Descancelando el futuro: Mark Fisher y Retromanía diez años después / Simon Reynolds
- Revista Adynata

- hace 3 días
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En 2013, el crítico y teórico cultural Mark Fisher publicó un libro llamado Los fantasmas de mi vida y su primer capítulo se titulaba “La lenta cancelación del futuro”.
Mark era mi amigo y mi camarada. Aunque nunca colaboramos directamente en un texto, manteníamos diálogos que luego se publicaban en revistas, hacíamos conferencias juntos y, en la escena de los blogs de los años 2000, operábamos como una especie de dúo. Mark escribía algo y yo le respondía; yo escribía algo y Mark me respondía. Por lo general, construíamos algo sobre las ideas del otro; a veces no estábamos de acuerdo, a veces discutíamos, pero siempre de manera productiva. Y a menudo su blog, K-punk, y mi blog, Blissblog, parecían estar involucrados en una campaña conjunta sobre los temas y las cuestiones más candentes del momento. Lo realmente notable en todo esto fue que desde los bastiones de nuestros blogs libramos una guerra verbal contra la cultura retro. Esta polémica gemela dio lugar a nuestros libros Los fantasmas de mi vida y Retromanía: la adicción del pop a su propio pasado, publicado unos años antes, en 2011.
El subtítulo de Los fantasmas de mi vida es Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. La depresión acabó cancelando el futuro de Fisher: se quitó la vida en enero de 2017. Desde entonces, he continuado nuestro diálogo en mi blog, con él in absentia, aprovechando el archivo formidable de escritos y declaraciones públicas que nos dejó. He hablado en eventos conmemorativos y escrito homenajes, participé en podcasts y entrevistas comentando su obra. Y aquí, en este texto, continúo nuestro diálogo espectral con algunas reflexiones que giran en torno a su frase “la lenta cancelación del futuro”.
Mi primera sorpresa al investigar el asunto fue que Fisher la tomó prestada de Franco “Bifo” Berardi, de su libro de 2011 Después del futuro. En realidad, esta era una de las formas en las que Fisher operaba: tomaba ideas o frases de otros escritores, como Fredric Jameson (cuyo trabajo, seamos francos, es duro y amenazador, pero contiene pepitas de oro que vale la pena extraer), y las potenciaba, hacía que proliferaran convirtiéndolas en memes o eslóganes mentales.
El término más famoso de Fisher es “realismo capitalista”. En la introducción a su primer y más reconocido libro, Realismo capitalista, sugiere que el concepto deriva de mis propios escritos sobre el culto a lo real en el hip-hop y la música jungle de los años noventa –la realidad, la realpolitik, ser “real” o venir de las calles–. En este realismo capitalista el darwinismo social se mezcla con el ciberpunk alumbrando un nuevo oscurantismo, una nueva era medieval en la que Ayn Rand y Hobbes se cruzan con Maquiavelo y El arte de la guerra de Sun Tzu. El gangsta rap y la música jungle eran formas marciales de arte, argumenté, que representaban la guerra de todos contra todos del capitalismo. Quizás gracias a esto, aunque quizás no, a Fisher se le ocurrió la gran frase “realismo capitalista”, que proliferó como meme porque es un término mucho más fácil de entender que “neoliberalismo” (que resulta confuso para la mayoría de la gente, dado que hoy en día el liberalismo se asocia con la tolerancia y con actitudes socialmente permisivas, en lugar de estar vinculado a las teorías económicas del siglo XIX). La gente común puede entender la parte del “realismo”, la idea de que se supone que hay que someterse al estado “natural” que el capitalismo encarna, que “no hay alternativa” y que soñar con otra forma de organizar nuestras vidas es apenas una ilusión y una locura.
Pero centrémonos en la idea de “la lenta cancelación del futuro”, la frase de Bifo Berardi de la que Fisher se apropió, como solía hacerlo tan a menudo. Es una frase hermosa, en inglés una especie de musicalidad sutil se desprende de sus cadencias melancólicas. Analicemos las capas de sentido.
“Cancelar” es lo que sucede cuando un evento planeado ya no puede ocurrir. Entonces, algo que uno esperaba con ansias –una fiesta, un evento deportivo, un viaje–, no tiene lugar por razones de fuerza mayor.
En los Estados Unidos, increíblemente, una serie de televisión puede ser cancelada mientras todavía está en producción, con episodios ya escritos pero aún sin filmar. Algo que nunca sucedería en el Reino Unido o Europa, donde hay un pacto básico con el público para que la narrativa pueda desarrollarse al menos hasta alguna instancia conclusiva. Pero en los Estados Unidos, donde los índices de audiencia son lo único que importa, desconectan la serie como si desconectaran a un paciente de su respirador, abandonando a las pequeñas tribus de fanáticos que quedan salvajemente decepcionados, viviendo en un luto perpetuo por culpa de los episodios que nunca llegaron a hacerse (como sucedió con la serie de los noventa My So-Called Life [El mundo de Ángela]).
Podría decirse entonces que cancelación significa decepción. Pero, por lo general, cuando algo se cancela sucede instantáneamente y de modo abrupto. De un momento para otro, aquello que estaba por pasar ya no va a poder ser.
¿Cómo puede ser lenta una cancelación? La idea de Fisher es la de una desposesión, una especie de desilusión que ocurre tan gradualmente que resulta casi imperceptible: nuestra fe, nuestras expectativas se van erosionando muy de a poco, y lo peor es que esa pérdida va creciendo en nuestro interior de manera insidiosa.
¿Qué lugar ocupa “el futuro” en la oración? Obviamente, el futuro en el sentido estrictamente cronológico del tiempo que avanza no puede ser cancelado. El tiempo, en sentido biológico y calendárico, avanza lentamente. Nos alejamos cada vez más de nuestro pasado individual y nos acercamos a nuestro futuro individual (y, en última instancia, a nuestra no existencia).
Lo que ha desaparecido es la idea de un Futuro con F mayúscula: el futuro no individual, el futuro compartido, el futuro experimentado colectivamente. Un Futuro que encierre la creencia y la expectativa de que lo que va a venir será mucho mejor que el presente, o quizás ni siquiera mejor, pero al menos más extraño. La decepción es de índole cultural (y esto se vuelve particularmente evidente si hablamos de música: para muchos de nosotros existe la sensación de que las cosas están estancadas, de que no han avanzado como pensábamos que lo harían, de que en la música están teniendo lugar cambios incrementales dentro de formas estáticas), pero también es una decepción social y política: el estancamiento del neoliberalismo, el estancamiento de la política parlamentaria, la dramática disminución de la movilidad de clase y el aumento de la desigualdad.

“Decepción” no es una palabra lo suficientemente fuerte para describir los acontecimientos políticos de los últimos años: Trump, el Brexit, el ascenso de los autócratas autoritarios en varios países europeos, en India y en Brasil, el resurgimiento de los partidos de extrema derecha. Un caldo tóxico de autoritarismo, xenofobia, antimulticulturalismo y reacción contra las ideas progresistas sobre el género y la familia. En lugar de decepción, las emociones apropiadas son el miedo, la desorientación, la disforia, la desesperación... El escenario no es de estancamiento constante sino de rápida inversión.
“Decepción” no es una palabra lo suficientemente grande como para describir la crisis climática. Pero tiene sentido hablar de decepción en el contexto de la música: el tipo de asombro negativo que genera el ascenso imparable de bandas como Mumford and Sons. A Fisher le gustaba hablar de un “shock del pasado”, un juego de palabras con la idea del “shock del futuro” acuñada por Alvin Toffler. Se imaginaba cómo sería teletranspor tar a un grupo contemporáneo como Arctic Monkeys y ponerlo frente a una audiencia de 1980. La gente se quedaría atónita por lo poco que se diferenciarían del rock new wave de su propia época, de grupos como The Jam. Se suponía que algo del siglo XXI tendría que ser desconcertantemente extraño, incomprensiblemente avanzado, apenas reconocible en términos musicales. Pero los habitantes de 1980 serían perfectamente capaces de lidiar con los Arctic Monkeys y de interpretarlos como música. Esa sensación de desilusión es el “shock del pasado”.
Otra cosa que Fisher lamentaba era la imposibilidad de un nexo fructífero entre la cultura y la política, la idea misma de que la cultura podía y debía ser una vanguardia, de que debía llevar a la sociedad y las instituciones políticas más lejos y más rápido. En particular, como nos sucedió a muchos de los que crecimos durante el postpunk o la rave de los años noventa, Fisher tenía la expectativa de que la música popular juvenil y la cultura que la rodeaba fueran capaces de movilizar deseos sociales que hicieran posible impulsar cambios, alterar las pautas y las normas de la sociedad y, en última instancia, las leyes y las políticas de Estado. La música, creía él, también podía decirle la verdad en la cara al poder y radicalizar la conciencia de los jóvenes.
¿De dónde viene esta idea? Un posible origen puede encontrarse en la década de mi nacimiento, los años sesenta. Para obtener más información al respecto, podemos recurrir a uno de los escritores favoritos de Mark Fisher y mío: J.G. Ballard. En 1982, mirando hacia atrás, repasando la década en la que se hizo famoso como pionero de la ciencia ficción New Wave, Ballard contaba: “Todo sucedió durante los años sesenta. Era como un gran parque de atracciones sin control. Y pensé: ‘Bueno, no tiene sentido escribir sobre el futuro: el futuro está aquí. El presente anexó el futuro sobre sí mismo’”.
En esta declaración, Ballard habla de la avalancha de cambios y turbulencias ocurridas en los años sesenta: la carrera espacial, los asesinatos de los Kennedy y de Martin Luther King, la guerra de Vietnam, el LSD, el rock, la liberación sexual, el movimiento youthquake y muchas, muchas otras cosas que parecían simbolizar una ruptura generalizada con la tradición: sucesivas convulsiones que tenían lugar en todos los ámbitos de la cultura, las artes, el entretenimiento, la política, la moda y las costumbres sociales cotidianas.
Sigue Ballard: “Fue una revolución estética la que trajo consigo todos estos cambios. Durante cinco años, el sistema de clases parecía no existir, nadie usaba nunca ese concepto... Recuerdo que alrededor de 1970, por primera vez luego de cinco o seis años, oí a alguien en la radio utilizar la frase ‘clase trabajadora’, algo impensable en, digamos, 1967 o 1968. Ahí fue que pensé: ‘Dios mío, esta es la sentencia de muerte del cambio. Se está acabando’. Y así fue, y ahora volvemos a la misma pequeña sociedad cerrada, confinada y con conciencia de clase... No creo que el cambio radical necesario para transformar este país pueda provenir de la política. Creo que solo puede llegar gracias a las artes: algún tipo de modificación de raíz en la sensibilidad estética, parecida a la que presenciamos a mediados de los años sesenta, cuando este país cambió para mejor. No había ninguna duda al respecto: éramos más libres”.
Esta es una inversión de la creencia marxista ortodoxa (y sin refinar) de que es el cambio económico y, por lo tanto, la lucha de clases en el sitio de los medios de producción, el único canal viable para los cambios políticos. En la revisión de Ballard, es la superestructura (el reino de la cultura y los valores) lo que altera la subestructura (la economía, las relaciones laborales, etc.). Es un proceso que va de arriba hacia abajo, con la cultura y el arte como punta de lanza. En los años sesenta, la juventud se instituye como una especie de clase en sí misma, atravesando la estructura de clases tradicional para consolidarse como una formación transnacional. “La gente del mañana” podríamos llamar a esta vanguardia juvenil, tomando prestada la frase de una serie de ciencia ficción infantil de los años setenta. Hay una liberación del deseo y una confianza absoluta en que romper todas esas reglas, inhibiciones y tabúes puede llegar a anular las realidades del dinero y el poder. Si uno se remonta a los años sesenta y lee las declaraciones y proclamaciones que salían en diarios y revistas, lo que resulta tan increíble es ese tono de confianza: el viejo mundo está muriendo y nace un mundo nuevo.
En los años previos a su muerte, Fisher estaba trabajando en un libro titulado Comunismo ácido, un ajuste de cuentas con los años sesenta: quería determinar qué se podía rescatar de esa época para ponerlo en práctica en el presente.
Las cosas parecían ir tan rápido que en 1970 Toffler publicó El shock del futuro, que diagnosticaba síntomas de desorientación a nivel masivo ante la velocidad de los cambios. Como suele ocurrir con los libros de divulgación sobre temas contemporáneos, se trataba más de la década anterior a su publicación que de lo que se avecinaba: de hecho, muchos experimentaron los años setenta como una época de desaceleración y estancamiento en múltiples frentes, desde la “estanflación” económica hasta la nostalgia cultural (hubo un renacer del rock de los años cincuenta, un resurgimiento de los años veinte y treinta, una oleada de nostalgia por los Beatles, etc.).
Las corrientes de innovación y pastiche retro compitieron durante los años setenta y ochenta (cuando el fenómeno del reciclaje y la referencialidad adquirió el nombre de “posmodernismo”). Si hay una década capaz de emparejarse con los años sesenta, serían los noventa (o “los largos noventa”, que comenzaron alrededor de 1988 con el acid house, el éxtasis y el segundo verano del amor). La cultura rave tenía esa sensación de ser “la música del mañana... hoy”. Si te gustaban el techno, el house, el jungle, el trance, el gabber y otros subgéneros de la rave, sentías que ya estabas de alguna manera en el futuro. Era una secta avant-garde conformada por “la gente del mañana”. El tech-no-rave tomó el “shock del futuro” –considerado por Toffler como un trauma– y lo convirtió en una estética, una emoción libidinal.
Durante los años noventa parecía que la música electrónica se estaba dividiendo en diferentes cepas mutacionales, cada una de las cuales desarrollaba su propia lógica interna lo más rápido que podía. La teleología se convirtió en una sensación física, algo que sentías mientras los beats cada vez más acelerados impactaban sobre el cuerpo, y los riffs ásperos y explosivos sacudían el sistema nervioso. Cada mutación musical reemplazaba a una anterior, como un cohete que va dejando atrás sus distintos componentes a medida que escapa de la atmósfera terrestre. De hecho, pertenecer al viaje de la rave era un poco como la repetición bajo los efectos de las drogas del modernismo de principios del siglo XX, pero ahora, además, se podía bailar.
Los críticos que en aquella época escribíamos sobre esta música, como Kodwo Eshun, el joven Mark Fisher (asociado por aquel entonces con el grupo para-académico Cybernetic Culture Research Unit) o yo mismo, rara vez utilizábamos puntos de referencia. No se podía recurrir a coordenadas basadas en la música que existía previamente porque la música nueva se estaba saliendo del mapa. Como escritor, uno luchaba, desesperada y alegremente, por mantenerse al día con la música, y eso exigía forjar nuevos conceptos, organizarse en torno a un lenguaje fresco. De ahí la proliferación de neologismos y términos inventados para referirse a cada género musical.
El futuro, entonces, no estaba cancelado en absoluto: estaba “en marcha”, era algo que anticipábamos y hacia lo que corríamos a toda velocidad. Pero también era un objeto inalcanzable, un premio y una presa que perseguíamos sin parar y que siempre parecía alejarse en el horizonte. Sin embargo, era esa cacería vertiginosa la que creaba la sensación de propulsión, esa aceleración en el presente.
El legendario productor de techno de Frankfurt, Marc Acardipane, que operaba bajo docenas de alias, incluidos The Mover y Mescalinum United, lanzó en 1990 una canción llamada “Reflections of 2017”. La frase se convirtió en su eslógan, aparecía en fundas de discos y folletos: “Nos vemos en 2017”. En aquel momento, ese año parecía imposiblemente lejano. Para Acardipane, pionero del estilo duro, oscuro y superrápido conocido como gabber, “2017” era la puesta en escena física y temporal de sus canciones, de donde su música, de alguna manera, provenía: un siglo XXI estimulantemente distópico o poscatastrófico.
Una de las características de finales del siglo XX es que había fechas puntuales –1999, el año 2000, el 2001– que tenían un atractivo casi erótico y encerraban un romanticismo absoluto. Teníamos una cita con el futuro, y lo último que uno espera de una cita es que se cancele.
William Gibson, el novelista ciberpunk, tuiteó recientemente la siguiente observación, que me parece muy ingeniosa: “En la década de 1920, la idea de ‘el siglo XXI’ ya era omnipresente en la cultura popular. ¿Con qué frecuencia vemos la frase ‘el siglo XXII’ hoy en día?”. Y es verdad: ya no tenemos esas fechas. De niño, de joven, tenía imágenes mentales del siglo XXI. Pero hoy no tengo ninguna noción de 2050 o 2100, salvo como algo deteriorado o ligado al colapso.

Todo esto se relaciona con la idea de la pérdida de una imagen cultural atractiva del futuro, algo de lo que se lamentaba Mark Fisher. Esa sensación de que, de alguna manera, el futuro ya fue superado.
Después del auge colectivo de los noventa, los años dos mil parecieron una fase de desaceleración y secuelas. La música dance literalmente ralentizó sus bpm, retrotrayéndose a un tempo más propio del house. Y en términos de evolución y mutación como género, ya no parecía avanzar linealmente o escalando hacia los extremos, sino que proliferaba de manera lateral y oblicua: a través de híbridos con otros estilos contemporáneos o relativamente recientes, mediante recombinaciones de archivo que a menudo se remontaban a varias décadas atrás, a la prehistoria de la propia rave y a la música para bailar más antigua, al estilo disco, etc. Los mosaicos resultantes eran a menudo interesantes y agradables de escuchar, pero no tenían ese impacto de “shock del futuro” que sí tenía la música de los años noventa.
En Retromanía utilicé la frase “futurismo estancado” para describir lo que le sucedió a la música electrónica en la primera década del siglo XXI. El término me atrajo por su doble sentido: un desarrollo decreciente, sin movimiento, pero también un futurismo “detenido”, como si estuviese encarcelado. Nuestras ideas de lo que constituía el futuro sonoro se habían estancado y ya no podíamos escapar de ellas. Sin embargo, todavía quedaba un halo de sobrevida para la emoción, todavía quedaban algunas posibilidades abiertas en torno a los timbres sintéticos y a los ritmos rígidamente secuenciados, lo que volvía atractiva la idea de revisitarlos. ¿Cómo podríamos, entonces, escapar del cautiverio de nuestra fascinación con estas ideas obsoletas de “lo futurista”?
La idea de un futurismo estancado surgió en parte de la frustración de un crítico que intentaba filtrar o regular el exceso de lanzamientos contemporáneos. A fines de la década del dos mil parecía haber una monstruosa sobreproducción de música electrónica “bastante buena”, que no era exactamente retrofuturista, pero que tampoco lograba ir más allá de los límites establecidos durante los años noventa. Ya fueran paisajes sonoros ambientales o techno contundente, los discos se sumaban a una tradición destinada a engrosar la enorme montaña de música aparentemente meritoria, pero fundamentalmente redundante, que había en el mundo.
Fue Fisher quien articuló el diagnóstico más agudo de este síndrome. En un artículo de 2009 para New Statesman titulado “Running on Empty”, Fisher escribió sobre una “crisis energética” y un déficit de innovación en la cultura popular:
No es que la tecnología haya dejado de desarrollarse. Lo que ha sucedido… es que la tecnología se descalibró respecto de las formas culturales… Ya no podemos escuchar la tecnología. Ha tenido lugar una desaparición gradual del sonido propio de la ruptura tecnológica –como esa irrupción de sintetizador analógico, cortesía de Brian Eno, en medio de “Virginia Plain” de Roxy Music, o la alienación angular provista por las técnicas de cut and paste en los primeros días de la rave– que la música pop alguna vez nos enseñó a esperar.
Un año después, Mark y yo tuvimos una charla pública –invitados por Francesco Tenaglia para la revista italiana Kaleidoscope– sobre estos temas, pero nos enfocamos específicamente en la cultura post-rave y en la música electrónica dance. Refinando su argumento anterior, Mark sugirió que la temporalidad cultural ahora no se medía por la aparición de formas nuevas, sino “por mejoras técnicas” que en su mayoría “se manifestaban en términos de distribución y consumo de cultura antes que en términos de producción”. En lugar de grandes saltos hacia adelante, hubo mejoras incrementales: audio y video de mayor definición, mayor velocidad para las computadoras, efectos CGI más deslumbrantes. En cuanto al fenómeno contradictorio del retrofuturismo, Fisher sugirió que los sonidos e imágenes “futuristas” ya no se conectaban con un futuro que la gente esperaba que tuviera lugar. Más bien, lo “futurista” era algo más parecido a una tipografía: “Un estilo vago pero fijo, un poco como una fuente tipográfica”. Estas asociaciones fijas se aplicaban por igual a las visiones utópicas y distópicas del futuro. En todo caso, los sonidos y puntos de referencia oscuros y apocalípticos (Blade Runner, Alien, Matrix, etc.) se habían vuelto incluso más cursis y gastados que los sonidos luminosos propios de un edén robótico.
Otra figura del circuito de los blogs que Fisher y yo frecuentábamos –el crítico Phil Knight, que se autoidentifica como un “declinista” en la tradición de Spengler– propuso un análisis aún más agudo. Conectó la excitación del futuro como concepto con “el hambre spengleriano por la infinitud”, que es el impulso central de Occidente: un impulso fáustico, “una travesía espiritual hacia el espacio ilimitado”, tal y como lo describió Spengler en su libro de 1931 El hombre y la técnica. El futuro, agregaba Knight, “marca un mayor distanciamiento del mundo natural, de lo tangible, y por lo tanto nos acerca a nuestro destino, que esperamos que sea angelical, pero que sabemos que es pura alienación. El viaje hacia el futuro en la música no es exponencial, simplemente tiene esa apariencia. El paso de lo acústico a lo eléctrico y luego a lo electrónico sugiere una progresión teleológica, pero no puedo ver cómo se podría alcanzar algo más artificial que la música sintetizada. Podría decirse que, una vez ahí, ya alcanzamos la cima de la abstracción”.
Este sentimiento de haber agotado el concepto de futuro, de vivir en un “después del futuro”, como lo expresó Bifo Berardi en su libro, no responde únicamente a la mentalidad de un puñado de blogueros gruñones y radicales que se han vuelto viejos. Es un sentimiento generalizado y compartido que se manifestó a lo largo de las décadas de los dos mil y dos mil diez en forma de ideas de futuros perdidos y hauntología, un interés por los “medios muertos” y las ruinas. Hay demasiados ejemplos para enumerarlos, pero entre los síndromes están la nostalgia por la arquitectura modernista de estilo brutalista, un interés por los sintetizadores modulares y el hardware electrónico analógico, o la hauntología como estética –cuyos exponentes y compañeros de viaje incluyen a Boards of Canada, Burial, Broadcast y el sello Ghost Box, así como a cineastas tales como Peter Strickland (Berberian Sound Studio, In Fabric) y a una gran cantidad de artistas visuales que trabajan con medios analógicos, archivos, recreaciones y nociones de lo espectral–.
Todos estos síndromes estaban en ascenso a finales de los años dos mil, cuando escribí Retromanía y cuando Mark Fisher se dedicaba a escribir los posteos que fueron el sustento de Los fantasmas de mi vida. En su momento me parecieron una especie de “buen retro” (un poco como el colesterol bueno y el malo), con artistas involucrados en un juego provocador y emocionalmente intenso basado en la archivística. Fisher le encontró un sentido político a la música hauntológica de artistas como Burial y The Caretaker: al negarse a “dejar ir” el futuro perdido y, en cambio, mantener su ausencia presente, como un espectro, eran precursores de su potencial resurrección y reactivación.
Ahora, más de una década después de que apareciera Retromanía, y varios años después de Los fantasmas de mi vida, la escena de la hauntología avanza bien, sigue produciendo obras competentes y posiblemente esté creciendo en popularidad e influencia. La mayoría de los síndromes analizados y criticados en Retromanía / Fantasmas también siguen activos: el amor de la cultura hípster por lo vintage y el pastiche, la fijación archivística de la industria de las reediciones, la atemporalidad engendrada por el streaming y YouTube. No obstante, al menos para mí, la onda es diferente: lo retro es prominente pero no dominante, o ya no se siente tan opresivo y deprimente como se sentía a principios de la década.
En el frente de la cultura pop y la música, parece haber una preponderancia de música que se siente, si bien no exactamente futurista, al menos extremadamente actual: una gama de estilos maximalistas digitales que van desde la EDM hasta el hyperpop y el trap, del pop radial más clásico a los experimentalistas abstractos y sobrecargados de texturas de la “conceptrónica”. Este hiperdigitalismo impregna cada aspecto de la música, desde el diseño de sonido hasta la programación de ritmos, pero donde se vuelve más notable –y notablemente moderno– es en el ámbito de la voz humana.
En los años noventa, fue la gramática de los beats la que manifestó de forma más llamativa el riguroso impacto de la tecnología digital, siendo el ejemplo supremo de esta tendencia los delirantes breakbeats microeditados y acelerados del jungle. Pero en el siglo XXI, los avances en la ciencia del beat se asentaron en patrones establecidos, salvo por algunos puestos de avanzada como la escena del footwork, en Chicago. Gradualmente, el ritmo fue eclipsado por la voz, que pasó a ser objeto de los recursos más extremos de la música sintética y convertirse en el lugar donde se presenta el futuro sonoro frente a nuestros oídos asombrados.
Fueron principalmente los softwares de corrección de tono y dise ño vocal tales como el Auto-Tune y el Melodyne los que abrieron un campo de acción artística particular y específico del siglo XXI; el sonido producido mediante estos dispositivos digitales proporciona un “acabado” epocal que recubre casi toda la música popular.
Hay, entonces, razones para ser cautelosamente optimistas sobre la capacidad de la música popular de seguir reinventándose y evocando un sonido que sorprendería a los humanos del siglo XX, si el sistema de teletransportación de Fisher pudiera llevar al pasado la música del presente.
Pero un periódico de hoy, teletransportado a las manos de una persona joven de izquierda o de mentalidad liberal de los años setenta u ochenta, seguramente desencadenaría síntomas agudos de shock del pasado: una incredulidad horrorizada por culpa del magro progreso que ha tenido lugar en casi todos los frentes políticos y sociales, con reveses y retrocesos muy contundentes en varios aspectos. La “retromanía política” –la cancelación del futuro, ya no lenta sino aceleradísima– realmente es motivo de alarma, a diferencia de alguien que hoy en día hace un disco que recrea exactamente el sonido de The Yardbirds o de los tracks jungle de los noventa. La convergencia de estas fuerzas reaccionarias con las redes sociales y varias otras formas de la tecnología digital de vanguardia para crear mecanismos nocivos de formación de opinión, desinformación y operaciones psicológicas demuestra que no hay un vínculo intrínseco entre la innovación tecnológica y la política progresista. La tecnología es simplemente el instrumento del deseo humano, y ese deseo puede ser tan nostálgico y autoritario como emancipador y utópico.
Nota: Publicado originalmente con el título “(No) Future Music?” en New Perspectives, 2020.
Agradecemos a Caja Negra Editora por la amabilidad para permitirnos la publicación del texto y las fotografías de Coni Rosman.
Fuente: Reynolds, Simon Futuromanía: sueños electrónicos, máquinas deseantes y la música del mañana… hoy. 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2024.




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