en el bienestar de lxs próximxs. O como las endorfinas que producen las personas gestantes y las recién nacidas hacen que durante la hora siguiente al parto estén impregnadas de opiáceos. Surge, entonces, este estado dependiente y se crean lazos de unión. Es el fenómeno común a los mamíferos, que se conoce como el “imprinting”, fenómeno que ha sido reprimido, silenciado y ocultado durante 5000 años. Patriarcado, patria, patrón entumeciendo el movimiento de lo vivo.
La represión del “imprinting” en nuestra sociedad, según Casilda, es una mutilación en el comienzo de la vida humana para impedir el crecimiento de la criatura productora de deseos. No es una mutilación cualquiera ni arbitraria; es la base sobre la que descansa toda la estrategia de sometimiento y control del crecimiento de las personas para que no caigan en el caos y en la anarquía y queden en disposición de obedecer a la ley. Leemos en El asalto al Hades que la ruptura de la simbiosis primaria humana, el bloqueo de la producción deseante en el primer estadio de nuestra vida, es, entonces, un caso de negación de la autorregulación de la vida y de su fluir asociativo. La ley dictada por la autoridad humana quiebra esa autorregulación creando en lo somático y en lo psíquico todo tipo de patologías; entre ellas el thanatos —la capacidad para la crueldad—, la tiranía y la sumisión —la capacidad para devastar, apropiarse de los bienes y mandar, y/o para vivir en estado de sumisión—. El principio de gobierno sobre lo vivo. El kratos operando sobre cuerpos y vínculos.
En la época que nos toca vivir, por un lado, la estrategia de sometimiento y control por parte de la sociedad jerárquica y autoritaria no solo se efectúa en esta etapa de la vida, con la primera separación violenta, con la primera ruptura, sino también con otras separaciones posteriores —en la juventud y en la adultez—, cuando el movimiento de lo vivo fue interrumpido por la maquinaria que lo niega; cuando los mecanismos de las diversas formas de gobernar que gestionaron —y gestionarán— el Estado dinamizaron, fomentaron y sostuvieron modos específicos de aniquilamiento, control social y reorganización de relaciones sociales. Por otro lado, a pesar de estas separaciones en etapas siguientes a la simbiosis primaria de la que habla Casilda, lo vivo construye un fluir asociativo que pareciera no detenerse: las vidas arrebatadas renacen en los cuerpos que las parieron, pero fueron esos cuerpos los que volvieron a nacer por las vidas arrebatadas: “Nunca fui militante, nunca fui nada, fui un papá nomás, pero que siempre trataba de interiorizarme porque mi hija me llevó a un lugar que era un mundo nuevo para mí. Yo no entendía nada, ella me terminó enseñando muchas cosas. No sé si por el dolor, pero es como que si ella me hubiera parido”, nos dice en una charla entre compañerxs Alfredo Cuellar, papá de Florencia, “la China”; la última de las nueve mujeres asesinadas desde el 2009 hasta el 2012 en la Unidad N° IV del Complejo Penitenciario Federal de Ezeiza. Nada se pierde, todo se transforma. La sangre derramada por el Estado riega nuevas siembras de rebeldía.
“Es como si ella me hubiera parido” se expande aún más con estas palabras de la mamá de un pibe que se negó a robar para la policía: “Yo no pedí estar donde estoy. ¿A mí de qué mierda me sirve tener a mi hijo en una bandera? Hoy no solo soy madre de mi hijo, sino de todos los pibes asesinados por la policía, de todos los pibes que se negaron a robar para la policía, y que si lo hubieran hecho, también estaría acá”, nos afirma mirando a los ojos, con esa fuerza que moviliza, Mónica Alegre, mamá de Luciano Arruga —desaparecido el 31 de enero de 2009, tras haber sido detenido por la Policía Bonaerense por negarse a robar para ella, y encontrado como NN en el Cementerio de Chacarita el 17 de octubre de 2014—.
“Soy madre de todos los pibes asesinados por la policía” dialoga con una manera de posicionarse en el mundo que fue arrebatada y despojada por los proyectos estatales y capitalistas, pero que ahora vuelve a ser como pueblo, vuelve a recuperar las tierras que han sido robadas, vuelve a escuchar: “Mi padre me enseñó a escuchar el viento, me enseñó de plantas medicinales, me enseñó que tenemos otros sentidos. ‘Escuche india’, me decía mi padre, ‘india salvaje’ o ‘madreselva’, y yo orgullosa. Yo escuchaba a un vecino cortando leña o los ruidos de los autos. Y un día aprendí a escuchar. Mi identidad la encontré con mi hijo Facundo, la encontré cuando él tenía 11 años y empezamos a caminar este camino que me tiene en este lugar viviendo como mapuche”, nos cuenta María Isabel Huala en su comunidad HualaWe mientras compartimos un muday, bebida del pueblo mapuche, en las tierras recuperadas que antes formaban parte del Ejército argentino.
“Mi identidad la encontré con mi hijo Facundo” abraza las palabras y acciones de un padre que siempre nos ve como si fuéramos sus hijxs: “A pocos meses de que se cumplan 20 años de la Masacre de Avellaneda, como dijo Norita alguna vez y a mí me quedó: yo soy un padre parido por mi hijo. Él me enseñó a salir de mi burbuja laboral y meter los pies en el barro. Es tan grande que aún me sigue enseñando. A veces estoy donde sé que Darío estaría. Mientras mi hijo se desangraba estaba pariendo miles de hijos, que son esos jóvenes que están luchando en este mundo tan desigual. Por los de ahora y por los desaparecidos, por los Daríos de antes y los Daríos de después, porque sigue habiendo muertes en los barrios. Ha corrido mucha sangre, por eso seguimos en esta vereda”, manifiesta Alberto Santillán, papá de Darío, quien fue asesinado junto a Maximiliano Kosteki en la Masacre de Avellaneda perpetrada por el Estado el 26 de junio del 2002.
“Es como si ella me hubiera parido”, “Soy madre de todos los pibes asesinados por la policía”, “Mi identidad la encontré con mi hijo” y “Mientras mi hijo se desangraba estaba pariendo miles de hijos” construyen un fluir rebelde y asociativo que pareciera no detenerse a pesar de tanta reclusión, represión y muerte planificada por quienes insisten en detener lo vivo. “Vamos hacia la vida. Ayer fue el cielo el objetivo de los pueblos: ahora es la tierra”, nos dice Flores Magón.
Casilda Rodrigañez en El asalto al Hades sostiene que la jerarquización no podría ser aceptada si las personas supieran la verdad de la vida: su condición anárquica, caótica y armónica. Por eso se oculta incluso semánticamente; se excluye de la imaginación. La vida es una sinfonía sensible; una sinfonía cuya música no cesa nunca. Una música viviente que les susurra en los oídos a los carceleros y asesinos que ni todas las fuerzas de la máquina les alcanzarán para detener la rabia acumulada por tanta miseria y muerte planificada: “El tiempo de la vida es muy corto, si vivimos, vivimos para hollar cabezas de reyes”, leemos en Enrique IV.
Y si ellxs hicieron nacer a quienes lxs parieron, también nos hicieron nacer a nosotrxs, como dice Vicente, “Acaso para que el mundo y nuestras vidas / no murieran del todo. / O, mejor dicho, / para resucitarnos. / La mano de Darío más bella que nunca / porque ahora esa mano era de todos, / como un inviolable, feroz y dulce deseo…
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