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Perón y el peronismo en la obra de Horacio González / Eduardo Rinesi

Perón y el peronismo son posiblemente los temas más recurrentes, más constantes, de la obra, enorme, de Horacio González. [1] Desde “Humanismo y estrategia en Juan Perón”, en una juvenil Envido de 1971 (Envido –escribió cuatro décadas después González en el prólogo a la edición facsimilar que publicó la Biblioteca Nacional– “fue siempre libre, autónoma, juvenil. Se debía parecer bastante al espíritu de la generación de 1837”), hasta su libro mayor sobre el líder del gran movimiento de las masas argentinas del siglo pasado, su formidable Perón, de 2007. Abramos este libro. Empecemos por el comienzo, por la primera línea: “Si existiera el reverso de la carne, no sería la muerte. Serían los escritos.” Es el tema de González: los escritos. Los textos. Las palabras. La relación, quizás, entre las palabras y la carne. La carne de una biografía o de una historia. La carne de Perón o la del peronismo. “Pero ¿hay carne en las palabras?” Es González el que pregunta. El que no se ha dejado de hacerse esta pregunta, en realidad, a lo largo de toda su obra, y sobre todo a lo largo de su obra sobre el peronismo y sobre Perón. A los que siempre pensó en relación con las palabras, con los escritos, con los textos de los que uno y otro son inseparables: los textos que Perón leyó, los que glosó, los que enseñó, los que escribió, los que citó y los que recitó, los que moduló con solemnidad en Bolsas de Comercio y Congresos de Filosofía y los que improvisó en grandes jornadas de plaza y de balcón. Y los otros textos: los de quienes leyeron a Perón, los de quienes discutieron con Perón, los de quienes disputaron con Perón, los de quienes quisieron celebrarlo o explicarlo o condenarlo. De estos textos, y de las relaciones entre estos textos, están hechos, para González, el peronismo, su materia y su tragedia.


Por eso, hay un problema fundamental en el tratamiento que da González al tema de Perón y del peronismo: el problema de la lectura. Que es como decir: de los reflejos de esos textos de los que está hecho el peronismo. De los modos en los que unos textos se reflejan en otros textos, que es una de las formas en las que unas vidas se reflejan en otras vidas. Perón fue un lector de textos y además fue el autor de textos que fueron leídos por otros, por muchos otros. Por eso, una parte de la pregunta por el peronismo y por Perón es la pregunta por el modo en que leyó Perón los textos que leyó: por lo que hizo con ellos, por la manera en que los incorporó a su propia voz, a sus propios escritos, a sus propios textos, y la otra parte de la pregunta por el peronismo y por Perón es la pregunta por cómo fueron leídos esos textos “propios” de Perón, por cómo los leyeron sus seguidores, sus críticos y sus detractores, pero muy especialmente por cómo lo leyó en un determinado momento de la historia (no, lo escribo mejor: por cómo fue leído, después, el modo en que lo leyó, en un determinado momento de la historia) ese nunca muy preciso “nosotros” que González no usa muchas veces en sus escritos, pero que de tanto en tanto aparece en ellos (“nosotros, sus seguidores de traje fiado…”, “no comprendíamos…”, “entendimos diferente…”), como si nunca hubiera dejado de estar ahí como su motivo más constante y verdadero, para indicar la continuidad de una preocupación que me parece a mí que no sería exagerado afirmar que es la que organiza el conjunto de los problemas de los que González se ha ocupado a lo largo de toda su obra.


En 1992 Horacio González publicó bajo la forma de un libro el resultado del trabajo que había escrito como tesis doctoral para la Universidad de San Pablo, ciudad donde había vivido durante los años de la dictadura argentina. El libro, precioso, se titula La ética picaresca. El día de la presentación, que se llevó a cabo en una amplísima sede de la librería El Aleph en la calle Corrientes entre Cerrito y Libertad, en Buenos Aires (esa librería ya no existe más: en el terreno que ocupaba el edificio ahora funciona un estacionamiento), Tomás Abraham tuvo una ocurrencia que fue muy festejada: “Horacio –dijo Abraham–: ¡Seguís hablando del peronismo!” Era un chiste. El libro de Horacio no hablaba, por lo menos ostensiblemente, del peronismo. Pero no se equivocaba Abraham al sugerir que una no tan secreta preocupación por el peronismo entendido como el nombre de una gran conversación imposible o fallida, de la conciencia incrédula y astuta de una historia desquiciada o de la escena de un tipo de acciones hechas de encubrimientos e insinceridades era la que animaba el conjunto del deslumbrante recorrido que proponía González en ese libro, a lo largo de cuyas tres partes (precisamente: sobre la tragedia, la picaresca y el pretexto) una reflexión inspirada en la lectura de las grandes obras del pensamiento social moderno no dejaba de echar luz, de los más diversos modos, sobre los problemas de la historia argentina más reciente.


¿Puede calificarse como “picaresco” el modo en que Perón leía los textos con los que se formó y con los que formó su propio y pintoresco acervo de máximas, sentencias y dictámenes? El tema ha ocupado a González en más de un sitio, pero encuentra su desarrollo más amplio en el Perón, en cuyos capítulos iniciales el futuro general nos es presentado, varias décadas antes, en su triple condición de lector, de profesor y de autor de un libro de texto destinado a sus estudiantes, los Apuntes de Historia Militar, al que González presenta como un “libro de cánones y preceptos”, donde una vasta erudición en materia de guerras antiguas y modernas es resumida en la forma de un astuto refranero hecho de citas, aforismos y apotegmas. “La mayoría de sus frases ya figuraban en almanaques antiguos”, escribe González. El arte peroniano de la conducción era en primer lugar, entonces, el arte de conducir frases, que exactamente para poder ser conducidas de un lado a otro (González observa que con las mismas palabras con la que Perón celebra al movimiento estudiantil europeo de fin de los 60 condenará pocos años después a las guerrillas argentinas de la década siguiente) tenían que ser tan sonoras como vacías. Vacías, o, como dice González, reversibles. “Para Perón, todo enunciado era reversible”. ¿Cómo llamar a eso? ¿Astucia? Sin duda. Astucia permanente, “ontología de la astucia”, escribe González, de alguien que diciendo una cosa o exactamente la contraria dejaba siempre “una pátina de aceptación general hacia un mundo enturbiado, aceptando todas las relaciones por igual”. Que siempre estaba en estado de ironía y de anonadamiento del significado efectivo de las frases que, jaraneras o misteriosas, lanzaba sobre el mundo. Así, en el corazón de la gozosa astucia del conductor de frases anida el germen de la tragedia que en estos juegos de duplicidades y reversiones no dejaba de anunciarse.


¿Cómo juzgar la responsabilidad de Perón en esta tragedia? Sobre este punto González discute con su amigo José Pablo Feinmann en términos que anticipan los del intercambio entre ambos que reproduce el volumen de conversaciones Historia y pasión, de 2013. El problema son, de nuevo (siempre), las palabras. “Escarmiento”. “Aniquilamiento”. Perón las dijo, y no es irrelevante que lo haya hecho. ¿Pero hace bien Feinmann, se preguna González, en suponerle a esas palabras una capacidad efectiva de fundación de una violencia destructiva de cuerpos y de vidas? ¿Hay continuidad, contigüidad, identidad, incluso, entre las frases y su realización práctica en la historia? Si a las palabras debiéramos entenderlas siempre en su perfecta literalidad, desaparecería lo que González llama “la irrecusable contingencia del lenguaje”; si no les reconociéramos el peso del que están grávidas, hablar sería un ejercicio irresponsable y gratuito. Por supuesto, no lo es: las palabras son riesgosas. Pero al mismo tiempo siempre cargan con una especie de excedente. Son siempre menos y más que la realidad, que en ellas permanece siempre, por así decir, inconsumada, y es justo gracias a ello que existe libertad de los sujetos en la historia. González no es concesivo con Perón, pero parece condenarlo menos por la inclemencia de algunas de las frases que pudo pronunciar que por su incapacidad para poner fin al juego desesperante de inversión del significado de todas ellas, que determinó que a cierta altura de las cosas ya nadie, ni siquiera él mismo, supiera qué era lo que significaban, y que solo quedara, al final, su furia.


Esa furia de Perón era, en el fondo, la furia porque hubiera historia. El conductor de frases preferiría que no la hubiera. Que esas frases que movilizaba como ágiles tropas en el campo de batalla lograran abarcar el mundo en su totalidad y ejercer una soberanía plena sobre la vida de los hombres y de los pueblos. Pero no: si hay vida, escribe González, es porque hay límites, porque hay obstáculos a ese imperialismo feliz de las palabras, a esa voluntad del predicador que querría un mundo sin sangre, sin lodo y sin muerte. En la retórica hay plenitud de un sentido alojado en un puro mundo de palabras, en un puro sí-mismo del lenguaje, pero en la historia hay una materia dura, una facticidad excedente, un resto que no deja de acechar y de desmantelar esa utopía. González le da un nombre sartreano a ese resto. Lo llama escasez, a veces rareza. Son las traducciones que se han ofrecido a la rareté (“la rareté, eléctrica palabra”) de La crítica de la razón dialéctica. La retórica, escribe González, no es solo una teoría de la elocuencia o de la persuasión: es una filosofía del movimiento entero del ser dentro de los límites absolutos del lenguaje. Frente a ella, contra ella, la escasez de la historia, la escasez de lo práctico inerte de la historia, es “lo bruto sin palabras, lo violento sin metáforas, la naturaleza sin imaginación, lo catastrófico sin aviso ni poética”. Perón llevó a su extremo la pretensión de la retórica de someter el campo entero de la rareza o de la escasez (o sea: de la muerte) “a una gran guerra de posiciones en el lenguaje”. Pero no es posible ignorar que existe un punto “donde mueren las palabras” y donde en su lugar, o entre sus grietas, emerge en su dura materialidad la historia. La retórica querría dominar y hasta suplantar la historia, volverla un pliegue interno de su propio plexo de palabras. Pero la historia, con su carga de conflictos excedentes respecto a la capacidad de las palabras para someterlos, se resiste. La sorpresa y la cólera del conductor son la sorpresa y la cólera frente a esta resistencia.


El asunto había sido considerado por González en un artículo sugestivamente titulado “El general de la conciencia desdichada”, aparecido en 1985 en el número 5 de la revista Unidos, escenario de algunas de sus grandes contribuciones a los debates argentinos de esos años. De algún modo, Unidos continuaba, después de la dictadura, a Envido, pero lo hacía en otra época y con otro lenguaje. “Ahora, en vez de sociología tercermundista, politología democrática”, escribe González en el ya citado prólogo a la edición facsimilar de la revista de los años 70. “Politología democrática” parece un poco mucho: Unidos siempre estableció una distancia conceptual y estilística con las retóricas dominantes en la discusión académica sobre los problemas de la “transición”, pero es cierto que lo hizo en el medio de un ejercicio de revisión de la propia “verba peronista” que su antecesora había ensayado (de nuevo: “como traje prestado”) quince años antes, y exhibiendo un esfuerzo de lectura muy atenta de las primicias que traía a la discusión teórica y política el alfonsinismo. A este último asunto dedica González uno de los textos mayores de los varios que escribió en la revista: “El alfonsinismo, un bonapartismo de la ética”, en el número 9, de abril de 1986. Sobre el otro asunto, la relectura de la tradición peronista y la revisión del propio personaje de Perón, González publica otros tres textos fundamentales, todos en ese mismo año: en el número 10, de junio, “Solanas y el bergantín de la modernidad”, magnífica reflexión sobre uno de los asuntos más constantes de toda su obra: el de la relación entre pensamiento y mito, el del modo de situarse frente al mito no como un obstáculo para el pensamiento, sino como su condición de posibilidad; en el número 11/12, de octubre, “La revolución en tinta limón”, del que hablaremos más adelante, sobre la correspondencia que intercambian Juan Perón y John William Cooke en la segunda mitad de los años 50, y en el número 13, de diciembre, “Perón y Verón: dos tesis sobre el malentendido”, del que nos ocuparemos enseguida.


Pero volvamos al artículo del 85 sobre la “conciencia desdichada” del viejo general, en el que no es difícil encontrar anticipadas algunas de las tesis que veníamos relevando en el Perón de dos décadas más tarde. En el artículo, González observa que coexistían en Perón dos naturalezas. Una de ellas lo invitaba a forjar, a través de sus “hechizos de mago” de conductor, “totalidades doradas e indivisas” en las que todas las fuerzas en disputa en el suelo de la vida nacional pudieran ser reconciliadas. González ve en esta vocación por la construcción de una “comunidad organizada” el corazón del pensamiento político peroniano, que se va desplegando con mayor fuerza a medida que avanzan los años y las décadas, hasta llegar a su pensamiento último, capaz de poner a la misma “humanidad” como sujeto de un universalismo armónico y reconciliado. La otra lo llevaba a producir divisiones y antagonismos, a cavar trincheras por doquier, a multiplicar los enemigos, a hablar siempre en un lenguaje de contraposición de fuerzas y en ocasiones también de enfrentamientos radicales y tajantes, “al estilo del cinco por uno” o de los encendidos escritos de los años del exilio y la resistencia. La idea de la conducción era la de que era posible encontrar en las cosas, incluso en las fuerzas contrapuestas de la historia, un “nervio oculto” que permitiera postular la unidad última entre todas ellas. Perón quiso absorber en sí toda la sociedad argentina. “El método de la conducción y la doctrina que lo acompañaba lo llevaban a eso”. Pero no era posible. El 12 de junio de 1974 –escribe González–, en “el último discurso que tuvimos desde los balcones”, la doctrina de la conducción “intentaba agónicamente una demostración de efectividad, practicando exclusiones que antes nunca se había permitido. La realidad había sorprendido al viejo lector de Plutarco con las evidencias de la sociedad moderna lacerada por conflictos de diverso tipo, obligándolo a realizar actos que un Padre Eterno no tenía en su mochila: las excomuniones”. La escasez de la historia –como escribirá González en el Perón– desbordaba los hechizos de mago del conductor de frases.


¿Pero acaso no debía saberse que eso tenía que ocurrir? ¿Acaso podía esperarse que un viejo general de la nación no terminara “pagando con sangre de izquierda” menos su “pacto” que su ostensible pertenencia a una derecha que había que engañarse mucho para no ver que era la suya? ¿Qué malentendido fue el que llevó a ese engaño? ¿Qué mala lectura de las cosas, de la historia, de los propios discursos de Perón, fue la que llevó a tantos jóvenes de izquierda, seducidos por los astutos sortilegios del viejo demagogo, a “hacerse peronistas”? ¿Cómo pudo esa izquierda pretender incluirse en los mecanismos que organizaban la discursividad de un líder que era claro que no podía contenerla sin negarla, sin clausurarla en su misma diferencia y finalmente sin expulsarla de su seno entre vituperios y rugidos de Júpiter tronante? Más o menos de este modo pueden resumirse las preguntas que en aquellos mismos años de la “transición democrática” argentina que aquí estamos recordando se formularon en sendos importantes libros que abordaron, cada cual a su modo, la tragedia de este desencuentro final entre la retórica universalista peroniana y la forma en la que se hizo manifiesto frente a ella lo irreductible del conflicto de perspectivas y de proyectos en el suelo efectivo (raro: “escaso”) de la historia. Uno fue el libro, sobre el que González no ha dejado de volver, de León Rozitchner, cuyo mismo título, Perón, entre la sangre y el tiempo, revela pese a todo la pertenencia de la indagación que lleva a cabo al mismo campo de problemas que organiza las reflexiones de González. El otro fue el trabajo que escribieron juntos Eliseo Verón y Silvia Sigal, Perón o muerte, donde la pregunta por este “malentendido” de las juventudes de izquierda peronista de los años 70 busca responderse con los instrumentos de una teoría “estructuralista” (nada más lejos de eso, si bien se piensa, que la teoría de la subjetividad rozitchneriana, de matriz psicoanalítica y merleau-pontyana) sobre los discursos.


Es a este último libro en particular que se consagran los afanes refutatorios de González en su ya anunciado “Perón y Verón…”, que es tiempo ahora de comentar. El libro de Verón y Sigal había considerado el modo en que un cierto “dispositivo de enunciación” propio del ars conduscendi peronista delimitaba muy precisamente los lugares que cada quien podía ocupar en esa estructura de enunciaciones, que solo podían ser, excepto por el lugar de un único “enunciador primero” central e incuestionable, los lugares de una cantidad de “enunciadores segundos” de la palabra soberana de aquel. La muy interesante y muy polémica tercera parte del libro de Verón y Sigal mostraba el modo en que los Montoneros, no comprendiendo adecuadamente ese dispositivo retórico del peronismo (no comprendiendo adecuadamente quién era Perón, que era quien había puesto a funcionar ese dispositivo), se terminaron confrontando dolorosamente, y a puro costo, con los límites que el mismo les planteaba. La izquierda peronista no había entendido el dispositivo de enunciación del peronismo, pero Perón sí lo había entendido (esta diferencia entre lo que había entendido Perón y lo que había entendido la izquierda peronista también es central en el argumento de Rozitchner, aunque ahí lo que se trataba de entender no era el modo de funcionamiento de una estructura discursiva, sino el de los mecanismos subjetivos de la subordinación y la obediencia, de la aceptación gozosa de la servidumbre). La izquierda peronista no entendía lo que hacía. Perón sí. Y no hacía más que hablar de ello. González señala que Verón y Sigal se dan cuenta de que en esto radica “la novedad” de Perón. En mostrar todo el tiempo lo que hacía. En hablar todo el tiempo sobre el modo mismo en el que hablaba. Es como si Perón no hubiera necesitado a Verón, porque él era su propio semiólogo, su propio Verón. Perón hablaba diferente, escribe entonces González, “porque fundamentalmente hablaba sobre cómo hablar”.


Y de nuevo entonces encontramos en estos textos de hace varias décadas el ensayo general de las grandes tesis del Perón: el arte de la conducción es en primer lugar el arte de conducir palabras. Perón, escribe González, usa el lenguaje como juego. Igual que Verón. Nada descubre Verón sobre ese juego que no supiera Perón también, y antes. El lenguaje como juego: en usar ese lenguaje, en usar el lenguaje de ese modo, consistía el “hablar diferente” de Perón. Y aquí la discusión de González con Verón: No es que la izquierda que se hizo peronista no haya entendido esa diferencia. Es que la entendió, y porque la entendió se hizo peronista: “El reconocimiento del habla diferente de Perón permitió nuestro peronismo”. La diferencia que representaba Perón, que era Perón, “la distancia que Perón guardaba respecto de todo el sistema de la cultura política existente”, marcó una época, dice González, y agrega: “En nombre de esa diferencia nos hicimos peronistas”, porque esa diferencia, esa distancia, “permitía nuestra propia historicidad”. Que es como decir: nuestra propia diferencia. “Fuimos hijos de aquello ‘diferente’ y portadores de esa diferencia”. Portadores del principio de la diferencia con el que inscribirse en un dispositivo discursivo, en un discurso, para entenderlo diferente a él también. Es que de eso se trata hacer política: de entender diferente. “No se entiende parmenídicamente nada. Se es lo que no se es, no se es lo que se es…”. La primera de esas dos frases de González refiere al orden del conocer; la segunda, al del ser. La política supone ese entender “no pamenídicamente” las cosas y esa vacilación o incertidumbre entre el “to be” y el “not no be”. Hay política (aquí González no está lejos del sentido de las frases que en años más recientes nos hemos habituado a leer en algunos de los autores más renovadores de la filosofía política contemporánea) exactamente porque hay esta distorsión constitutiva de las identidades, sin las cuales no habría política ni historia ni nada más que pura somnolencia de lo mismo. “Entender mal”, entonces, entender “mal” en qué consistía la identidad que se decidía abrazar, era el modo verdaderamente político (político, es decir, de izquierda, en la medida en que ser de izquierda, escribe González, es elegir ocupar “un lugar que no debe dar cuenta de la totalidad de los significados que ‘centran’ la vida social”) de abrazarla. “Entender mal es una forma de izquierda de entender las cosas”. Entender diferente es entender bien.


De esta manera, pensar la política es para González menos pensar en términos de identidades y de isomorfismos (esta última palabra aparece en su artículo para presentar y cuestionar la pretensión de Rozitchner de que hay una continuidad sin fisuras entre la conciencia propia y el sistema de dominación) que hacerlo en términos de rupturas, de quiebres, de “errores no reflexionados” y de weberianas paradojas de las consecuencias. Estamos en el corazón de las tesis centrales de La ética picaresca, quizás el más explícitamente weberiano de los libros de González (quizás aquel en que la influencia de su maestro brasileño Gabriel Cohn –y también la de sus lecturas brasileñas de Hannah Arendt– sea más notable), cuyos temas son precisamente las múltiples formas en las que se revela la no continuidad, la no coincidencia, entre lo que los sujetos saben y lo que los sujetos hacen, la no transparencia de los sentidos de la acción, la no plenitud de los significados de las palabras, su nunca adecuada correspondencia con las cosas. Puede llamarse a eso reserva, secreto, pretexto, excusa, coartada, rodeo, burla, suspensión de la creencia, sarcasmo, hipocresía, mala fe. Son las figuras con las que González piensa, en ese libro, “la tragedia del conversar”, la circunstancia de que nunca pueden las conversaciones decir adecuadamente el mundo, el estado de las cosas en el mundo. Y sin embargo, conversamos. Habermas, lectura obligatoria en nuestras carreras de ciencias sociales de esos años, había imaginado a la conversación como el modelo o la metáfora de una sociedad. González, en su libro, lo completa (mejor: le hace decirlo todo, todo lo que Habermas, por supuesto, sabía perfectamente bien) más que lo que lo corrige: la conversación es un modelo de sociedad, a condición de que entendamos que esa conversación “se les fue a todos de las manos”, que es otro modo de decir que esa sociedad está siempre, constitutivamente, fuera de quicio. La picaresca es el nombre de la ontología con la que pensar ese desquicio del mundo y de las relaciones entre los seres hablantes que lo habitan.


Son los temas del Perón. Son los modos en los que González interpretó siempre el peronismo, o en los que el peronismo interpretó siempre lo que González escribió toda su vida de mil modos distintos, que es que los nombres de las cosas siempre están errados, desplazados, que el sentido de las acciones nunca es pleno, que la historia es siempre una mascarada. Y que es en esa historia, sin embargo, que hay que actuar. En Envido, escribiendo contra los izquierdistas “de compás y tiralíneas” y contra lo inadecuado de una teoría objetivista del desarrollo o del derrumbe del capitalismo como la que animaba a la sociología más académica o al marxismo más convencional, González recordaba la enseñanza fundamental que contiene la página inicial de El dieciocho brumario…: que “los hombres hacen la historia con acciones incompletas y en condiciones no elegidas por ellos”. Por eso –escribía González– es necesario el arte del conductor, que en aquel artículo se llama el estratega: “El estratega, entonces, ejerce una función de sentido”. Es el encargado de garantizar la primacía de la política en un mundo desquiciado. Es lo que Perón no se cansó de decir y de escribir toda su vida, desde los Apuntes a los que ya aludimos hasta sus escritos de los años de la proscripción. En ellos –lo recuerda González en su libro mayor– “la política consistía en conducir el desorden”. En ponerle una montura a la historia, había dicho Perón, y González vuelve más de una vez sobre esa frase, reveladora de una especie de evolucionismo o de fatalismo histórico todavía confiado y optimista. El problema es que esa montura (este es el tema del Perón) no estaba hecha de otra cosa que de palabras, de las que Perón parece haber creído que bastaba con hacer un uso suficientemente astuto. Tal vez toda la tragedia del peronismo esté contenida en esa pretensión. La política, el arte de conducir palabras, de movilizar frases, de dar vuelta como a una media un puñado de enunciados, era el intento de conjurar el desorden (que es otro nombre para la rareté) del mundo. Perón parece haber pensado que podía hacerlo indefinidamente. Que alcanzaba con la astucia. No alcanzaba.


¿No es esa tragedia del peronismo la que iba adivinando, a medida que avanzaba su muy comentada correspondencia con el líder exiliado, su joven delegado John William Cooke? La de Cooke es una presencia fundamental en la reflexión política de González sobre Perón y el peronismo, desde sus primeros escritos en Envido hasta su libro mayor de 2007. Entre aquellos y éste, por cierto, es posible advertir un enriquecimiento en el modo de González de pensar la idea cookiana de lo maldito, de la maldición, que si en los 70 es evaluada apenas como el signo de una comprensión todavía no plenamente revolucionaria de la naturaleza y la misión del peronismo, al final es comprendida como esa “gradación menor de la dialéctica” que le permitía verlo como una “totalidad social en trance”, un “momento de bullicio y desesperación en la historia”. Bullicio de los significados de las palabras, desesperación por su desajuste respecto de las cosas. Es conocida la idea cookiana de que en la Argentina los peronistas son comunistas que no llevan ese nombre y los comunistas portan un nombre que no representa lo que verdaderamente son. Ese desajuste entre los nombres y las cosas es el malentendido que le interesaba pensar a Cooke, no por casualidad una presencia fundamental en los escritos de González sobre este problema. Entre ellos, habíamos abierto ya el artículo de la revista Unidos donde González discute con Rozitchner y especialmente con Verón. La tesis de Verón era que la estrategia de la izquierda de incluirse como sujeto portador de enunciados propios en el “dispositivo de enunciación” que caracterizaba el logos peronista había fracasado porque ese dispositivo de enunciación, que esa izquierda nunca había entendido, no permitía semejante cosa: solo podía alojarlos como enunciadores “segundos” de una palabra “primera” que no era posible cuestionar. No fue así, dice González, y la primera prueba de que no fue así es el propio Cooke. Que entendió en qué consistía aquel “hablar diferente” de Perón al que nos referíamos hace un momento y que entendió que ese hablar diferente de Perón era el que permitía su propia inclusión en ese dispositivo discursivo, que como es notorio lo tuvo, en esa correspondencia, como un protagonista fundamental e incluso como un contradictor, respetuoso pero obstinado, de los pareceres del viejo conductor.


El asunto había sido considerado por González en el precioso artículo sobre la Correspondencia que había aparecido en el número inmediatamente anterior de Unidos, apenas un par de meses antes. Se trata de una de las contribuciones más relevantes de González en aquella revista, en la que los otrora jóvenes echeverrianos de Envido ensayaban, en un tiempo signado por la novedad que representaba la hegemonía conceptual del liberalismo democrático alfonsinista, un ejercicio de revisión de un legado y de una identidad. Jóvenes echeverrianos: ya vimos aparecer esta idea en el prólogo de González de 2011. La misma noción estaba presente (con menos ternura retrospeciva, con más escepticismo) en el Perón: “La revista Envido, publicada entre 1970 y 1973 por unos ilusos jóvenes que se parecían más al fracaso echeverriano que a un triunfo peronista…”. Y por cierto: “Echeverría” será el apodo del protagonista de una de las tres novelas de González, Tomar las armas, de 2016, sugestiva reflexión, bajo la forma de una historia más o menos disparatada, sobre las militancias revolucionarias de los 70. En ella, un joven profesor de sociología es reclutado por un absurdo grupo clandestino para dictar clases de historia política argentina a sus militantes, embarcados en un extravagante plan para quilombificar las cosas. Entre clase y clase, el desconcertado profesor Echeverría recibe en el cuarto en que se aloja elogiosas cartas del general Perón comentando, en su muy reconocible prosa, sobre la que la novela de González no se priva de ofrecer sugerentes reflexiones, sus lecciones… El chiste con las cartas invita a pensar, obviamente, en la célebre correspondencia entre aquel otro notorio joven que había sido Cooke y su “Querido Jefe”, tema de aquel artículo de Unidos que acabábamos de abrir, y que estudia el modo en que había sido posible, en el interior del modo de hablar y de discutir que habilitaba “el arte de la conducción” peroniana, un diálogo que se cuenta entre los más interesantes y profundos que hayan tenido lugar en la historia de las ideas políticas argentinas.


De ese artículo de González me interesa señalar aquí un solo asunto, que nos conducirá al último tema que querría considerar en estas notas, que es, si no me equivoco, el tema fundamental del Perón. Me refiero a la cuestión del nombre de Perón, permanente motivo de todo tipo de consideraciones en los intercambios entre el viejo líder y su joven delegado. Está claro para ambos que el nombre del líder es justo eso que nadie puede compartir con él. Perón podía delegar (es el tema de un documento fundamental y muy conocido) su mando, su decisión y su palabra, pero no podía delegar su nombre, que le pertenecía solo a él y que está en el corazón de los dramas de suplantaciones, imprecisiones y apócrifos que, como es fama, él mismo no se cansaba de estimular. Perón tenía una gran autoconciencia sobre su condición de portador de un nombre –escribe González–, y éste es sin duda uno de los temas de la Correspondencia. Pero esa autoconciencia no era grave sino chacotera, burlona. Perón, de quien ya dijimos que usaba el lenguaje como un juego, jugaba también, como pieza fundamental de ese su lenguaje, con su propio nombre, que solía usar con una fuerte carga de ironía. Se conocen de sobra las frases en las que se expresa esa ironía peroniana: “No se trata de gritar Viva Perón”, “Peronistas somos todos”, etcétera. Da la impresión –escribe González– de que Perón “no es el cómodo depositario del símbolo ‘Perón’, que se había difuminado hasta límites de uso que prácticamente abarcaban a toda la sociedad política argentina”, y resolvía esa incomodidad con la ironía, con el humor. Pero el asunto (apenas insinuado en el artículo que estamos comentando, y desplegado ampliamente, en cambio, en el Perón) no era gracioso, sino grave. Era el problema de la relación entre el nombre y la institución, como escribe González inspirado en las reflexiones de Claude Lefort sobre “el nombre del Uno” del que había hablado en su momento, en su célebre panfleto, el joven Étienne de la Boétie. Ese tema, señala González, “constituye el núcleo agobiante” de toda la reflexión política de Perón, núcleo que finalmente el viejo conductor “deja irresuelto”.


Me parece que puede afirmarse que en estas frases que acabamos de leer, en este artículo fundamental de las reflexiones de González en aquellos años 80 en que se trataba de repensar el legado y la identidad del peronismo para los tiempos nuevos que se inauguraban, está contenido uno de los asuntos fundamentales que dos décadas después adquirirían un desarrollo mucho más amplio en el Perón. Allí González historiza, por así decir, o presenta en su secuencia temporal, las formulaciones que adoptó en el pensamiento de Perón y en sus modos de tratar con el lenguaje lo que podríamos llamar el problema de su relación con los nombres en general y con su propio nombre, con el nombre “Perón”, en particular. Esa secuencia presenta un primer momento en el que un joven Perón expedicionario se esmera en la preparación de diccionarios que revelan su interés por las lenguas de los pueblos indígenas con los que trataba, lenguas que se trataba de fijar desde el ejército en cuyas filas militaba el joven oficial. Un segundo momento, estatal, corresponde a los años de los ciclos presidenciales de las décadas del 40 y del 50, en los que el nombre de Perón se difuminó, desde la cima del aparato del estado, como designación de territorios, de provincias, de instituciones, de ámbitos de lo más diversos de una res publica de la que ese nombre tomó, colonizador, zonas enteras. Un tercer momento corresponde al de la apropiación del nombre de Perón por parte de diversos grupos libertarios que lo utilizaron ampliamente para justificar o legitimar o pretextar unas acciones de las que no siempre el portador de ese nombre podía decirse autor o responsable. Cuando Perón quiso corregir, sobre el final de su vida, ese uso abusivo de su nombre, indicar que el dueño de ese nombre no podía ser otro que él mismo, que era el que lo encarnaba, que no se podía, que no valía hacer cualquier cosa en nombre de Perón y con el nombre de Perón, comprendió que ya era tarde. Que su nombre, invocado impropiamente por grupos a los que a veces él mismo desaprobaba o desautorizaba, ya no le pertenecía. Que había sido demasiado obsequioso con él, y que ahora era él mismo el principal damnificado por esa desmesura.


Perón, escribe González, deseaba estar en todas partes, panteísta, y de hecho distribuyó su nombre, cuando tuvo las condiciones para hacerlo, a todas las cosas de ese mundo, que de ese modo habitó con una amplitud nunca antes vista. Y dijo, después, que había vuelto desencarnado. Pero no volvió desencarnado, escribe González: “Volvió para ajustar el uso del nombre, del suyo, pues no lo quería fuera de lugar.” Así, el famoso desencarnamiento del líder era al mismo tiempo la forma superior, última, de su esfuerzo por retener el conjunto de contradicciones del mundo en el interior del ámbito ordenado del lenguaje, definido por oposición al espacio desordenado (raro, escaso) de la historia, y la forma última de una astucia que lo llevaba a proclamarlo pero solo como pretexto o como coartada para desplegar en el seno mismo de esa historia, en el fango de las luchas de las que la metáfora del desencarnamiento podría llevarnos a imaginar que se quería pensar alejado o retirado, la tarea de recuperar para un actor bien específico de esas luchas, él mismo, el uso legítimo de un nombre que en el pasado había prodigado con excesiva liberalidad. La necesidad y al mismo tiempo la imposibilidad de operar ese ajuste, de corregir ese desarreglo, de remediar ese malentendido insoportable, está en la base de la tragedia argentina de los meses y los años que siguieron. Lo que puede decirse también sosteniendo que la furia de Perón es la contracara necesaria de su desencarnamiento. Volvía “casi desencarnado”, pero se enojaba porque la historia se empeñaba en arruinar, con su eléctrica rareté, la espiritualidad impoluta de su pontificado de soflamas huecas y dictámenes absolutos, terminantes, jocosamente solemnes y perfectamente reversibles. Entonces morían o se revelaban inservibles las palabras, impotentes frente a la zozobra de los tiempos.

(2019)

[1] En Papel máquina N° 13, número dedicado a Horacio González, coordinado por María Pia López, Santiago de Chile, 2019, pp. 15-29.




Fuente: "Si el hombre va hacia el agua. Escritos políticos 2001-2021". Ubu Ediciones, 2021.


Sara Facio De la serie Perón 1972 - 1974 Fotografía


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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