Ciertas cosas son llamadas a realizarse según un principio intrínseco a su naturaleza. Serán llamadas: en potencia. Conllevan un proceso en sueño en su propio devenir. Presentes en lo más íntimo de lo viviente, son una germinación (dýnamis en griego) cuyo despliegue depende del tiempo mismo. La condición sine qua non de la expresión de esa posible persistencia de lo viviente. El movimiento de la vida consiste en crecer o decrecer, no hay suspenso. Solo la idea admite la neutralidad, pero en el tiempo y en lo real hay crecimiento o repliegue (desintricación, diría Freud).
Aristóteles identificó la potencia[1] como la capacidad de un ser para crecer en su devenir. Un grano contiene un árbol “en potencia” aunque en su realidad material nada permita discernirlo. Es un principio endógeno que encuentra en su proceso, a la vez, su límite (no se podrá hacer que esa semilla devenga una rosa o un paraguas) y su cumplimiento (el sauce “realiza” el grano por entero). La dulzura como potencia determina la maduración de lo que hasta entonces está inactivado en la cosa misma. Cuando el embrión se desarrolla, “respira” en el líquido amniótico hasta el noveno mes de gestación. Sus pulmones están todavía en espera de activación. Y es aún muy difícil para los especialistas del desarrollo del embrión comprender cómo, y por qué señal, esa respiración pulmonar en potencia llega a realizarse. Uno puede quedar embargado de vértigo ante la complejidad del funcionamiento de las señales neurobiológicas necesarias para tal finalidad y, no obstante, deslumbrado por la simplicidad y la evidencia con la cual el primer grito del recién nacido determina esa metamorfosis. Es una misma pregunta, en el fondo, la que se plantean los embriólogos a propósito de las células madre o de los pulmones: ¿cómo “sabe” la célula lo que debe cumplir? Algo que, entre los antiguos, se enunciaba así: ¿en qué momento llega el alma para “dar forma” e insuflar a la materia? Ella, que contempla las formas perfectas, ¿tiene en su memoria ‒prueba de la reminiscencia‒ la idea de la dulzura? La pregunta queda en suspenso.
Esta fuerza de metamorfosis será abordada de muchas maneras por los filósofos. El fundamento ontológico propuesto por Spinoza es el del conatus, es decir, el esfuerzo por perseverar en el ser. Nietzsche rechaza esta hipótesis esbozando la sustancia misma del concepto de “voluntad de poderío”. Considera que es “la impulsión vital la que, por su naturaleza, aspira a una extensión de poderío y, por ello mismo, a menudo cuestiona y sacrifica la conservación de sí”. Aún más que la perseverancia del ser del conatus spinoziano, la voluntad de poderío nietzscheana parece estar en las antípodas de la dulzura. Su expresión contraria: fuerza, intensificación de la eclosión de vida y metamorfosis del devenir asintiendo a ese mismo devenir. Sin embargo, en Ecce Homo, Nietzsche plantea la dulzura como temible fuerza de resistencia al poderío. Fuerza ambivalente que nace de un mundo enfermo de debilidad, pero fuerza aún más extraña que toda debilidad. La dulzura es a veces una decantación que requiere, en su principio, una inmensa energía reunida, contenida y sublimada hasta volverse inmaterial. Puede ser, por eso, una activación de lo sensible en inteligible. Sin ella, ¿habría un pasaje posible entre estos órdenes?
[1] “Las potencias pueden referirse a un mismo género; todas ellas son principios, y se ligan a un poder primero y único, el del cambio, que reside en otro ser en tanto que otro”, Aristóteles, Metafísica, Libro noveno, I, “De la potencia y de la privación”.
Fuente: Dufourmantelle, Anne (2013). En Potencia de la dulzura. Traducción María del Carmen Rodríguez. Nocturna Editora / Archivida Ediciones. Buenos Aires, 2021.
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