He llegado deambulando hasta los límites del pueblo, hasta que las calles que seguía se convirtieron en un camino rústico de campo que se aleja curvándose entre los campos de arroz hacia la aldea al pie de las montañas. Entre el pueblo y los arrozales, una indefinida extensión de tierra desocupada sirve como lugar de juego favorito para los niños. Hay árboles, espacios con pasto para rodar, muchas mariposas y gran cantidad de piedras pequeñas. Me detengo para mirar a los chicos.
Algunos se entretienen con arcilla mojada junto al camino, construyen modelos diminutos de montañas, ríos y arrozales, pequeñas aldeas de barro, también chozas de campesinos, pequeños templos de barro, jardines con estanques y puentes arqueados, linternas de piedra (tōrō) y cementerios en miniatura, con pedazos de piedra rota como monumentos. Juegan a los funerales, enterrando los cuerpos de mariposas y semi (cigarras), y hacen de cuenta que repiten los sutras budistas frente a las tumbas. Mañana no osarán hacerlo, porque mañana es el primer día del festival de los muertos. Durante el festival, está prohibido molestar a los insectos, en especial a las cigarras. Se cree que los caracteres rojos que llevan algunas en la cabeza son los nombres de almas.
Niños de todos los países juegan a la muerte. Antes de que aparezca la idea de identidad personal, no es posible tomar en serio a la muerte; y el pensamiento de los chicos en este sentido es más correcto, quizás, que el que se tiene durante la madurez consciente. Por supuesto, si un buen día se les dice a estos pequeños que un amigo de juegos se ha ido para siempre para reencarnar en algún otro lugar, experimentarán una sensación vaga de pérdida, habrá mucho refregarse los ojos con mangas de todos los colores, pero luego olvidarán la pérdida y retomarán el juego. La idea de dejar de existir no puede entrar en la mente de un niño: las mariposas y los pájaros, las flores, el follaje, y el mismo verano dulce solo juegan a morir; parece que se van, pero vuelven cuando se retira la nieve. El verdadero pesar y el miedo a la muerte aparecen recién a partir de una lenta acumulación de experiencias de duda y dolor; y estos niños y niñas pequeños, siendo japoneses y budistas, nunca sentirán la muerte como la sentiríamos nosotros. Encontrarán motivo para temerla por el bien de otras personas, pero no por el propio, porque sabrá que ya han muerto millones de veces y que han olvidado la desgracia de hacerlo, como uno olvida un dolor de muela tras otro. A la luz penetrante de esta creencia, que enseña la fantasmagoría de toda sustancia, ya sea granito o telaraña -tal como esos rayos X recientemente descubiertos hacen visible la sustancia de la carne- este, su mundo presente, con sus grandes montañas, ríos y arrozales, no les parecerán más reales que los paisajes de barro de la infancia. Y quizás no sean mucho más reales.
Ante este pensamiento me vuelvo consciente de un repentino golpe suave, un golpe familiar, y me sé invadido por la idea de la sustancia como no realidad.
Esta sensación de la vacuidad de las cosas solo aparece cuando la temperatura del aire es tan equivalente a la temperatura de la vida que puedo olvidar que tengo un cuerpo. El frío obliga a la noción dolorosa de la solidez, el frío agudiza la ilusión de la personalidad, el frío estimula el egotismo, el frío nubla el pensamiento y marchita las pequeñas alas de los sueños.
Hoy es uno de esos días cálidos y silenciosos en que se pude pensar en las cosas tal como son, cuando océano, montañas y llanura no parecen más reales que el arco de vacío azul sobre ellos. Todo se hace espejismo, mi ser físico, la ruta soleada, la lenta ondulación de los granos en el viento remolón, los techos de paja más allá de la bruma de los arrozales y el azul que se deshace en las montañas desnudas detrás. Tengo la doble sensación de ser yo mismo un fantasma y de estar siendo embrujado, embrujado por el prodigioso espectro luminoso del mundo.
Hombres y mujeres trabajan en esos arrozales. Son sombras coloreadas en movimiento, y la tierra debajo -de la que ascendieron y a la que volverán- es también sombra. Solo las fuerzas detrás de la sombra, que hacen y deshacen, son reales y, por consiguiente, invisibles.
Igual que la noche devora toda sombra menor, nos tragará por fin la tierra fantasmal a nosotros, y desaparecerá ella después. Pero las pequeñas sombras y del devorador de sombras deben, con toda seguridad, reaparecer; materializarse de algún modo en algún lugar. Este suelo debajo de mí es tan antiguo como la Vía Láctea. Llámenlo como quieran, arcilla, tierra, polvo: sus nombres no son más que símbolos de sensaciones humanas que no tienen nada en común con él. En realidad, no tiene nombre ni puede dársele uno, porque es una masa de energías, tendencias, posibilidades infinitas; porque ha sido creado por el batir de ese Mar de Nacimiento y Muerte sin orillas cuyas oleadas se elevan invisibles desde la Noche para estallar en espuma de estrellas. Vida no le falta: se alimenta de la vida y de ella surge vida visible. Es polvo de karma, esperando entrar en combinaciones novedosas, polvo de un ser anterior en ese estado entre nacimiento y nacimiento que los budistas llaman Chū-U. Está hecho de fuerzas, y de nada más, y esas fuerzas no pertenecen solo a este planeta sino a innumerables planetas que se han desvanecido.
¿Existe algo visible, tangible, mensurable, que no se haya mezclado nunca con la sensibilidad? ¿Átomo que no haya vibrado nunca ante el placer o el dolor? ¿Aire que no haya sido alguna vez llanto o habla? ¿Gota que no haya sido lágrima? Con toda seguridad, este polvo ha sentido. Ha sido todo lo que conocemos y también mucho de lo que no podemos conocer. Ha sido nebulosa y estrella, planeta y luna, tiempos indecibles. (…)
Fuente: Hearn, Lafcadio (1897) Polvo. En Juntando espigas en los campos de Buda. Estudios sobre las manos y el alma en el lejano Oriente. Traducción de Mariana Alonso. Estudio preliminar de Miguel Sardegna. Ed. También el caracol. Bs. As. 2021
Comments